lunes, 19 de junio de 2017

De generación en generación

De generación en generación

“Too weird to live, too rare to die”
Dr. Gonzo en Miedo y asco en las Vegas


Recientemente me enteré de la existencia de una oscura polémica motivada por unos cuantos del alud de artículos, opiniones y referencias a algo que los medios han llamado “generación de los millenials”. Para mi sorpresa, no se trata de que alguien haya pedido que termine esa fastidiosa repetición del término, sino que cuando entre el parloteo alrededor del tema, algunos criticaron ciertas actitudes (con razón o sin ella) de dicha generación, varios se indignaron.

Aunque el tema de los millenials no me interesa gran cosa y aunque me declaro escéptico en cuanto catalogar a las personas por generaciones, dicha polémica me llamó la atención. Creía que desde los lejanos sesenta, no había tal rispidez entre personas nacidas en diferentes épocas. No porque, como expondré más adelante, no existiesen enfrentamientos generacionales (entendiendo por esto simplemente entre padres e hijos o entre personas mayores y… más mayores… o como sea), sino porque al menos en lo que iba de mi existencia, nunca había visto que tales discusiones trascendiesen más allá de los desayunos familiares con golpe en la mesa y todo. O eso o es que nunca me interesó darme cuenta.

Pensé en un primer momento que sería útil definir a qué se refieren con la generación millenial, pero la verdad no creo que nadie esté seguro de qué sea eso. A veces dicen que es la generación cuya adolescencia comenzó en el cambio de milenio (más o menos los nacidos entre 1980 y 1990); otras que no, que es aquella que ha vivido desde esa fecha (que tienen de 1 a 17 años, más o menos). Otros juran y perjuran que son aquellos que han crecido con internet (esto es más complicado de datar), otros que los que crecieron con la crisis de las instituciones (¿?), y así. Es tan confuso el término que se puede etiquetar de esa manera a casi cualquier persona que tenga menos de cuarenta años (a veces también a algunos de más de esa edad) y que tenga ganas de decirse parte de la generación de moda.

Con la discusión (por decirle de alguna manera) alrededor de dicha expresión han salido a cuenta los nombres de otras ilustres generaciones, sobre todo la de los sesenta (en EU, baby boomers; aquí, “la de Tlatelolco”) y la Generación X (aunque nunca se especifica si se refieren a la que así bautizó Douglas Coupland o a la creada por MTV). Los años setenta quedan en el limbo, así como los que crecieron en las crisis económicas de los ochenta y noventa, aunque no faltan quienes ya salieron con nuevos y bombásticos términos para estas personas.

Una vez que expuse mi desconcierto ante lo que significa este término (no es novedoso, tampoco quedó nunca claro qué era la Generación X y si hilamos fino, toda generación es un poco complicada de definir), propondré como hipótesis de trabajo (para que vean que sí fui a la universidad) que podemos referirnos con el término millenial a cualquier persona, preferentemente menor a cuarenta años, que se sienta parte de un grupo de personas aludida con este mote y que, para ser tomada en serio… parece ser  necesario que haga uso constante del internet y las redes sociales. No veo más.

Hecho esto, como abogado del diablo que soy, creo que empezaré por exponer las cosas que se señalan de estos “millenials” y comentar al respecto.

Leo que todo empieza porque se menciona que los dichosos millenials no tienen un proyecto social definido ni se interesan en la política, a diferencia de la generación de los sesenta. A esto, puedo comentar que es verdad que la mayor parte de las personas menores a cuarenta años está completamente alejada de la política activa: no le interesa participar en ella, no hace crítica o elabora propuestas de ese talante. Alguien les pide, pues, una mayor participación, que los jóvenes (o lo que podemos llamar así) propongan y formen asociaciones, partidos y nuevos métodos de participación ciudadana; otros, que más entre ellos se muestren activos en las justas reclamaciones a los gobiernos.

Como dije, es verdad: unos pocos tan sólo entre los menores de cuarenta años (y el porcentaje va a la baja mientras disminuimos de edad) se interesan en la política pública y participativa, sin embargo, yo me pregunto en cuál época habrá sido la mayoría la interesada en estas cuestiones. Es decir: ¿en algún momento la mayoría de la sociedad estuvo directamente implicada en la puesta en marcha de las instituciones, partidos y asociaciones? ¿En algún momento todos participaron o quisieron participar en la formación de propuestas sociales y políticas? Tal vez en el tiempo de las pequeñas ciudades griegas o en las sociedades de cazadores recolectores, pero no se me ocurre otro ejemplo. E incluso en esas sociedades, eran los mayores de edad —mientras mayores, mejor— aquellos que se consideraban ciudadanos. Ya los cómicos griegos se quejaban de que nadie se ocupaba de los asuntos de la polis.

Es obvio que mientras una persona cuente con menos años de vida, se interesará menos en estas cuestiones. Es natural y hasta, a mi punto de vista, sano. Con esto no digo que sea mejor desentenderse de las cuestiones sociales, sino que cada momento de la vida tiene sus prioridades (sin excluir otras). Un veinteañero hace bien en poner en primer lugar a la música, a sus estudios y a sus relaciones interpersonales sobre la política pública (lo que no lo exime de interesarse en ella: prioridad no significa exclusividad). Pedirle a un adolescente crear instituciones es una hipocresía. Nunca ha sucedido tal cosa. Ni en la “maravillosa” década de los sesenta: aquellos que participaron en las marchas fueron una minoría de la población universitaria (de por sí minoritaria frente al grueso de la juventud mexicana); una minoría significativa, informada y que hizo frente a una institucionalidad caduca, pero una minoría, al fin y al cabo.

Ya dicho que la mayoría (de cualquier grupo de edad) de las personas en las sociedades modernas no se involucra activamente en la política, comento que eso no significa que nadie lo haga. Si existe algo en la actualidad que llame la atención es que un gran grupo de jóvenes se ha declarado a favor de tal o cual movimiento político. Las discusiones, expulsiones, sambenitos y adhesiones tanto en el espacio virtual (de lo que hablaré después) como en la realidad concreta están a la orden del día. Hay un grupo en la sociedad que gusta de señalar y difundir sus inclinaciones políticas todo el tiempo, sin descanso. Defienden desde las causas más nobles y razonadas como los fanatismos más groseros. Y no se trata tan sólo de apoyo virtual, sino que muchas veces se involucran activamente en estos movimientos.

Es verdad que estos movimientos no han formado un gran proyecto de nación y mucho menos se ha manifestado un gran relato de la Historia como a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando el comunismo o el anarquismo pretendían renovar al mundo todo. Se trata de proyectos mucho más acotados en sus límites temporales y espaciales. Por un lado, no se trata de “renovar” la Historia, por otro, su rango de acción abarca a lo más al país (y con proyectos que ni son propios ni son integrales). Pero esto más que una tara generacional se trata de una característica de la época.

Octavio Paz alguna vez dijo (hablando de otro momento histórico) que vivimos en un tiempo que es igual a todos los tiempos y que, sin embargo, es significativamente diferente. Esto es verdad para todos los momentos históricos (o al menos los de los últimos siglos): los jóvenes de todas las épocas han tenido intereses similares en su vida personal, pero la vida pública, el “espíritu de los tiempos”, hace que su actuación en ese terreno sea distinta.

Si no hay ya grandes relatos no es una cosa imputable a los jóvenes: es parte de un momento histórico en que éstos se han esfumado. Todavía hay movimientos políticos, inclusive que se ostentan como revolucionarios, pero su radio de acción y sus ambiciones han cambiado.

Por otra parte, aunque es cierto que no se ha formado un nuevo e imaginativo programa político (aunque sea dentro de los límites del Estado-nación) impulsado directamente por la juventud, ¿es que alguien, sea joven, adulto o senecto, está promoviendo algo semejante? Que es necesaria la imaginación ante el mundo en que nos movemos es algo por todos conocido: que esas nuevas ideas aparezcan por desearlas con mucho énfasis, es poco probable. No digo que ya no seamos realistas (pidamos lo imposible); digo que este realismo nos atañe a todos: no sólo jóvenes ni viejos. La forma en que estas ideas, sin embargo, serán diferentes de las del pasado: habrá que estar alerta en cómo se manifestarán las pesadillas de esos nuevos sueños.

Resultado de imagen para generación de los sesentaOtro tópico de esta discusión es el que apunta a los medios electrónicos y a las redes sociales por ser parte del problema que aqueja a los millenials. Se apunta que han fomentado una aceptación acrítica de todo lo que aparece en la nube (lo que antes llamaban “red”, pero cada año cambian términos) y que la actividad en ella vertida no alcanza repercusión en la realidad de una manera clara.

De nuevo: es verdad que aquello que se genera en internet es, en su mayoría, trivial y que fomenta no sólo la aceptación acrítica, sino la atomización social. Las redes sociales, a pesar de crearse teóricamente para mantener conectada a una “comunidad global”, permiten la creación de pequeñas comunidades de cuyos espacios bien delimitados no se saldrá nunca. La mayoría de estas comunidades, asimismo, están unidas por intereses superficiales e incluso aquellas donde se tocan temas de otras esferas, se encierran dentro de una opinión intocable. Toda disidencia se acalla simplemente ignorándola o vetándola con una acción tan simple y aparentemente inofensiva como un bloqueo. No hay mayor espacio de diálogo ni de confrontación de opiniones. La disidencia misma es vista como una falta de respeto.

Y también de nuevo: los medios no son malos en sí mismo. Son herramientas.

Toda esta discusión apocalíptica acerca de los medios me recuerda el griterío cuando apareció la televisión —la “caja idiota”— que suplantaba la charla cotidiana, enajenaba a los niños, estupidizaba a los adolescentes y alienaba a los adultos. Sí, internet está llena de trivialidades, como la televisión, el radio, las revistas, los libros y, en fin, la vida humana. Estas trivialidades (que van de lo que muchos catalogarán de estúpido a lo enajenante), sin embargo, son queramos o no, parte de lo que somos los humanos. La obsesión con la imagen pública que promueve Instagram parte del instinto social y sexual del ser humano: deseamos; buscamos ser deseados y reconocidos. La charla en torno a chismes intrascendentes en Facebook o Twitter es lo que vincula a las pequeñas comunidades (aquellas que son las más cercanas); la queja rabiosa e frívola como una vía de escape del malestar individual o social es necesaria para el funcionamiento de la psique.

Internet es un medio y como tal, hacemos de él lo que queremos y necesitamos.

Por supuesto, también necesitamos espacios para el diálogo, para la confrontación; foros donde ir más allá de los tópicos. Pero ello necesita un clima y un espacio apto para ello. la creación de éste no sólo atañe a un grupo generacional, sino a muchos. Ser capaces de escuchar sin violentarse, de interesarse en discusiones más allá del griterío y el aplauso acrítico, de confrontar opiniones… todas esas características que tanta falta le hacen al ser humano y que no siempre se pueden lograr, ni siquiera en la forma de comunicación más efectiva: el diálogo vivo, la plática personal.

Mencionaré la grosería, el griterío, el insulto y la exasperación respecto a las diferentes generaciones que algunos muestran en ciertos escritos (los menos) más adelante. Pero advierto que frente a este tipo de actitudes más que respuestas en el mismo tenor, necesitamos la ya mencionada capacidad del diálogo. Como creo no hablar con eternos menores de edad mentales (me vi tentado a decir “infantes”, pero la mayoría de los niños son capaces de más discernimiento que muchos adultos, casados con sus prejuicios), me parece que todos somos capaces de hacerlo, aunque ciertamente con dificultad. No en vano somos racionales —y qué bueno—, pero también instintivos —también, qué bueno.

Leo en algún artículo que se habla de un grupo de personas que bautizaron como “mirreyes” (otro terminajo desagradable), que se refiere a lo que en otros momentos clasificaron como “juniors”, “fresas” y demás palabras, que se pueden ejemplificar con el popular y en su momento —ya no— risible personaje de “El Pirrurris”. Cierto es que actualmente existen este tipo de personajes obsesionados con todos los elementos más desagradables del ser humano: fantoches, consentidos, ávidos de atención, interesados sólo en el dinero y el estatus… Son personas que, a un primer contacto (no tengo por qué guardarles prejuicios, la verdad no me ha tocado conocerlos a fondo) caen gordos. Sin embargo, como lo atestiguan sus ya citados motes (qué tal el de “curros” en el siglo XIX o el de “hijodalgos” durante los Siglos de Oro que tanto se parece al “esnob” de Thackeray), nunca han dejado de existir.

No me gusta hacer leña del árbol caído, así que ahí dejo el asunto: sí, son molestos, pero no son algo nuevo ni creo que desaparezcan mientras existan culturas que cuenten con grandes núcleos poblacionales.

Leí en otra parte acerca de que muchos millenials se ven interesados en una multitud de temas, pero no se enfocan en ninguno y, por supuesto, mucho menos en los “correctos”:

“Les preocupa el calentamiento global, el terrorismo, las migraciones, la desigualdad rampante entre billonarios y pobres, la extinción de las especies. En una palabra, la destrucción del planeta. Todo lo cual se entiende, pero el planeta no se acabará en el tiempo de sus vidas. El tiempo los alcanzará, tarde o temprano. ¿Y quién gobernará en México entonces?”

Es entendible que, quien piensa que sólo la política doméstica es importante (¿ven cómo a todos nos afecta el ocaso de la modernidad y los grandes relatos?), no comprenda la importancia de estos temas… aunque a mí me sorprende que la “desigualdad rampante entre billonarios y pobres” no esté entre sus preocupaciones al menos de segunda línea. Todo indica, en efecto, que el mundo no se va a acabar mañana, pero no es tan seguro que a fin de mes continúen las condiciones para que la especie humana pueda vivir de la manera como hoy la conocemos. Es curioso: hace unas décadas, Paz escribió que la amenaza de la bomba nuclear y la degradación de la naturaleza son temas urgentes pues no sólo afectan a una clase social, sino a todo el planeta, a la vida; que vivimos por primera vez un momento en que no estamos seguros de sobrevivir como especie al día siguiente… No estoy seguro que la situación haya cambiado mucho (en algunos aspectos es quizá peor: al parecer ya no hay el peligro inmediato de un ataque nuclear, sí el de comprobar que nuestra acción sobre el medio tiene ya consecuencias irreversibles).

Alguien (seguramente el señor de la tienda) también se preocupa por el futuro de los jóvenes, quienes no invierten, no son sujetos de crédito y prefieren gastar en caprichos… Como si los en los sesenta todos hiciesen inversiones en la bolsa, o los jóvenes de los noventa tuviesen cuentas de ahorro. En fin: críticas para aprovechar mejor el dinero de quien está en ese negocio. Como si la situación económica y laboral en que se vive diera para hacer planes a largo plazo. La situación económica actual, a escala mundial, no es imputable a generación alguna, con más que es a quienes comienzan a trabajar a quienes más afecta. Me parece que este tema y sus consecuencias va por otro lado y no soy precisamente el más apropiado para escribir de él (aunque me afecta, por supuesto... y gacho). 

Pero dejemos de lado mi papel de abogado del diablo (en este caso, de los millenials). Ahora expongamos mis dudas respecto a esta y a todas las generaciones en general.

Empezaría por preguntarme por qué alguien se siente atacado personalmente cuando otro hace una crítica de una generación.

Como uno de sus defensores mismos apuntó, “hablar de generaciones en abstracto es una trampa. Aunque estemos atravesados por los mismos eventos, nos separa todo lo demás”.  Sin embargo, inmediatamente después se puso a hablar en nombre de una generación: celebrar o defenestrar a personas, ideas, conductas y demás consagraciones. Entiendo que defienda sus ideas y convicciones; no que se contradiga de esa manera.

¿Qué nos hace pertenecer a una generación? Como ya mencioné al principio, en el caso de los millenials hay más bien poco que nos permita identificarlos además de internet. Nadie se pone de acuerdo en nada en relación a ellos.

Eso no es importante: en realidad siempre ha pasado algo semejante: los de la generación de los sesenta, ¿quiénes son? ¿Los que desfilaron en el politizado y anarquizante mayo del 68 francés?, ¿los muchachos que pedían un poco de participación democrática, destituciones burocráticas y deslindes en hechos de violencia cuando Tlatelolco en México?, ¿los hippies y el flower power, de Monterey a Woodstock y Avándaro, tan criticados por la izquierda de esos años?

¿Cada cuánto se cataloga una generación? ¿Cada diez años como la de los cincuenta y la de los sesenta, de “Popotitos no es un primor” a “Mari, Mariguana”? Pero entonces qué pasa con los años setenta, ¿son de esa generación los comunistas que formaban guerrillas y que, como graciosamente cuenta Juan Villoro, encontraban reformista a Marx?, ¿los chicos de las discos sacudiendo las nalgas al ritmo de “Stayin alive”? ¿O acaso los punks neoyorquinos e ingleses, con el lema de “No future” que luego se mexicanizaría con los Sex Panchitos punk?

Así podemos seguir. Recuerdo haber leído “¿cómo voy a pertenecer a una generación de la que no me siento parte?” La pregunta me parece que trae la respuesta. Uno sólo pertenece a una generación si coincide con ella, si se siente parte de ella. No todos los jóvenes que nacieron en los años cuarenta son parte de los “maravillosos sesenta” ni todos los que fueron jóvenes a principios de los noventa escuchaban a Nirvana y asumían una actitud nihilista.

Me cuesta trabajo entender cómo alguien se enoja cuando se critica a una generación (normalmente en los conflictos de ese tipo, los padres te reprendían personalmente, no en nombre de un abstracto, y luego generalizaban), pero eso se debe probablemente a que no me gusta ser etiquetado y que la noción misma de “generación” me es extraño.

Digamos entonces que uno pertenece a una generación cuando se siente identificado con lo que entiende por ella (lo cual no necesariamente es lo que otros entienden).

Esto último es esencial: ¿qué es lo que uno siente cuando mencionan a la generación actual, llamada de los millenials? Para la mayoría que le ha entrado a dicha polémica, este término se refiere a los jóvenes (de nuevo, lo que se entiende por esto, varía) de los que, también normalmente, ellos forman parte, universitarios en su mayoría y que admiran a figuras de la izquierda institucional de otros países —alguien ha mencionado a algún mexicano— o al menos, lo que más se le parece. Se manifiestan en contra del sistema, pero no de las instituciones, y desconcertados ante los pocos logros de la democracia y la difícil situación que se vive en el ámbito nacional (sobre todo; poco se menciona del ámbito internacional además de a Trump y a las figuras icónicas que ya mencioné).

Por supuesto, no es esta la única idea que de millenial existe entre quienes se sienten parte de dicha generación. Para mis alumnos, ellos (adolescentes y jóvenes de 15 a 20 años) son millenial y los mayores de veinticinco son rucos o, en su caso, chavorrucos (más y más catalogaciones). Se identifican con el internet, youtube sobre todo, el reggaetón, algunos programas de televisión y tener lana cuando crezcan. Son adolescentes, como dije, y me parece que es lo normal. Como normal también me parece que entre ellos haya quien se interese en otras cosas, desde el rock (un par de personas), la política (uno), los libros (uno), los negocios (tres) y las ciencias duras (tres también). Seguramente los otros también tienen simpatías escondidas aquí y allá. A todos les gustan los videojuegos (como a mí), a la mayoría el animé japonés y no sé qué más.

Resultado de imagen para chavoruco simpsonsNo me parece la gran catástrofe. En mi adolescencia la única pasión en común con mis amigos era el rock, casi una religión; varios programas de televisión (claro, los Simpson) y no se me ocurre qué más. La mayoría hablábamos bien de Cárdenas y del EZLN, aunque no estábamos bien enterados (otra cosa es que los adolescentes con convicciones suelen ser apasionados y testarudos). A pesar de ello, nos fuimos metiendo en lo nuestro. Tampoco lo considero propio de “mi generación”, como dice la gran canción de The Who; de niño lo que rifaba entre casi todos era la “Quebradita”. Lo grupero era desde entonces furor popular.

Hay muchas otras ideas de lo que es un millenial, dependiendo a quién le preguntes que simpatice con el término, le tenga antipatía o, de plano, se sienta parte de él. Yo nuevamente admito que no sé a qué se refiera ante tal cauda de significados: lo único en común a todos ellos son las redes sociales (no la informática) y pensar que saben a qué se refieren. Lo más cercano a gustos generacionales compartido es el animé, los videojuegos, los peinados de barquillo de limón y el reggaetón, aunque aun en eso hay quien no está de acuerdo.

Pero restrinjámonos al sentido que el término “millenial” tiene para los primeros que mencioné (que son quienes fundamentalmente han participado en esta polémica), a pesar que ello signifique echar por la borda a todos los demás.

Que estos millenials se sientan enojados cuando les echan en cara que por su causa el mundo está de cabeza me parece comprensible, pero en dos de los tres artículos que citan como ejemplo, no noto esto: sólo algunos deseos, una que otra crítica deslucida (las que he comentado antes) y es todo. Sí, hay un artículo por ahí bastante airado, pero la respuesta donde a todo el que critique se le tacha de que “[hace] todo lo posible porque nada nuevo termine por nacer” tampoco es de lo mejor, sobre todo cuando pontifica, señala y condena. Curiosa interpretación de textos que piden más participación y que nazca un movimiento de jóvenes con amplitud. Más curioso que las críticas se den porque alguien señale que “los jóvenes están justamente enojados” y que señala las taras de las instituciones (como casi todo el mundo señala, salvo uno que otro optimista bien compensado, el cual ni se asomó por todo este asunto).


Más allá, que se hagan reparos entre personas de diferentes edades no me parece para escandalizarse. Es parte de la rutina desde que el hombre es hombre. Pocas veces se ha dado un enfrentamiento tan fuerte como en las pasadas décadas, pero siempre ha existido. Los neoclásicos odiaron al manierismo y los realistas vieron con recelo a los simbolistas. Incluso muchachos que tienen escasas diferencias generacionales (me refiero a la generación en que fueron a la escuela) tendrán discusiones sobre si está mejor Naruto que Dragon ball o si Minecraft es peor que Mario Galaxy. Esta incomprensión —que se ejemplifica con el azotón de puerta después del desayuno y la frase “en mis tiempos…”— es tanto de los jóvenes hacia los adultos como viceversa. Los mayores son los “vendidos”, los “malos”, los “corruptos”, quienes “hacen todo mal”; los jóvenes “no son como éramos antes”, son “flojos”, “apáticos”… y además tienen mal gusto. Que haya excepciones y salga por ahí el abuelo “rebelde y buena onda” o el joven “atento y brillante” no cambia en nada esta situación.

Como no cambia en nada que cuando unos u otros hacen algún comentario sea mejor ponernos a salvo… y guardar la vajilla de la abuela antes de que empiece a volar.


César A. Cajero Sánchez

domingo, 11 de junio de 2017

Después de la tormenta…

Después de la tormenta…

César Alain Cajero Sánchez


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El romanticismo quiso ser, ante todo, un nuevo comienzo. Surgido de la modernidad, igual que ésta fue militante. Sus ambiciones en el terreno estético no fueron menos monumentales que las de las ideologías en el político. Y más: ambas pretendieron cambiar el mundo de pies a cabeza, aunque partían de ideas de la realidad distintas y aun opuestas.

Mientras las ideologías juraron en nombre del progreso y el futuro, la rebelión de la poesía moderna no siguió sus pasos. Con excepciones (el futurismo), la idea de progreso no la obsesionó de manera semejante. Su tiempo fue el presente y, con el presente, todos los tiempos: aquello más allá del instante[1].

Esta idea, de propósitos casi místicos, sin embargo, no es nueva. Aunque, según una buena parte de la tradición contemplativa, los sentidos no pueden trascender el universo mundano, inclusive en las tradiciones occidentales existe una práctica donde el arte es vehículo de estas experiencias, y la única forma que se puede dar cuenta de ellas. La poesía mística cristiana y sufí intenta dar cuenta de aquella “llama que consume y no da pena” y, en sus momentos más acabados, lo logra.

Con esto no pretendo decir que toda la poesía sea mística, sino que aquello que pretende decir está en los límites de esta experiencia. La mística culmina en el silencio; la poesía, en la palabra[2].

El conocimiento, si es que es posible llamarlo así, que la poesía proporciona, como ya lo había señalado Platón, no es de índole racional (por lo que él la rechazó); su reino es el de las emociones; la re-presentación de una experiencia que exige ser expresada o, mejor dicho, revivida, recreada. Sea cual sea esta experiencia, se encuentra en los límites del lenguaje; antes o después del ser humano.

La poesía expresa estas experiencias; sin embargo, más allá de eso: al darles palabras, les otorga un espacio en el mundo. Les da forma.

Esta forma de concebir la poesía, que en la modernidad fue sostenida a partir del romanticismo en diferentes formas y lenguajes, hoy sería considerada ingenua de ser propuesta en público seriamente. Esto no significa que los lectores de poesía o los mismos creadores estén completamente alejados de las discusiones y pensamientos modernos alrededor de la naturaleza del quehacer poético (que pueden rastrearse inclusive en Kant), sino que, en el discurso público, éstas se han opacado a favor de otros intereses. Ninguna de las preocupaciones que agitan hoy a los creadores tiene apenas nada qué ver con aquella que sacudió a aquellos de hace poco más de medio siglo: la de la poesía como la develadora del otro lado de la realidad.

Es probable que tal cruzada haya sido ya peleada y ganada, sin embargo, es de preguntarse por qué un libro como El arco y la lira hoy sería imposible de escribir y aquel que presentase en público una opinión sobre la poesía semejante a la de Hölderlin o Blake sería ignorado o ridiculizado.

Hay varias posibles respuestas para tal cuestión, sin embargo, todas ellas apuntan a que simplemente aquellas preocupaciones han sido sustituidas por otras, que pertenecen a otra época y momento histórico. Ya porque se considere que aquel sentido de la poesía ha quedado implícito; ya porque se lo piense como superado, propio de épocas más inocentes.

¿Cuáles son las preocupaciones de los creadores actuales?, ¿cuáles las batallas que encienden sus polémicas?

El mundo del arte moderno ha retomado sus cauces y se ha empequeñecido. Esto es paradójico ya que probablemente nunca ha habido tantos creadores en activo como en las últimas décadas. Sin embargo, en la misma proporción que el número de libros publicados ha ido en aumento, el interés por ellos en la sociedad ha decaído. La presencia pública de la poesía como tal y la atención a lo que tengan que decir sus creadores es prácticamente nula. Si de principios a mediados del siglo XX (para no aludir a otros momentos de la modernidad), las publicaciones relacionadas con la literatura fueron referencia obligatoria, hoy su función en ese sentido ha quedado relegada y su influjo ha sido restringido a un pequeño círculo cada vez con menos importancia en la sociedad.

Resultado de imagen para burocracia culturalLas polémicas actuales, así, han quedado circunscritas a reyertas dentro del mundillo literario. Peleas domésticas alrededor de simpatías o diferencias personales, de la posibilidad de formación de un grupo cuya mayor meta es la celebración interna o acerca de la asignación de presupuestos estatales. Las mayores disputas se refieren a funciones ancilares de la literatura: si los creadores y sus obras deben servir a tal o cual causa; si sus opiniones deben someterse a la voz popular o no… Estas discusiones —como no podía ser de otro modo en una época ideológica como lo fue la modernidad— no fueron ajenas al clima cultural de pasados siglos. Sin embargo, al igual que en todos los demás ámbitos, su interés ha sido opacado y empequeñecido. Ya no se trata de sumarse a la Revolución, sino de apoyar (o no) para un cargo de elección popular a determinado personaje público. A su vez, la mezquindad de ideas y argumentos en las discusiones entre grupos culturales (los cuales, sin embargo, se forman alrededor de ideas distintas a las de la modernidad) siempre estuvo presente. Empero, ahora que el Estado ha asumido la misión de patrocinar a los creadores (ya que su actividad no interesa al grueso de la sociedad), sus discusiones giran alrededor de la asignación de recursos y espacios.

Contrario a lo que pudiese parecer debido a la concepción de la poesía como la revelación de aquello más allá del lenguaje, los poetas modernos no fueron ajenos a lo que sucedía en la sociedad. Al contrario de la de los místicos medievales, la poesía no fue concebida como una actividad individual: toda palabra busca un oyente que la recree, que participe de ella. Tanto mística como poesía son paradójicas: la primera lleva a la soledad plena de sí; la poesía, a la comunión desde la intimidad del ser humano.

Acaso de forma paradójica, esta búsqueda de aquello más allá del lenguaje —esta convicción de revelarlo—, llevó a los poetas modernos a afirmar que tal experiencia es, de por sí, social. O mejor dicho, que al revelar lo que estaba escondido, se efectúa en el hombre un cambio que se ve necesariamente reflejado en la sociedad. Así, la poesía no es servidora de una Revolución, sino su presencia verdadera.

Como quedó asentado anteriormente, la modernidad fue una época política e ideológica. La poesía de ese periodo no podía quedar al margen de tal estremecimiento. Sin embargo, ajena a los principios de la modernidad, se manifestó como la otra cara de la Revolución. A la razón práctica respondió con la pasión; a la confianza en la utilidad, con la prodigalidad; al cálculo ideológico, con la búsqueda de la fraternidad.
El decir —todo decir, pero en particular el decir poético— busca la relación entre soledades, la comunión. Al pronunciar una palabra, así sea en la soledad más absoluta, buscamos a alguien que la escuche; vivimos en búsqueda del otro.

La poesía, esa actividad solitaria, sin embargo, es al mismo tiempo el más pródigo de todos los discursos. Su destinatario no tiene un rostro único. Aun si el poema ha sido escrito con un destinatario particular, al decirse, escapa a su autor: aquel que lo dice y que lo escucha somos todos. Y cada uno de nosotros lo hallaremos distinto. Las palabras del poema no pertenecen a nadie y al mismo tiempo a todos. Como actividad de comunicación, el poema es un fracaso ya que ni siquiera quien lo concibió en un primer momento tiene control sobre lo que él significa; como comunión con los otros, en cambio, es ágape y banquete. Todos hemos sido invitados a él, sin necesidad de ocultarnos, sino al contrario: sólo con nuestra presencia verdadera se cumple el festín.

Las ideologías modernas, con su énfasis en la presencia y acción del pueblo (esa entelequia) coincidieron, así sea de forma marginal, en la prodigalidad de sus intereses con la poesía[3]. Muchos de los grandes creadores se sumaron con generosidad a los esfuerzos ideológicos por construir un futuro más justo; un lugar utópico situado en el mañana. Su propósito fue pródigo y no es momento de juzgar los resultados de aquellas utopías: ellos están a la vista.

El equívoco primero de los creadores modernos no fueron sus pretensiones, sino confundir poesía con ideología. Si entendemos el concepto como se hizo en la modernidad, la Revolución no es la poesía de la historia. Para las ideologías de la modernidad, Revolución implica tanto un cambio en la forma de vivir y de pensar como una depuración de todo aquello que no esté de acuerdo con la voluntad de la Historia, la Libertad, la Evolución o cualquier otra quimera. Los invitados al banquete de la ideología son sólo los elegidos.

Asimismo, las ideologías modernas y la poesía ritmaron en tiempos distintos: si el tiempo del poema es el presente, el de la Revolución (el de toda la modernidad) fue el futuro. El mundo que revela la poesía no es uno que habrá de venir, sino éste. La pasión que canta es aquella que está sucediendo; el mundo revelado es aquel en el que vivimos. La subversión del presente es su desnudamiento: la aparición de aquello que siempre ha estado ahí, oculto por la cotidianidad.

Para la modernidad, en cambio, la realidad implica progreso: el hoy es mejor de lo que fue el pasado y el mañana corregirá los errores del ahora. El camino del hombre es un alejamiento de la imperfección original; la Historia moderna corrige; la poesía niega la existencia misma del pecado y afirma que el presente es, con sus errores, fuente de delicias eternas. Es porque se trata de lo único existente.
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No es de extrañar que las esperanzas de los grandes artistas modernos hayan sido usurpadas por el genio de la política. A los intentos de hacer coincidir poesía con ideología les sucedió la separación violenta de la Historia. La política usó a la poesía como parte de su discurso; a través de ella se legitimó sin regresar a la realidad ninguna de sus promesas. El futuro sigue siendo para la política el territorio de la perfección. No el presente, no aquí: las promesas sobre el futuro, la utopía; ninguna parte.

La actitud de la intelectualidad (y con ella, de los creadores de poesía) de las décadas más recientes aparenta ser análoga a la de aquella anterior a la mitad del siglo pasado. Mantener una actitud crítica ante el gobierno y ante aquello que se ha dado en llamar neoliberalismo se ha convertido en señal de pertenecer a este corrillo que llaman con tan incómodo e inexacto título.

A pesar de esto, hay que señalar algunos cambios notables. Mientras, como se señaló antes, durante la modernidad, la vocación revolucionaria (o tal vez habría que decir subversiva) de los creadores se apoyó en la idea de que la poesía por su misma naturaleza implica la aparición de la realidad en lo que tiene de inextinguible, hoy en día pocos apoyarían sin dudarlo esta idea. La convicción que movió a románticos, surrealistas, expresionistas… —a las grandes escuelas de la modernidad, todas— fue que Revolución y poesía eran lo mismo. Hoy pocos estarían de acuerdo. La poesía puede servir a la Revolución, pero no ser por sí misma detonadora de semejantes cambios. ¿Qué ha transformado la poesía en más de dos mil años? ¿La obra de Hölderlin alimentó a alguno de los innumerables niños hambrientos desde el siglo XIX?

No es éste el lugar para objetar o aprobar esta idea. Lo cierto es que aunque en general los creadores de las últimas décadas suponen que la poesía puede cambiar el mundo, no están seguros de cómo. La convicción irrefutable de la modernidad ha sido eclipsada por la realidad.

Nuestra época sigue siendo política —a pesar de que la política hoy ha quedado subordinada a la economía; que en este punto es decir, al mercado. Por ello, a pesar de que se conserva la confianza en que la poesía es capaz de trasformar al mundo (¿cómo crear algo en lo que no se cree?, ¿cómo cerrar los ojos a las iniquidades del mundo actual?), ya no existe la convicción inextinguible en sus privilegios. Más que en la modernidad, la creación, para la mayor parte de la comunidad artística, se debate entre la subordinación al mercado y la política que se opone —en cierta forma— a él. No es el arte el que lleva a la Revolución, sino la política la que da origen y razón de ser al arte. Muchas veces tal debate se da, sin embargo, en silencio. O simplemente, no tiene lugar ya: en la mañana se puede crear literatura para la venta y, en la tarde, abjurar del mercado.

Aun así, con la erosión de las ideologías, esta crítica se ha restringido tan sólo a ciertos puntos. No es que la conciencia de la mezquindad del mundo en que vivimos haya disminuido (y esto es verdad sobre todo en los creadores, quienes son especialmente sensibles a tal realidad), sino que las expectativas se han empequeñecido. Aunque a veces se vuelve a mencionar con nostalgia la palabra mágica de la modernidad —“Revolución”—, en realidad se aluden a reformas dentro de un sistema ya incuestionado. No hay idea que sustituya ya la de la realidad del mercado; sólo se le pide operar con menos corrupción (o al menos, que no sea tan evidente[4]).

La diferencia no estriba exactamente en que se hayan traicionado o subvertido los principios de la modernidad, sino en que el contenido semántico de tales principios ha cambiado; se han vuelto menos significativos.

Con la desaparición de las grandes ideologías de la liberación (o al menos, su declive en la imaginación popular), la idea de la gran Revolución ha sido sustituida por objetivos más humildes. El encono entre los proyectos políticos no ha desaparecido, sin embargo; simplemente ha buscado otros cauces.

La imagen de aquello contra lo que es necesario luchar también ha sufrido cambios. Las corporaciones capitalistas, las instituciones estatales y los medios globales ya no son concebidos como parte del establishment que es necesario deponer. Mientras en la modernidad, toda gran compañía con poderío económico global fue pensada por la “izquierda” como personificación del capitalismo, hoy día tal concepción, si no ha desaparecido, sí se ha visto ensombrecida. Quienes luchan contra el neoliberalismo con total naturalidad pueden al mismo tiempo manejar un Ford o hablar desde su i-phone. Esto tiene explicaciones: el mundo tras la caída del socialismo se descubrió ya sin dudas como objetivo del mercado. Lo importante hoy no es luchar contra el mercado (aunque en la retórica se siga manejando dicha idea por algunos nostálgicos), sino buscar maneras en que sus valores lleguen a la mayor parte de gente posible.

Los medios tradicionales o propios de la modernidad siguen siendo acusados de parcialidad y corrupción. La televisión, la radio y la prensa que no favorezcan de forma declarada la postura de quien las juzga son acusadas de haberse vendido. Esto no es novedoso; lo es, sin embargo, que ante los nuevos medios, nacidos en el internet, se haga el silencio o inclusive se les juzgue de manera positiva.

A pesar de que las noticias provenientes de la “red de redes” son en su mayoría triviales cuando no decididamente espurias, se piensa que por este medio se difunde la “verdad” que callan los canales tradicionales. Esto tiene su homólogo en la atomización de la sociedad. No es que en realidad la información proveniente de los sitios y redes sociales sea más confiable que la de los medios tradicionales: es que aquello que buscamos que nos confirmen está siempre presente de alguna manera. Y lo que no esté de acuerdo con nuestro juicio puede acallarse con un simple clic. Si queremos información optimista, la encontraremos con facilidad; si queremos informes sobre la corrupción, siempre estará disponible; si queremos teorías de la conspiración, basta con teclear algunas palabras. Lo importante es que ratifiquen lo que ya presuponemos; la confirmación de nuestras certidumbres.

Los creadores modernos, por su parte, tuvieron especial aprensión ante las instituciones oficiales, cenáculos académicos y magistrados universitarios.

Con la salvedad de aquellos artistas que se afiliaron a una ideología y al gobierno que pretendía defenderla, la mayoría de los creadores mantuvieron distancia de las instituciones gubernamentales, premios, universidades y academias. El concepto de establishment abarcaba mucho más que tan sólo el gobierno como tal.

La separación de la literatura del gran público ha traído consigo la imposibilidad de dar cauce por los canales habituales a la enorme cantidad de textos que hoy día se producen. Las revistas literarias han ido desapareciendo o han tenido que cambiar su contenido. Los proyectos nuevos se mantienen a duras penas, encerrándose en un círculo de autores afectos, y aquellos medios decanos que han permanecido se contentan con publicar a aquellos valores consagrados desde la modernidad.

En este panorama, la emergencia del Estado como patrocinador de la literatura en nuestro país ha traído diversas consecuencias que deben ser consideradas con mayor atención.

Imagen relacionadaQue el Estado mexicano patrocine las artes no es algo novedoso: ya a principios del siglo pasado, los muralistas crearon magníficas obras por encargo; a mediados del mismo siglo, la relación entre intelectuales y el gobierno mexicano llegó a ser importante. Sin embargo, esta relación se estableció entre aquellos creadores que ya tenían una cierta trayectoria cursada. Hoy día, dado que no hay una salida verdadera a los nuevos creadores, ya cerrados los canales tradicionales (y ante el relativamente lento y escaso impacto de las herramientas tecnológicas[5]), la idea de permanecer ajenos al establishment aunque no descartada del todo, ha quedado entre paréntesis en la mayoría de los proyectos de creación.

Ante la incertidumbre (ya perdidos los anclajes ideológicos y las certezas de la subversión estética), tampoco es de extrañar que muchos creadores se hayan refugiado en las academias que durante la modernidad fueron vistas como cenáculos de mediocridad y reacción.

Que en realidad los espacios académicos nunca hayan sido lugar ni para la revolución estética ni para la reacción no altera el cambio en la percepción de los mismos. No quiere decir esto que los juicios de la modernidad hayan sido justos o no: señala un cambio en la forma de valorar un espacio.

La academia, creadora de “dinosaurios” y de “cementerios de palabras” y los cenáculos universitarios, “casas de citas”, fueron blancos predilectos para los escritores de la modernidad. Hoy día esto ha cambiado. Son los espacios académicos y universitarios algunos de los últimos en donde los escritores pueden reconocerse. Uno de los pocos rincones donde todavía tienen lugar.

La academia (con y sin mayúsculas) ha otorgado una sensación de certidumbre en un mundo que parece ya no tenerlo. No se trata, como en la modernidad, de alterar el orden, sino precisamente lo contrario: encontrar el sentido en un mundo que lo ha perdido. En un universo cuyo único valor es aquel impuesto por el mercado lo necesario es preservar el orden. De ahí que los espacios antes puestos en ridículo por los creadores sean hoy revalorizados.

Este acercamiento al discurso académico ha llevado a los creadores a la adopción de nuevas formas y maneras de valorar la actividad artística. No se trata de una reacción formalista en que se impongan convenciones en la forma o el contenido, sino de la adopción de un particular modo de expresión que en su momento pareció una victoria del arte moderno sobre la academia: la justificación teórica.

No es que todos los que se hayan formado en espacios universitarios o académicos incurran en la exégesis teórica y abstracta, pero no es menos cierto que, ante la imposibilidad de establecer una manera irrefutable de apreciar al arte, se ha recurrido a la justificación basada en diversas teorías. Sea estructuralista, psicoanalítica, histórica, marxista, todo acercamiento al arte es parcial porque mientras la teoría abstrae, el arte se manifiesta de manera física, particular; exige ser experimentado. Como ante cualquier evento real, la razón humana sólo puede abstraerlo a una de sus múltiples (infinitas) facetas.

A pesar de ello, el discurso académico más intransigente (que no es el único; exegetas más sutiles admiten de buena gana que la suya es sólo una interpretación entre otras muchas) claman haber “dilucidado” la obra; “salvarla del olvido”, “darle una razón de ser”.

Fue con Duchamp que esta tendencia se integró plenamente al mundo del arte. Duchamp, un artista dotado especialmente para la broma y el desplante, integró en forma de boutade el discurso académico a sus obras. Sus epígonos, menos sutiles, tomaron sus palabras, las despojaron de la risa y convirtieron en monumento lo que fue acto circense. Los resultados los tenemos todos a la vista: cientos y cientos de páginas llenos de términos inentendibles que poco o nada añaden de valioso a las obras de las que hablan aparte de la creación de un par de neologismos con cierta gracia; artistas que gustosamente justifican y explican sus obras antes siquiera de haberlas creado… y una cauda de admiradores babeantes que alaban cualquier palabra (no la obra, ya que ella apenas importa) de los nuevos “creadores”.

Aunque, como anteriormente había ilustrado, durante el romanticismo algunos autores se habían interesado en explorar a la creación artística desde puntos de vista ajenos diferentes de la mera técnica (por no mencionar a los filósofos que indagaron el fenómeno estético), la diferencia con el presente es esencial. Mientras que los modernos arriesgaron opiniones sobre el arte; hoy se justifican las obras de arte. En el primer caso se trata de ideas sobre la actividad artística como un todo abstracto; en el segundo, de darle un sentido a una obra particular a través de un discurso metódico. Lo primero llevó en el mejor de los casos a una ruptura de la noción tradicional de racionalidad; permitió admitir que no todo está sujeto a la racionalización de una manera tan limitada como lo pretendió la modernidad (en el peor de los casos, llevó a la estetización del discurso ideológico racional que condujo al fascismo). Lo segundo ha llevado a la supeditación de la obra de arte a un discurso que, bajo una apariencia de método, pasa por ser racional… Hace falta ver hacia dónde nos llevará esta charlatanería.

Durante décadas se habló de una tendencia de la poesía moderna al irracionalismo e inclusive al antirracionalismo.

Esto no es de extrañar. Los límites establecidos para la razón por la modernidad fueron mucho más acotados que el de pasados siglos. En su obra, Kant circunscribió el conocimiento de manera metódica. El pensamiento político y científico moderno, surgido del Siglo de las luces, consideró como racional sólo aquello que Kant llamó razón pura y razón práctica; aquellos ámbitos de la realidad que son objetivables, a los que se puede reducir a conceptos o con los que se puede experimentar en pos de un fin.

Resultado de imagen para romanticismo razónPara una sociedad que reduce aquello que llamamos razón a límites tan estrechos, el arte, la religión y los mismos sentimientos carecen de sentido. El universo, con sus múltiples caras es reducido a una abstracción (lo cual es necesario para ciertas operaciones mentales y que en sí no resulta pernicioso en forma alguna; lo peligroso es pretender que aquello es lo único “real”). Lo que el romanticismo pretendió fue ensanchar el concepto de razón y, de esta forma, aceptar que las costumbres, la imaginación y los mitos tienen un sentido en sí mismos a pesar de no poder ser reducidos plenamente a conceptos.

Estudiosos como Levi Strauss y Eliade desde sus respectivas obras demostraron que los mitos tienen un significado dentro de un sistema no menos complejo que el matemático, pero que, como éste mismo, sólo son comprensibles desde dentro del sistema.

Por su parte, diversos estudiosos del arte (que tantos puntos de contacto tiene con el mito), tanto desde los estudios filológicos y lingüísticos como filosóficos, buscaron desde sus respectivas trincheras la dilucidación de las estructuras subyacentes al ámbito estético.

Sus teorías y hallazgos han sido importantes: no sólo mostraron que en la obra artística hay una estructura intra y extra textual (que se imbrica con otras obras y con la cultura en todas sus facetas), sino que ésta resulta tan significativa e imperiosa como las de las ciencias puras. Lo que dice el poema no lo puede decir la matemática (y viceversa); una abstrae, la otra re-presenta.

Aunque algunos poetas románticos se interesaron en estas disertaciones, lo cierto es que en sus obras apenas y los tocó. Como desde el principio de los tiempos, los creadores se dedicaron a cantar. Pero a diferencia de entonces, en un mundo que había expulsado al arte del discurso público, su canto se manifestó también como una militancia. ¿Su devoción? La poesía.

Si la poesía había sido expulsada del terreno de la “razón”, nada más natural que defender lo que se había dado en llamar lo “irracional” e incluso tomar partido declarado a favor de ello y en detrimento de lo que se le oponía. De ahí el llamado al antirracionalismo de algunos creadores.

Muy diferente es lo que vemos hoy en día. La batalla ha sido peleada y aunque el arte sigue sin tener un lugar como tal en el mundo, con el ocaso de la ideología moderna (y con ella, del imperio de la razón ilustrada) y el surgimiento de la razón de mercado, éste se ha convertido en arte publicitario[6] o en objeto de balbuceos pretendidamente intelectuales.

En este punto, la devoción con que los poetas modernos se entregaron a ese principio de la poesía como recreadora del mundo, como un nuevo comienzo contrasta con el proceder de los poetas contemporáneos.

La pasión de los románticos; Byron desangrado en Grecia; Rimbaud abandonando el mundo, Verlaine perdido en el ajenjo; Breton pregonando que “la belleza será convulsiva o no será”. La generosidad y entrega de los poetas modernos a sus ideales responde a aquella que es su convicción más profunda: la poesía es capaz de cambiar al mundo: es aquello que le da sentido y lo instaura. De ahí su militancia que, aunque a nosotros, ya ajenos a aquel furor que los animaba, nos hace pensar en un sacrificio, para ellos era una fiesta: la celebración del nacimiento de un mundo.

Para ilustrar esto basta recordar aquella anécdota de la Guerra civil española en la que un joven Octavio Paz, llegado como voluntario para combatir del lado de los republicanos, sonríe emocionado ante los estallidos de los cañones, que para él son la celebración por la llegada del mundo nuevo.

Probablemente hoy día tal idea nos parezca irracional y hasta reprochable, sin embargo esto se debe a que el mundo en que vivimos ya no es aquel en que ellos vivieron. La noción de un nuevo comienzo, común a toda la modernidad, llevó a la mayor parte de los poetas a acercarse a alguna de las diversas ideologías revolucionarias que pretendieron algo semejante. Sin embargo, aunque lo que éstas buscaban parecía ser lo mismo que la poesía moderna exigía, en realidad ambas ideas, aunque análogas, partían de fundamentos distintos y aun opuestos.

Ello no importó en su momento: la modernidad fue un mundo de militancias y fervores; la aventura de la poesía moderna se entregó a ese mundo con especial entusiasmo. Fue una empresa generosa, a pesar de que sus resultados en el plano social fueron aterradores.

A pesar de ello, la modernidad dejó en aquellos creadores los valores de la crítica ante un mundo que se revelaba injusto. El intento de transformarlo no sólo resultaba válido sino consecuente con sus principios.

Resultado de imagen para Muerte sin finCon la modernidad sobrevino la actividad crítica que, aunque como mencioné, no siempre influyó directamente en la actividad artística, en su mayor parte la precedió. Me explicaré: a pesar de que hay obras modernas donde el furor lírico se alía a la crítica racional (Muerte sin fin, La tierra baldía, por poner dos ejemplos), no es el caso de todos los poemas del siglo XX. Esto sonará extraño pues con insistencia se ha hablado de que la actitud moderna fue ante todo crítica: con el pasado, con la sociedad y con la misma poesía. Todo ello es verdad, sin embargo, hay que aclarar que esta actitud de los poetas no hace que sus obras tengan un verdadero desarrollo filosófico-racional. Es decir: los poemas no se leen como una prolongación de sus digresiones intelectuales ni como su culmen. El poema no es una demostración filosófica ni siquiera en obras como las citadas.

Lo que sí es inobjetable es que una gran cantidad de creadores criticó a la sociedad de su tiempo, tanto de manera exasperada como, menos común, racional. La crítica fue para la poesía moderna menos un método que una pasión, aunque ello no implica que no hayan existido pensadores de gran valía entre los creadores de aquellos años. La crítica a la sociedad llevó a muchos a la crítica histórica y, en gran parte, a la de la poesía. Empero, es difícil encontrar entre los textos de los poetas del siglo XIX o XX una teoría o seguimiento formal de sus ideas. Se trata en su mayor parte de chispazos de genio, ideas aisladas. La pasión con que tantos leímos a Breton, a Pound o a Tzara no debe cegarnos: sus escritos muy difícilmente conforman un corpus integral. Sus brillantes ideas aparecen por momentos, se contradicen en no pocas ocasiones y muchas veces dejan detrás menos un pensamiento formulado de manera intachable que una sensación de entusiasmo.

Un creador que, por sus características, sí formuló un pensamiento estructurado en relación con la poesía fue Octavio Paz, quien ya había escrito acerca de la pasión crítica. Sin embargo, sus poemas distan mucho de ser exposiciones de sus pensamientos. Son poemas, es decir: cantos. Su brillante actividad como ensayista no afecta de manera directa su quehacer como poeta. De nuevo: sus reflexiones sobre la poesía las hace para hablar de todo el arte, no para proponer un decálogo de cómo hacer poesía. No se propone, como prácticamente ningún poeta de la modernidad, hacer recetas de cómo debe ser un poema, sino hablar de la poesía como actividad del ser humano.

Es distinta la actitud de muchos poetas contemporáneos.


Las grandes construcciones teóricas de la modernidad (aunque fuese una teoría iluminada por la pasión, o quizá precisamente por ello) hoy día serían imposibles ni en el terreno de la poesía ni en el de la Filosofía. Una vez más: las pasiones se han atemperado. Si en el terreno político se ha pasado de la Revolución a la Reforma; en el terreno estético se ha llegado al análisis tras la crítica total.

Mientras la crítica hace una evaluación general de un fenómeno, el análisis se enfoca a un asunto particular. La crítica implica, para comenzar, una duda ante la realidad; la necesidad de una posible respuesta; en cambio, el análisis parte ya de una construcción teórica bajo la cual se evaluará un caso. A saber: mientras la crítica lo que hace es minar el sustento de los sistemas ante la realidad (y en algunos casos, no sé si los más afortunados, propone uno nuevo), el análisis ve la realidad a través de uno de tales sistemas y pretende con ella calificarla.

No es que ambas actividades sean incompatibles: el análisis puede servir a la crítica y la crítica puede ser el resultado de un análisis. Sin embargo, sí existen diferencias de fondo. Y aunque tanto uno como otro en sus versiones racionales puras exigen una distancia con lo observado a fin de garantizar la imparcialidad de los resultados, durante la última parte de la modernidad (de Marx y Hölderlin a Camus y las vanguardias) la crítica fue inseparable de la pasión. La crítica se practicó con un fin vestido por el entusiasmo: criticar para cambiar al mundo.

El análisis en su sentido más escrupuloso se dejó a los ámbitos académicos (los mismos que no siempre vieron con buenos ojos a la crítica de cualquier tipo). Hoy, con la desaparición de la crítica, o al menos su eclipse tal como se la entendió en la modernidad, sucumbieron también tanto los grandes relatos y las grandes negaciones. De una manera semejante a lo sucedido en el arte posmoderno, las ideas ya no niegan: continúan lo ya fundamentado. No se espera destruir el pasado ni empezar de nuevo, sino usar una idea establecida para examinar una parte de la realidad.

Es interesante comprobar que el espacio para la crítica en los medios intelectuales se ha ido estrechando y en su lugar florecen los estudios críticos, las ediciones anotadas y los estudios que analizan desde determinada teoría una obra. No creo que estos trabajos sean poco importantes, sólo señalo que se ha dado un vuelco en el mundo del arte. Los trabajos que antes se hacían tan sólo en la Academia hoy son los que justifican (bien o mal) el valor de las obras. Y no es extraño ver a los mismos creadores usando ese lenguaje para presentar o argumentar los méritos de sus creaciones.

Después de la tormenta y el ímpetu, del derroche de pasiones de la modernidad, se ha dado paso a una calma. Los grandes proyectos han dado paso a modestas propuestas que más que cambiar al mundo buscan entenderlo. No se trata de volcar el mundo de revés, sino de darle sentido a un universo cuyo único valor aparente es el del mercado[7].





[1] Y me llama la atención que en estos días se habla de un “conservadurismo” en la poesía moderna por no haber aceptado la idea de “progreso”; un conservadurismo, a decir de estos críticos, que termina en lo reaccionario. Resulta curioso este juicio, pues el futurismo (el cual sí estuvo de acuerdo con el “progreso” científico, político, moral y social), fue aquel movimiento que se adhirió sin chistar al fascismo, ideología reaccionaria si las hay.

[2]Aunque la palabra poética no es en estricto sentido comparable a otros tipos de lenguaje.  Se encuentra más cerca del grito o del canto. La forma en que expresa su sentido es a través de la re-presentación: no pretende comunicarnos un mensaje, sino que en ella la experiencia vuelve a ser vivida.

[3] Hay diferencias importantes, sin embargo, en este punto inclusive. La idea del “pueblo” (al que también aludieron muchos poetas románticos, embelesados por la lírica tradicional) no es algo dado de por sí y mucho menos algo que involucre a todas las personas. Se trata de una construcción política e ideológica: pueblo es aquello que cumple con ciertas características fijadas por una idea inamovible. Un pueblo se puede definir por la pertenencia a una cultura (y de aquí podemos derivar a la supuesta “pureza” de tal cultura); a una raza (con gradaciones y horrores incluidos); a un estrato económico e ideológico (que para muchos es lo mismo) e inclusive al azar que implica haber nacido en tal o cual territorio.

Para los poetas modernos, la idea del “pueblo” incluyó tales prejuicios, sin embargo, como quedó dicho, la poesía escapa a las pretensiones de su autor: no habla a tal o cual pueblo, sino a cualquier hombre. La barrera del idioma, como percibieron con justicia muchos románticos, es importante, pero no imposible de sortear: en efecto, aquel que lea una traducción (o que lea un poema en una segunda lengua inclusive) tendrá una experiencia decididamente distinta a aquella que el poeta percibió. ¿Pero acaso no pasa lo mismo con cualquier lector? Cada experiencia es única e individual; he ahí el misterio de la poesía.

[4] La modernidad, con sus grandes ideologías y guerras entre las mismas trajo sufrimientos apenas con parangón en la historia humana. ¿Es el ocaso de dichas ideologías signo de menos barbarie? Tal pregunta y las consecuencias que la respuesta trae serán revisadas posteriormente.

[5] El internet permite que un proyecto tenga potencialmente millones de lectores, sin embargo por sus características mismas, hace que la gran mayoría de estos queden en el limbo. La posibilidad de restringir la lectura a unas cuantas opciones hace que otras miles sean descartadas. Al mismo tiempo, a pesar de que es posible la gradual expansión de la cantidad de personas que lean la propuesta, el ritmo de ésta es muy lento y poco visible para el creador.

[6] En su momento veremos a qué nos referimos como arte publicitario; como arte para el consumo. No se trata de una valoración estética ni de que el arte anterior no se “vendiese”, sino que hoy sólo tiene presencia real aquello que se vende, que se anuncia; que ha sido creado para exhibirse. Y hoy, la misma rebeldía moderna es una forma efectiva de atraer compradores.

[7] Y no es de extrañar que la única cosa a la que parecen oponerse la mayoría de los creadores (no todos) sea al dominio del mercado. Es esa la lucha que ha quedado después de la modernidad porque las ideologías se han evaporado.

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...