martes, 17 de abril de 2012


La rosa púb(l)ica 



Es mediodía. En un añoso tronco donde crece una enredadera, un halcón mira al cielo confundirse con la tierra. El cielo inverso. Las inundaciones a orillas del Usumacinta han creado lagunas donde enormes níveas garzas buscan peces escondidos e inmensos espejos rodean la carretera.

El camión corre de Emiliano Zapata hacia Villahermosa.

Recibo la llamada de mi amigo Roberto para desearme suerte en mi próximo examen profesional. Le cuento que no conseguí boletos directos a la Ciudad y que voy a Villahermosa a ver si allá todavía hay algún transporte disponible. Él está también en Tabasco desde hace poco menos de dos meses. Al oír que no conseguí  forma de irme, me invita a la ciudad donde está para pasar unos días conversando. No me desagrada la idea y accedo.

Un mes antes caminaba rumbo a la central de autobuses de Emiliano Zapata. El calor era sofocante; no había recibido todavía ningún mensaje de mi amigo y para escapar del calor me refugié en el supermercado.

A la mitad del estacionamiento, cerca de un gran árbol verdísimo, una gran iguana tomaba el sol sobre una piedra.

Mientras veo en uno de los pasillos del mercado un bote amarillo que me asegura contener mantequilla original, aunque a mí me parezca más una lata de aceite para autos, llega un mensaje. Un hombre toma mi lugar en la contemplación del extraño objeto en cuyos crípticos mensajes aparece la imagen de un hombre gordo, pelirrojo y pecoso.

Casi junto a la Central de autobuses hay un parque abandonado. Poco antes hay un canal que arroja aguas negras y el exceso de lluvia al Usumacinta. En el sitio donde se vierten las aguas pululan y se regodean los peces diablo. En realidad estos animales provienen del Amazonas. Alguien debió soltarlos en las aguas de México. Veo sus cuerpos negruzcos, aplanados, y que en algo recuerdan a una raya, dar vueltas alegres en la mierda de la ciudad.

Tres horas de espera más tarde veo un blanco camión destartalado detenerse en la central. Después de una señora que lleva en las manos dos enormes canastas baja mi amigo, Roberto.

Lleva una camisa blanca arremangada; pantalones oscuros de vestir y un sombrero blanco. Se ha dejado la barba.

No había transporte desde Villahermosa, mano. No, pinche camión, se detuvo como cinco horas porque se le quemó algo. En el asiento donde yo iba veía la carretera pasar bajo de mí. Un pinche agujerote ahí.  La señora lleva quién sabe qué animales en las canastas; hacían un ruido rete feo. A ver, a ver, aquí le traigo un vinazo de esos que por acá no se acostumbran. Usted no se preocupe, ahorita le presto para eso de la mudanza. Pinche viejo, entonces lo corrió a usted. Bueno, a ver lléveme a su nueva habitación. ¿No están los otros? Ah qué caray, pues ni modo. Igual a quien vengo a visitar es a usted.

Abro la habitación que comparto con Lacho, Carbajal y Genaro. Una de sus hamacas aún está colgada. Con un veloz movimiento aplasto a la gigantesca cucaracha que pasa frente a mí.

Roberto se tumba en la hamaca y recoge las barajas que hay en la mesa, junto a una mayonesa rancia de agrio olor y un radio que sólo sirve para sintonizar la única estación del área. En ella, aparte de los Temerarios y sus éxitos, parecen sólo conocer a Thalia.

Llego a la terminal de “segunda” en Villahermosa. El olor de la cebolla y de las carnitas es constante. Hay un puesto de revistas especializado en pornografía en una de cuyas revistas donde una mujer en la apetecible posición que llaman “perrito” parece bastante aburrida. La divertida censura le pintó una enorme y obscena estrella de color negro en las partes pudendas.

Otra joven neumática, esta no en fotografía, tropieza conmigo y deja caer sus lentes de sol al suelo. Lleva unos jeans recortados y blusa de color durazno que amarró a la altura de su vientre. Me hace pensar tanto en los Beverly Ricos como en una modelo de ropa, pero en versión buenona.

Ocupo la media hora antes de que llegue el camión que va a Paraíso en divertirme con una pantalla interactiva que muestra los destinos turísticos en el estado. Un tipo de barba, pelo largo y gorra de camionero lleva de la mano a una mujer con cara de susto o de cólicos. Se detienen mucho en “turismo de aventura” y me imagino a la mujer en un kayak, mientras intenta tragarse unas píldoras para el dolor.

A las cuatro de la tarde llega el viejo camión.

Un hombre gordo —de camisa sport rayada subida de manera que todos podamos apreciar cómo se soba la panza— pide los boletos. Muchos no lo han comprado, pero él mismo, entre bostezos, les pide su cuota.

Antes de salir rumbo a Paraíso, una muchacha me ofrece una bolsa llena de nanches. Dos kilos a diez pesos.

Mientras devoro la fruta —no he comido nada desde esta mañana—, veo por la ventana. Pasamos por Cunduacán, tierra donde vive los chontales de Tabasco. Para mi sorpresa puedo distinguir una iglesia. Los adornos de la fachada y el material con el que están hechos revela que indudablemente es una de las pocas que sobrevivió al furor de los Camisas rojas y su espíritu purificador.

De una de las puertas de la iglesia sale un enorme toro blanco cubierto de flores. A su lado un grupo de personas también con adornos al cuello lo escoltan en su lento caminar. Una manta a la entrada de la plaza invita a la fiesta del pueblo que durará dos días.

Tres horas, incontables comunidades, dos centros comerciales; cuatro supermercados y una enorme tienda de llantas después llego a Paraíso.

No sé si tengo crédito en el celular. Mando un mensaje mientras camino sobre un puente que pasa sobre un pequeño río particularmente diáfano. Poco después me enteraría que su limpieza se debe a que es una corriente muerta debido a que ahí vierten sustancias tóxicas. Bueno, eso sí, no hay peces diablo ni mierda; sólo mierda de otro tipo, más higiénica, seguro pensarán.

Cuando estoy frente a la bella iglesia de Paraíso —lo que confirma mis sospechas de que aquí el garridismo no pegó con tanta fuerza— entra otro mensaje. Los angelitos tallados son testigos de cómo  Roberto me escribe que regrese caminando por la calle principal, que viene en camino.

El cuarto del hotel Boulevard es muy pequeño, pero cómodo. No veo cucarachas por ninguna parte. Sobre la cama hay un aparato de aire acondicionado. Mi amigo se tumba en las colchas blancas y enciende la televisión. Las imágenes de un grupo de rock aparecen en la pantalla.

Ahí hay pollo, mano. Está frío, si quieres lo calentamos en un hornillo de gas que traje. Cómele con esta navaja. Nomás para que veas hasta te conseguí unos chilitos de esos habaneros. Mira, aquí tengo una botellita que me ha hecho compañía durante estos meses. Mira nomás; es de esas pelirrojas tipo castaño que te dejan un lindo olor en el cuerpo. Y con un vasito con hielos, híjole, para qué queremos más.

Era ya de noche en Emiliano Zapata. Después de comer unos pejelagartos sacados del Usumacinta fuimos a tomar unas cervezas en un bar de pescadores llamado el Mirador. Afuera se escuchaban los sonidos inconfundibles de un arpa y la música es una tentación demasiado fuerte para mí.

Un hombre muy delgado, con barba de tres días y minifalda color rosa nos atiende. Pedimos una cerveza. El dueño, desde una pequeña ventana, nos pregunta si queremos unas tortillas al ajo. Una pregunta que ni se pregunta.

Mientras vemos ponerse el sol en el Usumacinta, un basilisco —un animal parecido a la iguana, pero más esbelto y con una cresta triangular— se asusta por el viento que anuncia la lluvia y se echa a correr en dos patas sobre el río. Lo vemos desaparecer más allá de los bambús.

Del otro lado del río hay rancherías. Sus luces se reflejan en la corriente y parece que una pequeña ciudad esperara allá. Con la luz de luna el agua tranquila —es tan grande el río que muy raramente se agita— asemeja un camino. Nos dice el mesero que hace algunos años unos turistas borrachos se ahogaron al arrojar su auto al agua.

Nadie me espera, mi buen. A ti tampoco. No, ya verá; nadie lo espera. Ya se fue el del arpa. Otra vez esa música. Ni modo. Y uno está aquí solo; no hay nadie, ¿ve? No hay nadie. Aunque hablas por teléfono y escribes; no te esperan ni hacen gestos de venir. Ya ves, yo le dije que viniera conmigo y no quiso. Creo que con usted es igual… Y bueno, yo qué sé. Vamos a pedir otras dos cervezas.

Bebemos ron en la habitación del hotel.

El aire acondicionado hace un extraño ruido que recuerda inevitablemente a una lámpara de neón o a un refrigerador. No hay forma de apagarlo, como no sea desconectándolo, lo cual está prohibido por la administración del hotel. Bueno, ayuda a conservar frías nuestras bebidas.

Roberto me invita a comer algunas de las frutas que consiguió en el mercado. Ya conocía antes las carambolas, con ese sabor ácido que no acaba de gustarme del todo.

Prefiero tomar algunos nanches que me sobraron y una tentadora guanábana que ofrece su tierna carne a mi glotonería.

Te digo, mi buen, contigo pura gula y pereza. Nomás se la pasa rete bien. Pero a ver, después de eso échese otra conmigo. Pssss, nomás fíjese cómo pasa suavecito, como pura seda. Al fin y al cabo aquí no hay nada. Afuera hace harto calor, nomás espérese a que se ponga la noche y salimos. Mientras, escuchemos estas canciones de los Kinks, que están que ni mandadas a hacer para estos momentos. Chale, y usted que les quiere poner a los muchachos de la comunidad a donde va de maestro a Beethoven. Lo van a linchar, más con esa tal Pastoral. ¡Este tipo es el diablo! En fin, para que se nos quite ese nerviosismo ante el inevitable linchamiento, mejor échese la última, porque después no le van a preguntar su última voluntad.

Ya se había puesto la noche en Emiliano Zapata. Los árboles se perfilaban contra el cielo nocturno. Los cientos de zanates ya habían terminado su vuelo por todo el parque y enmudecieron.

Después de mucho, un taxi hace parada. Conseguimos que nos lleve al Acuario; un lugar de mala muerte que es de los pocos sitios donde se puede tomar cerveza oscura. A un lado está el Mr. Tequila, el único strip tease que yo conozca en la ciudad. Roberto insta a entrar y como en realidad no tengo nada mejor que hacer y supongo será interesante ver cómo son dichos lugares, accedo.

Cortinas de metal pintadas de negro. Una entrada diminuta, custodiada por dos personas. Los muros, pintados de color violeta.

Se escucha música bastante fuerte. Los guardias nos detienen antes de entrar y después de un breve cateo nos permiten pasar. “Por cada dos cubetas hay un privado”, los escucho decir, preguntándome qué será un “privado”.

Al entrar Roberto dice que ese es el olor característico de todos los tables. Para ser sincero yo sólo huelo humedad; un poco de humo y nada más.

El lugar mal iluminado; una especie de podio rodeado de focos rosas y con dos tubos a mitad de todo. Algunas mesas muy pequeñas. En el fondo, espejos gigantescos no muy limpios y una puerta.

Nos sentamos a una de las mesas y un mesero nos informa el precio de las cervezas. Roberto pide una cubeta, la cual parece ser cuesta 120 pesos; no sé si sea barato o no, pero parece que sí, porque no puedo evitar ver en su rostro una gran sorpresa.

Mientras tanto, en medio de un rock de las Águilas, una muchacha oxigenada de no mal ver sube al podio. Ya he oído qué esperar de estos sitios y me concentro en divertirme con la decoración del novedoso lugar; con las lunas rosas y los colores pastel que resplandecen con luz negra. La muchacha menea sus nalgas y poco a poco se despoja de sus ropas. Pronto deja libres sus tetas de grandes pezones. En unos instantes se quita la falda de color rojo que lleva puesta y muestra una tanga de color amarillo fosforescente. No sé si reírme cuando cambia la música y de pronto el espectáculo muta a especie de circo acrobático. Debo reconocer que el show comienza a interesarme. Es divertido verla hacer sus piruetas en el tubo.

Cuando acaba la canción, la muchacha arroja sus pantaletas a la pequeña multitud que se ha formado a su alrededor. Aquí no veo la tradicional escena que pintan siempre de estos lugares, con unos tipos metiendo dinero a los ligueros y a los brassieres. Debe ser porque estas acaban sin calzones; o porque los clientes no tienen dinero; o quizá porque somos pocos. O todas las cosas juntas. Lo ignoro.

Otra muchacha, más guapa y sin el cabello pintado aparece mientras pedimos una barra de quesos. Por alguna razón pienso en Mauricio Garcés.

Después de la acrobática actuación de la guapa muchacha —quien no usaba ropa interior fosforescente— se ha acabado la bebida. Pedimos una cubeta más de cerveza oscura. Supongo que nos haremos merecedores de un “privado”, sea lo que sea eso.

La tercera mujer que vemos aparecer es definitivamente más de mis gustos, aunque no sé si es por las cervezas o porque se parece a otra guapa mujer de lentes que me espera en algún lado. No es tan acrobática como las demás, pero su presencia es suficiente para captar mi atención —sin mencionar los tragos, que ya empiezan a hacer efecto en mi visión— además, ésta tampoco usa accesorios de colores brillositos.

Un privado al parecer consiste en que una de las muchachas se te acerca y mueve las nalgas frente a tu cara, en una especie de rítmico cuanto hipnotizante vaivén. Se sienta en tus piernas —lo cual en realidad provoca que se me duerman los pies—y frota frenéticamente su cuerpo en tu entrepierna. Excitante al principio; al final preferirías una plática.

Después del show, la muchacha se sienta con nosotros. No dice mucho. Al parecer la plática se centra en su radio de acción que es de Zapata a Tenosique y de ahí por buena parte de estas tierras. Nada particularmente emocionante.

Una vez que se ha ido, después de beber dos cervezas —resulta que cada vaso que ella tome, cuesta lo mismo que una cubeta—, preguntamos al mesero a dónde va la puerta que está a un lado de los espejos. Nos dice que son mesas privadas, con aire acondicionado e intimidad absoluta.

Me imagino a qué se refiere con lo de la intimidad, pero bueno, debido al calor pedimos que nos lleve a dicho lugar.

La zona de mesas privadas en efecto tiene aire acondicionado. Además, cuenta con sillones bastante cómodos. Empero, es aún más oscura que la zona normal. Supongo que para los también oscuros deseos, resulta perfecta. Lo cierto es que, eso sí, carece de corazones de color morado fosforescente y tampoco hay lámparas de neón. La música también es más baja y podemos platicar sin necesidad de rompernos las cuerdas vocales ya que no hay nadie más.

La guapa muchacha de lentes viene a descansar del calor, lleva un vestido color negro, ajustado y luce cansada. Nos pide un cigarrillo. Después de un tiempo, otras también pasan a tomar el fresco. En realidad me pregunto si con la ropa tan ligera que usan no les va a dar pulmonía. Casi de inmediato pesco que tal pensamiento probablemente viene de frases vistas en películas de los ochenta.

El mesero, después de algún tiempo, nos pregunta si queremos que alguna de las “chicas” (así dice) nos acompañe.

Aunque ya conocí algo de su plática, la mujer que se había sentado con nosotros anteriormente se acomoda en el sillón.

Ahora lleva un vestido negro que no le queda del todo mal. Aun así, me convenzo que definitivamente carece de temas de conversación. También es difícil establecer una plática con mi amigo pues la mujer queda expulsada de nuestros intereses.

Ella insiste en que le invitemos unas copas o alguna cerveza. Aunque sabemos que por cada bebida que tome significará para ella una gratificación de por lo menos cincuenta pesos, no es mi intención caer en ese juego.

Abajo, unos jóvenes han solicitado (palabra al parecer muy usada en estos sitios (“¿quiere solicitar a una de las chicas?”; “aquí está lo que ha solicitado”) a una de las bailarinas. Veo cómo dos de ellos comparten sus nalgas. Una experiencia me supongo que para ellos es muy emocionante, pues sudan mucho mientras luchan contra la tela roja que cubre tan rotundas intimidades.

En otra parte, las chicas desocupadas descansan con evidente cansancio. A veces vienen a pedir algún cigarro.

La muchacha que estaba con nosotros, al darse cuenta de que no le íbamos a pagar bebidas y que tampoco nos apetecía hacer un menage a trois decidió retirarse (la idea de toparme con la mano de alguien más en esas circunstancias no es de mi agrado; de hecho, tampoco lo es fajar nomás por diversión, y mucho menos con una mujer que no platica nada interesante).

Al cabo de un rato todo se vuelve bastante aburrido. Ya ni siquiera las acrobacias resultan atractivas, así que decidimos irnos. La orilla del Usumacinta parece más atrayente que el espectáculo.

Afuera hay un señor que vende aguas frescas a estas horas de la madrugada. Compro dos vasos de pozol mientras uno de los meseros —un enano de chaleco negro y camisa azul—se acerca para pedirme un cigarro.

Me dice que el cigarrillo no es para él, sino para una de las muchachas. Me asomo en el lugar mientras él me señala a la guapa mujer de lentes que en esos momentos bosteza y parece renegar en un sillón rojo de las esquinas. Me comenta que ella no ha sido invitada una sola vez en toda la noche.

Un tanto perturbado, pues nunca pensé que precisamente fuera ella la que menos atención despertase en los divertidos parroquianos, le tiendo tres cigarrillos al hombre.

Lo veo entrar y tendérselos a la mujer. Ella se vuelve hacia donde yo estoy y me saluda con una sonrisa y mostrando los cigarrillos. Una bella mujer sola pidiéndome tabaco; una imagen que creo haber vivido antes…

En Paraíso Roberto me asegura que nadie puede irse de la ciudad sin haber conocido dos lugares: el WAP y El Pajaral. En mi memoria no puedo distinguir uno del otro.

En lugar de una sola plataforma, estos sitios tienen dos de ellas, muy largas y unidas en ciertos sitios. Hay más luces negras y todo está cubierto de espejos. No faltan las lunas y los corazones de finos colores fosforescentes ni tampoco los meseros siempre prestos a complacer tus —así dicen— más íntimas fantasías.

Lo malo es que mis fantasías no involucran alcohol ni mujeres desconocidas en poca ropa.

Si en Emiliano zapata descubrí que estos lugares podían compararse en más de una manera con show acrobático, puedo admitir que en Paraíso han llevado todavía más lejos su arte y resulta cuando menos enigmático saber cómo le hacen para girar mientras bajan de cabeza por un tubo.

Lo cierto es que el lugar se encuentra abarrotado. Multitud de señores, casi todos de bigote y tatuajes se reúnen en torno a las plataformas con ojos desorbitados, pero completamente en silencio.

Uno de los parroquianos resulta especialmente animoso: un hombretón ya viejo, con evidente sobrepeso; de saco gris y corbata a rayas blancas y rojas. Una telaraña de várices adorna su nariz. Suda mucho y escupe. Cada vez que una nueva chica sale a escena estalla en risas y efectúa un singular baile en el que mueve mucho la pelvis mientras pone sus brazos detrás de su cuello, entrecierra los ojos y se muerde el labio inferior.

Debo de decir, a riesgo de parecer asexuado, que la escena me divierte más que las acrobacias de una mujer que con negligé rojo sube a la plataforma contoneándose al ritmo de una canción de Aerosmith.

Después de varias cubetas de cerveza oscura —las cuales aquí cuestan el doble que en Emiliano Zapata— aparece una mujer que inevitablemente me hace pensar en el mar nórdico lleno de vikingos. Lleva el típico e inmortal pelo oxigenado suelto sobre los hombros. Es maciza, de gruesas piernas. Usa botas y lo más gracioso de todo: una especie de bata hecha enteramente de chaquiras plateadas. Se agita frenéticamente cada vez que el ritmo de la canción se acelera (creo que de Bon Jovi; definitivamente estos sitios no concuerdan con mis gustos). Dos muchachos embobados —pelo largo, camisas sin mangas— miran juntos las nalgas de la muchacha cuando se pone de rodillas y las sacude.

Al cabo de dos canciones la mujer deja deslizar en el suelo su peculiar vestimenta sólo para confirmar que también su ropa interior está hecha de las mismas bolitas brillosas.

Finalmente, mientras estoy distraído viendo la cara de los calenturientos asistentes (el señor de las venas en la nariz está en pleno paroxismo; las várices a punto de reventar), arroja sus pantaletas al público y me caen en plena cara.

No huelen mucho a mujer. De hecho, su aroma me recuerda al perfume que usan los choferes que acomodan frascos vacíos para darle un toque especial a las luces interiores de sus vehículos. Mezcla de mareo y penetrante fragancia.

Una cosa es cierta; la prenda en cuestión se encuentra bastante sudada. Natural después de sacudirse tanto.

Antes de que la mujer pase a la mesa por sus calzones de bolitas —guiñando un ojo y ofreciendo compañía—y después que una guapa morena suba a las plataformas al ritmo imposible de "Aguanilé", termino la última cerveza.

Nada más termina de sonar la canción de Héctor Lavoe pregunto la hora a Roberto. Me dice que en quince minutos dará la una de la madrugada.

Casi una hora más tarde, después de ver a dos jóvenes besar juntos a una mujer hasta que confundidos empiezan a ensalivarse la cara mutuamente y después de que el hombretón de la nariz varicosa haya quedado en playera mientras la mujer de olores camionescos le soba la barriga, decidimos salir.

La noche está llena de vendedores de aguas frescas. Inevitablemente compramos algunos vasos de pozol.

Cuándo iba a usted a adivinar que acabaríamos aquí, mano. Ya ve, en el CCH sólo bastaba con un Tonayá. Bueno, sí, sigue bastando, pero como que uno no se imaginaba así la noche, ¿no cree? Mire, ayer andaba apenas con mi primera novia y ahora no me habla. Siempre peleamos. Y usted ahí solo. Sí, ya sé lo que usted dice; las estrellas siempre estarán ahí. Sí, supongo que ella también ha de estarlas viendo, como usted dice. Pero me late que ella no se ríe cuando usted lo hace. O se ríe con otros rostros; o no responde al pensar en otros labios. Igual nomás exagero, manito. Sí, la verdad no sabemos nada. Vaya, mejor regresemos al cuarto, que esa pelirroja nos ha de estar esperando y le aseguro que con unos hielitos nos va a ayudar a dormir rete bien.

Caminamos ahora por un largo camino rumbo a las playas de Paraíso. Son casi las once de la mañana. A los lados crecen tramos de espesa selva. Muchos cangrejos pasan de un lado del camino al otro. Los árboles, gigantescos, crecen junto a las palmeras y nos miran.

No hay nadie en toda la playa con excepción de un anciano sentado en la arena, a la sombra de una palapa. Caminamos por la arena. No es sino hasta estos momentos que recuerdo esa sensación del suelo siendo arrastrado por la marea. A lo lejos, confundidas en el gris del mar, dos plataformas petroleras que lucen inertes. Una, todavía más allá, arroja flamas envuelta en la bruma.

Una hora después llegamos a los árboles de Navidad. Se trata de extrañas construcciones que, me explica Roberto, sirven para la extracción y el transporte de crudo. No les veo mucho parecido con un árbol y sí con un ser humano en trance de dolor.

Al regresar a la playa principal vemos que un par de muchachos de pronunciado estómago beben una cerveza con el viejo. Nos acercamos y uno de ellos —sin camisa, bigote de aguacero, panza enorme por la tensión; mirada enrojecida—nos ofrece de su cerveza si cooperamos para otras dos. Aceptamos mientras ellos suben presurosos a su motocicleta para ir a la tienda más próxima, a aproximadamente media hora de camino.

Casi hora y media después llegan. Poco antes de ellos aparecen también nuevos visitantes en la playa y pasean por ahí mientras eructan y hacen mucho escándalo. Bajaron de una gran camioneta negra y llevaban en la mano una gran botella de tequila.

Se trata de la mujer de los calzones perfumados, otra de las bailarinas y junto a ellas, tratando de bajarles las pantaletas con la cara muy roja, el hombre de la nariz varicosa. Sus resoplidos de rinoceronte con mala circulación llegan hasta donde estamos.

Eso sí, una vez que se da cuenta de nuestra presencia se limita a tomar de la cintura a ambas féminas y ejecutar nuevamente el baile que lo hizo la sensación anoche. No sé si aún debo de reírme; sólo doy un trago a la cerveza mientras los veo alejarse en epiléptico movimiento. Detrás de ellos, el mar sucio y las plataformas que escupen fuego.

Llamamos a un taxi para que nos recoja en la carretera, a poco más de una hora de la playa. Mientras caminamos observo cómo todo se va cubriendo de cangrejos y, enormes pájaros negros se acomodan en los árboles. Tarareo Pequeña serenata nocturna.

La luz se extingue entre los árboles; todo se cubre de estrellas. Aún no llega el taxi y empieza el canto de los miles de insectos. Esperamos en la carretera mientras el viento sacude a los árboles. La oscuridad; el sonido de la lluvia. Las estrellas. ¿Habrá alguien esperando del otro lado?




César Alain Cajero Sánchez, agosto, 2010

2 comentarios:

  1. Ah que jovenes!, peripecias en la lejania, en lugares tan bizarros y a la vez tan comunes, haciendose compañia, pero tan solos y tristes,ahi comiendo cosas raras y bebiendo una copita de medecina, pero que buen viaje ese mis estimados!!!

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  2. Fue buen viaje. Todos nos sentimos solos. Y el viaje dicen que no termina.

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