jueves, 15 de agosto de 2013

Listas y antologías
(¿vas al super o a la comer?)


Debo confesarlo: soy un lector adicto a las listas de “lo mejor”; un hijo del Top ten de MTV; del canon de Bloom.

También sé que en realidad esas listas no sirven de nada. Que Bloom diga que hay que leer a Shakespeare no va a hacer que la gente deje de comprar a Dan Brown.

Estoy consciente de que tales listas no son en absoluto confiables, y aunque en varias de lo que va del siglo digan que Roberto Bolaño es la maravilla, no dejo de pensar que las suyas no son más que novelas entretenidas (con todo lo que conlleva esta palabra), bien escritas, con una estructura más o menos original, que dan la ilusión de “peligro” a una juventud aletargada, nostálgica de ser rebelde.

¿Entonces, qué es lo que me gusta de estas listas? La pregunta es válida y en realidad fácil de responder: las listas en estos tiempos del fast food  representan lo que a principios de siglo las antologías. La creación de una tradición, la negación de otra y la oportunidad de dialogar (aunque sea a sombrerazos y aunque sea con ejaculatio praecox).

La ya mítica Antología de la poesía mexicana  moderna que vale lo que Cuesta, moldeó los gustos de toda una generación y de una manera u otra segregó como curiosidad desde entonces a los estridentistas de la poesía mexicana. Igualmente condenaron in saecula saeculorum a Nervo al baúl de las abuelitas. No es este el momento de debatir si los que firmaron esa antología fueron justos con Maples Arce  o Nervo; pero su importancia fue decisiva en esos tiempos en que la comunidad intelectual era más bien pequeña.

Años después, la última antología poética trascendental, Poesía en movimiento, por su parte fue otro paso hacia la idea de tradición que, para bien o para mal, compartimos en la actualidad. Después de ella, la comunidad literaria mexicana se dispersó y no ha vuelto a existir un consenso que forme una tradición discernible.

Esto no es necesariamente malo: frente al monopolio de la cultura que es la capital del país y la focalización en dos o tres grupos de intelectuales (perdón por usar esta desagradable palabreja); han surgido en todas partes de México interminables grupos y tendencias que a veces se enfrentan, otras se alían y las más de las veces se ignoran.

Ése ha sido, sin embargo y a despecho del pluralismo, un camino sin salida. No sólo no han desaparecido los pequeños grupos de poder, sino que ahora se han multiplicado. Y la presencia del arte (y de los intelectuales, con la excepción del sabio de la Portales q.e.p.d.) se ha opacado de la escena pública. Sus reyertas ya tampoco son sobre cuestiones ideológicas o estéticas, sino por figurar en el presupuesto. Una situación que nunca antes se había vivido, pero que refleja perfectamente a nuestra actualidad. Nadie cree en el arte ni le importa; nadie propone una alternativa a la ideología occidental (ya no somos inocentes, se escucha). Lo que vale es ver quién saca más lana del presupuesto gubernamental.

Las antologías anteriormente citadas no sólo sirvieron para establecer una tradición visible frente a la cual tomar posiciones y criterios (ahora que cualquier borrachín que garrapatea cosas como “Aquí/ le digo a la vieja/ que me vale madre la lavativa/ que me puso ayer mientras/ leía a Rimbaud/ una temporada en el infierno/ es mejor que tus manos enguantadas” se dice poeta maldito), también crearon un ambiente de enfrentamiento y discusión.

Ese es el punto de una antología, según dijo Paz: “la herencia no es un sillón, sino un hacha para abrirse paso”. Es decir, la tradición fundada no es para detenerse ahí, sino para subvertirla, cuestionarla, conocerla y rehacerla.

Sin Poesía en movimiento y las acres pugnas que ésta produjo, es probable que hoy Jorge Cuesta estuviera totalmente olvidado. El ambiente que produjo esta antología tanto a favor como en contra de muchas exclusiones cimbró a la por lo común (hoy es peor) complaciente comunidad intelectual. Con frecuencia somos testigos de cómo obras deleznables son aclamadas por un grupo de amigos; como escritores valiosos son olvidados (por ejemplo, Neruda, es curioso como de un rato a esta parte, su huella cada vez es menor; ya nadie lo lee, o al menos no lo acepta en público). La negación de la tradición heredada y de las antologías que lo establecen es fecunda, pues generan discusión. Y sin enfrentamiento, se llega a la esterilidad.

Hoy lo que esteriliza, caso quizá único en la historia del arte occidental, no es el monopolio de un grupo, sino la atomización completa de la sociedad. Todo es válido porque nada lo es; en realidad, el arte les vale madre. O para decirlo con Nietzsche: “en ningún otro tiempo se ha charlataneado tanto sobre arte y se lo ha tenido tan en menos”. Sus palabras son proféticas: ya vivía los inicios de la academización que nos contamina; por suerte él sólo conoció al teórico; no al poeta teórico, quien es peor todavía.

Además de ello, las antología (al igual que el premio Nobel, según lo reconoció Borges) son motivo de interés. Nos recuerdan clásicos perdidos, nos refrescan la memoria de los faltantes; nos invitan a conocer a una obra (buena o mala) que de otra manera no estaríamos al tanto. Son un movimiento; algo que tanta falta hace en este tiempo en que cada quien se encierra en sus casas y sus pequeños absolutos (hoy más que nunca, paradójicamente: la posibilidad de comunicación ofrecida por internet se convierte en la posibilidad de estar siempre en contacto con nuestro grupito, sin tener que enfrentarnos con el exterior).

Las listas no son antologías, pero son lo más cercano a ellas en estos tiempos en que en pos de lo políticamente correcto se evita a toda costa jerarquizar (las antologías hoy son en realidad catálogos inmanejables). Encienden los ánimos, provocan polémicas por los excluidos y los incluidos. Despiertan al público apático. “De vez en cuando hay que tirar una bomba”, dijo Villaurrutia. Nada más cierto: hay que levantarse, criticar, conceder, dialogar, conocer.

El problema: las listas por su mismo carácter carecen de lo que nos ofrecían las antologías: una mirada a la obra antologada. Criticarla de primera mano; conocerla.

Otro problema, éste debido a nuestra misma época: ¿qué importancia tiene un listado cuando el próximo mes se verán otros dos?, ¿qué posibilidad de diálogo hay en lo efímero? Laurel todavía levanta ámpulas, ¿quién recuerda el listado de libros del New York times review de hace un año?

Es una lástima que hoy por hoy sea casi imposible una lectura profunda como la de hace cincuenta años. El afán por la novedad, por lo inmediato nos lo impide. Tal vez esto sea  culpa, debo decirlo, de la forma en que internet —el verdadero zapping sin control remoto— ha forjado a los nuevos lectores quienes creen que comprometerse es dar “me gusta” y escribir poesía, enviar un tweet. Todo debe ser rápido y que no me haga levantarme de mi asiento.  Y las listas que hoy provocan polémica mañana serán olvidadas.

Por eso es que prefiero al papel y a las revistas tradicionales. Permiten la lectura lenta, profunda y sin interrupciones (a las que no soy ajeno: mientras escribo esto, escucho a The Cure, reviso una polémica sobre arquitectura y sepa la madre qué más mamadas).

Pero incluso en estas revistas hay muestras de lo que escribo: el mes pasado, en Letras libres, hicieron una crítica del libro de Raúl Zurita con interminables loas a este poeta que, debo reconocer, no conozco. No hubo una sola cita, sólo evocaciones de cómo Zurita se quemaba los ojos, se atormentaba y demás parafernalia mamona. Pero de poesía, nada. Digo, si vas a comparar un libro (y con ventaja) con el Canto general  al menos deberías poner algo aparte del epígrafe “Yo en cada letra cago sangre, ¿me entiendes?”, el cual, como no soy proctólogo, me deja frío.

Pero supongo que la obra no vale, sino los comentarios que a su alrededor se hagan.
¿O no es así?



César Alain Cajero Sánchez

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