martes, 27 de agosto de 2013

Vivir en la Historia

Sólo hay una cosa que importa en esta vida: ser santo.
Graham Greene, El poder y la gloria


Homo homini lupus, es la frase de Plauto.

Rosseau creyó en la inocencia original de los hombres; es el estado el que ha deformado la verdadera esencia del ser humano. Siglos de antigua hambre; rabiosos perros sobre la tierra; cadenas y muros.

La idea de la inocencia inherente al ser humano fue la bandera de del romanticismo y de la mayor parte de las vanguardias: en el ser humano hay una esencia que los límites se han encargado de violar y pervertir. Romper esos límites es volver al tiempo antes de que los evangelios y las normas destruyeran al jardín olvidado.

La “infame idea del pecado original”, de la perversidad innata de los seres humanos, dijo Andre Breton, ha convertido al ser humano lo que es. Por ello la entrada en la Historia, con sus guerras, sus hambrunas, sus miserias, sus horrores, no es sino parte de un primer error: el de haber creado reglas y leyes. De ahí los imperios, las civilizaciones.

Nada de esto es falso. Es verdad que sólo cuando el ser humano entró a la Historia, el desfile de locuras se apodera de él: contagia sus histerias, sus enfermedades lo arrastran a llevar a otros, a salvarlos para la muerte que llevan dentro. Nace el salvador, el puro… y las leyes, el orden; la negación de la naturaleza.

Pusilánime, el ser humano se inventa un universo a su medida, triste sombra de aquello que no puede entender: todo. Y a todo quiere dominar: solo bajo la bota del tirano es donde no existe el miedo. Prefiere ser sometido por un jefe que enfrentarse de nuevo al miedo de lo inhumano.

Sin embargo, me duele decirlo, no comulgo con esos admirables apóstoles del romanticismo. No creo que el hombre sea bueno por naturaleza ni que exista en el mundo inocencia.

Fuera de los niños que están antes del lenguaje, todo lo humano es apetito por el poder. Un poder que usa sólo para someter al mundo.
Hoy encuentro más razón en el mito infame del Génesis; en las imágenes de la separación de Dios de los hombres que cuentan los africanos;  en el universo como una gradual ruina que culmina con nosotros, como aseguran las tradiciones hindúes. No hay destino bueno en este mundo.

El ser humano, en cuanto adquiere razón, está ya aquejado por el miedo por todo lo que le rodea. Sólo un ser con consciencia puede sentir ese abandono: ese saber (o creer) en su condena: la soledad, el aislamiento; la muerte.

Y todos los hombres viven ese sentimiento; desde los que pintaron las cuevas de Altamira hasta los que escriben las cartas solitarias al anochecer. No hay otro destino. Y no hay otro comienzo que el miedo. El miedo a la vida misma; a la muerte, a todo lo que nos rodea porque eso no es nosotros.

La naturaleza del ser humano no es trascender ese miedo sino convertirlo en energía para vengarnos del universo todo: para poseerlo, para subyugarlo; para ser subyugados. El que es sometido también está en búsqueda del poder: de un poder con rostro que lo posea. Poseer o ser poseídos; es la necesidad del ser humano.

Si en su estupidez y petulancia el ser humano se ha llegado a creer “dueño” del cosmos lo ha logrado menos por su inteligencia que por su cobardía y su ambición. No es de sorprender que el primer acto del hombre sea la palabra: merced a ella nos apropiamos del mundo, lo categorizamos, creemos darle orden. Y la palabra es poder, el poder es dominación y la dominación es posesión.

No hay fin en esta farsa: no, porque nunca termina el miedo; estamos solos. Moriremos.

Ese es el abismo. Pero si no fuera por la pedantería de nuestro yo, no hubiéramos sido capaces de levantar civilizaciones: intentos de convertir a ese universo en nuestro. Intentos vanos porque el universo es siempre otro: lo que vemos al abrir los ojos, el aire, el cielo, el fuego, nuestros amigos, hermanos, amantes.

No hay sociedad perfecta, no hay inocencia en este mundo porque no hay ser humano sin conciencia.

Por supuesto, hay grandes diferencias entre las civilizaciones. Unas, tachadas por la petulancia moderna de “primitivas” no intentan extender los dominios de sus leyes sino hasta ciertos puntos. Una sabiduría antigua les dice que intentar conocerlo todo es vano y peligroso; hay todavía respeto (ignorancia y superstición diría un occidental) al universo: se sabe de la existencia de lo indecible.

Ello no quiere decir, por supuesto, que dentro de sus límites, su ansia de poder disminuya. No. No hay sociedad inocente en este mundo porque los hombres son una búsqueda de poder para disfrazar su miedo. Dentro de los límites que su arrojo ha “conquistado”, la violencia y la búsqueda de humillar a lo que posee es propio de todo ser humano. Incluso los niños después del habla (el habla es el nacimiento del ser) gozan al ejercer su poder con seres vivos más pequeños.

Es verdad lo apuntado por los anarquistas: la violencia es fruto del miedo y de la ignorancia. Pero el anarquismo, optimista, creyó que el poder viene de otros. No, el ansia de poseer y ser poseído es inherente a la miseria del ser.

Algunos pensadores la tomaron con Dios. Visión insensata: un dios humanizado, un dios de poder, un dios de castigo y recompensa. No: es a los dioses a los que tememos, al mundo desconocido, pero el perro de presa no está allá, sino dentro de nuestra cobardía. La ignorancia es no saber que esto es así: tememos al abismo, cuando los verdaderos grilletes que nos atan nos los hemos puesto nosotros. Y no existe llave para abrirlos en el mundo humano. Resulta siempre más fácil culpar a un soberano (Dios, la naturaleza, la entropía, la evolución, los malditos ricos, los poderosos) que admitir nuestra cobardía: la libertad es una condena para el que no se atreve a confrontarse con el abismo. Por eso la búsqueda del poder es también búsqueda de ser dominados: para no ser responsables de nuestras acciones.

No es que el occidental no haya visto al abismo ni mucho menos que haya trascendido ese miedo. El  “progreso” no es sino una forma de decir que hemos elegido un camino más ambicioso y a la vez más insensato: Occidente pretendió llevar la civilización al mundo. Ordenarlo, darle una forma humana.

Prometeo es la imagen de Occidente: aquel que roba el fuego a los dioses y lo da a los hombres en un acto de amor… y de estupidez. Un orgullo desproporcionado y una caída en la que nos llevamos a toda la humanidad. Definitivamente la tragedia (y la sabiduría griega lo advirtió desde el inicio: el hybris) es el sino de Occidente.

No hay sabiduría en Occidente: hay técnica; hay la ambición de darle un arden al mundo, de arrastrarlo en la caída, de redimirlo.

Creemos que mediante esta presunción seremos capaces de darle orden al mundo (en toda cobardía se asoma la moral, y en toda moral la ignorancia). Y es mediante ella que no sólo no hemos disminuido la violencia y el horror, sino que lo hemos multiplicado: la solución fue el contagio de nuestros males al mundo todo.
¿Es entonces que no hay inocencia en este mundo? No. ¿Es que la gran aventura romántica fue estéril, que vivimos presos de una triste farsa?

No lo creo.

Hasta este momento he señalado que no existe inocencia en este mundo. Que no hay ninguna sociedad perfecta ni ser humano puro.

Pero, ególatras que somos, es posible hasta este punto hacer un juicio sumario al universo. Como los pensadores gnósticos, neoplatónicos, Sade y hasta los cristianos, pensaremos que el mundo es una sucesión de sombras y errores.

Ese juicio es moral. Eso es, de nuevo, humano. Es creer que somos lo más importante en el universo; que nuestras miserias son todo lo existente.

¿Hay crimen entre los animales?, ¿hay relaciones de poder entre las plantas? Hay, claro está, un flujo de energía; relaciones de depredación. Pero esto está más allá del bien y el mal. El tigre no odia a la gacela como la planta no es humillada por el mono al comerla. Sólo un ser con conciencia puede temer… y odiar. Hablar de mal o de bien en la naturaleza es una lamentable antropomorfización: el orden de lo existente (de existir) es un orden inhumano, que no se atiene a sus apocados límites.

No existe el mal en la naturaleza: no existe la depredación por odio, placer o ignorancia; no existe la búsqueda del poder por sí mismo.

El mito del Edén no habla de una sociedad perfecta, sino de un estado anterior a lo humano. La consciencia, y con ella, el lenguaje, fueron el momento en que fuimos separados del jardín de la inocencia: es imposible volver. Nunca hallaremos el Paraíso porque vivimos en él, pero estamos ciegos a su existencia: lo moralizamos, le tememos, lo despreciamos.

No es posible regresar a esa inocencia original; olvidar siglos arriba. Aquello es inhumano por definición: mundo de dioses y árboles; de demonios y manantiales.

No sé si sea posible escapar a la condena humana. La solución, apunto, de cualquier manera no es la simple irracionalidad. No es el regreso a lo animal, porque tal regreso es imposible. El ser humano está condenado a saberse; a la consciencia y al miedo.
Su respuesta es la violencia y el terror. Cuando se vive con miedo, es necesario ejercer miedo en los otros.

La irracionalidad (mejor dicho, el intento de irracionalidad; tal cosa es imposible) en seres como nosotros, apocados, necesitados de compañía; gregarios y cobardes, es la búsqueda de un orden, de un líder. La irracionalidad, el poner en paréntesis a la libertad por nuestro miedo inherente a ella, lleva a la Historia de nuevo: la Historia y el fascismo. La brutalidad de un dios humano que se sirve de idiotas asustados y entusiastas.

Razón no es técnica. No es tampoco ciencia. Razón es la capacidad de imaginar y a la vez, de criticar. Hacha y punzón; para derribar el orden y levantarlo de nuevo. Para crear.

No sé si sea posible escapar a la condena humana. Lao tse, señaló un camino: la reconquista de la inocencia no está más allá del conocimiento sino dentro de él. Un pensamiento más allá de las palabras; que trasciende a las palabras. Un conocimiento como una risa. Un conocimiento como poesía que se crea, levanta, muere y nace de nuevo.

Nietzsche, que ha sido confundido con un teórico de la irracionalidad, señaló también que la ruptura de los límites humanos no está antes sino después de la libertad. Sólo la libertad, la individualidad, la pluralidad, el juego.

Ignoro si alguna vez haya inocencia en los seres humanos. Sé que están los niños antes del habla; están los santos. Aquellos que ven belleza en el dolor: en SU dolor… y en su placer. Todos somos todo.


No sé si la inocencia puede ser reconquistada. Sé que sólo hay una cosa importante en esta vida: intentarlo.



César Alain Cajero Sánchez

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