Vivir
en la Historia
Sólo hay una cosa que importa en esta vida: ser santo.
Graham Greene, El poder y la gloria
Homo homini lupus, es la frase de Plauto.
Rosseau
creyó en la inocencia original de los hombres; es el estado el que ha deformado
la verdadera esencia del ser humano. Siglos de antigua hambre; rabiosos perros
sobre la tierra; cadenas y muros.
La
idea de la inocencia inherente al ser humano fue la bandera de del romanticismo
y de la mayor parte de las vanguardias: en el ser humano hay una esencia que
los límites se han encargado de violar y pervertir. Romper esos límites es
volver al tiempo antes de que los evangelios y las normas destruyeran al jardín
olvidado.
La
“infame idea del pecado original”, de la perversidad innata de los seres
humanos, dijo Andre Breton, ha convertido al ser humano lo que es. Por ello la entrada
en la Historia, con sus guerras, sus hambrunas, sus miserias, sus horrores, no
es sino parte de un primer error: el de haber creado reglas y leyes. De ahí los
imperios, las civilizaciones.
Nada
de esto es falso. Es verdad que sólo cuando el ser humano entró a la Historia,
el desfile de locuras se apodera de él: contagia sus histerias, sus
enfermedades lo arrastran a llevar a otros, a salvarlos para la muerte que
llevan dentro. Nace el salvador, el puro… y las leyes, el orden; la negación de
la naturaleza.
Pusilánime,
el ser humano se inventa un universo a su medida, triste sombra de aquello que
no puede entender: todo. Y a todo quiere dominar: solo bajo la bota del tirano
es donde no existe el miedo. Prefiere ser sometido por un jefe que enfrentarse de nuevo al miedo de lo inhumano.
Sin
embargo, me duele decirlo, no comulgo con esos admirables apóstoles del
romanticismo. No creo que el hombre sea bueno por naturaleza ni que exista en
el mundo inocencia.
Fuera
de los niños que están antes del
lenguaje, todo lo humano es apetito por el poder. Un poder que usa sólo para
someter al mundo.
Hoy
encuentro más razón en el mito infame
del Génesis; en las imágenes de la
separación de Dios de los hombres que cuentan los africanos; en el universo como una gradual ruina que
culmina con nosotros, como aseguran las tradiciones hindúes. No hay destino
bueno en este mundo.
El
ser humano, en cuanto adquiere razón, está ya aquejado por el miedo por todo lo
que le rodea. Sólo un ser con consciencia puede sentir ese abandono: ese saber (o creer) en su condena: la soledad,
el aislamiento; la muerte.
Y
todos los hombres viven ese sentimiento; desde los que pintaron las cuevas de
Altamira hasta los que escriben las cartas solitarias al anochecer. No hay otro
destino. Y no hay otro comienzo que el miedo. El miedo a la vida misma; a la
muerte, a todo lo que nos rodea porque eso no
es nosotros.
La
naturaleza del ser humano no es trascender ese miedo sino convertirlo en
energía para vengarnos del universo
todo: para poseerlo, para subyugarlo; para ser subyugados. El que es sometido
también está en búsqueda del poder: de un poder con rostro que lo posea. Poseer
o ser poseídos; es la necesidad del ser humano.
Si
en su estupidez y petulancia el ser humano se ha llegado a creer “dueño” del
cosmos lo ha logrado menos por su inteligencia que por su cobardía y su
ambición. No es de sorprender que el primer acto del hombre sea la palabra:
merced a ella nos apropiamos del mundo, lo categorizamos, creemos darle orden.
Y la palabra es poder, el poder es dominación y la dominación es posesión.
No
hay fin en esta farsa: no, porque nunca termina el miedo; estamos solos.
Moriremos.
Ese
es el abismo. Pero si no fuera por la pedantería de nuestro yo, no hubiéramos
sido capaces de levantar civilizaciones: intentos de convertir a ese universo
en nuestro. Intentos vanos porque el universo es siempre otro: lo que vemos al
abrir los ojos, el aire, el cielo, el fuego, nuestros amigos, hermanos,
amantes.
No
hay sociedad perfecta, no hay inocencia en este mundo porque no hay ser humano
sin conciencia.
Por
supuesto, hay grandes diferencias entre las civilizaciones. Unas, tachadas por
la petulancia moderna de “primitivas” no intentan extender los dominios de sus
leyes sino hasta ciertos puntos. Una sabiduría antigua les dice que intentar
conocerlo todo es vano y peligroso; hay todavía respeto (ignorancia y
superstición diría un occidental) al universo: se sabe de la existencia de lo
indecible.
Ello
no quiere decir, por supuesto, que dentro de sus límites, su ansia de poder
disminuya. No. No hay sociedad inocente en este mundo porque los hombres son
una búsqueda de poder para disfrazar su miedo. Dentro de los límites que su
arrojo ha “conquistado”, la violencia y la búsqueda de humillar a lo que posee
es propio de todo ser humano. Incluso los niños después del habla (el habla es
el nacimiento del ser) gozan al ejercer su poder con seres vivos más pequeños.
Es
verdad lo apuntado por los anarquistas: la violencia es fruto del miedo y de la
ignorancia. Pero el anarquismo, optimista, creyó que el poder viene de otros.
No, el ansia de poseer y ser poseído es inherente a la miseria del ser.
Algunos
pensadores la tomaron con Dios. Visión insensata: un dios humanizado, un dios
de poder, un dios de castigo y recompensa. No: es a los dioses a los que
tememos, al mundo desconocido, pero el perro de presa no está allá, sino dentro
de nuestra cobardía. La ignorancia es no saber que esto es así: tememos al
abismo, cuando los verdaderos grilletes que nos atan nos los hemos puesto
nosotros. Y no existe llave para abrirlos en el mundo humano. Resulta siempre
más fácil culpar a un soberano (Dios, la naturaleza, la entropía, la evolución,
los malditos ricos, los poderosos) que admitir nuestra cobardía: la libertad es
una condena para el que no se atreve a confrontarse con el abismo. Por eso la
búsqueda del poder es también búsqueda de ser dominados: para no ser
responsables de nuestras acciones.
No
es que el occidental no haya visto al abismo ni mucho menos que haya
trascendido ese miedo. El “progreso” no es
sino una forma de decir que hemos elegido un camino más ambicioso y a la vez
más insensato: Occidente pretendió llevar la civilización al mundo. Ordenarlo,
darle una forma humana.
Prometeo
es la imagen de Occidente: aquel que roba el fuego a los dioses y lo da a los
hombres en un acto de amor… y de estupidez. Un orgullo desproporcionado y una
caída en la que nos llevamos a toda la humanidad. Definitivamente la tragedia
(y la sabiduría griega lo advirtió desde el inicio: el hybris) es el sino de Occidente.
No
hay sabiduría en Occidente: hay técnica; hay la ambición de darle un arden al
mundo, de arrastrarlo en la caída, de redimirlo.
Creemos
que mediante esta presunción seremos capaces de darle orden al mundo (en toda
cobardía se asoma la moral, y en toda moral la ignorancia). Y es mediante ella que no sólo no hemos disminuido la violencia y el horror, sino que lo hemos multiplicado: la solución fue el contagio de nuestros males al mundo todo.
¿Es
entonces que no hay inocencia en este mundo? No. ¿Es que la gran aventura
romántica fue estéril, que vivimos presos de una triste farsa?
No
lo creo.
Hasta
este momento he señalado que no existe inocencia en este mundo. Que no hay ninguna sociedad perfecta ni ser humano puro.
Pero,
ególatras que somos, es posible hasta este punto hacer un juicio sumario al
universo. Como los pensadores gnósticos, neoplatónicos, Sade y hasta los
cristianos, pensaremos que el mundo es una sucesión de sombras y errores.
Ese
juicio es moral. Eso es, de nuevo, humano. Es creer que somos lo más importante
en el universo; que nuestras miserias son todo lo existente.
¿Hay
crimen entre los animales?, ¿hay relaciones de poder entre las plantas? Hay,
claro está, un flujo de energía; relaciones de depredación. Pero esto está más
allá del bien y el mal. El tigre no odia a la gacela como la planta no es
humillada por el mono al comerla. Sólo un ser con conciencia puede temer… y
odiar. Hablar de mal o de bien en la naturaleza es una lamentable
antropomorfización: el orden de lo existente (de existir) es un orden inhumano,
que no se atiene a sus apocados límites.
No
existe el mal en la naturaleza: no existe la depredación por odio, placer o
ignorancia; no existe la búsqueda del poder por sí mismo.
El
mito del Edén no habla de una sociedad perfecta, sino de un estado anterior a lo humano. La consciencia, y
con ella, el lenguaje, fueron el momento en que fuimos separados del jardín de
la inocencia: es imposible volver. Nunca hallaremos el Paraíso porque vivimos
en él, pero estamos ciegos a su existencia: lo moralizamos, le tememos, lo
despreciamos.
No
es posible regresar a esa inocencia original; olvidar siglos arriba. Aquello es
inhumano por definición: mundo de dioses y árboles; de demonios y manantiales.
No
sé si sea posible escapar a la condena humana. La solución, apunto, de
cualquier manera no es la simple irracionalidad. No es el regreso a lo animal,
porque tal regreso es imposible. El ser humano está condenado a saberse; a la
consciencia y al miedo.
Su
respuesta es la violencia y el terror. Cuando se vive con miedo, es necesario
ejercer miedo en los otros.
La
irracionalidad (mejor dicho, el intento de irracionalidad; tal cosa es
imposible) en seres como nosotros, apocados, necesitados de compañía; gregarios
y cobardes, es la búsqueda de un orden, de un líder. La irracionalidad, el
poner en paréntesis a la libertad por nuestro miedo inherente a ella, lleva a
la Historia de nuevo: la Historia y el fascismo. La brutalidad de un dios
humano que se sirve de idiotas asustados y entusiastas.
Razón
no es técnica. No es tampoco ciencia. Razón es la capacidad de imaginar y a la
vez, de criticar. Hacha y punzón; para derribar el orden y levantarlo de nuevo.
Para crear.
No
sé si sea posible escapar a la condena humana. Lao tse, señaló un camino: la
reconquista de la inocencia no está más allá del conocimiento sino dentro de
él. Un pensamiento más allá de las palabras; que trasciende a las palabras. Un
conocimiento como una risa. Un conocimiento como poesía que se crea, levanta,
muere y nace de nuevo.
Nietzsche,
que ha sido confundido con un teórico de la irracionalidad, señaló también que
la ruptura de los límites humanos no está antes sino después de la libertad.
Sólo la libertad, la individualidad, la pluralidad, el juego.
Ignoro
si alguna vez haya inocencia en los seres humanos. Sé que están los niños antes
del habla; están los santos. Aquellos que ven belleza en el dolor: en SU dolor…
y en su placer. Todos somos todo.
No
sé si la inocencia puede ser reconquistada. Sé que sólo hay una cosa importante
en esta vida: intentarlo.
César Alain Cajero Sánchez