Listas
y antologías
(¿vas al super o a la comer?)
Debo
confesarlo: soy un lector adicto a las listas de “lo mejor”; un hijo del Top
ten de MTV; del canon de Bloom.
También sé
que en realidad esas listas no sirven de nada. Que Bloom diga que hay que leer
a Shakespeare no va a hacer que la gente deje de comprar a Dan Brown.
Estoy consciente de que tales listas no son en absoluto confiables, y aunque en varias de lo que va
del siglo digan que Roberto Bolaño es la maravilla, no dejo de pensar que las
suyas no son más que novelas entretenidas (con todo lo que conlleva esta
palabra), bien escritas, con una estructura más o menos original, que dan la ilusión de “peligro” a una juventud aletargada, nostálgica
de ser rebelde.
¿Entonces,
qué es lo que me gusta de estas listas? La pregunta es válida y en realidad
fácil de responder: las listas en estos tiempos del fast food representan lo que
a principios de siglo las antologías. La creación de una tradición, la negación
de otra y la oportunidad de dialogar (aunque sea a sombrerazos y aunque sea con
ejaculatio praecox).
La ya
mítica Antología de la poesía mexicana moderna que vale lo que Cuesta, moldeó los
gustos de toda una generación y de una manera u otra segregó como curiosidad
desde entonces a los estridentistas de la poesía mexicana. Igualmente
condenaron in saecula saeculorum a Nervo
al baúl de las abuelitas. No es este el momento de debatir si los que firmaron
esa antología fueron justos con Maples Arce
o Nervo; pero su importancia fue decisiva en esos tiempos en que la
comunidad intelectual era más bien pequeña.
Años después,
la última antología poética trascendental, Poesía
en movimiento, por su parte fue otro paso hacia la idea de tradición que, para
bien o para mal, compartimos en la actualidad. Después de ella, la comunidad
literaria mexicana se dispersó y no ha vuelto a existir un consenso que forme
una tradición discernible.
Esto no es
necesariamente malo: frente al monopolio de la cultura que es la capital del
país y la focalización en dos o tres grupos de intelectuales (perdón por usar
esta desagradable palabreja); han surgido en todas partes de México
interminables grupos y tendencias que a veces se enfrentan, otras se alían y las
más de las veces se ignoran.
Ése ha
sido, sin embargo y a despecho del pluralismo, un camino sin salida. No sólo no
han desaparecido los pequeños grupos de poder, sino que ahora se han
multiplicado. Y la presencia del arte (y de los intelectuales, con la excepción
del sabio de la Portales q.e.p.d.) se ha opacado de la escena pública. Sus reyertas
ya tampoco son sobre cuestiones ideológicas o estéticas, sino por figurar en el
presupuesto. Una situación que nunca antes se había vivido, pero que refleja
perfectamente a nuestra actualidad. Nadie cree en el arte ni le importa; nadie
propone una alternativa a la ideología occidental (ya no somos inocentes, se
escucha). Lo que vale es ver quién saca más lana del presupuesto gubernamental.
Las
antologías anteriormente citadas no sólo sirvieron para establecer una
tradición visible frente a la cual tomar posiciones y criterios (ahora que
cualquier borrachín que garrapatea cosas como “Aquí/ le digo a la vieja/ que me
vale madre la lavativa/ que me puso ayer mientras/ leía a Rimbaud/ una
temporada en el infierno/ es mejor que tus manos enguantadas” se dice poeta
maldito), también crearon un ambiente de enfrentamiento y discusión.
Ese es el
punto de una antología, según dijo Paz: “la herencia no es un sillón, sino un
hacha para abrirse paso”. Es decir, la tradición fundada no es para detenerse
ahí, sino para subvertirla, cuestionarla, conocerla y rehacerla.
Sin Poesía en movimiento y las acres pugnas
que ésta produjo, es probable que hoy Jorge Cuesta estuviera totalmente olvidado.
El ambiente que produjo esta antología tanto a favor como en contra de muchas
exclusiones cimbró a la por lo común (hoy es peor) complaciente comunidad
intelectual. Con frecuencia somos testigos de cómo obras deleznables son aclamadas
por un grupo de amigos; como escritores valiosos son olvidados (por ejemplo,
Neruda, es curioso como de un rato a esta parte, su huella cada vez es menor;
ya nadie lo lee, o al menos no lo acepta en público). La negación de la
tradición heredada y de las antologías que lo establecen es fecunda, pues
generan discusión. Y sin enfrentamiento, se llega a la esterilidad.
Hoy lo que
esteriliza, caso quizá único en la historia del arte occidental, no es el
monopolio de un grupo, sino la atomización completa de la sociedad. Todo es
válido porque nada lo es; en realidad, el arte les vale madre. O para decirlo con
Nietzsche: “en ningún otro tiempo se
ha charlataneado tanto sobre arte y se lo ha tenido
tan en menos”. Sus palabras son proféticas: ya vivía los inicios de la
academización que nos contamina; por suerte él sólo conoció al teórico; no al
poeta teórico, quien es peor todavía.
Además de
ello, las antología (al igual que el premio Nobel, según lo reconoció Borges)
son motivo de interés. Nos recuerdan clásicos perdidos, nos refrescan la
memoria de los faltantes; nos invitan a conocer a una obra (buena o mala) que
de otra manera no estaríamos al tanto. Son un movimiento; algo que tanta falta
hace en este tiempo en que cada quien se encierra en sus casas y sus pequeños
absolutos (hoy más que nunca, paradójicamente: la posibilidad de comunicación
ofrecida por internet se convierte en la posibilidad de estar siempre en
contacto con nuestro grupito, sin tener que enfrentarnos con el exterior).
Las listas no
son antologías, pero son lo más cercano a ellas en estos tiempos en que en pos
de lo políticamente correcto se evita a toda costa jerarquizar (las antologías
hoy son en realidad catálogos inmanejables). Encienden los ánimos, provocan
polémicas por los excluidos y los incluidos. Despiertan al público apático. “De
vez en cuando hay que tirar una bomba”, dijo Villaurrutia. Nada más cierto: hay
que levantarse, criticar, conceder, dialogar, conocer.
El
problema: las listas por su mismo carácter carecen de lo que nos ofrecían las antologías:
una mirada a la obra antologada. Criticarla de primera mano; conocerla.
Otro
problema, éste debido a nuestra misma época: ¿qué importancia tiene un listado
cuando el próximo mes se verán otros dos?, ¿qué posibilidad de diálogo hay en
lo efímero? Laurel todavía levanta ámpulas,
¿quién recuerda el listado de libros del New York times review de hace un año?
Es una
lástima que hoy por hoy sea casi imposible una lectura profunda como la de hace
cincuenta años. El afán por la novedad, por lo inmediato nos lo impide. Tal vez
esto sea culpa, debo decirlo, de la
forma en que internet —el verdadero zapping sin control remoto— ha forjado a
los nuevos lectores quienes creen que comprometerse es dar “me gusta” y
escribir poesía, enviar un tweet. Todo debe ser rápido y que no me haga
levantarme de mi asiento. Y las listas
que hoy provocan polémica mañana serán olvidadas.
Por eso es
que prefiero al papel y a las revistas tradicionales. Permiten la lectura
lenta, profunda y sin interrupciones (a las que no soy ajeno: mientras escribo
esto, escucho a The Cure, reviso una polémica sobre arquitectura y sepa la
madre qué más mamadas).
Pero
incluso en estas revistas hay muestras de lo que escribo: el mes pasado, en
Letras libres, hicieron una crítica del libro de Raúl Zurita con interminables loas
a este poeta que, debo reconocer, no conozco. No hubo una sola cita, sólo evocaciones
de cómo Zurita se quemaba los ojos, se atormentaba y demás parafernalia mamona.
Pero de poesía, nada. Digo, si vas a comparar un libro (y con ventaja) con el Canto general al menos deberías poner algo aparte del
epígrafe “Yo en cada letra cago sangre, ¿me entiendes?”, el cual, como no soy
proctólogo, me deja frío.
Pero
supongo que la obra no vale, sino los comentarios que a su alrededor se hagan.
¿O no es
así?
César Alain Cajero Sánchez
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