Jardín interior
Todos la vieron
entrar a su casa esa mañana. Nadie esperaba lo que iba a suceder.
En el mundo hay
hierbas, arbustos árboles con frutos y flores, pero nadie esperaba lo que iba a
suceder.
El primer día pasó
como todos los días. Ella canturreaba una melodía en el baño mientras los
vecinos colgaban la ropa recién lavada. La casa se llenó de mediodía con ella
sentada en el balcón, a la sombra de un copudo árbol donde florecían en cantos
las alondras. La noche pasó sin mayor novedad, salvo, acaso, una diminuta
semilla que germinaba en sus cabellos.
Una semana pasó sin
mayor novedad; dos, tres semillas adornaban su cabeza. Pero ya también en sus
mangas nacía algo. Una trinitaria, un brezo, quizá apenas el chicalote con sus
garras como raíces.
La entrada se
clausuró al mes. Pesados baobabs, recuerdo de un príncipe, cercaron la puerta
de la casa; nadie los vio germinar en esa noche de los cuerpos. Pero ahí
estaban ya en la mañana, reventando el muro frontal de la casa ya inhabitable.
Pronto la higuera y
el matapalo rodearon los muros con su abrazo de amante enloquecido. Dentro, la
orquídea y el vigoroso aroma de la menta compartían espacio con los colores
intensos de la flor de la pasión.
Fuera, el bebedizo
de las brujas, la belladona, compartía sus muros con aquel primo, remedio de
los amores, el toloache, con sus espumas, últimas esperanzas. También aquel
sueño en blanco de mil noches; la amapola, con su sonrisa roja de putilla
insomne, hacía gestos obscenos a quienes pasaban.
Ella vio crecer en
sus pies las blancas y tibias raíces que al cabo de unos días luchaban ya por
hundirse en el suelo. Ella no hizo nada por liberarse de ellas. Sólo puso en
orden algunos asuntos pendientes y sirvió una taza de té de un albo jarrón,
grabado en azul con las letras que uno recibió en una cueva de Arabia.
Una vio convertida
su sala de estar poco a poco en un jardín, un prado, una selva; una noche donde
todas las estrellas se acercan y están al alcance de los pájaros.
Ella sintió crecer
en sus manos alas como sarmientos y de un manotazo vio volar a todas las aves
del mundo.
Fuera, los niños
veían trepar a la buganvilia por los muros, veían descascararse las paredes,
que se iban pintando de los colores de cien y cien flores.
Muchos dijeron que
la casa estaba embrujada; otros, que en ella se había cometido un crimen de
pasión que era mejor callar ante los niños; otros aseguraban que la antigua
dueña había perdido todo su dinero y que ahora los vagos se metían ahí a fumar
marihuana plantada entre esa espesura.
Por dentro, el
ruido de los insectos, como una caída de semillas, como el loco aleteo de la
lluvia, apenas alteraba a la mujer que ya hacía casi un año había tomado su
último alimento. Un viento venido de todos lados hizo caer el techo de la casa,
y con ello entró el sol; la fronda cubrió la parte superior y a sus pies el
café, la cica; la hortensia de verano, la lágrima de niño; la noche cubierta en
gotas de sudor y gritos.
Su rostro casi
había desaparecido cuando la lluvia dibujó en sus ojos lágrimas y el musgo tierno
creció por todo aquello alguna vez cubierto de ropas.
Y llegó el tiempo
de las secas y los hombres hablaron de un temor que los rodeaba. No faltó
quienes dijeran que Dios hizo las casa para los hombres y no para los árboles;
tampoco quien arguyera las leyes del municipio que prohibían la felicidad a
menos que se tuviese dos brazos y dos piernas, y trabajo. Los menos hablaron
del peligro para la decencia y de la presencia de vagabundos —quienes a decir
verdad, también temían ese rincón de la ciudad. Todavía menos hablaron de que hemos sido expulsados de ese jardín desde hace siglos, y que no se ha presentado el recurso de amparo con formalidad.
Armados de picos,
machetes y fósforos, rompieron los muros que los separaban del jardín; vieron
entonces el lugar lleno de una luz de mil insectos y en las flores una lágrima.
Uno de ellos comió de los frutos que salían de la cabeza de la mujer y, sin
darse cuenta de la identidad de la joven, la decapitó de un tajo.
Otros continuaron
con la tarea: destruyeron ramas, arrancaron raíces, mancillaron flores. Al
final prendieron fuego al lugar y lo dejaron, expulsados por las llamas.
Al día siguiente,
no encontraron ningún esqueleto calcinado; sólo el cuerpo intacto de una mujer,
como dormida, y entre sus manos una simiente apenas.
Un hombre guardó la
semilla en su bolsillo. Al llegar a su casa la dejó sobre una mesa.
Nunca volvió a
pensar en ella.
Pero su hija las
tomó para jugar a la lotería.
César Alain Cajero Sánchez, o sea yo.
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