lunes, 30 de abril de 2012

La cosecha



Si es en tierra negra nacerán más rápido. Pero esta tierra que hemos recibido tiene el color del maíz con muchos años encima; el color del polvo y el tiempo. Al pisarla uno se cubre de niebla y de un peso en las espaldas.

Allá de donde le cuento es pura tierra del color del azabache. Buena tierra ésa. Pero han ido desmontando el lugar. No tardará en acabar como éste. Además, meten reses. Ya sabe que esos animales acaban en unos años con todo, y entonces ni tierra ni maíz ni trigo ni animales ni monte. Sólo la pura vista monótona de colinas verdes de pasto, pintadas de ganado hasta donde pueda alcanzar la vista. Llenarán sus bolsillos, creo. Pero ya de lo que cuento no existirá más.

Pero allá los ven brotar directito de la tierra. Unos salen desde temprano y no los ves llegar hasta ya de noche, cuando todos estamos dormidos. Otros, más cansados, nomás van cerca. Ahí la tierra es menos buena, pero de todas formas sale pura miel en carne.

Pues sí, si usted no los ha visto salir del suelo, de esa tierra húmeda y olorosa, recuerdo de mar y de mujer, es porque nunca ha salido de aquí. Yo la he visto en las noches, la he tocado con estas manos; a veces la he besado y ha dejado que la bese. Húmeda la tierra le digo, como si una flor sólo buscase un momento para salir entre sus pétalos. Y si viera la cosecha.

Al principio uno no se da ni cuenta. Es nada más como un olor distinto. Llena de sangre la tierra, diríamos. Húmeda de sangre. Entonces, si se le ocurre tocarla, sentirá algo distinto en ella. Hay en esas noches un calor en los labios; un ave oscura que en ella anidase. Y es silencioso el calor aquel, como apenas dicho; como apenas nombrado. De un silencio terrible, pero emergido recién de lo más dulce en dentro.

Si uno no se da cuenta, entonces no importa; al otro día los verá brotar. Pero si se da cuenta, se le llena el alma de algo tierno; como presagio de nube y viento en tardes. Se lo digo porque sé. Los he sacado directo de ahí mero. Al pie de la ceiba y con siete horas de trabajo en mis espaldas. No se siente ni el trabajo, porque desde que se sabe que vendrán, uno no puede pensar en otra cosa. Como la sonrisa de una mujer, ¿me entiende?

Salen chiquitos, pero ya bien formados. Nomás verlos por vez primera ya sabe uno si se parecerán a la tierra o al que los saca directo de ella. Uno pone la semilla. Y le juro que he visto niñas de cinco años sembrando como si fueran un hombre de toda ley. Lo hacen quizá con menos maña y cosechan menos, pero lo que llevan en los brazos les ha costado horas de cariño.

Y no me crea, pero le digo que aquellos que lo hacen a lo bruto; que se sienten ya grandes y que pueden llevarse de la tierra más de lo necesario… Esos no saben lo que es esa tierra y nunca han tocado su vientre en la noche. Lo único es dar tiempo al tiempo, que el diablo no persigue y cuando persigue ya es hora. Y entonces, ni qué hacerle. Tiempo; tiempo y cariño es lo que se necesita. Lo demás lo trae la tierra y ellos a los que sacamos cada año. La tierra negra es la mejor, le digo; toda tierra es buena siempre que en ella brote el agua. Y el agua nace cuando la queremos.

Yo los veía salir el segundo día. Como le digo, ya entonces se sabe mucho. Dicen que si es al norte nacerá negro; que si al sur; blanco, al oeste es rojo y al otro lado es verde o azul. Eso dicen los que saben. Claro, al norte del árbol. Eso es lo que dicen. Yo nunca vi uno azul, pero me dicen que sí existen, que hasta en otros países de allá donde el sol nace -que yo no conozco, pero allá sabe Dios-  se han dado muchos. Con flauta y ojos de cielo oscuro, dicen los que me lo han leído.

Lo cierto es que los llevan con cuidado. En brazos, los que más. Salen de la tierra ya enteritos. Recién nacidos allá. Y entonces hay que ir con cuidado porque como sabe son los pájaros los que les traen el ánima y los pájaros, dicen, también se la llevan. Hay que tener cuidado de que las aves pasen, dejen su nombre sobre el que nace, pero después que se vayan, porque las plumas llevan en sus colores la brisa. Y la brisa es algo como el alma que viene y va; más allá del mar, ¿sabe usted?

Algunos les ponen nombre entonces. Abren los ojos y entonces ya sabe uno que nunca podrá separarse de ellos. Las niñas, la niña más chica que he visto, ellas le ponen entonces una fiesta de vestidos. Hay que vigilarlas con cuidado porque es tanto su cariño que a veces quieren sacarlos de la tierra desde entonces. Y si hacen eso la criatura se malogra; nomás un grito pegan y se van deshaciendo igualito a los granos de maíz. Secándose poco a poco. Y entonces ya no hay que hacer.

En la cosecha lo primero es que vengan de cabeza. Adentro no hay problema, pero a la hora de la cosecha hay que ver que todo vaya bien. Que los ojos se mantengan. Que los  bracitos ya estén formados; que las piernas los puedan sostener aunque sea sentados. Fuera de la tierra ya es otra cosa, pero hay que hacerlo con cuidado.

Se lo digo, entonces yo solía nombrarlos. Y viera cómo mueven las manitas una vez en los brazos. Y la tierra como que sonríe y se hace más dulce y más buena. Y hasta nace en ella otro olor; también de mar, pero más de leche y miel. Esa tierra.

Luego es como con cualquier criatura. Se lava y cuando ya le dimos nombre ya es persona y ya es parte de nosotros. Mueven los brazos. Su cabecita duerme entre las cobijas. Entonces los vemos y crecen. Y son iguales a nosotros hasta que crecen. Y entonces ellos tienen que sacar a otros. Y, le digo, así es como estamos aquí. Y la tierra que es buena es la negra, la más húmeda, la que más se desea en esas noches. Y nace un niño, uno blanco, uno rojo, uno negro. Y dicen que también de carne azul; y dicen que con color de ojos y noche.

Pero que le hacemos, esta es la tierra que tenemos hoy. La tierra es amarilla; sólo hace falta agua; sólo hace falta lluvia. Al norte nacen blancos, he escuchado.

Sí, como lo oye, ya se viene el tiempo de la cosecha.


César Alain Cajero Sánchez

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