Iglesias
Calles después de la
catedral y del turismo, justo en el polo opuesto a donde me alojo, se encuentra
otro mercado; el mercado viejo. El ambiente es el mismo que en cualquier otra
plaza: frutas, piratería, música de moda y ropa llena de imitaciones de marcas
extranjeras.
Al igual que en otros
mercados, los campesinos llegan con costales de duraznos, mangos y ciruelas. Lo
único diferente es que todos ellos hablan tzotzil; marchantes y vendedores. Un
hombre a gritos me conmina a probar un remedio para la vista cansada mientras
alarga su brazo mostrándome una sustancia azul en un vaso transparente.
Tres mujeres se animan a
probar la panacea. Si no fuese por la manera en que3 están vestidas, podría
estar en la Merced (y hay un barrio llamado la Merced en San Cristóbal; y una
avenida Insurgentes). Llevan blusas y chales tzotziles —bordados con dibujos de flores
oscuras. Ríen y aprueban la medicina.
En muchas posadas de San
Cristóbal anuncian viajes diarios a San Juan Chamula. “Mistery & adventure in indigenous towns”, “meet a
real aztec town”. Los precios varían de los 500 pesos (40
dólares) a los 1500 (110 dólares).
A unos metros del mercado
se encuentra el paradero del transporte a San Juan Chamula. El pasaje es de 10
pesos.
Mientras voy en el camino,
abro la ventana. El aire es frío. Algunas mujeres cubren su rostro.
Ayer, después de la
bendición de los ramos, caminé por la catedral de San Cristóbal. Cuadros de la
Pasión y estatuas de santos. Una imagen de Ecce
homo al lado de un turista que la mira, sonriente y confundido.
Detrás del altar principal
hay mucha iconografía. Alrededor de una placa, algunos hombres se postran. No
es hasta este momento en que me entero que murió Samuel Ruiz. Una mujer de
negro, con dos niños de la mano, llora.
En el interior de otra
iglesia están tocando guitarras y arpas. En el suelo arden velas y un niño
agita el sahumerio. Un hombre ofrece refresco. No hay un solo altar; en cada
uno de los rincones hay un grupo de personas orando. La oscuridad solo es rota
por la luz que entran de unas pequeñas ventanas.
Al lado de la presidencia
municipal está el mercado. La parte exterior es para los turistas; artesanías,
postales. El interior y el primer piso es distinto: un mercado algo solitario.
Quesos, frijoles, fruta; calcetines y relojes. En las escaleras veo un puesto
de piratería con algunas películas dobladas al tzeltal y al tzotzil, todas
ellas religiosas.
Al día siguiente, en otra
iglesia muy distinta, entran grupos de personas con ramos en la mano. Todo el
interior está repleto de flores. Los muros blancos reflejan la luz de la tarde
y las luces de los enormes candiles. No hay ceremonia: una enorme fila se ha
formado para ir a ver al Señor del Juicio. Las flores limpiarán los pecados.
Afuera hace frío. Algunos
venden manojos de manzanilla, tomillo y muchas flores que desconozco.
Empieza una misa. No hay
cambios, la fila se mantiene y sigue avanzando lentamente.
Esa misma iglesia, en un
día diferente; una mujer con sus dos hijas. Las tres con el vestido y el chal
bordado.
Las dos niñas corretean
por la iglesia. Ríen. El golpe de sus pasos hace rechinar la duela.
César Alain Cajero Sánchez
Abril, 2011, San Cristóbal de las Casas
Encuentros
A las once de la mañana lo
encontré. Un poco abotagado; un poco envejecido. Pero la misma barba y las
camisas sport de colores pastel.
Lo conocí en el último año
del bachillerato. Íbamos a la misma clase: lectura y apreciación de textos
literarios. Una clase que cursé en tres ocasiones; dos de ellas deserté; la
última, me sacaron.
Propuso la lectura de
Saramago —por su consejo ya habíamos leído a Cortázar y la Invitación al nixonicidio de Neruda. Una vez terminado ese libro,
ya no volví a esa clase.
Hablaba mucho de Cuba.
Teníamos una amiga mutua;
él dejó de verla al entrar a la universidad; yo estuve varios años enamorado de
ella.
Admiraba a Fidel Castro y
a la Revolución cubana; hablaba de luchar por los pobres y de acabar de una vez
por todas con el gobierno.
Antes de entrar a la
iglesia de San Juan Chamula lo vi salir junto a un grupo de turistas. Primero
no lo creí: durante todo este tiempo he creído ver a personas familiares una y
otra vez sólo para después comprobar mis errores.
Pero era él. Lo saludé y
me reconoció de inmediato.
Varias veces nos habíamos
encontrado en CU a pesar de que él iba a Ciencias y yo en la facultad de
Filosofía y Letras.
Desde la última vez que lo
vi habían pasado dos o tres años. Estaba entonces frente a la facultad de
Economía esperando a su novia.
Como en anteriores
ocasiones, su saludo fue apurado y algo frío. No dio señal alguna de querer
platicar, más bien nervioso y nada asombrado. Su mujer salía también de la
iglesia a medias emocionada pero con mucha prisa.
Ella, maquillada de un fuerte color morado alrededor de los ojos; de vestido negro y tacones.
Venía en un grupo desde
San Cristóbal. La posada donde se alojaba hacia tours hacia varios pueblos indígenas. Tenía que apurarse, pues su
guía los instaba a ir rumbo a Zinacantán.
Asegurándole que estaba
seguro nos veríamos, me despedí mientras corría rumbo a un transporte
turístico.
De regreso a San Cristóbal
esa noche me senté como todos los días frente a una iglesia en el barrio de la
Merced, intentando inútilmente escribir algo.
Mientras caminaba de
regreso al hotel, y veía la parte trasera de la presidencia municipal lo volví
a reconocer.
No fue mucho más lo que
hablamos, parece que siempre está de prisa. Su mujer, por su parte, no dijo
nada en absoluto.
¿Qué pasó? ¿En qué andaba?
¿Maestro dónde? Ah. No, yo vine en un bisness. Ahorita voy a sacar dinero. Pero
qué haces. ¿Para el gobierno? Ah, yo les estoy haciendo un proyecto. Al rato
vamos a un barecillo. No, nosotros tampoco vamos a tomar tanto. Aquí, enfrente
del kiosco. A las diez. Sale, nos vamos.
Mientras salía de una
tienda con mi supuesta cena (una sopa instantánea y un bolillo; no tengo para
más hoy) meditaba si sería buena idea ir al kiosco. Ni llevaba demasiado
dinero ni la cerveza es mi fuerte. Por otro lado, llevaba meses sin hablar con
nadie más allá de lo inmediato (miento, antes de las vacaciones platiqué un
poco acerca de Neruda).
A las nueve cuarenta
decidí ir a tomar un par de cervezas.
Tardé poco menos de media hora en llegar al kiosco principal. No había nadie.
Decidí esperar un poco,
saqué de mi mochila Los hijos del limo que
había encontrado en la biblioteca de Emiliano Zapata. Mientras leía acerca de
Blake, una pareja tzotzil hacía cuentas (reconocí de inmediato los números
mayas: chap’ej; uxp’ej) mientras los niños corrían por el parque. Uno de ellos
se acercó con desconfianza, pero luego decidió ignorarme y reía divertido de
las inmóviles fuentes que se encuentran en la parte anterior de la presidencia
municipal.
Una de sus hermanas aventó
al niño y salió del agua completamente empapado.
Regresé al hotel a eso de
las once. Este hotel se encuentra casi al lado del mercado municipal y es más
barato todavía que el que había usado anteriormente. No tiene televisión, pero
no importa.
Desde que llegué me había
llamado la atención un letrero y una puerta bloqueada que se encontraban en mi
habitación. Esta era la primera vez que me acercaba a mirarlos con atención.
Indudablemente esta puerta
conduce a una habitación aledaña, pero no hay sonido alguno ni pista de por qué
lo habrán cerrado. Bastaría con una patada para pasar del otro lado, pero no
tengo intenciones de hacerlo.
Me acuesto pensando en lo
que dice el letrero: “Este no es el baño, cochinos” “Aprende a escribir,
PENDEJO” y “Culitos sabrosos”. Me pregunto quién será el que no sabe escribir y
que cosa es la que hará tan apetecibles a esos culitos.
César Alain Cajero Sánchez
Abril, 2011, San Cristóbal de las Casas
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