Después
de la tormenta…
César Alain Cajero Sánchez
El
romanticismo quiso ser, ante todo, un nuevo comienzo. Surgido de la modernidad,
igual que ésta fue militante. Sus ambiciones en el terreno estético no fueron
menos monumentales que las de las ideologías en el político. Y más: ambas
pretendieron cambiar el mundo de pies a cabeza, aunque partían de ideas de la
realidad distintas y aun opuestas.
Mientras
las ideologías juraron en nombre del progreso y el futuro, la rebelión de la poesía
moderna no siguió sus pasos. Con excepciones (el futurismo), la idea de progreso no la obsesionó de manera
semejante. Su tiempo fue el presente y, con el presente, todos los tiempos:
aquello más allá del instante[1].
Esta
idea, de propósitos casi místicos, sin embargo, no es nueva. Aunque, según una
buena parte de la tradición contemplativa, los sentidos no pueden trascender el
universo mundano, inclusive en las tradiciones occidentales existe una práctica
donde el arte es vehículo de estas experiencias, y la única forma que se puede
dar cuenta de ellas. La poesía mística cristiana y sufí intenta dar cuenta de
aquella “llama que consume y no da pena” y, en sus momentos más acabados, lo
logra.
Con
esto no pretendo decir que toda la poesía sea mística, sino que aquello que
pretende decir está en los límites de esta experiencia. La mística culmina en
el silencio; la poesía, en la palabra[2].
El
conocimiento, si es que es posible
llamarlo así, que la poesía proporciona, como ya lo había señalado Platón, no
es de índole racional (por lo que él la rechazó); su reino es el de las
emociones; la re-presentación de una experiencia que exige ser expresada o,
mejor dicho, revivida, recreada. Sea cual sea esta experiencia, se encuentra en
los límites del lenguaje; antes o después del ser humano.
La
poesía expresa estas experiencias; sin embargo, más allá de eso: al darles
palabras, les otorga un espacio en el mundo.
Les da forma.
Esta
forma de concebir la poesía, que en la modernidad fue sostenida a partir del
romanticismo en diferentes formas y lenguajes, hoy sería considerada ingenua de
ser propuesta en público seriamente. Esto no significa que los lectores de
poesía o los mismos creadores estén completamente alejados de las discusiones y
pensamientos modernos alrededor de la naturaleza del quehacer poético (que
pueden rastrearse inclusive en Kant), sino que, en el discurso público, éstas
se han opacado a favor de otros intereses. Ninguna de las preocupaciones que
agitan hoy a los creadores tiene apenas nada qué ver con aquella que sacudió a
aquellos de hace poco más de medio siglo: la de la poesía como la develadora
del otro lado de la realidad.
Es
probable que tal cruzada haya sido ya peleada y ganada, sin embargo, es de
preguntarse por qué un libro como El arco
y la lira hoy sería imposible de escribir y aquel que presentase en público
una opinión sobre la poesía semejante a la de Hölderlin o Blake sería ignorado
o ridiculizado.
Hay
varias posibles respuestas para tal cuestión, sin embargo, todas ellas apuntan
a que simplemente aquellas preocupaciones han sido sustituidas por otras, que
pertenecen a otra época y momento histórico. Ya porque se considere que aquel
sentido de la poesía ha quedado implícito; ya porque se lo piense como
superado, propio de épocas más inocentes.
¿Cuáles
son las preocupaciones de los creadores actuales?, ¿cuáles las batallas que
encienden sus polémicas?
El
mundo del arte moderno ha retomado sus cauces y se ha empequeñecido. Esto es
paradójico ya que probablemente nunca ha habido tantos creadores en activo como
en las últimas décadas. Sin embargo, en la misma proporción que el número de
libros publicados ha ido en aumento, el interés por ellos en la sociedad ha
decaído. La presencia pública de la poesía como tal y la atención a lo que
tengan que decir sus creadores es prácticamente nula. Si de principios a
mediados del siglo XX (para no aludir a otros momentos de la modernidad), las
publicaciones relacionadas con la literatura fueron referencia obligatoria, hoy
su función en ese sentido ha quedado relegada y su influjo ha sido restringido
a un pequeño círculo cada vez con menos importancia en la sociedad.
Las
polémicas actuales, así, han quedado circunscritas a reyertas dentro del
mundillo literario. Peleas domésticas alrededor de simpatías o diferencias
personales, de la posibilidad de formación de un grupo cuya mayor meta es la
celebración interna o acerca de la asignación de presupuestos estatales. Las
mayores disputas se refieren a funciones ancilares de la literatura: si los
creadores y sus obras deben servir a tal o cual causa; si sus opiniones deben
someterse a la voz popular o no… Estas discusiones —como no podía ser de otro
modo en una época ideológica como lo fue la modernidad— no fueron ajenas al clima
cultural de pasados siglos. Sin embargo, al igual que en todos los demás
ámbitos, su interés ha sido opacado y empequeñecido. Ya no se trata de sumarse
a la Revolución, sino de apoyar (o no) para un cargo de elección popular a
determinado personaje público. A su vez, la mezquindad de ideas y argumentos en
las discusiones entre grupos culturales (los cuales, sin embargo, se forman
alrededor de ideas distintas a las de la modernidad) siempre estuvo presente.
Empero, ahora que el Estado ha asumido la misión de patrocinar a los creadores
(ya que su actividad no interesa al grueso de la sociedad), sus discusiones
giran alrededor de la asignación de recursos y espacios.
Contrario
a lo que pudiese parecer debido a la concepción de la poesía como la revelación
de aquello más allá del lenguaje, los poetas modernos no fueron ajenos a lo que
sucedía en la sociedad. Al contrario de la de los místicos medievales, la
poesía no fue concebida como una actividad individual: toda palabra busca un
oyente que la recree, que participe de ella. Tanto mística como poesía son
paradójicas: la primera lleva a la soledad plena de sí; la poesía, a la comunión
desde la intimidad del ser humano.
Acaso
de forma paradójica, esta búsqueda de aquello más allá del lenguaje —esta
convicción de revelarlo—, llevó a los poetas modernos a afirmar que tal
experiencia es, de por sí, social. O mejor dicho, que al revelar lo que estaba
escondido, se efectúa en el hombre un cambio que se ve necesariamente reflejado
en la sociedad. Así, la poesía no es servidora de una Revolución, sino su
presencia verdadera.
Como
quedó asentado anteriormente, la modernidad fue una época política e
ideológica. La poesía de ese periodo no podía quedar al margen de tal
estremecimiento. Sin embargo, ajena a los principios de la modernidad, se
manifestó como la otra cara de la Revolución. A la razón práctica respondió con
la pasión; a la confianza en la utilidad, con la prodigalidad; al cálculo
ideológico, con la búsqueda de la fraternidad.
El
decir —todo decir, pero en particular el decir poético— busca la relación entre
soledades, la comunión. Al pronunciar una palabra, así sea en la soledad más
absoluta, buscamos a alguien que la escuche; vivimos en búsqueda del otro.
La
poesía, esa actividad solitaria, sin embargo, es al mismo tiempo el más pródigo
de todos los discursos. Su destinatario no tiene un rostro único. Aun si el
poema ha sido escrito con un destinatario particular, al decirse, escapa a su
autor: aquel que lo dice y que lo escucha somos todos. Y cada uno de nosotros
lo hallaremos distinto. Las palabras del poema no pertenecen a nadie y al mismo
tiempo a todos. Como actividad de comunicación, el poema es un fracaso ya que
ni siquiera quien lo concibió en un primer momento tiene control sobre lo que
él significa; como comunión con los otros, en cambio, es ágape y banquete.
Todos hemos sido invitados a él, sin necesidad de ocultarnos, sino al
contrario: sólo con nuestra presencia verdadera se cumple el festín.
Las
ideologías modernas, con su énfasis en la presencia y acción del pueblo (esa entelequia) coincidieron,
así sea de forma marginal, en la prodigalidad de sus intereses con la poesía[3].
Muchos de los grandes creadores se sumaron con generosidad a los esfuerzos
ideológicos por construir un futuro más justo; un lugar utópico situado en el
mañana. Su propósito fue pródigo y no es momento de juzgar los resultados de
aquellas utopías: ellos están a la vista.
El
equívoco primero de los creadores modernos no fueron sus pretensiones, sino
confundir poesía con ideología. Si entendemos el concepto como se hizo en la
modernidad, la Revolución no es la poesía de la historia. Para las ideologías
de la modernidad, Revolución implica tanto un cambio en la forma de vivir y de
pensar como una depuración de todo aquello que no esté de acuerdo con la voluntad de la Historia, la Libertad, la
Evolución o cualquier otra quimera. Los invitados al banquete de la ideología
son sólo los elegidos.
Asimismo,
las ideologías modernas y la poesía ritmaron en tiempos distintos: si el tiempo
del poema es el presente, el de la Revolución (el de toda la modernidad) fue el
futuro. El mundo que revela la poesía no es uno que habrá de venir, sino éste.
La pasión que canta es aquella que está sucediendo; el mundo revelado es aquel
en el que vivimos. La subversión del presente es su desnudamiento: la aparición
de aquello que siempre ha estado ahí, oculto por la cotidianidad.
Para
la modernidad, en cambio, la realidad implica progreso: el hoy es mejor de lo
que fue el pasado y el mañana corregirá los errores del ahora. El camino del
hombre es un alejamiento de la imperfección original; la Historia moderna
corrige; la poesía niega la existencia misma del pecado y afirma que el
presente es, con sus errores, fuente de delicias eternas. Es porque se
trata de lo único existente.
No es de extrañar que las esperanzas de los grandes artistas modernos hayan sido usurpadas por el genio de la política. A los intentos de hacer coincidir poesía con ideología les sucedió la separación violenta de la Historia. La política usó a la poesía como parte de su discurso; a través de ella se legitimó sin regresar a la realidad ninguna de sus promesas. El futuro sigue siendo para la política el territorio de la perfección. No el presente, no aquí: las promesas sobre el futuro, la utopía; ninguna parte.
La
actitud de la intelectualidad (y con
ella, de los creadores de poesía) de las décadas más recientes aparenta ser
análoga a la de aquella anterior a la mitad del siglo pasado. Mantener una
actitud crítica ante el gobierno y ante aquello que se ha dado en llamar
neoliberalismo se ha convertido en señal de pertenecer a este corrillo que
llaman con tan incómodo e inexacto título.
A
pesar de esto, hay que señalar algunos cambios notables. Mientras, como se
señaló antes, durante la modernidad, la vocación revolucionaria (o tal vez
habría que decir subversiva) de los creadores se apoyó en la idea de que la
poesía por su misma naturaleza implica la aparición de la realidad en lo que
tiene de inextinguible, hoy en día pocos apoyarían sin dudarlo esta idea. La
convicción que movió a románticos, surrealistas, expresionistas… —a las grandes
escuelas de la modernidad, todas— fue que Revolución y poesía eran lo mismo.
Hoy pocos estarían de acuerdo. La poesía puede servir a la Revolución, pero no
ser por sí misma detonadora de semejantes cambios. ¿Qué ha transformado la
poesía en más de dos mil años? ¿La obra de Hölderlin alimentó a alguno de los
innumerables niños hambrientos desde el siglo XIX?
No
es éste el lugar para objetar o aprobar esta idea. Lo cierto es que aunque en
general los creadores de las últimas décadas suponen que la poesía puede
cambiar el mundo, no están seguros de cómo. La convicción irrefutable de la
modernidad ha sido eclipsada por la realidad.
Nuestra
época sigue siendo política —a pesar de que la política hoy ha quedado
subordinada a la economía; que en este punto es decir, al mercado. Por ello, a
pesar de que se conserva la confianza en que la poesía es capaz de trasformar
al mundo (¿cómo crear algo en lo que no se cree?, ¿cómo cerrar los ojos a las
iniquidades del mundo actual?), ya no existe la convicción inextinguible en sus
privilegios. Más que en la modernidad, la creación, para la mayor parte de la
comunidad artística, se debate entre la subordinación al mercado y la política
que se opone —en cierta forma— a él. No es el arte el que lleva a la
Revolución, sino la política la que da origen y razón de ser al arte. Muchas
veces tal debate se da, sin embargo, en silencio. O simplemente, no tiene lugar
ya: en la mañana se puede crear literatura para la venta y, en la tarde,
abjurar del mercado.
Aun
así, con la erosión de las ideologías, esta crítica se ha restringido tan sólo a
ciertos puntos. No es que la conciencia de la mezquindad del mundo en que
vivimos haya disminuido (y esto es verdad sobre todo en los creadores, quienes
son especialmente sensibles a tal realidad), sino que las expectativas se han
empequeñecido. Aunque a veces se vuelve a mencionar con nostalgia la palabra
mágica de la modernidad —“Revolución”—, en realidad se aluden a reformas dentro
de un sistema ya incuestionado. No hay idea que sustituya ya la de la realidad
del mercado; sólo se le pide operar con menos corrupción (o al menos, que no
sea tan evidente[4]).
La
diferencia no estriba exactamente en que se hayan traicionado o subvertido los
principios de la modernidad, sino en que el contenido semántico de tales
principios ha cambiado; se han vuelto menos significativos.
Con
la desaparición de las grandes ideologías de la liberación (o al menos, su declive
en la imaginación popular), la idea de la gran Revolución ha sido sustituida
por objetivos más humildes. El encono entre los proyectos políticos no ha
desaparecido, sin embargo; simplemente ha buscado otros cauces.
La
imagen de aquello contra lo que es necesario luchar también ha sufrido cambios.
Las corporaciones capitalistas, las instituciones estatales y los medios
globales ya no son concebidos como parte del establishment que es necesario
deponer. Mientras en la modernidad, toda gran compañía con poderío económico
global fue pensada por la “izquierda” como personificación del capitalismo, hoy
día tal concepción, si no ha desaparecido, sí se ha visto ensombrecida. Quienes
luchan contra el neoliberalismo con
total naturalidad pueden al mismo tiempo manejar un Ford o hablar desde su i-phone.
Esto tiene explicaciones: el mundo tras la caída del socialismo se descubrió ya
sin dudas como objetivo del mercado. Lo importante hoy no es luchar contra el
mercado (aunque en la retórica se siga manejando dicha idea por algunos
nostálgicos), sino buscar maneras en que sus valores lleguen a la mayor parte
de gente posible.
Los
medios tradicionales o propios de la modernidad siguen siendo acusados de
parcialidad y corrupción. La televisión, la radio y la prensa que no favorezcan
de forma declarada la postura de quien las juzga son acusadas de haberse
vendido. Esto no es novedoso; lo es, sin embargo, que ante los nuevos medios,
nacidos en el internet, se haga el silencio o inclusive se les juzgue de manera
positiva.
A
pesar de que las noticias provenientes de la “red de redes” son en su mayoría
triviales cuando no decididamente espurias, se piensa que por este medio se
difunde la “verdad” que callan los canales tradicionales. Esto tiene su
homólogo en la atomización de la sociedad. No es que en realidad la información
proveniente de los sitios y redes sociales sea más confiable que la de los
medios tradicionales: es que aquello que buscamos que nos confirmen está siempre presente de alguna manera. Y lo que no esté
de acuerdo con nuestro juicio puede acallarse con un simple clic. Si queremos
información optimista, la encontraremos con facilidad; si queremos informes
sobre la corrupción, siempre estará disponible; si queremos teorías de la
conspiración, basta con teclear algunas palabras. Lo importante es que
ratifiquen lo que ya presuponemos; la confirmación de nuestras certidumbres.
Los
creadores modernos, por su parte, tuvieron especial aprensión ante las
instituciones oficiales, cenáculos académicos y magistrados universitarios.
Con
la salvedad de aquellos artistas que se afiliaron a una ideología y al gobierno
que pretendía defenderla, la mayoría de los creadores mantuvieron distancia de
las instituciones gubernamentales, premios, universidades y academias. El
concepto de establishment abarcaba
mucho más que tan sólo el gobierno como tal.
La
separación de la literatura del gran público ha traído consigo la imposibilidad
de dar cauce por los canales habituales a la enorme cantidad de textos que hoy
día se producen. Las revistas literarias han ido desapareciendo o han tenido
que cambiar su contenido. Los proyectos nuevos se mantienen a duras penas,
encerrándose en un círculo de autores afectos, y aquellos medios decanos que
han permanecido se contentan con publicar a aquellos valores consagrados desde
la modernidad.
En
este panorama, la emergencia del Estado como patrocinador de la literatura en
nuestro país ha traído diversas consecuencias que deben ser consideradas con
mayor atención.
Que
el Estado mexicano patrocine las artes no es algo novedoso: ya a principios del
siglo pasado, los muralistas crearon magníficas obras por encargo; a mediados
del mismo siglo, la relación entre intelectuales y el gobierno mexicano llegó a
ser importante. Sin embargo, esta relación se estableció entre aquellos creadores
que ya tenían una cierta trayectoria cursada. Hoy día, dado que no hay una
salida verdadera a los nuevos creadores, ya cerrados los canales tradicionales
(y ante el relativamente lento y escaso impacto de las herramientas
tecnológicas[5]),
la idea de permanecer ajenos al establishment
aunque no descartada del todo, ha quedado entre paréntesis en la mayoría de los
proyectos de creación.
Ante
la incertidumbre (ya perdidos los anclajes ideológicos y las certezas de la
subversión estética), tampoco es de extrañar que muchos creadores se hayan
refugiado en las academias que durante la modernidad fueron vistas como
cenáculos de mediocridad y reacción.
Que
en realidad los espacios académicos nunca hayan sido lugar ni para la
revolución estética ni para la reacción no altera el cambio en la percepción de
los mismos. No quiere decir esto que los juicios de la modernidad hayan sido
justos o no: señala un cambio en la forma de valorar un espacio.
La
academia, creadora de “dinosaurios” y de “cementerios de palabras” y los
cenáculos universitarios, “casas de citas”, fueron blancos predilectos para los
escritores de la modernidad. Hoy día esto ha cambiado. Son los espacios
académicos y universitarios algunos de los últimos en donde los escritores
pueden reconocerse. Uno de los pocos rincones donde todavía tienen lugar.
La
academia (con y sin mayúsculas) ha otorgado una sensación de certidumbre en un
mundo que parece ya no tenerlo. No se trata, como en la modernidad, de alterar
el orden, sino precisamente lo contrario: encontrar el sentido en un mundo que
lo ha perdido. En un universo cuyo único valor es aquel impuesto por el mercado
lo necesario es preservar el orden. De ahí que los espacios antes puestos en
ridículo por los creadores sean hoy revalorizados.
Este
acercamiento al discurso académico ha llevado a los creadores a la adopción de
nuevas formas y maneras de valorar la actividad artística. No se trata de una
reacción formalista en que se impongan convenciones en la forma o el contenido,
sino de la adopción de un particular modo de expresión que en su momento pareció una victoria del arte moderno
sobre la academia: la justificación teórica.
No
es que todos los que se hayan formado en espacios universitarios o académicos
incurran en la exégesis teórica y abstracta, pero no es menos cierto que, ante
la imposibilidad de establecer una manera irrefutable de apreciar al arte, se
ha recurrido a la justificación basada en diversas teorías. Sea estructuralista,
psicoanalítica, histórica, marxista, todo acercamiento al arte es parcial
porque mientras la teoría abstrae, el arte se manifiesta de manera física,
particular; exige ser experimentado. Como ante cualquier evento real, la razón humana sólo puede abstraerlo
a una de sus múltiples (infinitas) facetas.
A
pesar de ello, el discurso académico más intransigente (que no es el único;
exegetas más sutiles admiten de buena gana que la suya es sólo una
interpretación entre otras muchas) claman haber “dilucidado” la obra; “salvarla
del olvido”, “darle una razón de ser”.
Fue
con Duchamp que esta tendencia se integró plenamente al mundo del arte.
Duchamp, un artista dotado especialmente para la broma y el desplante, integró
en forma de boutade el discurso académico
a sus obras. Sus epígonos, menos sutiles, tomaron sus palabras, las despojaron
de la risa y convirtieron en monumento lo que fue acto circense. Los resultados
los tenemos todos a la vista: cientos y cientos de páginas llenos de términos
inentendibles que poco o nada añaden de valioso a las obras de las que hablan
aparte de la creación de un par de neologismos con cierta gracia; artistas que
gustosamente justifican y explican sus obras antes siquiera de haberlas creado…
y una cauda de admiradores babeantes que alaban cualquier palabra (no la obra,
ya que ella apenas importa) de los nuevos “creadores”.
Aunque,
como anteriormente había ilustrado, durante el romanticismo algunos autores se
habían interesado en explorar a la creación artística desde puntos de vista
ajenos diferentes de la mera técnica (por no mencionar a los filósofos que
indagaron el fenómeno estético), la diferencia con el presente es esencial.
Mientras que los modernos arriesgaron opiniones sobre el arte; hoy se justifican las
obras de arte. En el primer caso se trata de ideas sobre la actividad
artística como un todo abstracto; en
el segundo, de darle un sentido a una obra particular
a través de un discurso metódico. Lo primero llevó en el mejor de los casos a
una ruptura de la noción tradicional de racionalidad; permitió admitir que no
todo está sujeto a la racionalización de una manera tan limitada como lo
pretendió la modernidad (en el peor de los casos, llevó a la estetización del
discurso ideológico racional que condujo al fascismo). Lo segundo ha llevado a
la supeditación de la obra de arte a un discurso que, bajo una apariencia de
método, pasa por ser racional… Hace falta ver hacia dónde nos llevará esta
charlatanería.
Durante
décadas se habló de una tendencia de la poesía moderna al irracionalismo e
inclusive al antirracionalismo.
Esto
no es de extrañar. Los límites establecidos para la razón por la modernidad
fueron mucho más acotados que el de pasados siglos. En su obra, Kant
circunscribió el conocimiento de manera metódica. El pensamiento político y
científico moderno, surgido del Siglo de las luces, consideró como racional sólo aquello que Kant llamó razón pura y razón práctica; aquellos ámbitos de la realidad que son
objetivables, a los que se puede reducir a conceptos o con los que se puede
experimentar en pos de un fin.
Para
una sociedad que reduce aquello que llamamos razón a límites tan estrechos, el arte, la religión y los mismos
sentimientos carecen de sentido. El universo, con sus múltiples caras es
reducido a una abstracción (lo cual es necesario para ciertas operaciones
mentales y que en sí no resulta pernicioso en forma alguna; lo peligroso es
pretender que aquello es lo único “real”). Lo que el romanticismo pretendió fue
ensanchar el concepto de razón y, de esta forma, aceptar que las costumbres, la
imaginación y los mitos tienen un sentido en sí mismos a pesar de no poder ser
reducidos plenamente a conceptos.
Estudiosos
como Levi Strauss y Eliade desde sus respectivas obras demostraron que los
mitos tienen un significado dentro de un sistema no menos complejo que el
matemático, pero que, como éste mismo, sólo son comprensibles desde dentro del
sistema.
Por
su parte, diversos estudiosos del arte (que tantos puntos de contacto tiene con
el mito), tanto desde los estudios filológicos y lingüísticos como filosóficos,
buscaron desde sus respectivas trincheras la dilucidación de las estructuras
subyacentes al ámbito estético.
Sus
teorías y hallazgos han sido importantes: no sólo mostraron que en la obra
artística hay una estructura intra y extra textual (que se imbrica con otras
obras y con la cultura en todas sus facetas), sino que ésta resulta tan significativa
e imperiosa como las de las ciencias puras. Lo que dice el poema no lo puede decir
la matemática (y viceversa); una abstrae, la otra re-presenta.
Aunque
algunos poetas románticos se interesaron en estas disertaciones, lo cierto es
que en sus obras apenas y los tocó. Como desde el principio de los tiempos, los
creadores se dedicaron a cantar. Pero a diferencia de entonces, en un mundo que
había expulsado al arte del discurso público, su canto se manifestó también
como una militancia. ¿Su devoción? La poesía.
Si
la poesía había sido expulsada del terreno de la “razón”, nada más natural que
defender lo que se había dado en llamar lo “irracional” e incluso tomar partido
declarado a favor de ello y en detrimento de lo que se le oponía. De ahí el
llamado al antirracionalismo de algunos creadores.
Muy
diferente es lo que vemos hoy en día. La batalla ha sido peleada y aunque el
arte sigue sin tener un lugar como tal en el mundo, con el ocaso de la
ideología moderna (y con ella, del imperio de la razón ilustrada) y el
surgimiento de la razón de mercado, éste se ha convertido en arte publicitario[6]
o en objeto de balbuceos pretendidamente intelectuales.
En
este punto, la devoción con que los poetas modernos se entregaron a ese
principio de la poesía como recreadora del mundo, como un nuevo comienzo contrasta
con el proceder de los poetas contemporáneos.
La
pasión de los románticos; Byron desangrado en Grecia; Rimbaud abandonando el
mundo, Verlaine perdido en el ajenjo; Breton pregonando que “la belleza será
convulsiva o no será”. La generosidad y entrega de los poetas modernos a sus
ideales responde a aquella que es su convicción más profunda: la poesía es
capaz de cambiar al mundo: es aquello que le da sentido y lo instaura. De ahí
su militancia que, aunque a nosotros, ya ajenos a aquel furor que los animaba,
nos hace pensar en un sacrificio, para ellos era una fiesta: la celebración del
nacimiento de un mundo.
Para
ilustrar esto basta recordar aquella anécdota de la Guerra civil española en la
que un joven Octavio Paz, llegado como voluntario para combatir del lado de los
republicanos, sonríe emocionado ante los estallidos de los cañones, que para él
son la celebración por la llegada del mundo nuevo.
Probablemente
hoy día tal idea nos parezca irracional y hasta reprochable, sin embargo esto
se debe a que el mundo en que vivimos ya no es aquel en que ellos vivieron. La
noción de un nuevo comienzo, común a toda la modernidad, llevó a la mayor parte
de los poetas a acercarse a alguna de las diversas ideologías revolucionarias
que pretendieron algo semejante. Sin embargo, aunque lo que éstas buscaban
parecía ser lo mismo que la poesía moderna exigía, en realidad ambas ideas,
aunque análogas, partían de fundamentos distintos y aun opuestos.
Ello
no importó en su momento: la modernidad fue un mundo de militancias y fervores;
la aventura de la poesía moderna se entregó a ese mundo con especial
entusiasmo. Fue una empresa generosa, a pesar de que sus resultados en el plano
social fueron aterradores.
A
pesar de ello, la modernidad dejó en aquellos creadores los valores de la
crítica ante un mundo que se revelaba injusto. El intento de transformarlo no
sólo resultaba válido sino consecuente con sus principios.
Con
la modernidad sobrevino la actividad crítica que, aunque como mencioné, no
siempre influyó directamente en la actividad artística, en su mayor parte la precedió.
Me explicaré: a pesar de que hay obras modernas donde el furor lírico se alía a
la crítica racional (Muerte sin fin, La tierra baldía, por poner dos
ejemplos), no es el caso de todos los poemas del siglo XX. Esto sonará extraño
pues con insistencia se ha hablado de que la actitud moderna fue ante todo
crítica: con el pasado, con la sociedad y con la misma poesía. Todo ello es
verdad, sin embargo, hay que aclarar que esta actitud de los poetas no hace que
sus obras tengan un verdadero desarrollo filosófico-racional. Es decir: los
poemas no se leen como una prolongación de sus digresiones intelectuales ni
como su culmen. El poema no es una demostración filosófica ni siquiera en obras
como las citadas.
Lo
que sí es inobjetable es que una gran cantidad de creadores criticó a la sociedad
de su tiempo, tanto de manera exasperada como, menos común, racional. La
crítica fue para la poesía moderna menos un método que una pasión, aunque ello
no implica que no hayan existido pensadores de gran valía entre los creadores
de aquellos años. La crítica a la sociedad llevó a muchos a la crítica
histórica y, en gran parte, a la de la poesía. Empero, es difícil encontrar
entre los textos de los poetas del siglo XIX o XX una teoría o seguimiento
formal de sus ideas. Se trata en su mayor parte de chispazos de genio, ideas
aisladas. La pasión con que tantos leímos a Breton, a Pound o a Tzara no debe
cegarnos: sus escritos muy difícilmente conforman un corpus integral. Sus
brillantes ideas aparecen por momentos, se contradicen en no pocas ocasiones y
muchas veces dejan detrás menos un pensamiento formulado de manera intachable
que una sensación de entusiasmo.
Un
creador que, por sus características, sí formuló un pensamiento estructurado en
relación con la poesía fue Octavio Paz, quien ya había escrito acerca de la
pasión crítica. Sin embargo, sus poemas distan mucho de ser exposiciones de sus
pensamientos. Son poemas, es decir: cantos. Su brillante actividad como
ensayista no afecta de manera directa su quehacer como poeta. De nuevo: sus
reflexiones sobre la poesía las hace para hablar de todo el arte, no para
proponer un decálogo de cómo hacer poesía. No se propone, como prácticamente
ningún poeta de la modernidad, hacer recetas de cómo debe ser un poema, sino
hablar de la poesía como actividad del ser humano.
Es
distinta la actitud de muchos poetas contemporáneos.
Las
grandes construcciones teóricas de la modernidad (aunque fuese una teoría
iluminada por la pasión, o quizá precisamente por ello) hoy día serían
imposibles ni en el terreno de la poesía ni en el de la Filosofía. Una vez más:
las pasiones se han atemperado. Si en el terreno político se ha pasado de la
Revolución a la Reforma; en el terreno estético se ha llegado al análisis tras
la crítica total.
Mientras
la crítica hace una evaluación general de un fenómeno, el análisis se enfoca a
un asunto particular. La crítica implica, para comenzar, una duda ante la
realidad; la necesidad de una posible respuesta; en cambio, el análisis parte
ya de una construcción teórica bajo la cual se evaluará un caso. A saber:
mientras la crítica lo que hace es minar el sustento de los sistemas ante la
realidad (y en algunos casos, no sé si los más afortunados, propone uno nuevo),
el análisis ve la realidad a través de uno de tales sistemas y pretende con
ella calificarla.
No
es que ambas actividades sean incompatibles: el análisis puede servir a la
crítica y la crítica puede ser el resultado de un análisis. Sin embargo, sí
existen diferencias de fondo. Y aunque tanto uno como otro en sus versiones
racionales puras exigen una distancia con lo observado a fin de garantizar la
imparcialidad de los resultados, durante la última parte de la modernidad (de
Marx y Hölderlin a Camus y las vanguardias) la crítica fue inseparable de la
pasión. La crítica se practicó con un fin vestido por el entusiasmo: criticar
para cambiar al mundo.
El
análisis en su sentido más escrupuloso se dejó a los ámbitos académicos (los
mismos que no siempre vieron con buenos ojos a la crítica de cualquier tipo).
Hoy, con la desaparición de la crítica, o al menos su eclipse tal como se la
entendió en la modernidad, sucumbieron también tanto los grandes relatos y las
grandes negaciones. De una manera semejante a lo sucedido en el arte
posmoderno, las ideas ya no niegan: continúan lo ya fundamentado. No se espera
destruir el pasado ni empezar de nuevo, sino usar una idea establecida para examinar
una parte de la realidad.
Es
interesante comprobar que el espacio para la crítica en los medios intelectuales
se ha ido estrechando y en su lugar florecen los estudios críticos, las ediciones
anotadas y los estudios que analizan desde determinada teoría una obra. No creo
que estos trabajos sean poco importantes, sólo señalo que se ha dado un vuelco
en el mundo del arte. Los trabajos que antes se hacían tan sólo en la Academia
hoy son los que justifican (bien o mal) el valor de las obras. Y no es extraño
ver a los mismos creadores usando ese lenguaje para presentar o argumentar los
méritos de sus creaciones.
Después
de la tormenta y el ímpetu, del derroche de pasiones de la modernidad, se ha
dado paso a una calma. Los grandes proyectos han dado paso a modestas
propuestas que más que cambiar al mundo buscan entenderlo. No se trata de
volcar el mundo de revés, sino de darle sentido a un universo cuyo único valor
aparente es el del mercado[7].
[1] Y
me llama la atención que en estos días se habla de un “conservadurismo” en la
poesía moderna por no haber aceptado la idea de “progreso”; un conservadurismo,
a decir de estos críticos, que termina en lo reaccionario. Resulta curioso este
juicio, pues el futurismo (el cual sí estuvo de acuerdo con el “progreso”
científico, político, moral y social), fue aquel movimiento que se adhirió sin
chistar al fascismo, ideología reaccionaria si las hay.
[2]Aunque
la palabra poética no es en estricto sentido comparable a otros tipos de
lenguaje. Se encuentra más cerca del
grito o del canto. La forma en que expresa su sentido es a través de la re-presentación:
no pretende comunicarnos un mensaje, sino que en ella la experiencia vuelve a
ser vivida.
[3]
Hay diferencias importantes, sin embargo, en este punto inclusive. La idea del
“pueblo” (al que también aludieron muchos poetas románticos, embelesados por la
lírica tradicional) no es algo dado de por sí y mucho menos algo que involucre
a todas las personas. Se trata de una construcción política e ideológica:
pueblo es aquello que cumple con ciertas características fijadas por una idea
inamovible. Un pueblo se puede definir por la pertenencia a una cultura (y de
aquí podemos derivar a la supuesta “pureza” de tal cultura); a una raza (con
gradaciones y horrores incluidos); a un estrato económico e ideológico (que
para muchos es lo mismo) e inclusive al azar que implica haber nacido en tal o
cual territorio.
Para los poetas modernos, la idea del “pueblo” incluyó
tales prejuicios, sin embargo, como quedó dicho, la poesía escapa a las
pretensiones de su autor: no habla a tal o cual pueblo, sino a cualquier
hombre. La barrera del idioma, como percibieron con justicia muchos románticos,
es importante, pero no imposible de sortear: en efecto, aquel que lea una
traducción (o que lea un poema en una segunda lengua inclusive) tendrá una
experiencia decididamente distinta a aquella que el poeta percibió. ¿Pero acaso
no pasa lo mismo con cualquier lector? Cada experiencia es única e individual;
he ahí el misterio de la poesía.
[4] La
modernidad, con sus grandes ideologías y guerras entre las mismas trajo
sufrimientos apenas con parangón en la historia humana. ¿Es el ocaso de dichas
ideologías signo de menos barbarie? Tal pregunta y las consecuencias que la
respuesta trae serán revisadas posteriormente.
[5] El
internet permite que un proyecto tenga potencialmente millones de lectores, sin
embargo por sus características mismas, hace que la gran mayoría de estos
queden en el limbo. La posibilidad de restringir la lectura a unas cuantas
opciones hace que otras miles sean descartadas. Al mismo tiempo, a pesar de que
es posible la gradual expansión de la cantidad de personas que lean la
propuesta, el ritmo de ésta es muy lento y poco visible para el creador.
[6] En
su momento veremos a qué nos referimos como arte publicitario; como arte para
el consumo. No se trata de una valoración estética ni de que el arte anterior
no se “vendiese”, sino que hoy sólo tiene presencia real aquello que se vende,
que se anuncia; que ha sido creado para exhibirse. Y hoy, la misma rebeldía
moderna es una forma efectiva de atraer compradores.
[7] Y
no es de extrañar que la única cosa a la que parecen oponerse la mayoría de los
creadores (no todos) sea al dominio del mercado. Es esa la lucha que ha quedado
después de la modernidad porque las ideologías se han evaporado.
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