Lecturas obligatorias
Desde que tengo memoria en las escuelas de nuestro país se ha
confundido la enseñanza de la literatura con la exegesis de las obras
literarias.
De principio, la idea de “enseñar” literatura es cuando menos extraña.
La literatura, como todo arte, se aprecia experimentándola,
si es que todavía es posible usar esta palabra sin evocar su significado dentro
de las ciencias. Ya Borges se sorprende de la idea de lectura obligatoria (“tanto valdría hablar de felicidad
obligatoria”). Entiendo el sentido de su crítica a la imposición del gusto de
cualquier obra artística. La idea resulta por demás estúpida y en no pocas
veces, contraproducente. Nadie nos obliga a adquirir el gusto por determinada
música, por cierto tipo de obras plásticas o por tales y cuales películas. Por
lo general, sólo la literatura es sometida a este tipo de tentativas absurdas.
Sin embargo, entiendo también el porqué de esto. El lenguaje escrito
resulta imprescindible para la vida diaria y, por supuesto, para el aprendizaje
dentro de un contexto escolar. No hay disciplina científica o humanística donde
no se deba de leer así sea lo mínimo.
En mi experiencia he conocido alumnos de nivel medio superior que son
incapaces de leer las más simples instrucciones de un examen. Son lo que hoy
llaman “analfabetas funcionales”: capaces de descifrar los signos alfabéticos,
pero que no pueden entender su significado plenamente.
Adquirir la habilidad de comprensión sólo se puede lograr mediante la
lectura cotidiana. Y para ello, nada mejor que la literatura por su nivel de
complejidad y sus características estéticas (en otras palabras, requiere
habilidad de lectura y, además, resulta divertida de leer).
A pesar de esto, las campañas de lectura y las lecturas obligatorias,
por no hablar de los libros de texto, después de más de medio siglo han logrado
que se lea cada vez más, pero se comprenda menos. O lo que es lo mismo: con
cada nuevo lector avanza de manera simétrica el odio a la lectura.
Y es que pedirle a un adolescente que disfrute la lectura de El Lazarillo de Tormes o Primero sueño es como pedirle a un
egresado de pedagogía que lea con deleite un libro de álgebra avanzada. ¿Por
qué no se permite que el lector escoja lo que quiere leer y se le va
conduciendo poco a poco, ofreciéndole pequeños textos de otros autores en lugar
de hacerlo leer a la fuerza clásicos que muy poco le dicen y que, se supone,
deben de gustarle?
Pero quizá el mayor de los problemas de la lectura en el ámbito
escolar estriba en la insípida interpretación académica de los textos.
La interpretación textual es legítima. De hecho, es natural: cada vez
que leemos un texto, lo interpretamos, no sólo en el sentido metafórico, sino
en el literal también (interpretamos signos escritos como sonidos). Cada
lectura de un texto literario es una apropiación del sentido. Lo que nos dice
el libro no es aquello que el escritor quiso
decir, sino lo que nosotros vemos en él. Leer un texto es, también,
leernos.
Muchas de esas lecturas se han vuelto parte del canon y han
enriquecido al texto. A pesar de que muchas veces se pretende legitimar una
lectura o desaprobarla recurriendo a deducir o revisar aquello que “el autor
quiso decir”, en realidad esto resulta apenas de una importancia anecdótica,
importante, pero secundaria. Lo que dice hoy Hamlet es mucho más de lo que
Shakespeare pudo prever. Una vez que la obra literaria se hace pública, escapa
del control de su autor: es ahora propiedad de los lectores.
Esto, por supuesto, sólo es legítimo cuando hablamos de un texto
literario dado que al manejarse en un ámbito estético, requiere la
participación del lector en un nivel muy profundo: necesita su lectura para
encarnar en el mundo. Y lo mismo puede decirse del lector: sólo merced a esas
palabras le da forma a su mundo: la palabra instaura y hace visible aquello que
antes era un sentimiento amorfo e incierto. La lectura estética despierta
emociones, reconocimientos y esto es, necesariamente, subjetivo. Ese es quizá
uno de los misterios del arte: es lo más subjetivo y, al mismo tiempo, puede
ser leído por todos.
Esto no puede decirse de otro tipo de textos. A pesar de que podemos
interpretar a nuestro antojo cualquier documento, sería nocivo intentarlo con
textos jurídicos o científicos. Una regla de éstos es, por ello, escribirse de
la manera más sencilla posible, que no deje lugar a dudas de su sentido una vez
en posesión del código. E incluso en estos casos se cuenta con un grupo de
exegetas profesionales que se encargan de descifrar el significado verdadero del texto. La importancia de
estos intérpretes es tal que, en el caso de ciertas obras muy cercanas a la
literatura, han creado divisiones entre los lectores en grupos en franca
malquerencia. Esos libros, muchos de ellos verdaderas obras maestras, son
llamados textos sagrados o algo así.
De cualquier manera, esta interpretación que inevitablemente hacemos
de las obras literarias dista mucho de aquella que se acostumbra en un ámbito académico.
A saber, la primera es intuitiva y espontánea mientras la segunda es racional y
calculada. En la primera, y esto es lo notable, hay, a pesar de las
diferencias, una cierta analogía entre las distintas lecturas. No sucede esto
con la segunda.
Resulta digno de notar que en el mundo moderno este tipo de lectura
“razonada” se considera la verdadera,
la adecuada; aquella que tiene fundamentos, mientras que la
lectura natural se considera apenas un primer acercamiento. Esto tiene qué ver
con la ideología que ha dominado nuestro mundo desde hace siglos, donde aquello
que no se pretenda racional se supone
inferior o incluso perjudicial. Tal cosa, que en muchos ámbitos es aplaudible
(no se puede juzgar una teoría científica en base a si nos hace sentir bonito), resulta extraña cuando hablamos de
lecturas estéticas pues precisamente lo que hacen es recrear una experiencia;
darle palabras.
Así, en el ámbito académico es frecuente ver que se hacen
interpretaciones del menor detalle de una narración; del más nimio signo de un
poema bajo el pretexto de desentrañar (con todo lo gráfico que pueda ser esta
palabra) el verdadero significado de
un texto literario. Hay interpretaciones sociológicas, feministas,
psicoanalíticas, biográficas… todas ellas aseguran develar lo que el texto
“realmente” quiere decir. Por supuesto, muchas de ellas (no todas) pretenden
apoyarse en el autor. Así, los intérpretes aseguran saber más de lo que quiso
expresar el autor que el autor mismo, toda vez que fue tan inepto para no
articularlo de manera que todos pudiésemos entenderlo claramente.
Que después de sus análisis quede poco ya de belleza en la obra no
parece importarles demasiado a quienes esto realizan, satisfechos.
Más allá de los paralelos evidentes entre Pedro Páramo y la escatología,
amén de sus resonancias míticas, recuerdo una lectura alegórica de Juan Rulfo
donde el experto insistía en que el texto era un manual preciso de un rito para
viajar por el reino de los muertos.
Pero no se debe ser tampoco excesivo en los juicios. El problema de
dichas interpretaciones no es que se realicen. Es legítimo hacerlas y muchas
veces revelador. En muchas ocasiones iluminan aspectos de la obra que
enriquecen el texto. Cada nueva lectura puede ampliar el sentido de la obra
porque el sentido ya estaba ahí.
Recuerdo ocasiones donde después de un análisis formal de un poema se
hizo más clara la manera en que el autor logró transmitir ciertas sensaciones.
Tales estrategias formales, sin embargo, quizá nunca fueron conscientes por el
autor. El ritmo y la dicción del poema llevan muchas veces a que estas formas
se hagan manifiestas. Los análisis nos permiten conocer más sobre la obra
literaria, pero no a sentirla más;
nos permiten apreciarla de maneras insospechadas antes, quizá más sofisticadas,
pero no a gustar de ella. Se puede analizar cualquier texto, desde el manual de
operaciones de una licuadora hasta un cuento de Borges. Sin embargo, ninguna
interpretación hará que me guste aquello que no me sedujo en la primera
lectura.
Aunque en no pocas ocasiones la exegesis deriva en una
sobreinterpretación donde la obra sirve apenas como mero pretexto para decir
aquello que el intérprete quiere, en realidad cada quien es libre de leer el
texto como quiera. Y si lo que se quiere es encontrar en cualquier obra una
referencia a una obsesión, no hay reglamentos ni policías. Es válido, aunque
poco útil, al menos para la literatura.
Acaso el único problema de la interpretación sea la imposición que de
ella se hace en ciertos ámbitos. Cuando el intérprete pretende que la suya es
la única razón válida, que aquel que no coincida con él es por decir lo menos
un idiota, es cuando empieza el terror a la literatura. Entonces no sólo se
tilda a otros razonamientos de insensatos, sino que se descalifica la primera
lectura. Es decir, se rebaja aquello que primero nos hizo acercarnos al texto:
la recreación, el placer, la sensación…
Al fin y al cabo, entonces, la obra literaria nunca fue lo importante,
sino aquella verdad que el intérprete ha dilucidado.
Y entonces la literatura deja de serlo. Se convierte en código para
iniciados en la verdad; en una cárcel más de la imaginación. La literatura se
parece cada vez más a una religión ciega y el lector, cada vez más a un
seguidor sumiso.
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