En
compañía de un viajero
César Alain Cajero Sánchez
Costó
mucho trabajo subirlo al taxi, como dijo Elena. Ya casi no se tenía en pie.
Alguna conciencia debía conservar porque todavía intentó sostenerse. O eso
me pareció a mí cuando lo tomé de los sobacos para levantarlo mientras otros
dos amigos me ayudaban.
Desde
el día anterior, a eso de las once en que nos fuimos a dormir, no lo veíamos.
Mala noche debió pasar. No se pudo cambiar y nadie le quitó la camisa color
vino que para este momento empezaba a oler mal. Perdió el sentido de sí a las
cuatro de la mañana, según dicen quienes se quedaron a hacerle compañía. A las
cinco o seis dejó de hablar y se quedó quieto en la cama a donde lo llevaron
para que estuviese más cómodo. Ellos acabaron con lo que quedaba de la bebida
con la que velaron toda la noche. No despertaron sino hasta las siete, cuando
yo y Elena bajamos.
No
faltaba sino una hora. A las ocho lo esperaban en el aeropuerto. No dio tiempo
ni para llamar a la señora que nos ayuda con estas cosas. Por más que Elena
estuvo buscando entre sus tarjetas de presentación, no la encontró. Es que
hacía mucho que no la habíamos llamado. ¿Cuántos meses, cuántos años?
Allá,
en su casa, todos lo estaban esperando. No podía llegar tarde a la cita más importante
de su vida, por más manida que esté la frase y aunque en este caso no pegase
del todo.
Como
pudimos lo metimos al baño, lo desvestimos y abrimos la llave de la regadera.
Mientras
nuestros amigos lo jabonaban, yo lo sostenía de los hombros. Su piel se veía
aún más pálida de lo normal y la sentía viscosa, como la de un animal marino.
Mientras
le jabonaban el pelo, el aroma a eucalipto del jabón me recordó que a él no le
gustaba ese olor. Pero por su condición no podía quejarse. Además, cuando llegase
de nuevo a tierra podían cambiarlo a su gusto.
Elena
y sus hermanas le buscaron ropa en el desván. Él era muy pesado y casi no
teníamos ropa de su medida. De lo que dejó su hermano, Elena encontró unos
pantalones caquis y una camisa blanca. Limpiamos como pudimos sus zapatos.
Durante la noche debió orinarse, cuando ya no pudo controlar sus esfínteres; la
ropa sucia junto a las sábanas blancas, las mandaría ella a la lavandería. No
es agradable, pero por un amigo de tantos años…
El
taxi llegó a las 7:40, apenas a tiempo. Como pudimos lo metimos al auto; Elena
se acordó y le puso las gafas oscuras que siempre usaba —y que había dejado en
la mesita de la sala—, como si alguien lo fuera a reconocer y pedirle un
autógrafo. Hay que respetar las manías de la gente aun en momentos como ése.
Llegamos
al aeropuerto y por suerte había un servicio de sillas de ruedas donde lo hice
pasar como un enfermo. Mientras revisaban nuestros papeles (por suerte, todavía
había boletos ya que él siempre viajaba en primera clase), noté que mis manos
temblaban un poco por el nerviosismo.
Afortunadamente
nadie se dio cuenta y pasamos al aeroplano. Como pedí, nos tocaron asientos
contiguos.
Me
sorprendió saber que antes de llegar a nuestro destino pasaríamos a una ciudad en
la línea fronteriza por unas horas antes de continuar el viaje. Mientras traían
la acostumbrada copa, la azafata me confirmó que pasaríamos siete horas en
dicha ciudad y proseguiríamos el viaje —en caso de contar con los boletos— en
otro avión, ya que éste seguía inmediatamente.
Las
luces se apagaron y pusieron en la pantalla una película con la que intenté
distraerme mientras me preguntaba por qué querría pasar mi amigo por esa
ciudad. Todos tenemos nuestros secretos, pero los suyos eran siempre
transparentes y motivo de risotada.
No
pasó mucho tiempo antes de sentir en mi hombro su peso. Mientras en la pantalla
aparecía un hombre con un contrabajo noté cómo de su boca y nariz salía una
sustancia viscosa que limpié rápidamente con un pañuelo.
El
hombre en el asiento cercano al nuestro interrumpió su lectura, se quitó los
audífonos que llevaba puestos y nos miró con extrañeza.
“¿Su
amigo durmió tarde esta noche?”, preguntó y yo asentí con una sonrisa forzada. Él
se levantó rumbó al final del pasillo mientras decía “Se levantará antes que
todos nosotros. A todos nos tiene que pasar”. En tanto yo curioseaba a lo lejos
el libro de tapas negras que llevaba, me pregunté qué habría hecho de saber la
verdad. No era un libro en nuestro idioma, y lo único que pude distinguir
fueron las palabras “Yitgaddal veyitqaddash shmeh rabba” en sus primeras
líneas.
A
las cuatro horas sentía un hormigueo en mis piernas y sentí la necesidad de ir
a humedecerme la cara. Con mucho cuidado moví a mi amigo y lo acomodé en su
asiento. De su boca escurría un líquido que volví a limpiar.
Al
momento de echarme agua frente al espejo, mientras dejaba escurrirse mis manos
por mis ojos, creí ver a mi compañero salir de uno de los sanitarios. Al
volverme para verlo, no encontré a nadie. En el espejo sólo vi mi reflejo y el
vaho de mi aliento.
Llegamos
a nuestro destino después de cinco horas. Subí a mi amigo a la silla de ruedas
con ayuda de varios asistentes de viaje y bajamos del avión. Inmediatamente
llamé a Elena desde el aeropuerto. Ella tampoco sabía nada. Me dijo que la
llamase en un una hora para ver qué podía averiguar. Antes de despedirse me
dijo que había llegado la pintura azul que quería para el techo del cuarto. Le
mandé un beso y colgué.
Esperé
en la cafetería del aeropuerto la llamada mientras comía algo. Desde el día
anterior no había probado bocado. No había nada de carne en el menú. Pedí una
ensalada, pan y una taza de café.
Cuando
llamó Elena, estaba dando las últimas mordidas a las madalenas. Me dijo que ya
no había cupo en el avión, pero que encontró en la camisa el boleto que nuestro
amigo había comprado. Llamó a la aerolínea y le dijeron que con el número que
en él venía era suficiente para dejar entrar al pasajero. Apunté en mi
libretita el 243013 antes de meditar que el estado de mi compañero no le
permitiría siquiera que lo subiesen al avión y que obviamente no podría
acompañarlo, con sólo un lugar apartado.
Por
suerte, Elena, que es muy buena para este tipo de cosas en las que soy
completamente torpe, llamó a un lugar que nos podría ayudar. Me dio la
dirección y me advirtió que tenía que darme prisa porque los trámites podían
tardar una hora, y luego había que esperar a que el procedimiento acabase en
otras tres horas más una en lo que se enfriaba el asunto. Apenas a tiempo para
llegar al aeropuerto.
El
lugar estaba en un barrio de inmigrantes asiáticos cercano al aeropuerto. Un
niño volaba un papalote en la esquina donde una larga fila de comensales se
formaba frente a un restaurante con especialidad en curry picante. Frente al lugar estaba el servicio que buscaba, con
el extravagante nombre de Shmashana pintado en su pared frontal junto a una
serie de signos que no pude descifrar e imágenes de dioses de muchos brazos.
Me
atendió un hombre fornido, bien afeitado y que olía a perfume con toques de
nardo. Mientras le exponía la situación, él asentía y veía a mi amigo, al que
traje en una silla de ruedas alquilada en el aeropuerto. Me dijo que no me
preocupase, que iba a acelerar el proceso de trámites y que en tres horas y
media podía pasar por él. Por fortuna, aceptó que pagase con tarjeta de
crédito.
Abrí
la puerta de cristal mientras el hombre y dos ayudantes llevaban lo que quedaba
de mi amigo a la sala contigua, donde lo prepararían. Antes de que saliese, el
hombre bromeó diciendo que era muy difícil ya mover a mi compañero, que un poco
más y hubiese debido cortarlo en pedazos para llevarlo en una maleta. Reí,
aunque el chiste no me hizo mucha gracia. Quizá porque era cierto.
Aunque
pensé en llamar para que no lo esperasen pronto (ya deberíamos haber llegado),
me imaginé que aguardar unas horas no los iba a molestar, después de cincuenta
y tantos años. Tome uno de esos taxis de motocicleta y le indiqué al muchacho
que lo conducía que me llevase a dar una vuelta por los lugares más
interesantes de la ciudad.
Pequeños
bulevares arbolados, plazas comerciales y una estatua de un ángel con una
espada después, regresé a recoger a mi amigo.
Con
un brazo lo tomé. Estaba tibio al tacto todavía. Nunca me imaginé que después
de terminar iba a ser tan ligero. De haberlo sabido, hubiésemos hecho esto
desde el principio, pensé entonces. Me regalaron una vasija de metal de color
plateado donde lo llevé hasta el aeropuerto.
Lo
demás fue lo acostumbrado. Subir al avión, dar el número del boleto, ser
transportado al asiento. Ver por un par de horas la película, que al final
siempre resulta mala, que ponen durante el viaje.
No
hubo esta vez fantasmas en los baños ni curiosos ni miasmas que salían de la
boca de nadie. Mi amigo ya no se movió de su lugar, bien acomodado a mi lado.
En
tierra fue lo acostumbrado. Excepto que Elena avisó a quienes lo esperaban
porque nada más bajar del avión ya escuchaba el “…único consuelo en las horas
eternas del dolor, único consuelo sostén en el vacío…” cantado por hombres y
ángeles.
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