Dulce desfile
Un reCuento de Huberto Batis
Un reCuento de Huberto Batis
Salió a las dos de la tarde.
A las dos de la tarde salió de aquel salón; no como
siempre había acostumbrado: hasta que llegasen los de la clase siguiente y un
maestro le dijese que ya era hora mientras sujetaba con fuerza los libros.
Tomó los siete periódicos que llevaba ese día. Los
siete que fueron diez; que fueron quince; que fueron veinticinco; que fueron
cuarenta. Los cientos de periódicos que se formaban en filas del piso al techo.
Tomó lentamente los trescientos o cuatrocientos libros que llevaba ese día. Los metió en su portafolio.
Todavía algunos alumnos lo ayudaron a levantarse;
otros le dieron los últimos trabajos finales del semestre; los álbumes de
noticias; el diario de lecturas; las investigaciones; los ensayos sobre
Aristóteles; las lecturas de Huysmans contra natura.
Fue recogiendo una a una sus palabras para que no
dejaran ningún eco. Qué no darían los educadores modernos porque no quedase
nada de su voz. Y con esas palabras fue formando una larga línea que metió
también al portafolio. Ahí aquella historia, allá aquella anécdota. Parménides
mientras estrella una botella a quien le abre la puerta; Juan mentándole la
madre al presidente; Juan José bucólico alabándole la tesitura a su musa
adornada con h; el Reyecito pagando el taxi de un desconocido de Guadalajara...
Los ecos, sin embargo, no podrían contarse. No
podrían recogerse. ¿Cómo devolver al árbol las semillas? El viento las llevó en
cuadernos; en notas; en risas e ideas.
Al salir no salió solo, detrás de él estaban cuatro
o cinco millares de personas; estaba él mismo con bigote en ese salón de faldas largas de los años cincuenta. Junto a él salieron los alumnos que estaban en clase.
Diez o quince que fueron luego cien o doscientos o seis mil o nueve mil. Allá
el de chaleco de piel, por acá la muchacha de la falda corta a cuadros; por
aquí tú, con el libro de Böll y unas páginas corregidas.
Por la puerta no salió él tan sólo. Salieron muchas
vidas y muchas horas. Mis horas, nuestras horas escuchándolo, aprendiendo de él
a no quedarnos callados; a no desfallecer. Con él salieron las cuartillas que
corrigió; las tesis que tantos le agradecemos; el nombre de aquellos escritores que conocimos por sus palabras; los textos borroneados, revisados, tirados al cesto de papeles.
Ese día no salió solo. Tras de él, dieciseismil
ochocientos cincuenta y tres días junto a igual número de pájaros, que, él
recordará, venían también a construir libros con sus palabras.
Lo que queda atrás son los ladrillos y cuatro
marcadores.
Lo demás se lo llevó con él. Cuadernos de viento nos dejó.
Y una o dos mentadas de madre.
Y una o dos mentadas de madre.
Las palabras quedan...
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