Días de clase
Dedicado a esos héroes del bachillerato
que buscan nuevas y estridentes
maneras de no hacer nada...
Y que, a pesar de todo, aprecio mucho.
Hasta hace pocos meses
todavía podía pasearme por la Calzada de los poetas al terminar las clases, pero
desde que cambiaron la ubicación de la preparatoria, el mejor momento del día
es cuando la pareja de novios a mi lado en el metro deja de hablar y puedo
continuar mi lectura en lugar de enterarme de la vieja puta de su oficina a la
que se le transparenta el calzón.
“Los ascensores están
llenos; espere y repita la llamada”, es el cántico con el que nueve de diez
ocasiones me recibe el nuevo edificio. La cantilena es tan pegajosa que el
altavoz debe repetirla una y otra vez por varios minutos, pero como ya me la sé
de memoria, mejor uso las escaleras para subir seis pisos en menos de tres
minutos. En febrero rompí mi propia marca.
Luego basta pasar a la
sala de firmas y bajar cinco pisos para empezar las clases.
El salón se encuentra
sumido en la mayor de las tinieblas. A los alumnos les gusta hacer una
atmósfera tipo Drácula para poner de
telón de fondo a sus sueños. La luz del sol (o en este caso, de cuatro
lámparas) los aterra y saca de sus profundos pensamientos.
Después de indicar que
hoy hablaremos de los poetas de la Generación del 27, y mientras paso lista,
les pido que escriban el tema en sus cuadernos. Aprovecho para preguntar si
tienen ya las copias de los poemas que leeremos. La mitad del salón dice que no
mientras escucho a uno de ellos tararear que “este es un reggaetón lento” con
la mirada hipnotizada en un punto del piso. Por ahora lo hace con sus
audífonos; después de cinco minutos pondrá una de sus bocinas.
—
Pues,
así las cosas, empecemos. Bien, digamos, ¿qué entienden por “generación”?
— Mientras estaba así, le embonó una de
este tamaño. De verdad; de éste tamaño— dice Alumna a sus compañeros mientras
con sus manos especifica la longitud de una de esas calabazas que usan en la
gustada celebración del Halloween.
— Veo que sabes mucho de la Generación
del 27, ya que no pones atención, así que, ¿qué me puedes decir?, ¿qué entiendes
por “generación?
— Pues creo que “generación” es lo que
se genera, pero por qué me pregunta a mí, si yo no estaba hablando.
— Bueno, ¿cuándo crees que haya sido
nombrada la Generación del 27?
— Esa sí, esa sí me la sé; fue en el
98, ¿no?
— ¿Por qué piensas eso?
— Pues porque vimos lo de la Generación
del 98, ¿no?
— Pues sí, pero eso fue hace dos
semanas.
—
Ash,
entonces no sé. ¿Por qué me pregunta a mí, si yo no estaba hablando?
Mientras empieza a subir el rumor en el salón, un par de adolescentes entra con sendos vasos de sopa instantánea de esas que les dicen “Maruchas” (y cuyo nombre significa “niño redondo, que es como quieren acabar muchos alumnos, pues no pueden dejar de rumiar cual bovino en un día de primavera). A veces piden permiso de entrar; esta vez no es así. Ríen mucho; una de ellas dice “hazte a un lado, pendeja” y vuelve a reír mientras por un empujón de “la pendeja” derrama el contenido de su vaso en el suelo. Ríen más y después de mirarme, entre más risas, dicen que van a limpiar. Siguen riendo mientras otro compañero suyo, que estaba sentado (como no, comiendo), se les acerca con una hoja de cuaderno. Se empina y comienza a fregar, con lo cual lo único que consigue es batir el suelo. Otro de sus compañeros no resiste darle un empujón al voluntarioso joven que pelea a muerte por manchar perfectamente el suelo mientras le grita “Órale, güey, ahí está lo que te tragas”.
Alguien grita,
jubiloso, “sátira” (palabra que al parecer dije en una crisis de ausencia que tuve hace
varios meses en clase).
Mientras tanto,
Alumna-que-no-sabe-la-diferencia-entre-un-siglo-y-otro, ya se volteó (mientras se
nutre con unos chocolates cubiertos de dulce sabor menta) y se ríe
escandalosamente de algo que no alcanzo a descifrar. Compañero suyo dice que
esa pinche tarea no la hizo.
Salvo siete u ocho que
han leído los poemas de García Lorca y Cernuda que pedí, resulta que nadie más
tiene siquiera los poemas. Unos los buscan en internet y su indagación los
lleva, según parece, a un video donde un señor de voz gangosa canta a todo
pulmón entre sonidos de baja frecuencia: “ni que valieras tanto para perderme
en el alcohol…” Misteriosamente, el video empieza a sonar en unas bocinas y
nadie sabe cómo llegaron o cómo funcionan.
Me acerco para
apagarlas, pero de pronto les sale dueño, quien dice que no agarre sus cosas,
que le costaron muy caras. Le digo que sus cosas no me interesan, que sólo voy
a apagar esas bocinas que a nadie pertenecen. Es entonces cuando recuerda que
son suyas y en cuanto hago el ademán de agarrarlas, las quita y mis manos apresan
el vacío. Le digo que las apague y dice que no. Le indico que me las entregue y
me pregunta que si se las voy a pagar; que son suyas. Le digo que salga del salón y grita un
rotundo NO (que busco reflejar con mayúsculas).
Salgo entonces a
buscar a un prefecto (antes, cerca del bosque, no había) pero por alguna
extraña razón, sólo los encuentro una de cada veinte veces que los necesito.
Regreso al salón y ya
hay un grupo de sanos muchachos al fondo que se está aventando pedazos de torta
de queso de puerco. Sé que lo único que calma los ánimos estudiantiles es el
sonido de mi bella voz en el viejo y aburrido ejercicio del dictado, así que,
aunque no me gusta, después de advertirles del dictado y de tres o cuatro
minutos en que los atentos alumnos sacan por fin sus libretas, bolígrafos y
(algunos) anotan el título y la fecha, comienzo mi perorata: “En 1927 se
conmemoraron los trescientos años de la muerte del poeta Luis de Góngora, así
que…”
Por alrededor de cinco
minutos más, sin contar las numerosas veces que debo repetir lo dicho porque no
escucharon o los distrajo alguien que se asomó por la ventanilla del salón, cesa
el ruido y sólo escucho, como en otras preparatorias donde he dado clase, el
murmullo de algunas voces.
De cuando en cuando, se
escucha la palabra “sátira”, seguida de risas como de Beavis & Butthead.
Cuando detengo mi cháchara
debido a que cualquiera de los siete alumnos (o alguno de los otros treinta que
esta vez sí puso atención: si se lo proponen muestran sobrada inteligencia)
hizo alguna pregunta o para explicar algunos puntos interesantes del desarrollo
(a pesar de lo efectivo del método del dictado, sigo negándome a sólo limitarme
a dar datos, nombres, títulos y fechas, lo cual hará que odien más si cabe a la
lectura), los rumores de fondo empiezan a subir de volumen. Como si se tratase
de uno de esos equipos de sonido de antaño, se puede escuchar claramente cómo
los decibeles suben en cuestión de segundos. Para cuando acabo de decir que “la
mayoría de ellos tuvo en cierto momento influjo del surrealismo; hay que pensar
en el contexto: la postguerra, la Gran depresión…”, Alumno-que-refriega-el-suelo
y sus amigos están ya compitiendo a carcajadas por ver quién le atina al bote
de basura con bolitas de papel mientras rumian chicles.
Otro grupo, que
incluye a Alumna-que-ama-la-etimología se juntó de nuevo y su rumor opaca
incluso a los basquetbolistas. Le pregunto directamente a un miembro de este
grupo —camisa de color blanco, sonrisa eterna, peinado de cono de helado— si no
puede dejar de hablar.
—
Nostoy
hablando.
— Bueno, deja de hacer escándalo.
— Quenostoyhablando.
— Escucho que estás hablando. O eso o
mueves la boca en singular mímica.
— Peronostoyhablando.
— Quesístáshablando.
— Peraellasyolasvihablando.
— Pero te estoy preguntando a ti.
— Yonostoyhablando.
—
Bueno,
ya. Deja de no hacer lo que no estás haciendo.
Después de este
episodio, anuncio que, dado que mi interés no es que se aprendan datos, sino
que lean literatura y aprendan a escuchar y a opinar, vamos a leer los poemas.
Les pido a quienes no traen la selección que preparé que se junten con quien sí
la traiga. Alguien ya está presto a buscar en youtube la recitación y sin preguntar manda la señal a unas
bocinas. Escucho entonces a un declamador de esos del siglo XIX leer con acento
de argentino. Pido que apague eso. Esta vez obedece, no sin antes preguntarme
si no me gusta Julión Álvarez. Como de pasada le indico que no,
aquel-que-no-hace-lo-que-en-ese-momento-hace, me expresa su duda acerca de si
no soy mexicano o qué mientras saca de sus bolsillos un dulce que se mete a la
boca.
Dejo la respuesta para
después y en cuanto digo que vamos a leer un poema de Federico García Lorca, el
más conocido de los poetas de la Generación del 27, alguien grita: “Otra vez
esa mamada de lo del 27”.
Me vuelvo y es, como
no, el cuate del “reggaetón lento”, quien siempre mueve la boca como si
estuviese mascando chicle (o en verdad lo está haciendo, a saber). Le digo que
ese es el tema del día; que, si no quiere escuchar más de él, se salga, aunque
le advierto que es un tema del examen.
—
¿Pero
eso en qué me va a servir, a ver, para qué?
— Pues a ti… de nada. Pero leer te
ayuda a saber expresarte.
— Pues yo ya sí me expreso así; como
así; pues como así…
— ¿Cómo qué?
—
Pues
como así.
Salgo a ver si el
famoso prefecto ya anda por ahí y como sigo sin verlo, regreso al salón. Dos
personajes están trenzados en una llave de lucha libre, así que les pido que se
calmen y me entero que un amigo le quitó al otro su celular y el pinche puto no
se lo da. Lo del celular (no lo del pinche puto) me hace volverme para ver a un
grupo de tres chicas que están sentadas frente al pizarrón, con celulares
conectados a la línea de corriente en la mano. Les pido que se sienten y en
coro me dicen que su celular ya se descargó.
Nuevamente del fondo
del salón alguien grita “´sátira” y tres o cuatro ríen en murmullos.
Les digo que para
empezar no tiene por qué estar con su celular y que, aunque les permito
conectarlos, no tienen que tenerlos en la mano para que sus aparatos se carguen
de energía.
Mientas el grupo se
sienta, hay un pequeño instante de silencio (quizá aprovecharon la pausa para
recargarse de cosas que puedan meterse a la boca), así que de nuevo les pido
sacar sus copias de los poemas y les digo que leeremos todos juntos (“la poesía
está hecha para leerse en voz alta”, les recuerdo) “Paisaje de la multitud que
vomita”.
Cuando los diez o doce
que leemos (la mayoría nunca sacó de su mochila las copias siquiera) llegamos a
“son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora/ los que nos empujan
en la garganta”, escucho, entre los rumores de los otros veinte, la risa
machacona de una de las alumnas. Como supongo que ya acabó de deglutir aquello
que tuviese en la boca, le pregunto qué le parece tan gracioso. No responde,
así que confieso que su risa en mitad de un poema es como un taladro en mitad
de una sinfonía. Me dice que soy un grosero. Así pues, le respondo que, si no
va a leer, puede salirse, y si no; que por favor esté en silencio. A ello me
responde con el consabido: “nostoy hablando; sí estoy poniendo atención”.
Como confío plenamente
en su palabra, le pregunto qué relación observa entre el poema y lo que
hablamos del contexto mundial. Su respuesta es que el señor Lorca quería que
todos vomitasen. Alguien, en otro lado, dice que el tono de este poema es
desesperado por la situación mundial; la Gran depresión, el Periodo
entreguerras... Alzo la mirada y veo a uno de los alumnos que normalmente no
ponen atención y le digo que está muy bien. Le pido que continúe. Otro alumno
comenta también algo y por cosa de un minuto, se puede escuchar lo que dicen.
Después de ese minuto
vuelvo a escuchar sólo las carcajadas de la
Alumna-que-nostáblando-que-sí-pone-atención y le pregunto por aquello qué decía
su compañero. Responde que el señor Lorca quería estar en depresión.
Intento que sigamos
leyendo, pero no puedo lograr que bajen la voz de sus discusiones filosóficas
acerca de quién va a ganar el torneo de la Primera división.
Aviso que preparé
algunos videos donde podremos ver la influencia del surrealismo tanto en la
poesía del 27 como en la cultura popular.
Mientras conecto el
proyector, les pido escribir sus impresiones de “Qué ruido tan triste”. Nadie
atiende mis instrucciones y alguien me pregunta que por qué me pone triste el
ruido. Así, pues, recurro nuevamente a un muy breve dictado.
El sonido baja de intensidad.
Sin embargo, noto que al fondo del salón hay un personaje con camiseta de
Nirvana el cual sigue hablando en voz muy alta y ni siquiera tiene el cuaderno
a la mano.
—
Oye,
tú, cuéntame, ¿qué estás haciendo?
— Pues nada.
— ¿Por qué no escribes?
— No escribo…
— Ya sé que no escribes, ¿por qué?
— Estoy hablando.
— ¿Y por qué estás hablando?
—
Estoy
hablando.
El Repetidor
instantáneo toma un momento para recobrar energía y entonces le pregunto.
—
A
ver, dime tu apellido.
— ¿Para qué?
— Te voy a bajar un punto.
— Ah, ¡bueno!…
— ¿Tu apellido?
— Repetidor-instantáneo-de-lo-que-me-dicen.
— Repetidor, Repetidor… Oye, no estás
en lista.
— ¿No estoy en lista?
— Mira… ¿Estás inscrito en este grupo?
—
Sí…
En este grupo.
Alguien dice a mi
espalda: “sí, está inscrito, pero ya pasó esta materia”.
—
¿Ya
pasaste? ¿Y qué haces aquí?
— No sé.
— ¿Por qué no te sales? ¿Qué haces
aquí? No creo que te interese mucho la clase, ya que te la pasas hablando.
— No sé.
— ¿Te gusta molestar o qué?
— No sé.
— Vaya. ¿Sabías que al líder de ese
grupo cuya camiseta traes le gustaba la poesía?
— …
— ¿Sabías que voy a poner algunos
poemas de Jim Morrison?
— …
— ¿Entiendes de qué te estoy hablando?
— …
— ¿Sabes qué cosa traes puesta o no
sabes siquiera qué es?
— Como sea, por lo menos no me estoy
desmayando ni digo “sátira”.
—
Será
porque no estás enfermo. ¿Escuchaste cómo dije desde el primer día que estoy
enfermo o no escuchaste siquiera eso? Y no sé qué le ven de gracioso a esa
palabra. ¿De verdad no tienen nada qué hacer?
Tras de verlo alzarse
de hombros, le digo que salga del salón. No hace caso. Voy de nuevo en busca
del prefecto y, aunque, no está, veo al personaje salir.
Ya un poco más
calmados, les pongo la proyección… Al momento de llegar a canciones en inglés
les pido poner atención a lo que dice su letra. Tras un par de minutos, supongo, se
cansan de leer y escucho platicas por todo el salón. No tardan en escucharse en
las bocinas los peculiares sonidos de la tambora y el acordeón.
Alguien se levanta,
toma sus cosas y sale del salón sin pedir permiso. Sin embargo, se queda con la
mitad del cuerpo dentro y parece listo para una larga plática… Cierro la puerta
y él la abre muy enojado dicendo, “pinche viejo loco”. Es entonces que le digo al muchacho —chamarrita
con arreglos de peluche en el gorro, pantalones apretados, corte de cabello de
barquillo de limón— que, si se va a ir, me parece muy bien, nadie está aquí por
obligación, pero que se decida; o se queda o se va.
Azota la puerta y tras
volverme, veo que, tras subirle a la melodía de agropecuarios sonidos del
norte, un par de chicas ya se puso a bailotear.
Harto, tiro la toalla
y recurro a lo único que los mantiene si no callados, por lo menos ocupados:
—Bueno, si es lo que
les gusta, si no pueden opinar ni leer; si sus sentimientos les parecen una
basura indigna de expresarse, busquen el “Romance de la luna” de García Lorca y
contesten las siguientes preguntas…
1- ¿Cuántas estrofas tiene el poema?
2-
¿Cuál
es su métrica?
3-
¿Qué
tipo de rima…?
4- Y así y así…
Eso les lleva
aproximadamente diez minutos después de preguntar “¿la métrica de qué?”.
Explico, pero a muchos les cuesta entender que me refiero a la métrica del
poema aludido en la primera pregunta.
Advierto que dejo de
calificar en quince minutos.
Veinticinco minutos
después, tras haber calificado, recojo mis listas. El chico del reggaetón suave
se me acerca y me pide que le califique. Reviso rápidamente sus respuestas y le
pregunto qué es una rima consonante.
No dice nada. Mira
nuevamente un punto fijo en el piso, murmura algo sobre el perreo intenso y se
va.
Una de sus compañeras
se indigna.
—
Oiga,
¿Por qué no le califica si sí acabó?
— Porque no tiene idea de lo que
contestó.
— Pero sí lo contestó.
— No me interesan las respuestas, sino
que entienda qué escribe.
— Pero sí acabó.
— ¿Por qué no contestó mi pregunta?,
¿por qué viene hasta ahora, diez minutos después de que dije que ya no iba a
calificar?
— Sí, pero sí lo escribió…
— Caray, pues si quieres, tráiganme lo que
les falte de todo el mes...
— ¿Pero sí nos lo califica?
— …
—
¡Sátira!
Marzo del 2017
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