martes, 30 de agosto de 2016

Después de las ideologías, el mercado


César Alain Cajero Sánchez


Desde hace algunos años se habla acerca de que hemos entrado a una nueva época que rompe con la modernidad. A partir de fines de los años ochenta con cierta insistencia se escriben textos que hablan de algo llamado “postmodernidad”; término con el cual parece se puede decir cualquier cosa y del cual se han querido marcar inicios históricos a placer del autor en turno.


Hay textos que hablan de la llamada “postmodernidad” desde el arte, la tecnología, la política y la filosofía inclusive. Sin embargo, no hay un criterio confiable para hablar ya no de las características de dicha etapa histórica, sino siquiera si ésta existe o cuál es su origen, lo que es natural con algo tan reciente que, de existir, ni siquiera tiene un nombre como tal. El término “postmodernidad” lo único que quiere decir es aquello que está “después” o “más allá” de la modernidad, lo cual no dice en realidad mucho.

Si consideramos a la modernidad como aquella época histórica que nació con el Siglo de las luces y que se caracterizó por la creencia en la posibilidad de la racionalización del universo y la historia humana; como un movimiento de continuo progreso a través del conocimiento, veremos qué limitado es el mismo término de dónde se parte. Llamar a un momento histórico “modernidad” es insólito en tanto esta palabra indica “lo que está pasando”. En ese sentido, todo momento es (o fue) moderno. En realidad, el término usado para dicha etapa histórica no dice nada acerca del sentido histórico de la civilización que durante ella se desarrolló.

Sin embargo, la elección del nombre “modernidad” no me parece tan casual como puede parecer. Al llamar a una etapa histórica con el rótulo de aquello que “acaba de suceder” se llega a la conclusión de que ésta es el último momento posible de la historia humana. Que se ha llegado al pináculo del progreso.

El progreso en la modernidad se vio a través de dos procesos: evolución y revolución. El cambio lento y gradual, con saltos en ciertos momentos, dentro de la ciencia y la Filosofía; el cambio rápido y violento en la política y el arte. Las dos palabras indicaban una mejora en la forma de vida. Y ambas se encuentran tan íntimamente relacionadas que en realidad es posible verlas como una sola idea: la revolución como un cambio que exige grados previos y evolución como saltos periódicos que implican una ruptura de paradigmas.

Sin embargo, cuando se habla de “postmodernidad” llegamos a una palabra y un sentido que todavía está por construirse. Decir simplemente que algo está “después de otra cosa” es ya de por sí decir muy poco. Cuando decimos que algo está después de “lo que está sucediendo”, se transforma algo insignificante en un disparate lógico.

Es natural que esto suceda: de existir, esta nueva etapa histórica lleva apenas treinta o cuarenta años de existencia. Los cambios fundamentales son tan cercanos que somos incapaces de aquilatarlos a plenitud. Tan difícil es entenderlos que en gran parte es difícil juzgar si en verdad hablamos de una nueva etapa histórica o simplemente de otra parte de la modernidad. El tiempo lo juzgará con mayor justicia.

Es por ello que, aunque evidentemente, el término “postmodernidad” no significa apenas nada y que es insuficiente para nombrar una nueva época (si ésta existe), no somos los indicados para juzgarlo con propiedad y mucho menos para nombrar algo cuyas características no han sido completamente definidas. Así las cosas, a lo largo de este texto usaré el término a pesar de que no lo considere el más adecuado.

Para entender el porqué de la insistencia en marcar una diferencia tajante con la modernidad, es imprescindible hacer un bosquejo de aquellas transformaciones que se han señalado como signos de un cambio de época. De esta manera es posible aquilatar si tales cambios son en verdad tan importantes como para establecer que existe algo diferente de lo que hemos vivido en los últimos siglos.

Aunque no fue el primer cambio en ser mencionado para aducir una diferencia con la época previa, es indudable que la caída del muro de Berlín y el colapso del bloque socialista es con toda probabilidad el más invocado.

A pesar de que para los que nacimos cuando la Unión soviética todavía existía, el derrumbe de los países que conformaban el bloque socialista fue un evento sin parangones históricos, a decir verdad, durante la modernidad hubo otros momentos que por su importancia lo opacan. Sin embargo, ni la caída de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki ni la batalla de Waterloo ni el estallido de la Primera guerra mundial se invocaron jamás como parteaguas históricos. No es la primera vez en los últimos siglos que desaparece un imperio de las dimensiones o la importancia de la URSS. Tras la Primera guerra mundial desaparecieron los imperios otomano y austrohúngaro; las revoluciones del siglo XX terminaron con el imperio chino tal cual se conocía… Ninguno de esos eventos se toma como inicio de una nueva época.

Aunque el hundimiento de la URSS y sus países aliados significó la desaparición de toda una manera de ver el mundo, de una forma de vida y el descrédito de una filosofía y una teoría política, económica e ideológica, no es la primera vez, ateniéndonos únicamente a la modernidad, en que tal cosa sucede. El fin de la Segunda guerra mundial destruyó a la ideología fascista y el hundimiento de Napoleón acabó con la etapa más radical de las revoluciones liberales…

¿Qué es, entonces, lo que hace diferente al colapso de la Unión soviética de los momentos que lo precedieron?


Con la desaparición de la Unión soviética lo que cayó en descrédito no fue un sistema político y económico (el marxismo), sino la idea misma de la Revolución como creadora de orden. La desaparición de los antiguos imperios durante las pasadas guerras mundiales y el periodo entreguerras fue algo que no cimbró a la época moderna pues en cierto modo, ella misma exigía tales sacrificios. Eran algo que la Historia exigía: que hasta cierto punto era predecible.

La caída del fascismo (que se ostentaba como revolucionario) no supuso un golpe a la ideología moderna. Las razones de esto no han sido exploradas, pero arriesgaré mi opinión. El fascismo en realidad nunca fue del todo una ideología propia de la modernidad, aunque se alimentó de la ferocidad ideológica moderna. La necesidad de dogma es inherente al hombre. En esto, la época moderna no es distinta a las anteriores ni a las futuras. La diferencia estribó en su ferocidad y en el disfraz con el que se presentaron esos dogmas.

La modernidad no juró en nombre de los dioses (sino de los líderes) ni de la tribu (sino de la nación); tampoco en nombre de los antepasados (sino en nombre de la Historia). No en nombre de la religión sino de la ideología.
Así, el fascismo disfrazó con las palabras de la ideología tendencias más viscerales aún que las de otras ideologías “enemigas”. Si todas ellas juraron en nombre de la razón; el fascismo lo hizo en nombre de la voluntad. La Historia más que un proceso racional es, para el fascismo, la energía, el movimiento mismo. Hijo de la técnica más que de la ciencia; de los desfiles tribales más que del desfile de la Historia; el fascismo está antes y después de la modernidad. Su caída no significó un golpe contundente al mundo moderno pues nunca se reconoció en él. Aunque se dice con cierta razón que Hegel preludió al totalitarismo, en todo caso su Estado perfecto no era el fascista. La revolución moderna en política tuvo otros nombres: Rousseau y Robespierre; Saint Simon y Marx. De la utopía al terror.

El liberalismo y el socialismo en sus muy diversas variantes fueron las dos grandes ideologías de la modernidad. Hermanas enemigas, ambas nacieron de la idea de progreso. Ambas fueron revolucionarias, pero mientras el liberalismo olvidó la palabra tras varios siglos, el socialismo la convirtió en retórica.

Tanto el liberalismo como el socialismo parten de dos impulsos generosos del espíritu humano: libertad y justicia. Su diferencia estriba en el acento que cada uno de ellos pone en esas palabras. Mientras el liberalismo nació de unas sociedades estratificadas cuya principal tara era la imposibilidad de movilidad social, el socialismo nació en una realidad que, aunque predicaba la libertad individual, había puesto entre paréntesis la posibilidad de comunión, convirtiendo al tejido social en un espacio de competencia inclemente. Las soluciones propuestas correspondieron a diferentes momentos históricos. No es de extrañar que al mismo tiempo, hayan incurrido en crímenes contrarios.

La libertad pregonada por el liberalismo se convirtió en aquella que permitía explotar al prójimo y verlo morir; la igualdad del socialismo, en aquella que condenaba a todos, menos a los elegidos por la historia, a sucumbir por la misma muerte.

Nacido en el siglo XIX, el socialismo científico fue el fruto tardío[1] de la modernidad convertida en mitología: del culto al progreso, de la superstición ante la ciencia; de la idea de la Revolución como deus ex machina universal.

La caída del socialismo trajo el vacío ideológico. El gran mito de la modernidad perdió su razón de ser. Si la gran revolución, la última, había perdido su cita ante la historia, ¿qué posibilidad quedaba de completar el destino humano?

No surgió en el lugar del marxismo ninguna ideología capaz de tomar su lugar. Aunque el liberalismo victorioso también había nacido de los mismos impulsos, sus orígenes habían sido olvidados por el tiempo y por aquello que había permitido el desarrollo de las sociedades desde inicios de las Guerra fría. La libertad pregonada quedó como una palabra vacía de sentido. Para la forma de pensar posterior a la caída del muro de Berlín (y más atrás: desde el final de las Guerras mundiales), liberalismo era poco más que sinónimo de capitalismo.


De la Revolución pasamos al mercado y de la ideología a la primacía de lo económico. Ciertamente para el marxismo, toda realidad humana se reduce a la economía y de ella depende el nivel de una sociedad. Así, la batalla ideológica del siglo XX entre el comunismo y el capitalismo se llevó a cabo en gran parte en el ámbito económico. Aunque la competencia entre estos sistemas se dio en todos los ámbitos —de la ciencia al arte; del deporte al poderío militar—, muchos de éstos dependen directamente de la explotación del medio y de las formas de distribuir los frutos obtenidos. Paradójicamente, una ideología política cuyo principio es la realidad económica, fue incapaz de satisfacer las necesidades económicas y políticas. El comunismo no terminó por una conflagración, sino por los anhelos de mayor libertad mercantil. De forma análoga, los principios del liberalismo democrático burgués han sido devorados por una de sus facetas: el libre mercado.

De esta manera, se puede apreciar que el giro de la ideología al mercado no viene de una ruptura con la modernidad, sino que es su resultado (por lo que, una vez más es importante decirlo: no es irrefutable que vivamos una nueva época).

Lo mismo puede decirse de otra metamorfosis en el discurso que se había mantenido: la de la ciencia como constructora del futuro.

Para las ideologías modernas, la ciencia permite al ser humano distinguir la verdad de la fantasía; dilucidar aquello que es “la realidad”. Esto no significa que algunos filósofos modernos no hayan analizado la disciplina científica, sino que sus juicios tuvieron una recepción mínima. La misma vulgata de la ideología marxista supone que la ciencia es un reflejo de la realidad en lugar de una manera de reducir la realidad de forma manejable para el intelecto: una teorización. El positivismo fue integrado a la idea de mundo de la modernidad y en gran parte la ciencia fue tomada como una nueva religión. Sus grandes hombres, convertidos en los nuevos apóstoles.

Aunque la confianza en la ciencia no ha desaparecido, se funda menos en los hallazgos de la Física o la Biología que en la manera en como la técnica se ha desarrollado.

Es necesario en este punto hacer un deslinde entre lo que llamamos ciencia y la técnica. La primera es el conjunto de conocimientos verificables mediante el método de prueba y error, así como aquello que se ampara bajo sus metodologías (incluyendo sus hipótesis, basadas en formas de aproximación a la realidad que han probado ser, en la mayor parte de los casos, funcionales, como las matemáticas). Por su parte, la técnica son los procedimientos que se usan para llegar a un fin; la forma en que el ser humano a través de sus habilidades e ingenio llega a un objetivo. La técnica, por su parte, puede  basarse tanto en la ciencia como en la tradición como en las mismas capacidades físicas del ser humano, a su vez, puede servir a cualquier disciplina humana, desde las ya mencionadas al arte o la cocina.

La tecnología moderna —que podemos definir provisionalmente como una serie de conocimientos técnicos, basados en la ciencia, que permiten crear bienes de servicio— ha permitido al ser humano satisfacer necesidades tanto básicas como sociales con relativa efectividad. A cambio de logros como los conseguidos por la ingeniería espacial, la informática o, más atrás, la misma electromecánica, ha debido explotar al medio ambiente de forma insólita en todo el tiempo en que el ser humano ha vivido en este planeta. Esto no es atribuible a la ciencia ni a la técnica misma, sino a la forma en que el ser humano ha utilizado esta herramienta y a la idea de mundo que preside a sus sociedades actuales.

Con la modernidad, el universo se vació de sentido. Aquello que las sociedades antiguas veían como un espacio lleno de energías, dioses y espíritus, fue desencantado por el cristianismo. Al mismo tiempo, aquella potencia divina que recorría al mundo (al ser creación de Dios y parte de su plan divino) para el pensamiento medieval y renacentista, en la modernidad se convirtió en un espacio vacío, res extensa. Esto muchas veces se ha citado como un “avance de la ciencia” y una liberación de las antiguas trabas que impedían  la experimentación y el conocimiento. Aunque esto es debatible (ya que no veo por qué sería imposible experimentar en un universo con otra idea del mundo), llevó a una consecuencia imprevista quizá. Al convertir al ser humano en la única criatura pensante, en el único ser del universo, convirtió al universo todo en espacio para su provecho. En ese sentido, y sólo en ese, en verdad rompió una de las más antiguas barreras para el ser humano. Mientras el mundo natural se concibió como un espacio gobernado por una razón que excedía al ser humano (idea que, sin embargo, la ciencia no sólo no ha desechado, sino que la apoya de diversas, maneras: el universo tiene un sentido, una lógica, pero no basada en una razón divina, sino natural), éste mantuvo una actitud de respeto ante ella. Una vez que se concibe a todo el universo como una cosa, se convierte en un espacio manipulable. La explotación desenfrenada del medio no es sólo legítima, sino, de hecho, una manera de otorgarle significado a lo que no lo tiene. Dominar es legitimar: humanizar. Es darle sentido a lo que no lo tenía.

Para el ser humano moderno, dominar a la naturaleza no es sólo legítimo, sino una misión.

La lucha ideológica de la modernidad, como ya se dijo, estuvo basada en la economía, en la consecución de bienes y su distribución. A su vez, la economía, como bien señaló Marx, depende de la dominación del medio; de la tecnología. Y la ciencia, para el hombre de nuestros días, tiene razón de ser en tanto sea de provecho para la técnica, la cual satisfará sus necesidades al dominar al medio.

De esta manera, si en la modernidad la ciencia fue en un sustituto de la religión, en los días que vivimos, sólo tiene sentido si es aprovechable por la economía[2].

El desarrollo de la técnica actualmente, sin embargo, a diferencia de lo sucedido en el siglo pasado, no depende de la competencia ideológica. Si en el pasado, la rivalidad de los sistemas enemigos, incluyendo a la guerra misma[3], favoreció el desarrollo de tecnologías que luego se aplicarían al consumo y de aplicaciones tecnológicas en otros ámbitos (el más famoso: la carrera espacial, que no tenía aplicaciones directas en la economía), en  la actualidad, en un mundo donde la ideología como tal se desdibuja, es el consumo el que alienta la producción. De ser un instrumento de las ideologías, la tecnología se ha convertido en herramienta del mercado. Y el mercado depende, por supuesto, de los consumidores; de nosotros mismos.

Las características del libre mercado, que han probado ser efectivas en más de un punto, hacen que los consumidores —esa mayoría no tan silenciosa— dicten el ritmo y la dirección de la producción. Esto, que es natural y puede que hasta saludable en los bienes de consumo, hoy día se aplica a todos los ámbitos. De la ciencia y la tecnología —como fue expuesto en anteriores párrafos— a la creación artística.

Esto, que puede ser considerado una democratización de la cultura, tiene, sin embargo, características que vale la pena subrayar.

En una época donde las grandes utopías e ideologías se han desdibujado, el individuo ha emergido como el gran protagonista de la historia reciente. Este individuo, empero, tiene rasgos que lo hacen distinto de aquel ponderado por anteriores épocas. Del ciudadano ateniense al consumidor de nuestros días no hay tan sólo más de dos mil años de distancia, sino un universo mental completo.

El ciudadano de la polis tanto como el soñado por los padres del liberalismo se encontraba en íntegra trabazón con su sociedad; lo que es decir, con el diálogo y debate político, con la búsqueda del bien común. No hay en el despertar ideológico de la modernidad, ciertamente, el tono de discusión filosófica exigido al ciudadano griego, pero sí su interés por los asuntos públicos.


Esta inclinación por la vida pública no significó la sujeción a ella. Precisamente para poder dialogar y debatir se necesita un espacio de libertad que no estuvo presente en el Medioevo, la época barroca o durante los imperios teocráticos de la antigüedad. Con sus grandes diferencias, aquello que dirigía la vida de los individuos durante aquellas épocas era no la opinión personal, sino la de un poder que los excedía: una verdad única e indiscutible.

La existencia de un individuo como el pregonado por la polis griega, el Renacimiento o el despertar del liberalismo quizá haya sido una quimera, toda vez que la sociedad se agrupa alrededor de una verdad monolítica que le da razón de ser. Sin embargo, fue en estas épocas donde un margen de libertad permitió la aparición de la discusión de sus verdades. Una discusión acotada a ciertos temas y presente sólo en ciertos círculos, ni qué hay que decirlo, pero existente.

La modernidad, nació de la idea del ciudadano proveniente del liberalismo y a lo largo de todo su desarrollo produjo a diversos individuos que se atrevieron a disentir de los principios de la sociedad. Algunas de estas disensiones se convirtieron en ideologías, otras se mantuvieron como un llamado a la divergencia. No es momento de hablar de las segundas, las cuales siguen nutriendo las discusiones de ciertos limitados círculos de nuestra sociedad; los segundos, en cambio, se cumplieron y se traicionaron a la par. De disensiones pasaron a ser ortodoxias y de críticas se convirtieron en catecismos. No es que las ideas de Marx o de Montesquieu hayan perdido validez: es que sus palabras se convirtieron en parte misma de la Historia, a la que pretendían criticar; de la modernidad. Sus ideas se convirtieron en ideologías.

Alrededor de las ideologías modernas se formaron cultos y así, el ciudadano se convirtió en soldado; la libertad de diálogo, en culto a las verdades y sus representantes en la Tierra.

A pesar de esto, siguieron existiendo voces disidentes (en el mundo comunista, tierra donde la ideología se cumplió con mayor eficacia, fueron silenciadas; en el occidente, se les ocultó mediante la indiferencia). El individuo continuó existiendo y su diálogo con la sociedad, así fuese con dificultad, continuó. Esto porque el mundo moderno fue político y como tal, sus sueños derivaron en utopías colectivas[4]. Tanto el liberalismo capitalista (que es el único que encarnó en la Historia) como el socialismo marxista (que de la misma manera, fue el único en consumarse) eran un camino al futuro de la humanidad y las pasiones que movían a los individuos eran encaminadas a ese sitio.

Con la desaparición de las ideologías, ha surgido un nuevo tipo de individuo que ya no se identifica con las utopías sociales[5]. Los grandes discursos se han disgregado en multitud de demandas particulares. Tanto las narrativas que ponderaban al individuo como aquellas que lo hacían con la sociedad se han convertido en luchas por los derechos de las minorías que todos somos: ya sea por los derechos de los sexos como de las etnias o de la diversidad religiosa. Se busca un mayor ámbito de libertad personal, no pocas veces en contradicción con la libertad de los demás.

Si en la modernidad se minimizó al individuo a favor de la nación, la humanidad o el futuro (nombres de la ideología); hoy sucede lo contrario.

Esto no me parece nocivo, sin embargo, la forma en que se maneja, es insólita y ha provocado efectos perturbadores.

El poder que ha adquirido el individuo dentro de la sociedad no va aparejado a un poder político real (dado que no hay una reunión de intereses con mayores miras), sino a un ámbito de libertad para decir y opinar lo que se quiera… sin apenas repercusiones en el mundo real. En efecto; hoy se puede decir y pensar lo que se quiera (ay de quien intenté contenerlo) siempre que esto no afecte en la realidad a nadie.

El peligro de la sociedad en la modernidad fue la colectivización y la sujeción de los individuos a una ideología: personas que hacen y piensan lo mismo, cortados por el mismo molde, sin personalidad real; sin intereses algunos. El peligro de la postmodernidad es la atomización y la virtual liberación del pensamiento en torno al poder del mercado: personas que hacen y piensan fundamentalmente lo mismo, cortados por el mismo molde, sin personalidad real; sin intereses algunos.

El poder que da el libre mercado al individuo es enorme: él es quien marca la pauta de lo que se va a consumir; y el día de hoy, consumir es existir. Los medios de comunicación, desde los tradicionales hasta, muy señaladamente, los más recientes, se mueven según la pauta de los vaivenes en el gusto de sus consumidores.

Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en el pasado, no existe algo que podamos llamar la voz de una mayoría. La disgregación del discurso social ha provocado una atomización de los individuos, cada uno en su propio coto particular que el mercado no tarda en satisfacer. Lo relevante del caso no es la existencia de esta pluralidad, sino la manera en que tal pluralidad sólo es relevante sólo si es objetivo del mercado.

Aunque esta tendencia se nota menos en los medios tradicionales como la prensa, es la base de espacios como las redes sociales. En ellos, cada usuario es capaz no sólo de conformar su espacio de acuerdo a sus intereses específicos, sino de ignorar o eliminar de su vista a todo aquello que no esté de acuerdo con sus querencias. El espacio de diálogo está acotado porque es posible silenciar virtualmente lo que esté en desacuerdo con lo que pensamos; de una forma tan sencilla como apretar un botón.

Sin embargo, se señalará, las redes sociales sí son un espacio para el diálogo y la polémica. A través de ellas se han dado a conocer de manera inmediata asuntos de importancia pública; desde escándalos de corrupción hasta tendencias de la cultura popular.

La inmediatez, la cantidad de información y la capacidad de penetración de estos medios, nos puede hacer perder de vista que en ningún momento antes tal cantidad de información tuvo menos impacto duradero que hoy.

La cantidad de información disponible en el internet lleva a la virtual suspensión del juicio. Ante la cantidad de opciones, el lector es incapaz de discriminar entre la cantidad ingente de trivialidades y aquella información que busca. Al final, se conformará con aquello que concuerde con sus intereses; que no cuestione sus valores e ideas.

El internet, al parecer, tiene una enorme capacidad de penetración entre la clase media (la cual, no por casualidad es aquella con mayor capacidad de compra y, por tanto, la más visible), sin embargo, esta capacidad va aparejada a una situación de credulidad inusitada. Cualquier cosa que esté de acuerdo con las convicciones del individuo será apoyada y difundida sin tomarse el tiempo siquiera de averiguar las fuentes. Todos hemos caído en la trampa de difundir una noticia que será desmentida al instante siguiente. Como las consecuencias son nulas, olvidamos el incidente con la misma celeridad, listos para creer en el siguiente rumor a conveniencia de nuestros caprichos.

Precisamente la inmediatez del internet permite la proliferación de noticias y rumores, los cuales se convierten en fenómenos sociales en cuestión de minutos. Escándalos políticos y deportivos; eventos de la farándula; videos del suceso en boga… Son consumidos y desechados con prisa e igualmente reemplazados por la siguiente tendencia. Una noticia que dure más de una semana es inusitada en este mundo de la información.

Estos fenómenos (ya que afecten a toda la sociedad o sólo a un pequeño círculo), sin embargo, provocan reacciones en una gran cantidad de individuos. Se abren entonces foros y cadenas de comentarios. En éstos se ventilan los puntos de vista en un griterío que suple a la verdadera polémica. El diálogo exige atender las razones del otro de igual a igual. En una verdadera dialéctica, los participantes se ven como iguales intelectualmente, así sostengan puntos de vista opuestos. El enfrentamiento se da entre las ideas, no entre los individuos. En el mundo actual se entiende el diálogo como el bullicio de personas que vociferan cada una su verdad y la polémica, como el escándalo trivial de esas voces gritando en el desierto.

Este bullicio, esta necesidad de ser visto, es síntoma de un mundo donde se ha perdido el sentido de verdadera comunidad. En un universo de individuos solitarios, la creación de pequeñas islas de consumo (de productos, de ideas, de seres humanos) es un fantasmal relevo de la comunicación y la comunión; la comunicación a gritos indica la pérdida de lo que, según Aristóteles, nos hace humanos.

Esta falta de real comunicación provoca el grito como la sensiblería. No es casual que en una sociedad como la moderna el gran arte haya sido suplantado por un arte que aboga por la vociferación de conceptos y el sentimentalismo amarillista. El arte de academia se ha convertido en una aburrida sucesión de obras que no provocan estremecimiento alguno, pero sí discursos y estudios; el arte popular se caracteriza ya por su machacona reiteración de tópicos burdos.

No es casual que el individuo actual se encuentre tan lejos del arte académico: éste no le ofrece ya nada más que verborrea. El arte popular de hoy día tal vez sea grosero e insubstancial, pero al menos hay en él aún un dejo de entusiasmo.

Pálido reflejo; nostalgia vocinglera… Pasiones de mercado.






[1] De la misma manera, el liberalismo fue su fruto original. La idea del progreso se encuentra tanto en los socialistas utópicos y científicos como en los padres del liberalismo; el furor ante la ciencia (y ante la pseudociencia) recorrió a todos los grandes ideólogos de la modernidad; tanto Robespierre como Lenin consideraron a la Revolución como el gran acontecimiento de la Historia.

[2] Esto es perceptible en los mismos centros de estudio de ciencias: aquellos proyectos que sean aprovechables económicamente (en medicina, aplicaciones para la ingeniería…) son recibidos y alentados, mientras que aquellos que persigan el conocimiento desinteresado, muy difícilmente consiguen interés ni cobijo.

[3] Se ha dicho atinadamente que durante las grandes conflagraciones mundiales del siglo pasado se desarrollaron tecnologías que más adelante serían aprovechadas en otros ámbitos; la misma internet, como es sabido, se inventó durante la Guerra fría.

[4] Para entender esto; con la palabra “colectivas” me refiero a futuros compartidos, a ideales de un futuro mejor para la humanidad toda, no a las economías colectivizadas.

[5] Aunque no ha desaparecido la discusión política, ha transmutado, como más adelante se detallará.

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