martes, 17 de julio de 2012

Condena de por vida

 

En la Palinodia del polvo, Alfonso Reyes habla de ese romántico que anuncia que "la gloria es una fatiga tejida de polvo y de sol".

Cada día nos levantamos para encontrar el mismo camino; la misma distancia; el polvo en los pies y el sudor en la mirada. Salieron del jardín y su castigo fue ganarse el pan con el sudor de su frente; la mujer dará a luz a los hijos en un grito.
La actitud cristiana ante el trabajo lo representa como un castigo. La desaparición de la inocencia original nos condena a la muerte y a la monotonía; al dolor y al gris horizonte. No es difícil entender su idea pues los animales no trabajan; tampoco las plantas ni ser vivo alguno. No es posible comparar ninguna actividad animal, ni siquiera el de los insectos comunitarios, con el trabajo humano. Sin consciencia no existe castigo y no existe tampoco la monotonía ni el sufrimiento. Sólo para el ser humano en tanto caído la vida misma es ya una batalla por la nada.

Cuando las labores diarias se convierten en un sufrimiento y una obligación es que nace el trabajo. Es cuando el hombre dispone de su libertad y se encadena a una actividad que conoce esa condena. Para que el trabajo exista tiene que existir asimismo, un dominio de la libertad. Una autoridad que exija realizar aquello que debemos.

Deber es la palabra clave: luchar para hacer lo que se nos exige; lo que nos han convencido que es lo bueno, lo verdadero; el único camino. Pero la palabra “lucha” es demasiado vivaz, demasiado pasional; no: transigir, aceptar, obedecer son palabras más justas.

Un trabajo sin deber; una actividad sin obediencia y sin dolor es lo que llamamos juego. Pero del juego no puede construirse una civilización porque él escapa del tiempo. Cada vez que es jugado recrea sus reglas. Juego, mito y arte tienen una misma raíz; también religión y trabajo. La religión y el trabajo son juegos y mitos que se han esclerotizado. Lo que fue en un momento libertad se convirtió en grilletes para mejor usar al hombre.

La cultura protestante y con ella la modernidad adoptan un enfoque diferente del trabajo. Aunque es una condena, es también la forma en que el hombre redime su culpa original, así que su realización es también una dulce expiación, una manera de acercarse a Dios. La satisfacción de la tarea bien hecha. Recordemos que el protestantismo lleva hasta el extremo la división de la carne y el espíritu y que censura categóricamente a la primera. El gozo de la carne es una ilusión y por lo mismo es perverso y pernicioso. El alimento del hombre no se obtiene por el gozo —desperdicio de energía— sino mediante la sublimación del cuerpo en pos de un objetivo moral. El cuerpo debe sufrir para obtener el verdadero alimento: manutención del hombre y elevación moral sobre el mundo físico. Admirable espíritu que nos permite humanizar a la creación: salvarla y así salvarnos.

Bajo la mirada moderna (que nace del protestantismo) moral y trabajo son equivalentes. Aquel que no trabaja es, por tanto, un enemigo de la sociedad y de la existencia misma. Pero bajo la ley de Dios (que es la ley de la dominación y del castigo) tal existencia habrá de ser penada y el trabajo, recompensado. La recompensa en una sociedad que pone toda su idea del mundo en la autoridad es, por supuesto, el poder sobre la naturaleza y el poder sobre otros hombres. El bien es equivalente a la cantidad de almas bajo nuestros pies.

La alegría de parte de la sociedad occidental moderna ante el trabajo no es el gozo del cuerpo, sino la obtención de más poder. Un poder sublimado en dinero. Incluso el conocimiento es una metáfora más del poder pues mediante él dominamos a la naturaleza.

Marx parte de la misma idea. El trabajo socializa a la naturaleza, la redime de ser simple cosa. Humanizar al universo es librarlo de su condición primitiva, hacerlo útil al ser humano. La naturaleza humana es la del trabajo: es el ser que convierte al universo, que lo redime. Una posición que comparte con Hegel y con la idea occidental toda. El universo carece de sentido: es el hombre el que se lo otorga mediante la apropiación.

El lenguaje marxista no usa los términos de la religión, sino los de la economía y los de la política. Pero eso es porque la política es la religión del mundo moderno. Si para el medieval la salvación venía de la mediación del cuerpo y del espíritu como contemplación (su modelo de vida era el santo); para el moderno el cuerpo es un instrumento que se usa para conseguir más útiles (su modelo de vida es el político). Es ese poder sobre los otros lo que se llama Bien y la salvación viene de poseer más. En ese sentido el trabajo marxista es burgués: fruto de un Siglo de las luces que cambió el discurso milenarista del protestantismo por otro discurso milenarista, pero vestido de jerga “científica”.

La alegría por el trabajo del protestante es una posición diferente ante la condena cristiana, sin embargo no deja de ser una condena. Tanto el mundo católico como el protestante parten de la idea de que el pecado original llevó una mancha al género humano: un crimen que precisa de un castigo a través del que debe ser pagado. El castigo es el trabajo. La diferencia estriba en que el catolicismo, religión de la encarnación y del perdón de Jesucristo, ve al trabajo como una carga mientras el protestantismo, acepta ese pago en pos de la eternidad: sabe que es una condena, pero la acepta pues mediante su expiación alcanzará al reino de Dios. Para el catolicismo, aún medieval, la salvación está en otro mundo y es incomunicable salvo para los sentidos. Para el protestantismo, las señas de esa salvación ya están en este mundo y, raíz de la modernidad, podemos observar a la gracia actuando por las señas que los salvos tienen en sí. Esas señas son: la expiación lograda mediante el trabajo, la falta de gozo corporal; la aceptación del gozo espiritual, el trabajo que humilla al mundo y al cuerpo mientras lo sublima. En otras palabras: el sufrimiento del cuerpo en pos de la expiación de la naturaleza y la acumulación de poder en forma de dinero; asimismo, su utilización. No derroche: sublimación mediante el trabajo; negación del ocio y del placer.

Todos estamos más o menos encadenados a esa condena. Indudablemente los seres humanos al igual que todos los animales necesitamos hacer una actividad para sobrevivir. Arriba comenté que, sin embargo, el trabajo animal es una antropomorfización exagerada. No hay trabajo porque no hay conciencia y sin conciencia no puede existir coerción ni “deber”. Sería como pensar que el acto de respiración (que es un gasto de energía para sobrevivir) fuese trabajo. No lo es porque es natural; así el hombre pueda considerarlo una condena. De ahí el suicidio.

El trabajo al igual que la mayoría de las actividades humanas es una intelectualización e institucionalización de algo previo; de una sensación o una pasión. La religión institucionaliza al sentimiento de lo sagrado y da reglas; lo convierte en ortodoxia. El matrimonio es la manera en que occidente creó una institución desde el juego erótico y el amor: un código y un contrato. Por su parte, el trabajo asalariado (o no) es la actitud que el ser humano tomó y en algunos casos instituyó para usar las necesidades de supervivencia; el gasto de energía y el juego.

Para muchas culturas lo que nosotros llamamos trabajo es simplemente un paso inevitable y al mismo tiempo gozoso del tiempo. Por la misma razón, nuestra institución del trabajo asalariado y nuestras mismas actividades podrían resultarles incomprensibles. El trabajo del proletario como bien ven Marx y Hegel separa al ser humano de su producción. El obrero se convierte en una pieza de maquinaria y no existe relación entre lo que hace y el fruto de ese esfuerzo. Pero lo mismo puede decirse del burócrata, cuyo trabajo transcurre entre papeles y órdenes abstractas. El patrón tampoco tiene una relación directa con el trabajo, así crea ser libre en realidad es también un engrane más de la maquinaria industrial o comercial. El técnico frente a su computadora elaborando cálculos para algo que nunca ha de ver; el comerciante con sólo una lista de nombres y de cuentas ante sus ojos. Todas esas formas de trabajo modernas resultan incomprensibles para una cultura agrícola, para un artesano, para un cuidador de rebaños, donde se trabaja para algo que se toca con las manos. Y esa relación jubilosa entre el creador y lo creado se ha perdido o al menos ocultado en el mundo moderno. Digo ocultado porque inclusive ante una actividad agrícola, artesanal, magisterial o artística (donde existe y es inevitable una relación directa), ésta ya no se concibe con júbilo, sino como un trámite. Las obras de arte ya no son creaciones en el sentido primero de la palabra, sino números, palabras; el maestro ve sus clases como un trámite y cada día como un día más; el agricultor no vive de su cosecha, sino que la ve como un número abstracto, dinero y cálculo. La automatización en la vida pues es la manera en que concebimos el trabajo. Eso es verdad tanto en las sociedades protestantes-capitalistas como en el llamado Tercer mundo (que sigue al menos en las ciudades) los patrones occidentales como en las sociedades comunistas. El trabajo como parte de una maquinaria y como un deber ya sea ante el Estado, ante la Nación, ante la Sociedad o ante el Bienestar que habrá de reportarnos. Bien es consumo; bien es dominio.

Los niños juegan. En su juego así como en el rito ponen toda la seriedad del mundo. Pero su universo no ve como finalidad el consumo, sino el movimiento. El rito valora a la actividad misma; a la sensación que habrá de producirse. En la fiesta religiosa como en el juego infantil (el deporte profesional a su vez es otra manera de trabajo) el derroche de energía va encaminado al goce personal o colectivo del evento. Por supuesto hay producción económica, hay también creación; pero la actitud ante el trabajo físico o intelectual es radicalmente distinta. La creación no es condena sino alegría. No el júbilo neurótico de la sociedad protestante, sino el grito gozoso.

Fourier dijo que es un error querer que los niños sigan esquemas del mundo laboral adulto en sus juegos (lo cual, ay, es la manera en que la educación pretende moverse); lo que habría que hacer es dar al trabajo adulto la ligereza y el placer del juego. Y la única manera de que eso suceda es mediante la derogación de esa palabra: “deber”. Obsesionados con el pecado original y la expiación olvidamos que en una actividad libre hay también placer; olvidamos la inocencia.

No un trabajo que tenga como meta la producción, sino que tenga como principio la felicidad y sobre todo el placer. El placer individual, la curiosidad, la relación física por decirlo así con el cuerpo y las pasiones. La mayoría de los científicos han considerado su trabajo como un placer; asimismo grandes filósofos y artistas: son los fariseos los que han confiscado ese principio en pos de empresas de dominación y de ortodoxias.

Pero cambiar nuestra relación con el trabajo no se encontrará en un cambio político o económico. O no sólo en él: Nietzsche anunció al hombre que es niño. Ese hombre que dice sí a la vida. Pero ese hombre que somos todos los hombres no será parido con consignas, sino con el dolor y placer de cada nacimiento. Cambiar al hombre, es el grito de Rimbaud; cambiar al hombre, cambiar la vida.


César Alain Cajero Sánchez

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