Una multitud
en silencio
Si algo resalta en el trabajo de los más recientes autores es que no hay
una estética o una idea que los una. De la misma manera en que ya no hay una
ideología o un símbolo que aglutine a la sociedad, la comunidad artística se ha
disgregado en diversos segmentos, cada uno de los cuales defiende su particular
coto de acción y que carece de vínculos importantes con otros creadores.
No es que la existencia de grupos poéticos sea algo nuevo y tampoco lo
es la polémica entre los mismos: lo es la cantidad ingente de estos grupos, la
naturaleza de sus proyectos y la forma en que se dan las polémicas que llegan a
ventilarse.
La mayoría de las agrupaciones poéticas de la modernidad provienen de
una idea de la poesía: la del romanticismo. Tanto surrealistas como dadaístas,
tanto los Contemporáneos como los estridentistas, compartieron una misma idea
de la poesía: aquello que los separaba era la manera en que esta idea debía
plantearse en la realidad, sin mencionar diferencias de carácter y personales
que nunca dejarán de existir. Por otra parte, amén de la extensión de estos
grupos, los cuales abarcaban a una cantidad numerosa de creadores, también es
de considerar la amplia huella que dejaron entre aquellos que no se declararon
directamente pertenecientes a una estética. Pablo Neruda, por ejemplo, no fue
en estricto sentido “surrealista”, sin embargo, fue tocado por aquella
estética; en México, el pintor José Clemente Orozco, perteneciente a la Escuela
mexicana de pintura, tiene ineludibles deudas con el expresionismo.
La huella profunda de aquellos movimientos estéticos y la amplitud de
los grupos que a su alrededor se formaron se explica en parte debido al clima
existente durante la época moderna, donde existía una comunidad intelectual más
bien reducida y con fuertes vínculos entre sus miembros. La mayoría de
creadores se conocían entre sí y estaban al pendiente de sus respectivas obras
e ideas. Son contados los casos de creadores que se hayan mantenido al margen
de la discusión estética e intelectual con sus contemporáneos.
Al mismo tiempo, la actividad artística se encontraba directamente
relacionada con la sociedad o al menos pretendía estarlo.
No es que en ese momento las multitudes estuvieran al pendiente de la
creación literaria o que la cultura se encontrase al alcance del gran público,
nada de eso. El divorcio entre la sociedad y el artista comienza mucho antes
del siglo XX y las vanguardias representaron un paso más en la separación de
ambas esferas. Lo que sí es incontestable es que la mayoría de las escuelas
poéticas pretendieron hablar por la sociedad. Esto se explica debido a la idea
romántica tanto del arte del pueblo como, de manera preponderante en el siglo
XX, de la noción de la poesía como detonador del cambio social, de la
Revolución misma.
Asimismo, se puede apuntar que, debido al tamaño de la comunidad
letrada, existían mayores vínculos entre aquellos que formaban parte de lo que
se puede llamar la élite culta. Hoy
día esto ya no es así: un físico o un abogado no tienen apenas contactos y su
inclinación por el arte es apenas anecdótico: no existen vínculos entre la
comunidad letrada como no la existe entre ellos y el resto de la sociedad.
El tiempo de los grandes proyectos por un “arte social” están lejos
pues la idea del arte como detonador del cambio cultural y social se ha
eclipsado (independientemente de sus excesos durante el siglo XX). Los actuales
nexos entre el artista y la sociedad son los impulsados directamente por el
Estado, el cual se ha convertido en el gran consumidor de la obra artística
(especialmente la plástica) sin importarle su naturaleza. El arte convertido en
mercancía política y el literato en figura publicitaria; este proceso, iniciado
en el siglo XX (con los muralistas como el ejemplo perfecto), continúa. Los
métodos del Estado no han cambiado; es el arte el que ya se ha despojado de
toda intención, en lo que es un reflejo más del fin de las ideologías.
A partir de la segunda mitad del siglo XX se vivió un paulatino
abandono de las grandes confrontaciones ideológicas de la modernidad. La lucha
entre las superpotencias se vivió más y más dentro del terreno técnico (y
posteriormente económico) que en el ideológico. Como una broma final a Marx, la
realidad tomó al pie de la letra su doctrina: el mundo se mueve tan sólo por la
economía. Y fue la economía (de mercado) la que dejó atrás al marxismo.
Este proceso terminó con la caída del bloque comunista y la implosión
de la última gran ideología revolucionaria. Con ella, también el liberalismo
político (que no el económico) se desdibujó. El mundo que siguió carece de un
relato, su interés se mueve al cambiante e in-significante vaivén de los
caprichos del mercado.
Seamos claros: el neoliberalismo no es una verdadera ideología en
tanto que no brinda una imagen del hombre ni del mundo. El individuo no tiene
sentido más que como consumidor. La única libertad que le interesa es la de
derrochar en pos de “ser él mismo”.
La lucha por la identidad de las pequeñas comunidades (y de los
individuos) es justa y valiosa. Uno de los grandes riesgos de los pasados
siglos fue la homogeneización del discurso y de la cultura. No porque existiese
menos variedad, sino porque se le daba menos voz. Sin embargo, resulta sugestivo comprobar que
estas querellas en su mayoría no hacen sino reproducir modelos ya conocidos, y
que el mercado encuentra en ellas un nuevo objetivo. Es cuando una colectividad
pretende separarse del mercado cuando el escándalo deviene (el individuo será
siempre insignificante en las sociedades contemporáneas).
En los días que corren, sin embargo, comprobamos una característica
propia del ser humano: el integrismo, el instinto de tribu. La actual
visibilidad de las pequeñas identidades y su convivencia no ha dado paso al
diálogo entre puntos de vista ni al respeto de los mismos. Cada colectividad se
ha mostrado reservado en su particular coto cuando no manifiestamente hostil e
inclusive beligerante. El surgimiento del terrorismo cuyo origen es la intolerancia a la cultura de los otros es únicamente el ejemplo más extremo de esta situación.
Los recientes triunfos de las políticas intolerantes en países de
primer mundo no son más que la voz de la inmensa minoría que pretende imponerse
sobre las otras. No es que desestimen la voz de los otros: saben que existe y
son conscientemente opuestos a ella. Temor, odio y ensimismamiento de las
grandes masas: si el mercado sustituyó a la ideología, la pertenencia cultural
reemplazó a la clase.
El romanticismo, durante la modernidad, fue el medio a través del cual
se expresó desde el arte la oposición al pensamiento homogéneo de Occidente. La
literatura romántica careció de un programa político, a pesar de que efectivamente
tuvo resonancias políticas; careció de un programa ideológico, a pesar de que
diversas ideologías, desde el anarquismo liberal hasta el socialismo utópico
tuvieron orígenes en esa sacudida al orgulloso reino del pensamiento unívoco.
Si no político ni ideológico, si no organizado por un programa ni
portador de reglas sobre el arte, el romanticismo para bien o para mal
repercutió en todo arte de la modernidad: de él proviene la gran tentativa:
convertir el arte en vida y la vida en arte. Cambiar al hombre; cambiar al
mundo.
No fue el arte el que hizo caer a las ideologías totalizantes de la
modernidad, sino las características del campo en el cual libraron sus
batallas. En un momento dado, el Estado absorbió al artista… y cuando el Estado
mismo se convirtió en un instrumento más del mercado, ¿qué quedó del gran arte
moderno?
No es de extrañar que en ese contexto (del que tiene menos
responsabilidad el arte que los artistas) a fines de siglo hayan aparecido
diversas voces disidentes las cuales, desde sus respectivas trincheras, hayan
pedido un cambio respecto a la tradición artística de la modernidad.
La poesía de las décadas recientes en su mayor parte se ha separado de
la estética moderna (que es decir, del romanticismo). La virulencia de su ataque
a la sociedad y el afán por la renovación del lenguaje no se encuentran
presentes en las numerosas escuelas poéticas que han aparecido a partir de la
década de los sesenta del pasado siglo.
Existen elementos en común entre estas distintas estéticas, sin
embargo, no existe una idea cardinal que las una (a diferencia de lo sucedido
en la modernidad, cuando a pesar de las diferencias estilísticas, existía una
imagen común de la labor poética). Estos elementos son: la incorporación de
diversos elementos de la tradición poética (lo que no excluye a las vanguardias
y al romanticismo), aunque sólo superficialmente su visión del mundo; el
acercamiento de los discursos poéticos a diversas luchas sociales o políticas;
la creciente academización del discurso artístico, y la separación de las
diversas escuelas.
De manera semejante a lo que ocurre con las luchas por las identidades
colectivas, la disgregación de las escuelas poéticas no ha traído una mayor
comunicación, sino un ensimismamiento en su discurso y la despreocupación
cuando no descrédito a la misma validez de otros discursos.
La cercanía de muchas escuelas a las luchas sociales no es un reflejo
de lo sucedido en la modernidad. La idea de que la poesía es capaz de cambiar
al mundo se ha desvanecido en gran parte: no es el poema el que cambia al
universo, sino sólo puede acompañarlo y custodiarlo a la distancia. Asimismo,
estas luchas ya no pretenden un cambio universal: los grandes discursos se han
evaporado y lo que queda son bregas en pos de la diversidad.
De nuevo: la existencia de tal cantidad de estéticas e ideas de lo que
es la poesía puede parecer un síntoma de salud. Lo es. También lo es la
cantidad de creadores en activo (explicable por las dimensiones de la población
mundial y por las posibilidades de comunicación actuales).
La diversidad nunca ha sido un problema sino una riqueza. La cuestión
a resolver es por qué en un momento con una abundancia semejante existe tal
separación entre los grupos poéticos y entre estos y la sociedad.
Dado que no existe un sentido que convoque a tan diversos creadores,
es natural que cada uno piense que sus presupuestos son los únicos válidos. La
separación entre sus ideas es total: de la misma manera en que el cuerpo de la
sociedad se ha atomizado, el artista vive en escisión respecto al arte: se ha
formado un pequeño grupo del que no espera salir. El mundo fuera de su esfera
de interés le parece intrascendente cuando no pernicioso.
Es así que los grupos subterráneos, provenientes de la nostalgia tanto
de la vanguardia como de la contracultura, desestiman el trabajo de otros
colectivos con una idea más tradicional de la poesía. Los discursos
academizantes o conceptuales pretenden, asimismo, formar una poética
prescriptiva que en realidad nunca sale de una esfera muy pequeña. El diálogo
ha sido reemplazado por una innumerable suma de monólogos que no pretenden más
que continuar conferenciando en su muy pequeño púlpito.
Un púlpito que no sólo separa a la comunidad artística, sino al mundo
del arte de la sociedad.
Sería necio pensar que la poesía
verdadera (sea lo que sea eso) tenga
que ser apreciada por el gran público; no lo es el decir que el arte sólo
lo es cuando es sufrido por alguien.
Lamentablemente la escisión de la comunidad literaria en pequeños cenáculos ha
hecho que el acercamiento al poema más allá de un pequeño círculo sea casi
imposible.
No se trata de que deba existir un órgano rector o que deba aparecer
una figura central en la poesía contemporánea, sino de que exista un espacio
donde la enorme producción artística se enfrente al público fuera de su círculo
íntimo. ¿Cuál es hoy el espacio para la lectura de las diversas obras, que se
guíe menos por el monólogo al que pertenece que por la importancia de mostrar
al público aquello que se está creando? No existe un espacio abierto donde no
sólo exista la posibilidad de acercarse al lector, sino donde se pueda dar el
diálogo fuera del escándalo y los pleitos de lavadero (que son, en su mayoría,
aquello de lo poco que llega a salir a la luz de nuestra pobre comunidad
artística). Todo
ello resulta normal: sin una idea que dé sentido de ser a las diversas
estéticas, no hay una forma única de estimar las propuestas de cada una de
ellas. La polémica ha dejado de ser ideológica (dado que no hay un metarrelato
en común que sirva de piso para la discusión) y ha pasado a convertirse en asunto
de intolerancia, diferencias personales o simple antipatía.
Esto, nuevamente, no es causado por la poesía; es característica del
mundo en el que se mueve el creador. Si en su momento los mejores artistas de
la modernidad lucharon en contra de las doctrinas uniformadoras del mundo en
que se movían, ¿podrá ser que hoy se eviten los peores aspectos del fragmentado
mundo actual? No reduciendo la diversidad: aceptándola y reconociendo al otro;
iniciando el diálogo; respondiendo al odio con la palabra y al mercado con la
imaginación.
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