lunes, 2 de octubre de 2017

Estremecimientos, sacudidas; despertares

Estremecimientos, sacudidas; despertares


Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.

 José Gorostiza, Muerte sin fin

Los momentos en que los habitantes de un Estado se organizan por sí mismos en pos de un objetivo en común son excepcionales, pero no inusitados. Las celebraciones y las desgracias reúnen a los seres humanos y no es extraño que uno de estos momentos se convierta, de improviso, en el otro.

La muerte de un niño, el bautizo de otro; la llegada de un vecino, la despedida de otro; la enfermedad, el nacimiento; la muerte y la fiesta que termina en llanto. Los momentos aciagos y aquellos en los que celebramos la existencia reúnen al ser humano. Por un momento somos aquellos otros y las barreras en las que vivimos encerrados caen.

En estos días, ante una desgracia natural de una magnitud recordada tan sólo por algunas de las generaciones vivas, vimos una muestra de empatía y solidaridad que ya habíamos olvidado. Miles de jóvenes, adultos y ancianos, de hombres y mujeres, de diferentes religiones y tendencias políticas, de distintos puntos de México, de muy diferentes clases sociales, buscaron la manera de ayudar a quienes se habían visto afectados de una u otra manera por los sismos del pasado mes. No hubo violencia ni enfrentamientos. Fuera del oportunismo político de los individuos de siempre y de contados engaños de otros, tanto conocidos como de caras nuevas, fue una actuación ejemplar de los ciudadanos (menos lo fue del gobierno).



Tras varios días, la marea poco a poco regresa a su cauce habitual. No falta quien culpe de esto a los villanos conocidos: el gobierno, los medios y, menos, a la Iglesia y hasta la universidad salió involucrada por llamar a reanudar clases. La UNAM por no “permitir” que continúen las brigadas pues la universidad sirve más cuando no hay en ella clases, como todos sabemos; los medios porque “distraen” a la gente (y la “gente” se deja distraer porque el que mucho distrae buen distraidor será)… el gobierno porque… pues porque es culero (única cosa en la que estoy de acuerdo) y planeó todo con ayuda de la Iglesia y, no falta quien lo diga, los judíos (sólo faltan los nazis para hacer esto más delirante).

Lamento, como todos, que la actitud de cooperación espontánea y la hermandad instintiva de estas semanas vaya desapareciendo y en su lugar aparezcan de nuevo las caras de enojo, la búsqueda del beneficio personal y el tedio. Sin embargo, me parece no menos que natural. Y, ni modo, la verdad no creo para nada lo de las conjuras eclesiasticojudeomasónicogubernamentalcapitalistas, pero sí en la naturaleza humana.

Y es que este tipo de movimientos espontáneos en algún momento desaparecen. Recuerdo ahora que hace muchos años, cuando creía en los movimientos sociales y en la posibilidad del cambio a través de las multitudes, siempre en una forma pacífica y solidaria, vi Miedo y asco en Las Vegas donde, refiriéndose a sus recuerdos de aquellos años sesenta que tanto admirábamos y evocábamos, aparecían las palabras:

Había locura en todas direcciones, a cualquier hora. Si no al otro lado de la Bahía, por Golden Gate arriba, o hacia abajo, de 101 a Los Altos o La Honda… en todas partes saltaban chispas. Había una fantástica sensación universal de que hiciésemos lo que hiciésemos era correcto, de que estábamos ganando…

Y esto, creo yo, fue el motivo… aquella sensación de victoria inevitable sobre las fuerzas de lo Viejo y lo Malo. No en un sentido malvado o militar; no necesitábamos eso. Nuestra energía prevalecería sin más. No tenía ningún sentido luchar… ni por parte nuestra ni por la de ellos. Teníamos todo el impulso; íbamos en la cresta de una ola alta y maravillosa…

Así que, en fin, menos de cinco años después, podías subir a un empinado cerro en Las Vegas y mirar al Oeste, y si tenías vista suficiente, podías ver casi la línea que señalaba el nivel de máximo alcance de las aguas… aquel sitio donde el oleaje había roto al fin y había empezado a retroceder.

No es por falta de coraje ni de entereza. La fiesta y el duelo no pueden durar para siempre. Cuando esos momentos privilegiados de unión ajena a la clase gobernante se mantienen hablamos de una revolución y de una rebelión. Pero las rebeliones, tristemente, se dirigen, se apresuran, a convertirse en hecatombes, a extinguirse o a petrificarse. Ese fue el destino de movimientos tan hermosos como la Asamblea nacional y la Toma de la Bastilla; de la Comuna de París y la contracultura de los sesenta; de la Revolución mexicana… Y es que el leninismo tenía razón en algo: aquella rebelión que no cuente con líderes (independientemente de su interpretación clasista), con una vanguardia, está condenada a quedarse en un momento tan solo.

Las rebeliones sociales populares se convierten rápidamente en turbas sin dirección cuando no cuentan con líderes que las encaucen y las supediten a un fin fuera de los objetivos más inmediatos. Esto, que es un principio básico de las organizaciones y de la misma disciplina castrense, tiene dos causas.

La primera se deriva de que el ser humano en una masa compacta se deja llevar por los primeros impulsos que se le presentan. El animal hombre es un ser agresivo y sectario. Los mismos instintos que lo impelen a la participación dentro de un grupo lo llevan a acometer contra aquello que no esté dentro de aquel al que pertenece; a satanizar todo lo que le sea ajeno e intentar purificarlo. Los asesinatos durante el Terror y los saqueos tras la toma de la Alhóndiga de granaditas son un par de ejemplos. Se necesitó de la intervención de muchas fuerzas y personalidades para aminorar estos desmanes (a veces con éxito, a veces sin él).

La otra causa es, en apariencia, contradictoria. El hecho de que todo grupo humano se componga de multitud de individuos y el que cada uno de ellos tenga una idea personal de lo que lo motiva y lo que busca hace que en un momento dado la convergencia de objetivos se vaya desintegrando y que la alianza inicial quedé abortada. Los líderes acallan la disidencia a través de la disciplina y con ello mantienen la unión de los movimientos.

Es en el momento de la desmoralización y de la pérdida del liderazgo en el que la desintegración se ultima. Es el ejército insurgente tras la Batalla de las cruces.



Lo dicho hasta aquí no significa, empero, que celebre la existencia de líderes capaces de convertir una rebelión en una revolución. Las revoluciones tal como las conocemos terminan en dictaduras y las ideas, en doctrinas.

Los líderes, al acaparar el poder, imponen sus opiniones. La disciplina implica la obediencia a un criterio que se supone intachable, perfecto. La palabra del líder es ley y no puede ser discutida so pena de el error. Y para una disciplina revolucionaria, el error es el arma del enemigo; la disidencia, fruto de la oposición. Todo lo que no es la Verdad es la mentira; la sevicia que debe ser exterminada.

Los seguidores de un líder deben de acallar no solo sus propias discrepancias y opiniones, sino las de aquellos que, a su alrededor, externen dudas acerca de la opinión de los líderes.

La petrificación de las revoluciones e ideologías en dictaduras o en sistemas de partido único no es sino fruto natural de la disciplina necesaria para la existencia del movimiento sin que este se disgregue o termine en una turba sin control. La diferencia entre una tiranía y un partido único solo estriba en el número de participantes de la Verdad. La gran mayoría del pueblo sigue teniendo como única misión el obedecer y ser feliz. La felicidad obligatoria.

En el marxismo original, es verdad, no se habla de líderes y el resultado no es la dictadura personal o de un partido, sino la dictadura del proletariado; del pueblo que se gobierna a sí mismo. Sin embargo, esto no se logra debido a la unión de libertades, sino que es una fatalidad inevitable. No es historia, sino destino. El hombre, así pues, está atrapado en fuerzas que no puede controlar y la felicidad no es impuesta por un individuo (contra el que es posible rebelarse, sino por un silogismo; por la naturaleza misma).

¿Esto lleva a la conclusión de que cualquier intento de cambiar al mundo está condenado al fracaso?

En lo absoluto. Lleva a concluir tan solo que hasta ahora hemos hecho todo mal.

No creo en las masas sino en los individuos. Creo que hasta la persona que se ha portado de la manera más obtusa lo hace por ignorancia, por incapacidad de dominar los impulsos extremos y terribles del ser humano (los cuales no deben ser extirpados, sino encauzados; ellos son nosotros).



La conciencia que nos ha entregado al abismo, a sabernos mortales, es aliviada en la fiesta y en el duelo, en ese sentimiento de ser uno con los otros. Esos caminos no deben ser negados, pero tampoco debemos olvidar ese otro camino que es el amor; el conocernos en los ojos de otro; en sus palabras. El amor es sexo, es violencia, pero también es diálogo de almas.

Dialogar: conocer lo que dice el otro, los otros. Dialogar y llegar a una idea que podamos aprobar en libertad, sin negar las opiniones distintas, sino pactando una alianza. No a través de la disciplina, sino del pacto de opiniones; de la discusión (acalorada si se quiere, difícil, terrible, pero siempre menos que la violencia). La discusión que es el encuentro de libertades.

Es en el diálogo y la discusión donde encuentro la única manera de buscar un punto de convergencia que no implique la tiranía de un líder ni el ciego movimiento de los instintos. Crear entre todos, sin que ninguno sea callado ni reprimido. Con la voz de todos; de todo.

Nos decía nuestro maestro Huberto Batis: “todo lo sabemos entre todos”.



El afán de dominio ha creado la tiranía y la violencia humana, pero también la ciencia; la necesidad de ser reconocido por el otro lleva a los celos y al crimen, pero también al amor. El lenguaje lleva a la quimera falaz y al abismo de la conciencia, pero también esa conciencia ha hecho posible saber la alegría y la risa; la quimera es también imaginación, creatividad, poesía.


2 de octubre del 2017


César Alain Cajero Sánchez

jueves, 28 de septiembre de 2017

Están entre nosotros

Están entre nosotros

César Alain Cajero Sánchez

Aparecen siempre en tiempos aciagos, nadie sabe de dónde salen ni a dónde van; nadie sabe por qué hacen lo que hacen. Nadie los ha visto, pero todos hemos contemplado sus acciones.

En estos fatídicos días sus rastros son conocidos por todos; los conocemos por lo que dejan detrás.

Por un lado, están los más inofensivos y aquellos cuyas huellas son fáciles de identificar. Se cuentan en esta abundante y múltiple variedad aquellos que auguran males peores por venir: quienes se dicen amparados por la ciencia junto a aquellos que aseguran que todo es un pago por nuestros pecados. Unos juran en nombre de institutos extranjeros; estos otros por libros sagrados; otros por la verdad que algunos pretenden ocultar y aquellos de al fondo a la derecha, por la conjuración de los soles y los planetas. Ni unos ni otros pueden ubicar exactamente dónde ni cómo interpretaron o recibieron dicha información, pero todos repiten que el fin está cerca y es (casi siempre) causado por la necia humanidad… o por aquellos que la gobiernan. Aunque pocas veces se exhiben, no es por voluntad propia, sino porque suelen vivir en las sombras y en la periferia del mundo. No es extraño, pues, toparse a alguno por aquí y por allá.

De tener tiempo y ganas, uno podría buscar el origen de las huellas de estos mesiánicos personajes, pero pocas veces vale la pena. Son tan abundantes como variados y siempre que se da con uno de ellos, es imposible sacarlo de aquello en lo que se ha metido.

También es fácil tropezar con quienes dan direcciones equivocadas o datos triviales con errores. Sin embargo, estos no pueden ser clasificados enteramente como uno de aquellos seres (o instituciones, o lo que sean) que nos ocupan. Se trata más de una singular, pero no extraordinaria, metamorfosis que, en condiciones de apuro como aquella que se vive actualmente, sufre en algún momento cualquier individuo, y con él, la información que pretende transmitir. Asunto de códigos, emisores, receptores y mensaje, dicen los lingüistas.

Mucho más nocivos, pero de motivaciones transparentes son los clásicos charlatanes que llaman a “contribuir” cuando lo que buscan es su propio beneficio. Están los clásicos cacos, desde los de playera de rayitas y antifaz, hasta los buitres profesionales que se sirven con la cuchara grande de las arcas del gobierno y de las contribuciones de la población. Sin embargo, también aparecen los que buscan beneficio político, ya sea el pequeño militante que difunde todo lo que esté a favor de lo que cree y en contra de lo que no cree; ya sea el profesional que entrega despensas en la televisión heroicamente y lanza mensajes a la nación.

Llegamos, empero, a la parte arcana de esto cuando nos preguntamos por quién es el primero que escribe y difunde aquel tipo de mensajes llenos de fantasía. ¿El mal gobierno?, ¿AMLO?, ¿los Iluminati?, ¿La Santísima trinidad (alabada sea) y las once mil vírgenes?, ¿El príncipe de este mundo?



No me refiero, por supuesto, a aquellos casos donde se trata de equívocos sobre datos pequeños (aunque importantes en situaciones como la actual) ni a los fraudes transparentes, sino a cuando se difunden, con publicaciones elaboradas, imágenes y toda la cosa, noticias que hablan de derrumbes, recates, muertos, incendios y avisos urgentes, todos ellos “comprobados”. En el caso de la mayoría de quienes lo difunden, no me cabe la menor duda de su identidad: personas ansiosas que confían en sus conocidos, quienes a su vez confían en sus conocidos, quienes a su vez…

Pero como no entrego mi confianza a ouroboros, tiendo a pensar que todo tiene un inicio, el cual es el natural comienzo de todas las cosas. Así, pues, imagino que un ser humano, sobrenatural, extraterrestre, animal o planta dotado de la facultad de conciencia o, en último caso, cualquier inteligencia conocida o no, tuvo que iniciar el chisme.

Y es entonces donde surge la duda: ¿quién es esa entidad que nunca es posible ubicar del todo? ¿Por qué ante la cantidad de mensajes de este tipo que aparecen en tiempos infaustos, no se duda de su autenticidad?

Luego están los mensajes y la información que no solo resulta falsa, sino que mueve y llega a toda la sociedad. En esta semana se dio un caso donde aparentemente quienes cedieron a la seducción de un dato falso no fueron únicamente las personas crédulas, bienintencionadas o indolentes que solemos asociar a la difusión de estas notas, sino medios de comunicación, instituciones civiles y estatales y, de hecho, toda la comunidad nacional. Mienten quienes dicen haber sido inmunes a sus poderes de atracción. Si bien no todos se interesaron en el mismo grado, pocos, por no decir nadie, pensó fuera de las bromas habituales que no hubiese un fondo de verdad en el caso de la tristemente famosa niña atrapada.

¿Fue Televisa (y las demás televisoras y medios, manque se quieran curar en salud); a quien ya se señala con justicia por su penosa difusión del caso?, ¿la Marina nacional por corroborar una y otra vez dicha información? La primera ganó por un par de días en la lotería del rating, la segunda… ¿qué ganaba al corroborar y generar información al respecto?

No me explico los motivos que llevaron a alguien a inventar este tipo de cosa. Pasa lo mismo en los mensajes y notas a los que anteriormente ya he aludido, pero en este caso, la cosa se voló la barda.

Ya anteriormente ha sucedido, por supuesto, aunque, mi duda se hace con eso todavía más profunda. ¿Quién y con qué intenciones inventa ese tipo de cosas?

Ya se señaló, como era de esperarse, al Estado y a la Iglesia, que buscaban “distractores”. ¿Distractores de qué o para qué? ¿Nos distraen del sismo hablando del sismo? Ya se habló de la carrera desvergonzada por el rating, lo cual es verdad aquí y en todos los medios: a la gente le gusta el amarillismo y a se le da lo que pide. Es la lógica del negocio. Su terrible lógica, ni hablar. Sin embargo, ¿para qué buscar un rating caduco en pocas horas si después, y por un par de semanas, este se ha de desplomar junto con su credibilidad?

Durante dos o tres días vi en las redes sociales mensajes de edificios recientemente derrumbados y de suicidas; de temblores de más de 10 grados y de predicciones basadas en la alineación de los planetas que los científicos y los gobiernos intentan esconder por inconcebibles impulsos (anuncian a los huracanes, las tormentas y los tornados, pero como los temblores son más cotorros, hay que dejarlos hacer sus maldades). Nada de esto nos sorprende, creo, ya. Curiosamente, a despecho de lo que comentan, esto no sólo apareció en la televisión y los periódicos vendidos, sino sobre todo en ese lugar de la verdad, la transparencia y el empoderamiento de la sociedá que son las redes sociales.



¿Quiénes son aquellos que están entre nosotros y que controlan a los gobiernos, los medios y hasta al interné?, ¿acaso sus perversos motivos son tan oscuros y trascendentes como para hacerlos gobernar este mundo (y el otro)? ¿Qué ganan con inventar tal cantidad de tarugadas?

¿O acaso se tratará, como siempre, de la incompetencia (de un lado y de otro) que intenta taparle el ojo al macho hasta que ya no puede y al final se descubre la verdad en medio de abucheos?

Sea como sea, ellos están aquí y seguirán (seguiremos) develando la verdad de las cosas.


28 de septiembre del 2017


martes, 25 de julio de 2017

Una multitud en silencio

Una multitud en silencio



Si algo resalta en el trabajo de los más recientes autores es que no hay una estética o una idea que los una. De la misma manera en que ya no hay una ideología o un símbolo que aglutine a la sociedad, la comunidad artística se ha disgregado en diversos segmentos, cada uno de los cuales defiende su particular coto de acción y que carece de vínculos importantes con otros creadores.

No es que la existencia de grupos poéticos sea algo nuevo y tampoco lo es la polémica entre los mismos: lo es la cantidad ingente de estos grupos, la naturaleza de sus proyectos y la forma en que se dan las polémicas que llegan a ventilarse.


La mayoría de las agrupaciones poéticas de la modernidad provienen de una idea de la poesía: la del romanticismo. Tanto surrealistas como dadaístas, tanto los Contemporáneos como los estridentistas, compartieron una misma idea de la poesía: aquello que los separaba era la manera en que esta idea debía plantearse en la realidad, sin mencionar diferencias de carácter y personales que nunca dejarán de existir. Por otra parte, amén de la extensión de estos grupos, los cuales abarcaban a una cantidad numerosa de creadores, también es de considerar la amplia huella que dejaron entre aquellos que no se declararon directamente pertenecientes a una estética. Pablo Neruda, por ejemplo, no fue en estricto sentido “surrealista”, sin embargo, fue tocado por aquella estética; en México, el pintor José Clemente Orozco, perteneciente a la Escuela mexicana de pintura, tiene ineludibles deudas con el expresionismo.

La huella profunda de aquellos movimientos estéticos y la amplitud de los grupos que a su alrededor se formaron se explica en parte debido al clima existente durante la época moderna, donde existía una comunidad intelectual más bien reducida y con fuertes vínculos entre sus miembros. La mayoría de creadores se conocían entre sí y estaban al pendiente de sus respectivas obras e ideas. Son contados los casos de creadores que se hayan mantenido al margen de la discusión estética e intelectual con sus contemporáneos.

Al mismo tiempo, la actividad artística se encontraba directamente relacionada con la sociedad o al menos pretendía estarlo.

No es que en ese momento las multitudes estuvieran al pendiente de la creación literaria o que la cultura se encontrase al alcance del gran público, nada de eso. El divorcio entre la sociedad y el artista comienza mucho antes del siglo XX y las vanguardias representaron un paso más en la separación de ambas esferas. Lo que sí es incontestable es que la mayoría de las escuelas poéticas pretendieron hablar por la sociedad. Esto se explica debido a la idea romántica tanto del arte del pueblo como, de manera preponderante en el siglo XX, de la noción de la poesía como detonador del cambio social, de la Revolución misma.

Asimismo, se puede apuntar que, debido al tamaño de la comunidad letrada, existían mayores vínculos entre aquellos que formaban parte de lo que se puede llamar la élite culta. Hoy día esto ya no es así: un físico o un abogado no tienen apenas contactos y su inclinación por el arte es apenas anecdótico: no existen vínculos entre la comunidad letrada como no la existe entre ellos y el resto de la sociedad.

El tiempo de los grandes proyectos por un “arte social” están lejos pues la idea del arte como detonador del cambio cultural y social se ha eclipsado (independientemente de sus excesos durante el siglo XX). Los actuales nexos entre el artista y la sociedad son los impulsados directamente por el Estado, el cual se ha convertido en el gran consumidor de la obra artística (especialmente la plástica) sin importarle su naturaleza. El arte convertido en mercancía política y el literato en figura publicitaria; este proceso, iniciado en el siglo XX (con los muralistas como el ejemplo perfecto), continúa. Los métodos del Estado no han cambiado; es el arte el que ya se ha despojado de toda intención, en lo que es un reflejo más del fin de las ideologías.

A partir de la segunda mitad del siglo XX se vivió un paulatino abandono de las grandes confrontaciones ideológicas de la modernidad. La lucha entre las superpotencias se vivió más y más dentro del terreno técnico (y posteriormente económico) que en el ideológico. Como una broma final a Marx, la realidad tomó al pie de la letra su doctrina: el mundo se mueve tan sólo por la economía. Y fue la economía (de mercado) la que dejó atrás al marxismo.

Este proceso terminó con la caída del bloque comunista y la implosión de la última gran ideología revolucionaria. Con ella, también el liberalismo político (que no el económico) se desdibujó. El mundo que siguió carece de un relato, su interés se mueve al cambiante e in-significante vaivén de los caprichos del mercado.

Seamos claros: el neoliberalismo no es una verdadera ideología en tanto que no brinda una imagen del hombre ni del mundo. El individuo no tiene sentido más que como consumidor. La única libertad que le interesa es la de derrochar en pos de “ser él mismo”.

La lucha por la identidad de las pequeñas comunidades (y de los individuos) es justa y valiosa. Uno de los grandes riesgos de los pasados siglos fue la homogeneización del discurso y de la cultura. No porque existiese menos variedad, sino porque se le daba menos voz.  Sin embargo, resulta sugestivo comprobar que estas querellas en su mayoría no hacen sino reproducir modelos ya conocidos, y que el mercado encuentra en ellas un nuevo objetivo. Es cuando una colectividad pretende separarse del mercado cuando el escándalo deviene (el individuo será siempre insignificante en las sociedades contemporáneas).

En los días que corren, sin embargo, comprobamos una característica propia del ser humano: el integrismo, el instinto de tribu. La actual visibilidad de las pequeñas identidades y su convivencia no ha dado paso al diálogo entre puntos de vista ni al respeto de los mismos. Cada colectividad se ha mostrado reservado en su particular coto cuando no manifiestamente hostil e inclusive beligerante. El surgimiento del terrorismo cuyo origen es la intolerancia a la cultura de los otros es únicamente el ejemplo más extremo de esta situación.

Los recientes triunfos de las políticas intolerantes en países de primer mundo no son más que la voz de la inmensa minoría que pretende imponerse sobre las otras. No es que desestimen la voz de los otros: saben que existe y son conscientemente opuestos a ella. Temor, odio y ensimismamiento de las grandes masas: si el mercado sustituyó a la ideología, la pertenencia cultural reemplazó a la clase.

El romanticismo, durante la modernidad, fue el medio a través del cual se expresó desde el arte la oposición al pensamiento homogéneo de Occidente. La literatura romántica careció de un programa político, a pesar de que efectivamente tuvo resonancias políticas; careció de un programa ideológico, a pesar de que diversas ideologías, desde el anarquismo liberal hasta el socialismo utópico tuvieron orígenes en esa sacudida al orgulloso reino del pensamiento unívoco.

Si no político ni ideológico, si no organizado por un programa ni portador de reglas sobre el arte, el romanticismo para bien o para mal repercutió en todo arte de la modernidad: de él proviene la gran tentativa: convertir el arte en vida y la vida en arte. Cambiar al hombre; cambiar al mundo.

No fue el arte el que hizo caer a las ideologías totalizantes de la modernidad, sino las características del campo en el cual libraron sus batallas. En un momento dado, el Estado absorbió al artista… y cuando el Estado mismo se convirtió en un instrumento más del mercado, ¿qué quedó del gran arte moderno?

No es de extrañar que en ese contexto (del que tiene menos responsabilidad el arte que los artistas) a fines de siglo hayan aparecido diversas voces disidentes las cuales, desde sus respectivas trincheras, hayan pedido un cambio respecto a la tradición artística de la modernidad.

La poesía de las décadas recientes en su mayor parte se ha separado de la estética moderna (que es decir, del romanticismo). La virulencia de su ataque a la sociedad y el afán por la renovación del lenguaje no se encuentran presentes en las numerosas escuelas poéticas que han aparecido a partir de la década de los sesenta del pasado siglo.

Existen elementos en común entre estas distintas estéticas, sin embargo, no existe una idea cardinal que las una (a diferencia de lo sucedido en la modernidad, cuando a pesar de las diferencias estilísticas, existía una imagen común de la labor poética). Estos elementos son: la incorporación de diversos elementos de la tradición poética (lo que no excluye a las vanguardias y al romanticismo), aunque sólo superficialmente su visión del mundo; el acercamiento de los discursos poéticos a diversas luchas sociales o políticas; la creciente academización del discurso artístico, y la separación de las diversas escuelas.

De manera semejante a lo que ocurre con las luchas por las identidades colectivas, la disgregación de las escuelas poéticas no ha traído una mayor comunicación, sino un ensimismamiento en su discurso y la despreocupación cuando no descrédito a la misma validez de otros discursos.

La cercanía de muchas escuelas a las luchas sociales no es un reflejo de lo sucedido en la modernidad. La idea de que la poesía es capaz de cambiar al mundo se ha desvanecido en gran parte: no es el poema el que cambia al universo, sino sólo puede acompañarlo y custodiarlo a la distancia. Asimismo, estas luchas ya no pretenden un cambio universal: los grandes discursos se han evaporado y lo que queda son bregas en pos de la diversidad.

De nuevo: la existencia de tal cantidad de estéticas e ideas de lo que es la poesía puede parecer un síntoma de salud. Lo es. También lo es la cantidad de creadores en activo (explicable por las dimensiones de la población mundial y por las posibilidades de comunicación actuales).

La diversidad nunca ha sido un problema sino una riqueza. La cuestión a resolver es por qué en un momento con una abundancia semejante existe tal separación entre los grupos poéticos y entre estos y la sociedad.

Dado que no existe un sentido que convoque a tan diversos creadores, es natural que cada uno piense que sus presupuestos son los únicos válidos. La separación entre sus ideas es total: de la misma manera en que el cuerpo de la sociedad se ha atomizado, el artista vive en escisión respecto al arte: se ha formado un pequeño grupo del que no espera salir. El mundo fuera de su esfera de interés le parece intrascendente cuando no pernicioso.

Es así que los grupos subterráneos, provenientes de la nostalgia tanto de la vanguardia como de la contracultura, desestiman el trabajo de otros colectivos con una idea más tradicional de la poesía. Los discursos academizantes o conceptuales pretenden, asimismo, formar una poética prescriptiva que en realidad nunca sale de una esfera muy pequeña. El diálogo ha sido reemplazado por una innumerable suma de monólogos que no pretenden más que continuar conferenciando en su muy pequeño púlpito.

Un púlpito que no sólo separa a la comunidad artística, sino al mundo del arte de la sociedad.

Sería necio pensar que la poesía verdadera (sea lo que sea eso) tenga que ser apreciada por el gran público; no lo es el decir que el arte sólo lo es cuando es sufrido por alguien. Lamentablemente la escisión de la comunidad literaria en pequeños cenáculos ha hecho que el acercamiento al poema más allá de un pequeño círculo sea casi imposible.

No se trata de que deba existir un órgano rector o que deba aparecer una figura central en la poesía contemporánea, sino de que exista un espacio donde la enorme producción artística se enfrente al público fuera de su círculo íntimo. ¿Cuál es hoy el espacio para la lectura de las diversas obras, que se guíe menos por el monólogo al que pertenece que por la importancia de mostrar al público aquello que se está creando? No existe un espacio abierto donde no sólo exista la posibilidad de acercarse al lector, sino donde se pueda dar el diálogo fuera del escándalo y los pleitos de lavadero (que son, en su mayoría, aquello de lo poco que llega a salir a la luz de nuestra pobre comunidad artística). Todo ello resulta normal: sin una idea que dé sentido de ser a las diversas estéticas, no hay una forma única de estimar las propuestas de cada una de ellas. La polémica ha dejado de ser ideológica (dado que no hay un metarrelato en común que sirva de piso para la discusión) y ha pasado a convertirse en asunto de intolerancia, diferencias personales o simple antipatía.

Esto, nuevamente, no es causado por la poesía; es característica del mundo en el que se mueve el creador. Si en su momento los mejores artistas de la modernidad lucharon en contra de las doctrinas uniformadoras del mundo en que se movían, ¿podrá ser que hoy se eviten los peores aspectos del fragmentado mundo actual? No reduciendo la diversidad: aceptándola y reconociendo al otro; iniciando el diálogo; respondiendo al odio con la palabra y al mercado con la imaginación.


martes, 4 de julio de 2017

Ceremonia, pompa y querencia

Ceremonia, pompa y querencia



Especie escurridiza por naturaleza, el poeta se prodiga en rituales solitarios. Sin embargo, por sus mismas características, también suele ser endogámico, lo que en buen cristiano significa que se suele arrejuntar con los de su calaña.

Una de las más interesantes costumbres que existen es aquello que se llama recital poético, donde un grupo de personas, o lo que pasa como tal, se reúne para leer algunos versos mientras un público los mira con expresiones que van del coma a la desesperación. Lo más común es que tanto los espectadores como los oficiantes sean de la misma especie, con uno que otro colado que suele reconocerse porque ve mucho su celular y habla a cada rato con alguien apellidado “Córdoba” (en los tiempos heroicos se limitaba a ver su reloj, seguramente asegurándose de que no se le hacía tarde para ver a alguien con el mismo título).

Todavía hoy es un misterio las razones integrales del porqué de este ritual al que son tan afectos los individuos de este clan. Ciertamente, aquellos ajenos a su círculo llegan de vez en cuando alentados por el espectáculo que representa el ver a uno de estos “puetas”, especie que, aunque hoy se cuenta por cientos, resulta en peligro de extinción frente a los músicos, ingenieros, contadores o abogados. Además, la mayor parte de las veces suelen resultar más divertido que aquellos. Y más cotorros: por vocación, su especie es de esas que suelen hacer de la lengua un taco. Para algunos que los van a ver, se trata de un espectáculo parecido al de quienes hacen fila frente a la jaula de los changos. Con el inconveniente, a juzgar por algunos bostezos, de que, en este caso la exhibición dura bastante más.

En el caso de los asistentes de la misma tribu (y sus acompañantes, por lo regular de especies relacionadas), se trata de un momento perfecto para codearse entre ellos. A pesar de que la poesía se hace en la soledad sonora, resulta para ella necesario compartirse. Y aunque los asistentes no comparten más que algunos chiflidos, aplausos, risas y, en ciertos casos, efluvios corporales, sin eventos semejantes tendrían que inventarse otros para tener la oportunidad de alguna vez dar a conocer lo que producen. Y es que, como sabemos, si esta especie es (relativamente) rara; más lo es (y esa sí de a devis) la poesía. Tanto que más de uno dice que, aunque nadie la conoce, de que existe, existe.

Respecto a aquellos a los que la fortuna o el hado los destina a leer sus versos (que a veces tienen poesía, otras veces no y la mayoría de las veces quién sabe), son quienes pretenden dar a beber el ágape de la poesía. Sin embargo, la manera en que lo hacen es cuando menos curiosa. Y es que en lugar de dejar que cada uno de los lectores lea (valga el pleonasmo) los versos; lo que suelen hacer es: por todos estrechados, / alzar la copa frente a la alegre tropa /desbordante de risas y de contento;/ inundarlos en la luz de una mirada, / sacudir sus melenas alborotadas/ y decir[los], con inspirado acento…

Y así, en lugar de que cada uno realice ese culto secreto que es la lectura y recree en su voz la poesía, tiene que chutarse a unos cuates hablando. Nunca falta, empero, quien intenta disimular (a veces muy bien) el asunto mediante: A) Chistes, B) Actuaciones y performances, C) Poses de poeta del XIX, D) Explicaciones sobre su vida y sobre cómo hay que leer sus versos.

De más está decir que los dos últimos son los más aburridos.


Al parecer, sin embargo, tienen motivos para todo esto: la celebración de la poesía en el pasado fue colectiva y aún hoy algunos la practican, pero convirtieron la libertad en severidad o trivialidad, el cuerpo en pecado o mercancía y, siempre, el arrebato en rutina. Religiones les llaman unos; otros, dionisiacos, cambiaron el festín de la poesía por cualquier música que les permita imitar singularmente la cópula humana. A los “puetas” de hoy les han quedado, pues, sólo las catacumbas donde se aburren a gusto. Y a veces, cosa importante y notable, logran vender un libro (que en las estanterías ni regalado). Y a veces, todavía más milagroso, hay quien de verdad lo leerá.

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lunes, 3 de julio de 2017

Todos parejos



Todos parejos

Un reciente estudio del Inegi descubrió
lo insospechado: en México hay racismo

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—No, pero si en México no hay racismo.

—Pero si así lo dijeron en la tele y en el internet.

—No, pero si en México eso no hay, que no y que no.

—Pues si eso dijeron es que algo de razón tienen.

—Oh, que no. No seas pinche indio. Hasta pareces de Tepito.

—Pues me dijo mi primo que sí, que así dijeron y que es algo de lo que hay que preocuparnos ahora. Antes, no.

—Ni hay ni nunca ha habido. Dile al güero cagado de tu primo que primero aprenda a leer. Pinche ranchero de Monterrey.

—Antes no, antes no. Que te digo que ahora así dijeron.

—Puta, los racistas son los pinches gringos; son esos los putos. Hijos de su pinche madre.

—Allá no hay racismo. O bueno, tal vez sí. Pero allí no investigaron como aquí.

—Son esos putos. Y los españoles que llegaron a chingar. Manolos hijos de su mamacita...

—Aquí es lo más cabrón, entiende. México es el país más racista y más corrupto de la historia. Ahora ya lo es. Ya lo dijeron. Antes, no, porque antes... no.

—Chale, Oaxaco. Que te digo que aquí no hay racismo. Entiende.

—¿A poco no sabías que ahora existe el racismo y antes no? Es sistémico, dicen. Así dicen en el internet y en los estudios; así dicen.

—¿Quién dice, a ver?, ¿quién, pinche naco? Debe ser uno de esos pinches argentinos sudaca que vino a chingar. Por eso los sacaron de sus pinches países. Nada más para quitarnos el trabajo.

—Caray, contigo nomás no se puede. Ya dijeron en la tele.

—Mira, prieto. Aquí no hay racismo. ¿Cuándo has visto que seamos como esos pinches judíos, que nada más chingan a los mexicanos que les dimos de comer?

—Los mexicanos también somos racistas. Así dijeron en el INEGI. Yo lo vi.

—Yo lo vi, yo lo vi; pendejo. Ya deja de ver la tele; puras caricaturas y fútbol. Por eso estamos como estamos, pinches indios.

—Ya, pero esto lo dijeron en las noticias igual. Ve nomás.

—Eso pasa por estar viendo puras caricaturas de esos pendejos japoneses. Pinches culeros chinos. Por eso tienen que tragar perro y venirse aquí a vendernos sus chingaderas. 

—Pues mira, aquí, aquí lo dicen: ahora somos racistas.

—Antes qué, antes qué. Ese pinche estudio lo hizo algún pendejo chilango de esos que se sienten los muy cabrones y a la hora se les frunce. Esos maricones no saben lo que es trabajar. 

—En el internet lo dicen también. Mira, aquí está lo que dicen.

—Ya me cansé. Te voy a explicar por qué aquí no hay racismo. Ven. vente para acá […]

—Pues está bien, así, pues parece que sí. ¿Pero y lo que dicen en el Facebook? Está muy sad.

—Deja de hacerte pendejo. Al rato vas a andar chillando porque tiran los árboles. Ya te dije por qué México no es racista.

—Pues sí, si es cierto; México no es racista.

—Pues claro que no: ¿viste? ¿Entendiste todo? Aquí jalamos parejo.

—Como en todos lados, como en todos lados…

—¡A güevo! Aquí no existe el racismo.

—No: aquí todos parejo: aquí no existe el racismo.




lunes, 19 de junio de 2017

De generación en generación

De generación en generación

“Too weird to live, too rare to die”
Dr. Gonzo en Miedo y asco en las Vegas


Recientemente me enteré de la existencia de una oscura polémica motivada por unos cuantos del alud de artículos, opiniones y referencias a algo que los medios han llamado “generación de los millenials”. Para mi sorpresa, no se trata de que alguien haya pedido que termine esa fastidiosa repetición del término, sino que cuando entre el parloteo alrededor del tema, algunos criticaron ciertas actitudes (con razón o sin ella) de dicha generación, varios se indignaron.

Aunque el tema de los millenials no me interesa gran cosa y aunque me declaro escéptico en cuanto catalogar a las personas por generaciones, dicha polémica me llamó la atención. Creía que desde los lejanos sesenta, no había tal rispidez entre personas nacidas en diferentes épocas. No porque, como expondré más adelante, no existiesen enfrentamientos generacionales (entendiendo por esto simplemente entre padres e hijos o entre personas mayores y… más mayores… o como sea), sino porque al menos en lo que iba de mi existencia, nunca había visto que tales discusiones trascendiesen más allá de los desayunos familiares con golpe en la mesa y todo. O eso o es que nunca me interesó darme cuenta.

Pensé en un primer momento que sería útil definir a qué se refieren con la generación millenial, pero la verdad no creo que nadie esté seguro de qué sea eso. A veces dicen que es la generación cuya adolescencia comenzó en el cambio de milenio (más o menos los nacidos entre 1980 y 1990); otras que no, que es aquella que ha vivido desde esa fecha (que tienen de 1 a 17 años, más o menos). Otros juran y perjuran que son aquellos que han crecido con internet (esto es más complicado de datar), otros que los que crecieron con la crisis de las instituciones (¿?), y así. Es tan confuso el término que se puede etiquetar de esa manera a casi cualquier persona que tenga menos de cuarenta años (a veces también a algunos de más de esa edad) y que tenga ganas de decirse parte de la generación de moda.

Con la discusión (por decirle de alguna manera) alrededor de dicha expresión han salido a cuenta los nombres de otras ilustres generaciones, sobre todo la de los sesenta (en EU, baby boomers; aquí, “la de Tlatelolco”) y la Generación X (aunque nunca se especifica si se refieren a la que así bautizó Douglas Coupland o a la creada por MTV). Los años setenta quedan en el limbo, así como los que crecieron en las crisis económicas de los ochenta y noventa, aunque no faltan quienes ya salieron con nuevos y bombásticos términos para estas personas.

Una vez que expuse mi desconcierto ante lo que significa este término (no es novedoso, tampoco quedó nunca claro qué era la Generación X y si hilamos fino, toda generación es un poco complicada de definir), propondré como hipótesis de trabajo (para que vean que sí fui a la universidad) que podemos referirnos con el término millenial a cualquier persona, preferentemente menor a cuarenta años, que se sienta parte de un grupo de personas aludida con este mote y que, para ser tomada en serio… parece ser  necesario que haga uso constante del internet y las redes sociales. No veo más.

Hecho esto, como abogado del diablo que soy, creo que empezaré por exponer las cosas que se señalan de estos “millenials” y comentar al respecto.

Leo que todo empieza porque se menciona que los dichosos millenials no tienen un proyecto social definido ni se interesan en la política, a diferencia de la generación de los sesenta. A esto, puedo comentar que es verdad que la mayor parte de las personas menores a cuarenta años está completamente alejada de la política activa: no le interesa participar en ella, no hace crítica o elabora propuestas de ese talante. Alguien les pide, pues, una mayor participación, que los jóvenes (o lo que podemos llamar así) propongan y formen asociaciones, partidos y nuevos métodos de participación ciudadana; otros, que más entre ellos se muestren activos en las justas reclamaciones a los gobiernos.

Como dije, es verdad: unos pocos tan sólo entre los menores de cuarenta años (y el porcentaje va a la baja mientras disminuimos de edad) se interesan en la política pública y participativa, sin embargo, yo me pregunto en cuál época habrá sido la mayoría la interesada en estas cuestiones. Es decir: ¿en algún momento la mayoría de la sociedad estuvo directamente implicada en la puesta en marcha de las instituciones, partidos y asociaciones? ¿En algún momento todos participaron o quisieron participar en la formación de propuestas sociales y políticas? Tal vez en el tiempo de las pequeñas ciudades griegas o en las sociedades de cazadores recolectores, pero no se me ocurre otro ejemplo. E incluso en esas sociedades, eran los mayores de edad —mientras mayores, mejor— aquellos que se consideraban ciudadanos. Ya los cómicos griegos se quejaban de que nadie se ocupaba de los asuntos de la polis.

Es obvio que mientras una persona cuente con menos años de vida, se interesará menos en estas cuestiones. Es natural y hasta, a mi punto de vista, sano. Con esto no digo que sea mejor desentenderse de las cuestiones sociales, sino que cada momento de la vida tiene sus prioridades (sin excluir otras). Un veinteañero hace bien en poner en primer lugar a la música, a sus estudios y a sus relaciones interpersonales sobre la política pública (lo que no lo exime de interesarse en ella: prioridad no significa exclusividad). Pedirle a un adolescente crear instituciones es una hipocresía. Nunca ha sucedido tal cosa. Ni en la “maravillosa” década de los sesenta: aquellos que participaron en las marchas fueron una minoría de la población universitaria (de por sí minoritaria frente al grueso de la juventud mexicana); una minoría significativa, informada y que hizo frente a una institucionalidad caduca, pero una minoría, al fin y al cabo.

Ya dicho que la mayoría (de cualquier grupo de edad) de las personas en las sociedades modernas no se involucra activamente en la política, comento que eso no significa que nadie lo haga. Si existe algo en la actualidad que llame la atención es que un gran grupo de jóvenes se ha declarado a favor de tal o cual movimiento político. Las discusiones, expulsiones, sambenitos y adhesiones tanto en el espacio virtual (de lo que hablaré después) como en la realidad concreta están a la orden del día. Hay un grupo en la sociedad que gusta de señalar y difundir sus inclinaciones políticas todo el tiempo, sin descanso. Defienden desde las causas más nobles y razonadas como los fanatismos más groseros. Y no se trata tan sólo de apoyo virtual, sino que muchas veces se involucran activamente en estos movimientos.

Es verdad que estos movimientos no han formado un gran proyecto de nación y mucho menos se ha manifestado un gran relato de la Historia como a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando el comunismo o el anarquismo pretendían renovar al mundo todo. Se trata de proyectos mucho más acotados en sus límites temporales y espaciales. Por un lado, no se trata de “renovar” la Historia, por otro, su rango de acción abarca a lo más al país (y con proyectos que ni son propios ni son integrales). Pero esto más que una tara generacional se trata de una característica de la época.

Octavio Paz alguna vez dijo (hablando de otro momento histórico) que vivimos en un tiempo que es igual a todos los tiempos y que, sin embargo, es significativamente diferente. Esto es verdad para todos los momentos históricos (o al menos los de los últimos siglos): los jóvenes de todas las épocas han tenido intereses similares en su vida personal, pero la vida pública, el “espíritu de los tiempos”, hace que su actuación en ese terreno sea distinta.

Si no hay ya grandes relatos no es una cosa imputable a los jóvenes: es parte de un momento histórico en que éstos se han esfumado. Todavía hay movimientos políticos, inclusive que se ostentan como revolucionarios, pero su radio de acción y sus ambiciones han cambiado.

Por otra parte, aunque es cierto que no se ha formado un nuevo e imaginativo programa político (aunque sea dentro de los límites del Estado-nación) impulsado directamente por la juventud, ¿es que alguien, sea joven, adulto o senecto, está promoviendo algo semejante? Que es necesaria la imaginación ante el mundo en que nos movemos es algo por todos conocido: que esas nuevas ideas aparezcan por desearlas con mucho énfasis, es poco probable. No digo que ya no seamos realistas (pidamos lo imposible); digo que este realismo nos atañe a todos: no sólo jóvenes ni viejos. La forma en que estas ideas, sin embargo, serán diferentes de las del pasado: habrá que estar alerta en cómo se manifestarán las pesadillas de esos nuevos sueños.

Resultado de imagen para generación de los sesentaOtro tópico de esta discusión es el que apunta a los medios electrónicos y a las redes sociales por ser parte del problema que aqueja a los millenials. Se apunta que han fomentado una aceptación acrítica de todo lo que aparece en la nube (lo que antes llamaban “red”, pero cada año cambian términos) y que la actividad en ella vertida no alcanza repercusión en la realidad de una manera clara.

De nuevo: es verdad que aquello que se genera en internet es, en su mayoría, trivial y que fomenta no sólo la aceptación acrítica, sino la atomización social. Las redes sociales, a pesar de crearse teóricamente para mantener conectada a una “comunidad global”, permiten la creación de pequeñas comunidades de cuyos espacios bien delimitados no se saldrá nunca. La mayoría de estas comunidades, asimismo, están unidas por intereses superficiales e incluso aquellas donde se tocan temas de otras esferas, se encierran dentro de una opinión intocable. Toda disidencia se acalla simplemente ignorándola o vetándola con una acción tan simple y aparentemente inofensiva como un bloqueo. No hay mayor espacio de diálogo ni de confrontación de opiniones. La disidencia misma es vista como una falta de respeto.

Y también de nuevo: los medios no son malos en sí mismo. Son herramientas.

Toda esta discusión apocalíptica acerca de los medios me recuerda el griterío cuando apareció la televisión —la “caja idiota”— que suplantaba la charla cotidiana, enajenaba a los niños, estupidizaba a los adolescentes y alienaba a los adultos. Sí, internet está llena de trivialidades, como la televisión, el radio, las revistas, los libros y, en fin, la vida humana. Estas trivialidades (que van de lo que muchos catalogarán de estúpido a lo enajenante), sin embargo, son queramos o no, parte de lo que somos los humanos. La obsesión con la imagen pública que promueve Instagram parte del instinto social y sexual del ser humano: deseamos; buscamos ser deseados y reconocidos. La charla en torno a chismes intrascendentes en Facebook o Twitter es lo que vincula a las pequeñas comunidades (aquellas que son las más cercanas); la queja rabiosa e frívola como una vía de escape del malestar individual o social es necesaria para el funcionamiento de la psique.

Internet es un medio y como tal, hacemos de él lo que queremos y necesitamos.

Por supuesto, también necesitamos espacios para el diálogo, para la confrontación; foros donde ir más allá de los tópicos. Pero ello necesita un clima y un espacio apto para ello. la creación de éste no sólo atañe a un grupo generacional, sino a muchos. Ser capaces de escuchar sin violentarse, de interesarse en discusiones más allá del griterío y el aplauso acrítico, de confrontar opiniones… todas esas características que tanta falta le hacen al ser humano y que no siempre se pueden lograr, ni siquiera en la forma de comunicación más efectiva: el diálogo vivo, la plática personal.

Mencionaré la grosería, el griterío, el insulto y la exasperación respecto a las diferentes generaciones que algunos muestran en ciertos escritos (los menos) más adelante. Pero advierto que frente a este tipo de actitudes más que respuestas en el mismo tenor, necesitamos la ya mencionada capacidad del diálogo. Como creo no hablar con eternos menores de edad mentales (me vi tentado a decir “infantes”, pero la mayoría de los niños son capaces de más discernimiento que muchos adultos, casados con sus prejuicios), me parece que todos somos capaces de hacerlo, aunque ciertamente con dificultad. No en vano somos racionales —y qué bueno—, pero también instintivos —también, qué bueno.

Leo en algún artículo que se habla de un grupo de personas que bautizaron como “mirreyes” (otro terminajo desagradable), que se refiere a lo que en otros momentos clasificaron como “juniors”, “fresas” y demás palabras, que se pueden ejemplificar con el popular y en su momento —ya no— risible personaje de “El Pirrurris”. Cierto es que actualmente existen este tipo de personajes obsesionados con todos los elementos más desagradables del ser humano: fantoches, consentidos, ávidos de atención, interesados sólo en el dinero y el estatus… Son personas que, a un primer contacto (no tengo por qué guardarles prejuicios, la verdad no me ha tocado conocerlos a fondo) caen gordos. Sin embargo, como lo atestiguan sus ya citados motes (qué tal el de “curros” en el siglo XIX o el de “hijodalgos” durante los Siglos de Oro que tanto se parece al “esnob” de Thackeray), nunca han dejado de existir.

No me gusta hacer leña del árbol caído, así que ahí dejo el asunto: sí, son molestos, pero no son algo nuevo ni creo que desaparezcan mientras existan culturas que cuenten con grandes núcleos poblacionales.

Leí en otra parte acerca de que muchos millenials se ven interesados en una multitud de temas, pero no se enfocan en ninguno y, por supuesto, mucho menos en los “correctos”:

“Les preocupa el calentamiento global, el terrorismo, las migraciones, la desigualdad rampante entre billonarios y pobres, la extinción de las especies. En una palabra, la destrucción del planeta. Todo lo cual se entiende, pero el planeta no se acabará en el tiempo de sus vidas. El tiempo los alcanzará, tarde o temprano. ¿Y quién gobernará en México entonces?”

Es entendible que, quien piensa que sólo la política doméstica es importante (¿ven cómo a todos nos afecta el ocaso de la modernidad y los grandes relatos?), no comprenda la importancia de estos temas… aunque a mí me sorprende que la “desigualdad rampante entre billonarios y pobres” no esté entre sus preocupaciones al menos de segunda línea. Todo indica, en efecto, que el mundo no se va a acabar mañana, pero no es tan seguro que a fin de mes continúen las condiciones para que la especie humana pueda vivir de la manera como hoy la conocemos. Es curioso: hace unas décadas, Paz escribió que la amenaza de la bomba nuclear y la degradación de la naturaleza son temas urgentes pues no sólo afectan a una clase social, sino a todo el planeta, a la vida; que vivimos por primera vez un momento en que no estamos seguros de sobrevivir como especie al día siguiente… No estoy seguro que la situación haya cambiado mucho (en algunos aspectos es quizá peor: al parecer ya no hay el peligro inmediato de un ataque nuclear, sí el de comprobar que nuestra acción sobre el medio tiene ya consecuencias irreversibles).

Alguien (seguramente el señor de la tienda) también se preocupa por el futuro de los jóvenes, quienes no invierten, no son sujetos de crédito y prefieren gastar en caprichos… Como si los en los sesenta todos hiciesen inversiones en la bolsa, o los jóvenes de los noventa tuviesen cuentas de ahorro. En fin: críticas para aprovechar mejor el dinero de quien está en ese negocio. Como si la situación económica y laboral en que se vive diera para hacer planes a largo plazo. La situación económica actual, a escala mundial, no es imputable a generación alguna, con más que es a quienes comienzan a trabajar a quienes más afecta. Me parece que este tema y sus consecuencias va por otro lado y no soy precisamente el más apropiado para escribir de él (aunque me afecta, por supuesto... y gacho). 

Pero dejemos de lado mi papel de abogado del diablo (en este caso, de los millenials). Ahora expongamos mis dudas respecto a esta y a todas las generaciones en general.

Empezaría por preguntarme por qué alguien se siente atacado personalmente cuando otro hace una crítica de una generación.

Como uno de sus defensores mismos apuntó, “hablar de generaciones en abstracto es una trampa. Aunque estemos atravesados por los mismos eventos, nos separa todo lo demás”.  Sin embargo, inmediatamente después se puso a hablar en nombre de una generación: celebrar o defenestrar a personas, ideas, conductas y demás consagraciones. Entiendo que defienda sus ideas y convicciones; no que se contradiga de esa manera.

¿Qué nos hace pertenecer a una generación? Como ya mencioné al principio, en el caso de los millenials hay más bien poco que nos permita identificarlos además de internet. Nadie se pone de acuerdo en nada en relación a ellos.

Eso no es importante: en realidad siempre ha pasado algo semejante: los de la generación de los sesenta, ¿quiénes son? ¿Los que desfilaron en el politizado y anarquizante mayo del 68 francés?, ¿los muchachos que pedían un poco de participación democrática, destituciones burocráticas y deslindes en hechos de violencia cuando Tlatelolco en México?, ¿los hippies y el flower power, de Monterey a Woodstock y Avándaro, tan criticados por la izquierda de esos años?

¿Cada cuánto se cataloga una generación? ¿Cada diez años como la de los cincuenta y la de los sesenta, de “Popotitos no es un primor” a “Mari, Mariguana”? Pero entonces qué pasa con los años setenta, ¿son de esa generación los comunistas que formaban guerrillas y que, como graciosamente cuenta Juan Villoro, encontraban reformista a Marx?, ¿los chicos de las discos sacudiendo las nalgas al ritmo de “Stayin alive”? ¿O acaso los punks neoyorquinos e ingleses, con el lema de “No future” que luego se mexicanizaría con los Sex Panchitos punk?

Así podemos seguir. Recuerdo haber leído “¿cómo voy a pertenecer a una generación de la que no me siento parte?” La pregunta me parece que trae la respuesta. Uno sólo pertenece a una generación si coincide con ella, si se siente parte de ella. No todos los jóvenes que nacieron en los años cuarenta son parte de los “maravillosos sesenta” ni todos los que fueron jóvenes a principios de los noventa escuchaban a Nirvana y asumían una actitud nihilista.

Me cuesta trabajo entender cómo alguien se enoja cuando se critica a una generación (normalmente en los conflictos de ese tipo, los padres te reprendían personalmente, no en nombre de un abstracto, y luego generalizaban), pero eso se debe probablemente a que no me gusta ser etiquetado y que la noción misma de “generación” me es extraño.

Digamos entonces que uno pertenece a una generación cuando se siente identificado con lo que entiende por ella (lo cual no necesariamente es lo que otros entienden).

Esto último es esencial: ¿qué es lo que uno siente cuando mencionan a la generación actual, llamada de los millenials? Para la mayoría que le ha entrado a dicha polémica, este término se refiere a los jóvenes (de nuevo, lo que se entiende por esto, varía) de los que, también normalmente, ellos forman parte, universitarios en su mayoría y que admiran a figuras de la izquierda institucional de otros países —alguien ha mencionado a algún mexicano— o al menos, lo que más se le parece. Se manifiestan en contra del sistema, pero no de las instituciones, y desconcertados ante los pocos logros de la democracia y la difícil situación que se vive en el ámbito nacional (sobre todo; poco se menciona del ámbito internacional además de a Trump y a las figuras icónicas que ya mencioné).

Por supuesto, no es esta la única idea que de millenial existe entre quienes se sienten parte de dicha generación. Para mis alumnos, ellos (adolescentes y jóvenes de 15 a 20 años) son millenial y los mayores de veinticinco son rucos o, en su caso, chavorrucos (más y más catalogaciones). Se identifican con el internet, youtube sobre todo, el reggaetón, algunos programas de televisión y tener lana cuando crezcan. Son adolescentes, como dije, y me parece que es lo normal. Como normal también me parece que entre ellos haya quien se interese en otras cosas, desde el rock (un par de personas), la política (uno), los libros (uno), los negocios (tres) y las ciencias duras (tres también). Seguramente los otros también tienen simpatías escondidas aquí y allá. A todos les gustan los videojuegos (como a mí), a la mayoría el animé japonés y no sé qué más.

Resultado de imagen para chavoruco simpsonsNo me parece la gran catástrofe. En mi adolescencia la única pasión en común con mis amigos era el rock, casi una religión; varios programas de televisión (claro, los Simpson) y no se me ocurre qué más. La mayoría hablábamos bien de Cárdenas y del EZLN, aunque no estábamos bien enterados (otra cosa es que los adolescentes con convicciones suelen ser apasionados y testarudos). A pesar de ello, nos fuimos metiendo en lo nuestro. Tampoco lo considero propio de “mi generación”, como dice la gran canción de The Who; de niño lo que rifaba entre casi todos era la “Quebradita”. Lo grupero era desde entonces furor popular.

Hay muchas otras ideas de lo que es un millenial, dependiendo a quién le preguntes que simpatice con el término, le tenga antipatía o, de plano, se sienta parte de él. Yo nuevamente admito que no sé a qué se refiera ante tal cauda de significados: lo único en común a todos ellos son las redes sociales (no la informática) y pensar que saben a qué se refieren. Lo más cercano a gustos generacionales compartido es el animé, los videojuegos, los peinados de barquillo de limón y el reggaetón, aunque aun en eso hay quien no está de acuerdo.

Pero restrinjámonos al sentido que el término “millenial” tiene para los primeros que mencioné (que son quienes fundamentalmente han participado en esta polémica), a pesar que ello signifique echar por la borda a todos los demás.

Que estos millenials se sientan enojados cuando les echan en cara que por su causa el mundo está de cabeza me parece comprensible, pero en dos de los tres artículos que citan como ejemplo, no noto esto: sólo algunos deseos, una que otra crítica deslucida (las que he comentado antes) y es todo. Sí, hay un artículo por ahí bastante airado, pero la respuesta donde a todo el que critique se le tacha de que “[hace] todo lo posible porque nada nuevo termine por nacer” tampoco es de lo mejor, sobre todo cuando pontifica, señala y condena. Curiosa interpretación de textos que piden más participación y que nazca un movimiento de jóvenes con amplitud. Más curioso que las críticas se den porque alguien señale que “los jóvenes están justamente enojados” y que señala las taras de las instituciones (como casi todo el mundo señala, salvo uno que otro optimista bien compensado, el cual ni se asomó por todo este asunto).


Más allá, que se hagan reparos entre personas de diferentes edades no me parece para escandalizarse. Es parte de la rutina desde que el hombre es hombre. Pocas veces se ha dado un enfrentamiento tan fuerte como en las pasadas décadas, pero siempre ha existido. Los neoclásicos odiaron al manierismo y los realistas vieron con recelo a los simbolistas. Incluso muchachos que tienen escasas diferencias generacionales (me refiero a la generación en que fueron a la escuela) tendrán discusiones sobre si está mejor Naruto que Dragon ball o si Minecraft es peor que Mario Galaxy. Esta incomprensión —que se ejemplifica con el azotón de puerta después del desayuno y la frase “en mis tiempos…”— es tanto de los jóvenes hacia los adultos como viceversa. Los mayores son los “vendidos”, los “malos”, los “corruptos”, quienes “hacen todo mal”; los jóvenes “no son como éramos antes”, son “flojos”, “apáticos”… y además tienen mal gusto. Que haya excepciones y salga por ahí el abuelo “rebelde y buena onda” o el joven “atento y brillante” no cambia en nada esta situación.

Como no cambia en nada que cuando unos u otros hacen algún comentario sea mejor ponernos a salvo… y guardar la vajilla de la abuela antes de que empiece a volar.


César A. Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...