Caídas y resbalones de Teseo
César Alain Cajero Sánchez
De vez en cuando hace
falta una Ariadna, sobre todo si el laberinto no está allá afuera.
Antes no era tan fácil
perderme. Cuando estaba en la universidad bastaba sentarme un momento en el
Paseo de las facultades, respirar profundamente y entonces una palabra y una sonrisa bastaban. Podía continuar mi camino hacia
el metro con Neruda y Los mitos griegos de
Graves en la mochila.
Pero como nada es
perfecto, la felicidad terminó, acabó la carrera y tuve que doblar por la
esquina del laberinto.
Apenas hace un par de
años que la cosa se puso de verdad divertida. Sí, antes se me iba la onda y de
repente sentía una tristeza profunda que me impedía respirar, pero eso se
compensaba con ver hablar al árbol y a la fuente en las mañanas soleadas. No
fue sino hasta caer de nuevo por la entonces conocida memoriosamente como Ciudad de la esperanza cuando yo, tonto
de mí, pensé que todo era como antes y que unos meses dando clases a niños
(entonces no todavía chamacos) de primaria en
lo que abrían la maestría no estaría nada mal. Un dinerito extra para hacer
realidad los sueños romántico-hemerográficos de uno.
Dos años después, sin
maestría ni dinero ni revista ni perro que me ladre heme aquí.
¿Cómo describirlo?
Primero es como si se te cortase la respiración. Ves a la gente a tu alrededor
y todo te parece extraño. Una especie de miedo te recorre y sientes que no deberías
estar ahí. Un extraño sobre las tablas de una puesta en escena enloquecida. Un extraño que
conoce los diálogos de la obra; que conoce a los actores en su vida fuera del
escenario, minuto tras minuto; uno a uno. Los extras, cabezones en un carnaval
renacentista. Luego se corta de nuevo la respiración. Y ya.
No es sino minutos más tarde cuando, no siempre, te dicen que te quedaste dormido en la mesa; que estuviste unos minutos babeando y mirando un punto, frotando tus manos; que moviste los brazos y golpeaste quedamente a quien estaba al lado tuyo. ¿Y qué puedes hacer sino avergonzarte y callarte y ponerte triste?
A veces, después de
recuperarte te da cansancio; otras, te sientes desorientado. Alguna vez caminaste
hacia el poniente cuando deberías haber ido hacia el lado contrario. Y cuando
te diste cuenta, habían pasado tres minutos y estabas cerca de la casa de tu
amiga. No estuviste entonces inconsciente sino confundido.
Pero después de todo
no es algo para ponerte tan mal. Sabes que antes de entrar a trabajar en donde
te ponían a hacer manualidades y nunca te pagaban no te sucedía casi nunca.
Sabes también que en ese entonces conservabas la conciencia todo el tiempo. Y
que no has podido hacer nada de lo que habías planeado porque no abría la
maestría y porque en no pocas ocasiones te pagaron 500 pesos la quincena. Y que
se te fueron los ahorros y que esperando y esperando se te fueron dos años.
Sabes que al tiempo nada lo detiene y que no podías sospechar que año y medio después ter dirían en la maestría que siempre no, que para la otra.
Después de todo no te
puede pasar nada; no te vas a suicidar; no vas a intentar golpear a nadie. Has
tenido amigos con el mal y siempre los viste pasar sus vidas normalmente. La primera vez
que te sucedió frente a un grupo se espantaron, pero después de que les
explicases, todo volvió a la normalidad. Los padres de la escuela de la sierra,
donde fuiste tan feliz, sabían lo que te pasaba y lo tomaron con humor. Los amigos de aquellos lugares, de Carlos a Emanuel y de Horacio a Buenaventura, nunca se viajaron por una ausencia de este lado de la realidad.
También sabes que te
enoja que te traten como a un lisiado. Cuando te sientes mal después de un mes
(lo que para estas alturas, después de estos dos años, es para ti un logro) y
piensan que estás maldito o malito, pobre de ti: nadie te va a querer. Por eso
no te quiere ya ni la universidad. Cuando a pesar de que sabes que lo hacen
porque te aman, les parece una hazaña peligrosa verte salir porque no te vaya a
dar en mitad de la calle y te dejen peor que al perro de la vecina. Y por eso
enojarte con ellos es peor, porque no sabes cómo decirles que no te va a pasar
nada; que de todas maneras no te gusta conducir. Ni los autos siquiera te
gustan. Que al fin y al cabo no
estudiaste para cirujano.
Que, de verdad, puedes
escribir un plan de estudios.
Y entonces es cuando
se dio cuenta que la gente no sabe nada de lo que le sucede; que les da miedo.
Que frotarse las manos es peor que no saber cuándo se ponen los acentos
ortográficos y que aunque no tengas ni idea de cómo dar clases, vales más que
alguien que se pierde por unos minutos cada quince días. Alguien que tuvo la
mala suerte de perderse en el laberinto unos minutos antes de salir de un
trabajo donde estuvo dos horas sin hacer nada sino mirar el escritorio frente a
él.
Y entonces se da
cuenta que el mundo no es como pensaba. O más bien, que sí lo es, pero no había
tenido que sufrirlo. Y reconoce que la gente de la ciudad es más pusilánime que
la del campo. Que los adultos temen cuando los niños ríen. Que la locura
unánime en que se matan por el dinero o el poder se ve natural, en cambio, los movimientos repetidos por un minuto les parecen inexplicables. Tan inexplicables como
convertirse en un hombre lobo por el amor de una mujer.
Y vuelvo a mí. Y aun
sin hilo pude salir del laberinto.
Y vuelvo a mí. Tal vez
el laberinto sí está allá afuera y la epilepsia no es sino un diagnóstico para
mantenerme tranquilo. ¿Qué o quién será el minotauro?
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