Poesía: El olvido de la negación
Víctor Manuel
Mendiola
(tomado de
Nexos, Noviembre del 2007)
La nueva poesía
mexicana titubea entre la vivacidad y la zozobra. Esta vacilación
probablemente obedece a los cambios que ha sufrido el arte contemporáneo, en donde
los vehículos tradicionales de creación han sido sustituidos, por lo
menos de manera parcial, por nuevos materiales y, por tanto, por nuevas
actitudes y prácticas (por desgracia ya no oficios), cuyas
características principales son la reproducción y la facilidad en el
intercambio y sustitución de imágenes. Pero esta incertidumbre también se
origina en otra clase de ausencia: la crítica.
¿Qué revela esta
regla de proporciones inversas? ¿Escribir poesía se ha vuelto fácil? ¿Los
lectores se han vuelto exigentes, difíciles? ¿Hay un practicismo poético que ha
colocado a la escritura por encima de la lectura? ¿Esta dualidad muestra que el
énfasis sobre la cantidad condena a un género literario a la pérdida de
calidad? ¿La abundancia no debiera ser el camino de la depuración y la riqueza?
¿O esta situación contradictoria es sólo la señal de un problema que observamos
que pasa aquí, en las publicaciones, pero que sucede allá, en otra parte, en el
mundo de la lectura y en las condiciones de su realización?
Esta
ambivalencia no es fenómeno exclusivo de México. También ocurre en otros
lugares del mundo. Con variantes la podemos observar en Estados Unidos. En los
últimos cincuenta años, bajo el impulso de los programas de licenciaturas y
diplomados de poesía y la “academización” de los poetas, el número de autores
que escriben poemas y los publican creció, pero no aumentó el número de
lectores y tampoco el interés de los periódicos y de las casas editoriales, es
decir, los sitios donde la sociedad expresa su interés. La poesía dejó de ser
un bien de la comunidad y se convirtió en un pequeño compartimiento más de la
cultura norteamericana. Un ghetto. Un ghetto escolar de mayor o menor grado.
Todo lo contrario de lo que Whitman pensaba que debería suceder cuando decía
que “para tener grandes poetas, debe haber también grandes públicos”. En 1992,
hace quince años, el poeta y crítico Dana Gioia en su libro ¿Puede
importar la poesía? escribió: “Hoy la poesía americana pertenece a una
subcultura. Una parte no menor de la corriente principal de la vida artística e
intelectual ha comenzado a ser la ocupación especializada de un grupo
relativamente pequeño y aislado. Poco de la frenética actividad alcanza alguna
vez a salir del grupo cerrado”.3
Gioia muestra
que al mismo tiempo que hay una proliferación de miles de nuevas colecciones en
verso publicados cada año, alrededor de diez mil lecturas, más o menos
doscientos programas de escritura creativa, miles de graduados como poetas
profesionales y ejércitos de maestros nacionales y extranjeros encargados de
sostener este mecanismo, un poeta sólo alcanza la fama —cuando la alcanza— en
el círculo de los otros poetas de su comunidad escolar y no en el público
lector en general.
¿Qué es lo que
llevó a la poesía norteamericana y a la poesía mexicana a esta situación en la
que se ha generado un divorcio entre el escritor y el lector? Parte de la
explicación la podemos encontrar en los vislumbres de Edmund Wilson y José
Gorostiza. El primero, en 1934, en su ensayo ¿Es el verso una técnica
muerta? sostenía —como subraya Gioia— que desde el siglo XVIII el
verso había perdido valor y que la eliminación en el interior del poema de la
narrativa, la sátira, el drama, la historia y la ciencia y su concentración
exclusiva en el universo lírico había perjudicado a la poesía y beneficiado a
la prosa, que sin remilgos se apropió de esos recursos. En el mismo sentido
Gorostiza por esos años había señalado: “La poesía ha abandonado una gran parte
del territorio que dominó en otros tiempos como suyo… El diálogo, la
descripción, el relato, así como otras muchas maneras de la poesía, […] se ha
ido a engrosar los recursos del teatro y de la novela”.4
A este proceso
de purificación o empobrecimiento —según la postura que adoptemos frente a este
gran cambio en el interior de los géneros— podríamos añadir que la eliminación
de los recursos que fueron propios de la poesía durante siglos y su
concentración en las propiedades específicamente líricas ha generado otras
“depuraciones” (exclusión de la música, de la composición y del sentido) y una
bipartición en la que la poesía ha estado debatiéndose desde la revuelta
romántica contra la razón y sobre todo desde su refundación a principios del
siglo XX al interior de las vanguardias en la nueva embestida contra la
realidad: la idea de que la poesía es una elaboración del sentimiento o, en el
lado opuesto, la construcción de una invisible arquitectura verbal que sólo
tiene justificación en sí misma, excluyendo en mayor o menor medida la hondura
intelectual y dejando en manos de la narrativa la exploración de los laberintos
tanto de la realidad psíquica como de la física. Esta dualidad se ha
transformado a lo largo del tiempo en distintas contradicciones —en tiempos de
Heinrich Heine se planteó como la alternativa o Schiller o Goethe, lo que
significaba o moral o arte—. Lo característico y lo que las une a todas ellas
es el hecho de que la significación a finales del siglo XX se ha desgastado en
fórmulas rudimentarias en muchos casos de la poesía comprometida, confesional,
coloquial, del antipoema y de la experiencia o se ha tornado con frecuencia en
una decoración sofisticada pero inútil en el caso de la poesía de la
imaginación, el neobarroco, la poesía no referencial del silencio y del
lenguaje. Da la impresión de que el doblaje al infinito y acrítico de los
procedimientos creados por los grandes poetas del siglo pasado hubiese llegado
a un punto muerto y que los epígonos de los epígonos de los epígonos (los “poetas
críticos”) están cumpliendo más que con un rito sagrado sostenido por una
minoría iniciada, con el castigo del teatro del absurdo de una repetición
vacía.
En estas
condiciones, ¿qué ha pasado con la crítica? ¿Por qué ésta no ha explicado de un
modo cabal la ruptura entre escritor y lector? ¿Por qué ha aceptado pasivamente
la inercia prevaleciente? ¿Por qué no ha explicado las diferencias entre los
poetas que se formaron en la primera mitad del siglo XX, cuando la poesía era
una actividad reducida pero admirada por su alto grado de elaboración y
expresión humana, y los que crecieron en la segunda parte, cuando la difusión
de la literatura se volvió un proceso académico —en Estados Unidos— y una
actividad de talleres institucionales —en México—? ¿La degradación del oficio
de la poesía en una práctica espontaneísta, embozada en la arbitrariedad y en
supuestos lenguajes crípticos, no debiera ser un motivo de inquietud? Y, en
este punto, uno no puede dejar de preguntarse, ¿esta ausencia crítica en la
poesía no es una ausencia crítica en otros planos de la literatura? ¿En el
cambio e hibridación de los roles entre los géneros, en la posición mixturizada
pero dominante de la novela sobre no sólo la poesía sino el ensayo, el teatro y
el cuento, no se estará expresando otra clase de limitación de nuestro tiempo?
Al final de esa
misma carta, Paz se queja: “¡Qué pobre la crítica sobre Poesía en
movimiento!”.8 En la respuesta de Orfila del 20 de marzo de
1967, aceptando la idea de la nueva serie de ensayos, comenta: “Como hecho
concreto observa usted la pobreza de la crítica sobre Poesía en
movimiento, fenómeno que se repite para toda obra de creación o de
investigación que se cumpla, a la que se le hace el vacío más absoluto cuando
más valiosa resulta. Es deplorable observar el silencio con que se reciben
esfuerzos cumplidos tras muchos años de trabajo”.9
¿Qué significa
"fomentar la falta de respeto" y qué quiere decir que no hay creación
sin negación? ¿Qué significa poner en el centro de cualquier hecho literario la
"palabra enemiga" que Carlos Fuentes había concebido de un modo tan
claro y penetrante para la literatura de esa inflexión histórico-política pero
también literaria que fue para todos el año de 1968? Significa el
pronunciamiento imperioso y apasionado de que el verdadero pensamiento y la
verdadera creación literaria surgen en el desacuerdo y en el choque de
intereses, en la capacidad de decir no a lo que parece sólido y respetable, en
la libertad enorme de poner el acento no en la comodidad, la camaradería y la
complicidad sino en la diferencia y en el ejercicio riguroso de la negación
para arribar si no a afirmaciones nuevas, sí, por lo menos, auténticas y
asumidas de manera plena. Tomar como señal la palabra enemiga significa que el
mejor camino para pensar y escribir —si se trata de dilucidar— es la reunión de
los contrarios, la mayor cercanía posible con quien está precisamente en la
otra silla, en el lado opuesto con declaraciones encontradas que nos turban. El
proceso de creación y la creación de entendimiento no son actos hospitalarios.
Quien diga que la crítica es un acto acogedor, seguro y amistoso, o no entiende
la crítica o la falsea por conveniencia y compromisos adquiridos. Vive en la
órbita de la redacción de estrategias culturales, no del ensayo. La crítica es
una diferencia que se acaba volviendo en sus mejores momentos un gran sentido
contrario. En esta visión, inhospitalaria, en donde está en juego tanto la
creación de ideas como de obras (Víctor Hugo afirmó: “La poesía completa está
en la armonía de los contrarios”), importan mucho más, por decirlo de este
modo, no los que quieren estar juntos en una celebración de lo que ya sabemos
hasta el cansancio sino los que se separan con buenas o malas maneras y no
están a gusto y sólo pueden citarse en el terreno de un duelo de dudas,
analogías y ecuaciones.
El problema es
que en la poesía y, en buena medida, en la literatura mexicana de hoy en día
dominan la comodidad, la camaradería, la complicidad bajo la forma de intereses
de grupo (esto vale plenamente para la poesía) o en una forma más light pero
no menos arreglada bajo la forma de proyectos editoriales (esto vale más bien
para la narración). Es significativo que las casas editoriales ya no envían
libros a las redacciones y prefieren armar sus propias mesas de presentación de
novedades, donde ya sabemos que la evaluación siempre será más o menos
positiva. Aunque es mal indicio que los editores hayan renunciado a los envíos
y a la posible crítica, esto es comprensible y sería un problema soluble si los
críticos ejercieran su capacidad. Pero no es así. Advirtiendo esta deficiencia,
hace cuarenta años, Orfila pensaba: “... la crítica en México es lamentable en
términos generales porque no hay gente que quiera dedicarse a ella con seriedad
y responsabilidad”.11 Pero sí hay gente dispuesta a la aprobación y al festejo
—podríamos añadir nosotros—. La mayor parte de los autores que se autonombran o
se dejan nombrar con ese título consideran de manera deliberada o ciega que su
responsabilidad principal es la afirmación y, en esa medida, no son críticos o
no son leales consigo mismos y con su oficio. Su actuación casi siempre
consiste en la reafirmación de los valores ya conocidos o emergentes, aprobados
por la minoría selecta y por las figuras de culto, y en la defensa condescendiente
o comprometida de la palabra amiga, es decir, de la palabra de los
autores que forman parte de su círculo. A muchos de estos “críticos” con
frecuencia los oímos decir con satisfacción: “Yo sólo escribo de los libros que
me gustan”, como si no fuera una tarea igual de apremiante y en muchas
ocasiones hasta perentoria, en términos intelectuales, hablar de lo que no nos
gusta y como si en lo que nos agrada no hubiera fragmentos e ideas dignas de
cuestionamientos y dudas. A diferencia de lo que reclamaba Octavio Paz, en la
poesía mexicana prevalecen las buenas maneras. Sale a la luz un libro dentro de
la poesía de lenguaje y el crítico que representa y defiende el punto de vista
del “artefacto verbal” (desde Mallarmé hasta Perlongher, pasando por Haroldo de
Campos) se apresura a hablar de la imposibilidad de rebasar una literatura
craqueada que se fagocita a sí misma. Estos críticos pretenden darnos cuentas
de vidrio (significantes, intertextualidad, “transversiones”, los Concretos...)
como la última novedad. Aparece una colección de poesía solemne sensitiva, en
prosa o en un supuesto verso, de la naturaleza y del poeta emocionado y —lo
mismo— salta la valoración positiva de la expansión y fragmentación telúrica
(invocando de Perse a Becerra). Nada acerca del peligro de la nueva cursilería
abstracta. Se publica una serie de piezas donde predomina una degradación
lírica a favor del lenguaje de todos los días y —otra vez— se interpone el
testimonio del valor del habla. Se omiten los riesgos de la reproducción del
lenguaje coloquial y del hueco verbal ruidoso. Un libro interesante o de plano
significativo de la nueva poesía mexicana pero que exigiría un acercamiento
crítico a través de las chispas iluminadoras de la negación para establecer sus
luces y sus sombras, las puertas que abre y las que cierra, sólo es sometido al
veredicto aprobatorio de una disección académica o cuasi académica. Textos
“críticos” que nos cuentan una por una, en un rosario abreviado o interminable,
las bondades y los aciertos del libro y de los que salimos cansados, sabiendo
lo que medio ya sabíamos desde el principio, que hay tal vez un
libro con valor.

La poesía
mexicana siempre ha representado una de las partes más lúcidas de la vida
literaria e intelectual de México, tanto en su dimensión creativa como en su
papel de discurso crítico. La poesía ha jugado este papel por su elaboración
compleja del lenguaje y por la comprensión en ella o desde ella de nuestra
realidad. Lo que la cultura le debe a López Velarde en la formulación de
caracteres y conflictos es incalculable. Lo mismo podríamos decir de la
aportación de Alfonso Reyes y de todo el grupo de Contemporáneos. Y ni qué
decir de Octavio Paz. En y desde la poesía, el autor de "Piedra de
sol" abordó los temas fundamentales de nuestro tiempo. Eso fue posible
precisamente porque él comprendió, junto con Carlos Fuentes, en un momento tan
intempestivo como apasionado de la literatura mexicana, que la creación es
sobre todo conflicto. Quizá podríamos decir que la mejor poesía implica
contradicciones insospechadas (en ese sitio “a tu nopal inclínase el rosal”
como descubrió el autor de
"Suave patria") y que por ello la mejor poesía lleva al entendimiento
de nuestro lenguaje y de nuestro mundo desde las contradicciones.
1Zaid, Gabriel, {Asamblea de poetas jóvenes en México}, Siglo XXI Editores, México, 1980.
2Ramírez, Edelmira, {Gorostiza, José, Poesía y poética}, México, UNESCO, 1988, p. 146.
3Giogia, Dana, {Can poetry matter?,} Graywolf, Estados Unidos , p. 1.
4Labastida, Jaime, C{artas cruzadas, Octavio Paz / Arnoldo Orfila}, Siglo XXI, México, 2005, p. 150.
5 Paz, Octavio, {Poesía en movimiento}, Siglo XXI Editores, México, 1966.
6 Labastida, {op. cit}
7 Paz, {op. cit}., p. 127.
8 {Ibíd}., p. 137.
9{Ibíd}., p. 130.
10{Ibíd}., p. 131.
11{Ibíd}., p. 137.
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