martes, 26 de junio de 2012


Escudo y puñal: poder y espejo

 


La búsqueda del ser humano no tiene un punto de llegada; tampoco un límite. Juegos y mascaradas con las que justificar su existencia.

Cada civilización busca un punto al cual dirigir sus anhelos. Necesita una excusa para el mayor pecado de los hombres: su existencia. Necesita una razón para poder sentirse salvado del azar y de la vida.

La meta de la civilización occidental ha sido el poder. El poder sobre el mundo; sobre los otros hombres, sobre sí mismo, ha sido su gran coartada.

Hegel hace comenzar la historia humana —el desenlace según él de la historia universal— en el instante en que el ser se hace consciente de sí mismo. Ese instante es el primero en que se conoce la soledad y el miedo. Para definir lo que es hay que reconocer lo que no se es. Se es arrojado a la angustia y a la soledad.

La cura a esta soledad que, nos asegura Hegel, es inherente al ser humano, es la apropiación de ese universo agresivo y ajeno. Conocer es controlar, es subyugar: es obtener reconocimiento al hacer al mundo todo parte de la consciencia humana. Vivir humanamente es someter.

Por su parte, Marx lleva este pensamiento a la materialidad: conocer no es una actividad intelectual: conocer es manipular. El hombre se hace hombre por el trabajo, es decir, por su facultad de cambiar el medio a su antojo, de utilizarlo en su provecho. Ser depredador; ser por primera vez capaz de hacerse el amo del universo.

Toda nuestra civilización se basa en ese esquema de dominación. A partir de la Ilustración nuestro concepto de bienestar está en proporción directa al dominio que se tiene de la naturaleza. Un dominio que se mide por el consumo y la capacidad que se tiene de subyugar a la naturaleza para hacerla trabajar para el ser humano. El universo es malo al ser inútil, al no ser humano; la redención supone, para nosotros, convertirlo en parte de nuestra maquinaria. La esclavitud es permitida pues todo lo que nos rodea es un objeto. El universo está deshabitado; es materia y sólo materia que hay que usar y explotar.

Usar a la naturaleza, como bien lo vieron Hegel y Marx, equivale a ensanchar el dominio humano. Para la idea moderna, conocer equivale a dominar y dominar equivale a iluminar al universo. Una labor evangélica que usará positivamente a todo el universo. Así, el dominio equivale al bien pues fuera de lo humano no hay existencia verdadera.  Así, el imperio de lo inteligible equivale al imperio de lo útil; sin poder no hay redención, sin explotación no hay universo posible. Todo conocimiento, ya sea científico, ya filosófico,  es un disfraz del poder pues sólo en él está —para nosotros— justificada la razón.

Pero no seamos falaces, tal instinto humano no encuentra sus raíces en la Ilustración. En toda civilización ese espíritu está presente. No es de sorprenderse: todo ser vivo en tanto existente establece relaciones con el medio que lo rodea. Relaciones que, desde una óptica humana, son de dominación o, desde otro punto de vista, de equilibrio.

Es verdad, en un punto de vista limitado y moralista, la naturaleza es un teatro del poder y del dolor. Un ser sólo puede existir cuando ha dominado a otro y se ha aprovechado de aquel. Los animales usan a otros al alimentarse de ellos; otros al usar la energía aprovechada de las plantas. Lucha y poder, el universo es el ejemplo mismo de la desigualdad y la esclavitud; la lucha de la fuerza por la fuerza. Finalmente, esas relaciones no son menos reales por no ser conscientes.

Pero hay una gran falta de perspectiva al hacer una valoración semejante. En la naturaleza no existe tal escala de poder porque no hay explotación de un ser sobre otro. Lo que existen son relaciones: la energía es un flujo, no una pirámide. Tal flujo nunca se detiene pues todo se comunica. Es verdad que el carnívoro se alimenta de la carne del herbívoro. Pero él mismo en otro momento habrá de ser un punto más en un flujo interminable. No es la eternidad lo que subsiste; no es el poder por el poder, sino la existencia misma la que nunca termina. El universo no es moral púes en él no existen las jerarquías y los juicios de valor, ya sea basados en la “utilidad”, en la “ética” o en la posesión de poder. Un tigre no es más útil que una bacteria ni una ballena es más poderosa que el plancton; la luz del sol no es más buena que la planta. Son y eso es todo.

En cambio, el ser humano establece un orden nuevo. La consciencia hace nacer al yo. Y ante el universo que le parece inestable, inasible y caótico, crea un remedo de unidad. Sólo de esa manera puede sentirse real; sólo de esa manera disfraza al miedo. Finge la eternidad de los principios. Y es en esa máscara que se reconoce.

Es verdad, no hay sociedad humana que no utilice a la naturaleza. La consciencia sumerge al hombre en el caos y para sobrevivir debe darle un orden a ese universo que se le presenta. Ese orden en todos los casos es una recreación. Para sobrevivir un ser temeroso y apocado no tiene otro remedio que usar al medio para su beneficio.

Sin embargo hay que notar que la recreación que cada pueblo hace de ese universo es distinta y, con ello, distinto su modo de acercarse a la naturaleza. Resulta legítima la declaración de Adorno y Horkheimer en donde sugieren que todo mito es ya la creación de un orden ilustrado. Empero las consecuencias que cada una de esas explicaciones conllevan nunca es la misma. Si hablar es crear y si cada palabra establece una realidad completamente distinta, no es casual que la pluralidad de visiones de mundo sea infinita.

Así, aunque las sociedades clásicas de la China o de la India indudablemente establecieron en cierto punto un esquema de dominación del universo basado en la técnica y en la apropiación de ese universo al universo humano —actitud común a todo el género humano—, ese orden se encontraba inmerso en un orden mayor que lo limitaba y regulaba. En China el orden humano debía ser un reflejo —imperfecto si se quiere— del orden natural. Por su parte, la India consideró al orden humano como un juego más de Maya. Un orden falaz que se sabe serlo, pero que es necesario dentro del concierto infinito de los mundos. En las grandes civilizaciones precolombinas, el universo se concebía como una serie de ciclos donde la destrucción y la creación se suceden sin fin y los hombres son sólo un momento de esos mundos. Un orden basado en la observación de los ciclos naturales.

Más ilustrativo aún al respecto es comparar Occidente con aquellas culturas que no han creado una civilización urbana. Indudablemente en ellas existe el aprovechamiento de los recursos naturales y una técnica a ello destinada. También es necesaria la creación de un orden que explique el universo. Empero y a pesar de la supuesta superioridad que decimos poseer, sus explicaciones son mucho más diversas y flexibles que las nuestras. El mito no está todavía pasado por el logos y carece de su esclerosis. Se vive en la experiencia diaria y con ella se transforma. Aceptan —hasta cierto punto, no hay que perder la perspectiva— la pluralidad pues lo que importa es aquello que se ha vivido.

A pesar de los conocimientos que nuestra ciencia moderna ha construido; a pesar de que el arte siempre ha gritado la diferencia y la pluralidad, Occidente no puede dejar de buscar juicios sencillos. Divide al mundo en dos polos contrarios y espera la redención en la victoria de lo humano sobre el objeto.

El análisis que hace Hegel no es falaz, sino limitado. La Historia que explica no es sino una de las muchas historias. Pero su interpretación no por ello es caduca —como tampoco lo es la de Marx— pues resulta tan cierta como cuando la escribió aplicada a nuestra forma de ver al mundo. Las hipótesis absolutas y desmesuradas de ambos resultan ciertas en nuestra civilización; no sus perspectivas ni sus profecías, las cuales siempre estuvieron atadas a Occidente. La ideología de aquella civilización que concibió al mundo como un objeto y al poder como una meta en sí misma.

Siguiendo a Hegel, la dominación de la naturaleza no es sino el primer paso en la Historia (con mayúsculas). El hombre domina a la naturaleza, pero redescubre lo desconocido en los ojos de los otros. Es entonces el mismo ser humano el infierno del ser humano. Y tan necesario es dominar al mundo como obtener reconocimiento ante los ojos de nuestros semejantes. Apropiarse de esa mirada, de su asentimiento, para en verdad existir.

El camino de Occidente fue la violencia y el poder.

La dominación del amo y el esclavo es sólo el principio (nótese que esa dominación no nace con el hombre como arguye Hegel y sus discípulos, sino con las civilizaciones urbanas) de la dialéctica occidental. El esclavismo llevaba a un punto muerto que habrá de trascenderse mediante la destrucción de ese régimen y así en un proceso de depuración constante dirigido a un fin. La dominación del capital sobre el hombre y del capitalista sobre el proletario es para Marx una de las últimas etapas posibles. Una en donde la victoria del hombre sobre la naturaleza ha llegado a su punto máximo y donde, por tanto, es necesaria la victoria también del poder sobre el poder.
 
Pero no es sólo el poder entre diversas clases sociales (o entre diversas civilizaciones y modos de pensar) el que está presente en nuestra civilización. Para nosotros, ser querido equivale a ser obedecido; es necesario subordinar a nuestros deseos aquello que se ama. Asimismo, nuestras jerarquías encuentran su origen en el poder que ejercemos sobre los demás. El político siempre será más respetado que el agricultor pues su poder se refiere a los hombres todos. Si hablamos en economía, un país estará más desarrollado dependiendo de la capacidad que tiene de subyugar a la naturaleza, de poseerla; de la misma manera, la muestra más patente de poder en una sociedad capitalista contemporánea es la posesión de objetos, ya sean estos inertes o vivos, lo mismo da.

Una visión, se dice, masculina del universo, en donde somos por la cantidad de objetos poseídos. Una posesión que, por lo demás, no brinda la felicidad, sino la infelicidad de los que nos miran, su envidia. Así establecemos nuestro ser: al mostrar que somos más poderosos y mejores que los demás.

No estoy seguro que tal visión sea expresamente masculina (ni femenina por otra parte). Es verdad que en nuestra sociedad el estereotipo ha sido masculino y este estereotipo se vincula directamente con la dominación y posesión sexual. El hombre es más hombre mientras más cantidad de viejas se ha cogido. Sin embargo, no es esta la única visión de masculinidad que existe. Si en occidente se venera a la actividad; en oriente se hace la prédica del silencio; si occidente venera la posesión y la individualidad, las culturas precolombinas privilegian el diálogo y la comunidad. La Gran diosa y el Lingam, la danza erótica, son otras imágenes posibles.

De la misma manera es difícil saber cuál es la pulsión femenina. En nuestros días no es extraño encontrar a mujeres cuyo poderío sexual, cuya identificación femenina inclusive, gira en torno al número de hombres que han poseído. Todo Occidente se identifica con el poder; con la posesión. Usar y ser usados.

Todo aquello que no entre en esa lógica debe ser silenciado o desaparecido. Amor debe ser matrimonio y estabilidad: contrato; el arte debe ser negocio o política: apetito de poder, sublimación; el deseo debe hacerse negocio. Otras culturas deben ser vencidas por la posesión del Poder y de la Verdad.

Verdad en un universo como el nuestro es sinónimo de Dominación.

Es una mentira complaciente pensar que el “desarrollo” que Occidente va en busca de la felicidad. No es así, a menos que demos a la palabra “felicidad” las características que nuestro mundo cree haber descubierto. Lo que el hombre de esta civilización busca es el Poder; un poder que, se piensa, habrá de redituarle en reconocimiento: vivirá, aún después de haber desaparecido, en la memoria de los otros. La eternidad es su búsqueda. Lo que importa no es ser feliz en esta vida sino obtener la aprobación del universo; poseyendo esa Verdad es como seremos parte del Poder. No es la felicidad lo que se busca; es la Dominación. Una dominación que se afirma consumiendo; que para consumir destruye y cuyo último fin es nada más que la búsqueda de más poder. Carrera a la eternidad que no pide nada; que no crea nada; el castigo de la rueda de Dante. No la danza: la maquinaria y sus círculos dentados.

Que la civilización occidental sea actualmente la dominante no es de sorprender. Es aquella que vio en el poder y la dominación su única razón de ser. Su supuesto dominio de la naturaleza (que hace pasar hipócritamente como conocimiento desinteresado) no busca sino el consumo desenfrenado. Otras culturas pudieron llegar a esos extremos también (no es sino un lugar común recordar los moais, las pirámides y centros urbanos abandonados), pero nunca habían amenazado con extenderse al mundo todo.

Esta característica, que los orgullosos occidentales vemos como una muestra de nuestra superioridad, es en realidad un punto final a su carrera. Una muestra de la desmesura: el abismo o la persistencia en la sociedad de las máquinas. Dominar al hombre ha sido su objeto. Homo homini lupus; homo homini Deus. El Dios humano; el dios único que ha de dictar las leyes. Al menos los lobos podían ser vencidos.

No es posible saber si otras culturas son mejores. Todo depende cuál sea nuestra tabla de valores. Sin embargo lo que puede asegurarse es que la objetivación del universo y su consiguiente utilización como haz de poder tendría características muy distintas, si es que se diese. Los pueblos mayas sobrevivieron a la caída de una civilización que no pudo o no quiso ver que su tierra se acababa, obsesionada en una carrera del poder humano disfrazado de divino. Sobrevivieron y aprendieron de ello; ¿seremos capaces también de sobrevivir?

No es posible tampoco asegurar que Occidente sea la peor de las culturas posibles. Hoy inclusive es difícil reconocer lo que fue en sus inicios esta civilización. Si nuestro mundo nace con la crítica racional de Sócrates; es complicado encontrar rastros de esa pasión destructora que es la Filosofía. No triunfó sólo la razón que pone en crisis los cimientos de todo mundo, sino también la Razón que se establece como nuevo sistema.

No es que se proponga aquí tampoco un relativismo. Se propone (aunque tiendo al pesimismo) en todo caso el diálogo y el baile. La creación de una nueva moral: una que no se proponga la dominación sobre los otros.

Pero mirar en ese abismo no significa alegría, sino aceptar la muerte y la soledad. Admitir la posibilidad de la sensación; que no todo está en bajo el control humano. La libertad como la mayor condena, asimismo, como la mayor dicha.

Destruir el orden basado en el poder. No consignas; bailes y cantos.

La razón no como el proceso sombrío y maquinal de Hegel; sino como la destrucción y la creación de la lluvia y la tormenta. Razón y Juego; Arte y pensamiento.

 César A. Cajero Sánchez

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