miércoles, 15 de abril de 2015

En el centro del vacío

A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta.
Sin embargo,
en el centro de la fiesta no hay nadie.
En el centro de la fiesta está el vacío.

Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.

Roberto Juarroz

Al decir “Woodstock”, inmediatamente, a aquellos nacidos después de 1940, nos vienen a la mente muchas imágenes: la “beautiful people”, las celebraciones de días y días; la fiesta de la música y la paz. Casi cincuenta años han pasado desde aquellos “3 días de paz y música” que conmovieron a toda una generación.

Woodstock no fue el primer festival de música. Ni siquiera fue el primer festival de rock. Sin embargo, en la imaginación popular quedó grabado como el primero y, para muchos, el único.

Los festivales que vinieron después, inclusive aquellos de grata memoria, no han dejado en conjunto algo semejante a aquello. El porqué puede deberse a muy distintas razones. Me parece, sin embargo, que Woodstock es recordado de tal manera porque fue la última imagen de aquellos años en que la música en verdad pareció capaz de cambiar el mundo. Después de él vinieron los asesinatos de la familia Manson, el festival de Altamont y la muerte de varias de las figuras más importantes de la música de aquellos años.

Sin embargo, a decir verdad, a pesar de la leyenda, no me parece que musicalmente aquel mítico Woodstock sea mejor que el poco recordado (pero anterior) festival de Monterey. Tampoco creo que los originales Lollapalooza desmerecieran musicalmente.

Lo indudable es que, con el correr de los años, aquello que significaron aquellos festivales cambió. De la celebración del arribo de la “Era de acuario” de aquel Monterey a convertirse en un rito de paso en los años noventa y hoy en un ejercicio anual para separarse de la rutina del Godínez.

Ir al origen de los festivales de música sería largo y poco provechoso para un ensayo. No está de más mencionar, sin embargo, los antecedentes inmediatos de las grandes celebraciones de rock como las conocemos actualmente. Los festivales de jazz y folk de Newport poco dirán a aquellos legos en estos géneros, pero legendarias son las actuaciones de Miles Davies o Duke Ellington en el primero así como el épico momento de Dylan al abandonar el segundo.

Por su parte, las caravanas de estrellas de rock and roll (y soul) que recorrieron los Estados unidos durante los últimos años cincuenta y primeros sesenta también representan un antecedente cercano, si no de lo que significaron los grandes festivales de fines de los sesenta, sí en el ánimo de “fiesta juvenil”; de pertenencia a una comunidad.

A mediados de los sesenta, los acid tests que Ken Kesey y compañía celebraron en diversos parques de California y Oregon (excepto el final, en Texas), son el antecedente más directo. La música de The Grateful dead, Jefferson airplane o The great society armonizaba con las proyecciones que Kesey y sus Pranksters preparaban para la gran fiesta donde, en el momento de clímax, el LSD se dispensaba con singular alegría.



El festival de rock donde el espíritu de los acid tests se puede observar más claramente es en el primero de ellos.

El festival de Monterey, planeado por los miembros de The mamas & the papas en siete semanas, se realizó cuando la contracultura hippie apenas se daba a conocer por los medios masivos (aunque una semana antes se llevó a cabo el festival KFRC). Era 1967, el llamado “verano del amor”, y toda la escena hippie de California  todavía era algo relativamente nuevo. Los principales grupos de aquel acontecimiento no eran bien conocidos fuera del área, aunque ya los Beach boys y los Beatles habían lanzado algunos de los álbumes más representativos de esta etapa.

Este espíritu jovial puede verse en la alineación del festival. Junto a los músicos más representativos de la contracultura de aquella mitad de los sesenta (rock ácido y folk) estaban grupos ingleses como The Who que hacían su primera presentación en Estados unidos; conjuntos de jazz como el de Hugh Masekela: músicos tradicionales de otros países como Ravi Shankar, cantantes de soul como Otis Redding y varios otros grupos que hicieron algunas de sus primeras presentaciones en el festival.



A diferencia de aquello que pocos años después quedaría como la imagen de la contracultura de los años sesenta, con la formación de comunas o las protestas contra la guerra, en Monterey se puede apreciar un ambiente mucho más juvenil. No hay en los testimonios que quedan de este festival los discursos políticos asociados con Woodstock sino un ambiente mucho más lúdico, optimista y despreocupado. Todavía no ha sucedido el juicio de los 7 de Chicago. Por supuesto, está en el aire el ambiente de toma de posiciones políticas, sin embargo en gran parte se trata de una “revolución silenciosa”, más ilustración de una forma de vida que postura clara anticapitalista o contracultural. No es que tales aristas no estén ya ahí: no son conscientes. Monterey es más una gran fiesta  de celebración de la libertad recién descubierta y todavía inocente.



Woodstock se llevó apenas dos años después y mucho había cambiado.

La cantidad de personas que llegaron a uno y otro festival no tienen punto de comparación. Mientras que cuando Monterey se llevó a cabo, la contracultura de los sesenta todavía estaba en un punto de su ascenso, en Woodstock se encuentra en la cúspide de su crecimiento.

Musicalmente es un festival si bien todavía bastante plural (con Sly and the family Stone o Ravi Shankar, ya popular), recurre más a grupos ya conocidos. Me parece en lo personal con más altibajos que el precedente. Hay momentos extraordinarios en las presentaciones de Joe Cocker, Crosby, Stills, Nash & Young o el mismo Jimmy Hendrix; sin embargo, creo que hay también presentaciones que sólo se pueden valorar por lo camp (Sha na na).



La cantidad de personas en el evento, a pesar de la visión romántica del festival, afectó desde mi perspectiva al evento. La “nación de Woodstock” se encontraba encerrada en un espacio y un tiempo. La fiesta se había convertido en un refugio donde la “flower generation” se escondía en su paranoia. Las experiencias del año anterior habían cambiado el espíritu de los tiempos. Woodstock fue el clímax de la contracultura se los sesenta pues en él la “revolución silenciosa” ya se había vuelto consciente. No es sorprendente que poco después Abbie Hoffman haya hablado de la “Nación de Woodstock”: era una nación en tanto un grupo de personas que se asumía como una comunidad cerrada de forma consciente.

Woodstock fue una utopía de tres días, pero como toda utopía, se encerró en su propia leyenda. Poco de lo sucedido ahí trascendió en el futuro inmediato.



Por ello, Woodstock fue el punto más alto y visible de la contracultura de los sesenta, asimismo, el punto en que el impulso se fue agotando.

Meses después se llevó a cabo el festival de Altamont, donde un puñado de grupos (entre los que figuran los Rolling stones, organizadores del concierto) vivirían lo que muchos llaman “el fin de una era” cuando los Hell’s angels (encargados de la seguridad en el concierto) asesinaron a Meredith Hunter casi frente al escenario mientras Mick Jagger y compañía tocaban unas descuadradas versiónes de “Sympathy for the devil” y “Under my thumb”.



Altamont fue el momento y el lugar en el cual la paranoia de la “flower generation” explotó. Lo que se ve en ese festival es totalmente lo contrario de Monterey. La cantidad de personas hace pensar en Woodstock, pero el ambiente resulta incomparable.

Los festivales que le siguieron son ya una cosa completamente distinta. El festival de la Isla de Wight presenta a una generación de músicos que ya tiene poco o nada que ver con aquella de pocos meses antes. La música es más intrincada, menos espontánea y, a decir verdad, poco atractiva. La actitud de los asistentes también ha cambiado porque los mismos tiempos han cambiado. La frágil “revolución silenciosa” de mitad de los sesenta se ha desvanecido.

Las constantes llamadas a pagar la entrada del festival son un síntoma de que la inocencia de aquella abortada revolución juvenil había quedado muy atrás.

Ya entrada la siguiente década, sería injusto no hablar así sea brevemente, como mexicano, de aquel mítico festival de Avandaro. “El Woodstock mexicano” se le ha llamado. El epíteto es exacto si nos atenemos a las dimensiones del festival y a que ambos fueron una despedida (el primero por el agotamiento después de él; el segundo, por la reacción del gobierno y de los medios) a la contracultura de los sesenta.

Musicalmente, no hay punto de comparación. Ciertamente los grupos “chicanos” (Peace & love, El Ritual, Bandido o La División del norte) habían logrado buenos momentos en estos terrenos, pero ni en la cantidad de grupos ni en la calidad de sonido del evento hay paralelo. La situación social también era muy distinta: los jipitecas mexicanos si bien no simple copia de los del vecino del norte, vivían una situación distinta. No había en México nada parecido al YIP ni los protagonistas de esta “contracultura” tuvieron apenas influencia en los movimientos políticos de la época. No es que (algunos) no estuviesen interesados en lo que sucedía, sino que en su mayoría eran muchachos mucho más jóvenes, con otras ideas y otra mentalidad. Algo de moda hubo, pero también algo de apropiación en un contexto social diferente, donde (como se vio después del festival), el gobierno no dejaba espacio para ninguna crítica o molestia a la “mexicana alegría”. Ni siquiera la de un grupo de muchachos que escuchaba música en inglés y gritaba groserías en una canción.



Los años setenta fueron un cambio drástico en la dirección de la música popular y de la cultura formada a su alrededor.

Aunque tanto el festival de Glastonbury como el de Reading comenzaron en esta década, muy poco puede decirse de ellos en ella.

Con el auge del rock progresivo, el heavy metal y el glam, géneros de difícil ejecución en el contexto de un festival, no se vivieron tiempos importantes para este tipo de eventos. Algunos grupos e intérpretes optaron por los escenarios masivos de las arenas, pero no de los festivales, que exigen otro tipo de presentaciones.

A mitad de la década, con la irrupción primero en los Estados Unidos y luego en Inglaterra del punk, un género muy poco idóneo para las celebraciones masivas (formado en pequeños clubs donde la interacción con el público era indispensable), sólo en el festival de Reading de 1979 se consiguió que tres grupos (The Jam, Penetration y Sham 69) participasen. Así y todo, su presencia fue más problemática que lograda.



En los años ochenta, el festival más recordado es el Live aid.

Aunque organizado por músicos (Bob Geldof, de los Boomtown rats) y con propósitos de caridad, marca el momento en que los festivales de rock se volvieron parte de la industria. Si aquellos de fines de los sesenta distaban de los ideales comunitarios de los Love in, los acid tests o Monterey, en éste en particular, la mercadotecnia tomó el control.

Fuera de las críticas sobre el dinero recaudado (pensado para una causa noble); éste fue el primer festival masivo importante con un patrocinio corporativo de tal peso. La misma organización del evento (sucedió simultáneamente en Londres y en Pennsylvania) propició que la trasmisión “en vivo” de ambos lados del atlántico generase millones a las cadenas de televisión, así como a sus anunciantes.



Por las dimensiones y tiempos del par de conciertos, en realidad se trató de un conjunto de superestrellas (de esos años), que tocaron algunos de sus éxitos (de aquellos años). Musicalmente, no hubo nada sorprendente. Algunos de los músicos hicieron presentaciones dignas, pero nada fuera de lo normal.

El Live aid, como después todos los grandes festivales o conciertos de caridad, fue apoyado por las grandes corporaciones (y resulta difícil imaginárselos de otra manera) y reflejó de manera perfecta las inquietudes de aquellos años en la gran mayoría de la población: el triunfo de los medios, de la política del star system musical; la cooptación de los proyectos más generosos por las grandes compañías. También aparece con la década de los ochenta la figura de la superestrella “comprometida” de la música.



No resulta casual que años después el Woodstock ’89 fuese un festival completamente ajeno a los medios de comunicación: una celebración espontánea ideada por un par de entusiastas a los que se sumaron veteranos del concierto original y algunos grupos de la música entonces conocida como indie. Era una reacción nostálgica, sin duda, pero también la búsqueda de una opción fuera de las grandes compañías y la mercadotecnia musical.



Así, no debe sorprender que nada más empezando la década siguiente Perry Farrell idease el festival Lollapalooza (llamado así por una frase en un corto de Los tres chiflados). Era 1991 y el discurso musical había cambiado. Apenas un mes después del final de la gira inicial del festival, Nirvana lanzó Nevermind.

Aquellos primeros Lollapalooza, a pesar de la pronta comercialización que ya para el 94 se había apoderado de lo que ya para esos años llamaban “rock alternativo”, fueron no menos que los mismos Jane’s addiction, uno de los hitos que marcaron a la década. Con esto, un espíritu de juventud e insatisfacción recorrió a la industria musical.

No es justo comparar Lollapalooza con Woodstock o con Monterey. Los tiempos habían cambiado y el discurso de juvenil inocencia y de optimismo ante la llegada de la era de Acuario que se respiraba en Monterey ya es imposible. Por otra parte, ni por sus dimensiones ni por lo que significó puede ponerse al lado de Woodstock.



Lollapalloza era más parecido a las caravanas de los años cincuenta que a los grandes eventos de los sesenta (o que a los grandes conciertos de arenas de las décadas precedentes) y fue pensado como un escaparate musical, artístico y, sí, político. Una especie de feria ambulante donde en cada lugar se crearía una pequeña comunidad de intereses compartidos.

Aunque progresivamente la idea inicial fue cooptada por los medios y por la industria que para entonces ya había visto que la música “independiente” dejaba buenas ganancias, la calidad de los grupos que se presentaron del 94 al 95 (y aún en el 96; aunque ya se estaba dando el relevo generacional que en el 97 es evidente) está ahí para juzgarse. Junto a los grandes grupos estrellas de la primera mitad de los noventa y de la escena estadounidense e inglesa que creció en los setenta y ochenta (digamos al azar: Jane’s addiction, Soundgarden, Alice in chains, Ramones, Red hot chili peppers o Sonic youth) alternan grupos si bien igual de importantes, menos conocidos fuera de los círculos de rock independiente (Violent femmes, Rollins band, Dinosaur jr, Sebadoh o Guided by voices, Nick Cave & the bad seeds entre muchos otros). No se puede hablar de grandes presentaciones toda vez que no se trató, en su forma original, de un festival en el sentido de aquellas celebraciones de los sesenta.



El Woodstock ’94 merece una nota porque a pesar de contar con algunos intérpretes de gran calidad, en realidad se trató ya de un producto comercial. La despedida de aquellos primeros años de furor musical[1] en los noventa. Con este año y tras la muerte de Kurt Cobain (Nirvana se presentó en el festival de Reading, donde en 1990 ya habían aparecido los Pixies y los Inspiral carpets, dando carpetazo a los peores años del festival: del 82 al 87) la “música alternativa” fue apagándose en el gusto de las nuevas generaciones.



Así llegamos al Woodstock 99, un evento que descuella más por el nombre que por la calidad musical o lo que representó. Insane clown posee, Bush, Our lady peace, Kid rock y Everlast se pasean junto a algunos buenos grupos de funk y dj’s de calidad (y con algunos sobrevivientes de los primeros noventa). Un festival donde lo comercial prima sobre lo musical y poco más que anotar (algunas actuaciones interesantes, pero en general, todo deprimente). Uno de los peores festivales y aquel donde asistir a un Woodstock propio de cada generación parece convertirse en un evento de paso para cualquier joven.

Mientras los festivales en Estados unidos se hundían en la mediocridad, en Inglaterra los festivales de Reading y Glastonbury vivían un momento que los convirtió a la postre en los grandes referentes a nivel mundial hasta la fecha.

Ello se debió sobre todo a las diferencias entre la cultura musical juvenil que en esa fecha se hicieron más patentes que en años o décadas anteriores.

Aunque es verdad que ni en los setenta ni en los ochenta los grupos más populares fueron los mismos en ambos lados del atlántico (un ejemplo claro es el punk, que en Estados unidos tuvo un impacto subterráneo mientras en Inglaterra fue un movimiento con gran presencia), durante el auge de los grandes festivales de los sesenta y primeros noventa, sí existió cierta sincronía.



Monterey fue un evento netamente californiano, pero sin la presencia de Eric Burdon & the animals, The Who o el ya famoso en Inglaterra, Jimmy Hendrix, no es comprensible; Woodstock a pesar de ser impensable sin el contexto norteamericano, tuvo presencia de músicos ingleses y su impacto ayudó a la creación de los grandes festivales anuales de rock en Gran Bretaña. La generación de músicos que se presentó en Lollapalooza también lo hizo en Reading y Glastonbury; asimismo, la generación de músicos ingleses que creció en los ochenta apareció en Lollapalooza.

En cambio, a fines de los noventa, sólo hay que ver los carteles que ofrecían dichos festivales y el malhadado Woodstock ’99. En Glastonbury aparecían R.E.M., Manic Street preachers, Blondie y Coldplay, en Reading los Charlatans, Blur y los Red hot chili peppers mientras en los Estados unidos, las grandes figuras eran Korn, Bush, Limp Bizkit y Godsmack. No se trata de juzgar aquí a aquellas bandas norteamericanas de fines de los noventa (aunque creo que es evidente el contraste en cuanto a calidad musical): se trata de advertir las diferencias en los gustos musicales y de la permanencia de dichos grupos en la escena.



Y es que a partir de los finales de los noventa, la escena musical norteamericana había cambiado mucho. No sólo la música “alternativa” había decaído para volver a los circuitos independientes en donde se movía en su origen sino que emergió una nueva generación de músicos que no sólo no habían vivido aquel periodo, sino que tenían una idea de la música muy distinta. Al mismo tiempo, el pop norteamericano (muy distinto del pop inglés, inclusive en sus ramas más comerciales) se había adueñado de los oídos más jóvenes y con él, el hip hop más comercial. Hasta la fecha, el rock no ha podido en los Estados unidos recuperar el lugar del que fue desplazado a fines de los noventa (a pesar de los movimientos de la industria musical, provenientes sobre todo de Inglaterra —no olvidemos, por ejemplo, que los grupos de garage de principios de siglo fueron primero atendidos en Gran Bretaña).

Tampoco significa esto que en Inglaterra no se escuchasen los grupos estadounidenses. Mucho del mejor hip hop es más apreciado del otro lado del atlántico que en su tierra natal —además de la emergencia del hip hop como un género mundial, con intérpretes no sólo ingleses, sino de todo el mundo.

La diferencia de los festivales ingleses de Reading y Glastonbury con los más conocidos festivales de rock precedentes es que no se trataron de eventos aislados, como Monterey o Woodstock, sino de celebraciones periódicas (como Lollapalooza, pero concentrados en un solo día). Esto convirtió a estos acontecimientos en ritos de paso que generaciones de ingleses ya habían cursado, característica que comparten con los festivales tradicionales de blues, jazz o folk y que en adelante otros muchos festivales que emergieron en diferentes lugares del mundo compartirían.

Así pues, con el fin de milenio llega a México el primer festival que pronto se haría tradición y un rito anual de pasaje durante muchos años para los jóvenes de nuestro país (temo confesar que, misántropo que soy, no he asistido a ninguno): el Vive latino.



Concebido originalmente por MTV como un festival que conjuntaría a artistas de habla hispana (ya se sabe, aquello de MTV latino y todo eso), pronto fue tomado por los jóvenes de aquellos días (y muchos de los de hoy) como un rito de paso. Esto es comprensible: desde el lejano y también mítico festival de Avándaro, al cual tal vez le falta un espacio propio más amplio, no existía algo semejante. Ya en los ochenta y los noventa, los masivos de CU, las tocadas de Rock 101 o los eventos de ska predecían que un festival en regla era algo que el ambiente pedía a gritos.

La fecha estaba puesta. Los medios apoyaron y se formó uno de los eventos más recordados por generaciones de mexicanos.



Aunque hoy el Vive latino ya no es ni el único festival ni tal vez el mejor musicalmente (en él y otros, impulsados por cervecerías, atentas a sus consumidores más conspicuos —entre los que también estoy— se cuenta con un cartel igual o mejor al de los festivales de cualquier parte del mundo), sigue siendo un referente para los habitantes si no de todo el país, sí para los que viven cerca de la zona metropolitana, para bien o para mal.

Así, llegamos a nuestra época. Musicalmente ha habido varios cambios en el mundo, pero ninguno de ellos ha podido evitar lo más evidente desde fines del pasado siglo: con periódicos y muy efímeros resurgimientos, el rock ha ido perdiendo en gran parte el atractivo que tenía para la juventud (excepto, tal vez, en Inglaterra). De la misma forma, los géneros que han emergido para ocupar su lugar no han hecho de los festivales un espacio propio. Ni el hip hop ni el pop (ni en nuestro país, la música de fusión norteña —recuerdo un “Vive grupero” con resultados deprimentes por lo que me cuentan) tienen festivales propios. Los músicos de hip hop más cercanos al rock —los cuales no son los más populares— participan en los festivales de rock, pero no hay y no creo que haya jamás festivales de hip hop. Por su parte, los raves que en algún momento se organizaron para las celebraciones de música electrónica (en los cuales muchos vieron ecos de los acid tests de los sesenta) han ido desapareciendo al punto de que hoy la palabra señala algo muy distinto a lo que eran originalmente.



Los grandes festivales de rock, empero, no han desaparecido. Siguen siendo un rito de paso para las nuevas generaciones (así para ellos el rock no signifique lo que para las precedentes, sino una música más) y han adoptado un nuevo público: las generaciones mayores que cada año regresan.

Lo primero es natural: ningún género de música en los últimos siglos generó un sentimiento de vinculación comunitaria como el rock. A pesar de que vivimos una época de individualismo y atomización, como seres humanos necesitamos vincularnos de algún modo. Los adolescentes lo necesitan aún más y lo natural es que recurran a lo que queda de la cultura del rock para satisfacer esa necesidad (los adultos, como expuse en otro ensayo buscan en otras experiencias más turbias).

El caso de aquellos que han dejado la adolescencia y su primera juventud tampoco es nuevo. Ya desde los setenta existían este tipo de personas[2] que seguían a los grupos con los que crecieron (por ejemplo, los deadheads) y que alternaban en ciertos lugares con las generaciones nuevas.

Hoy, una abundante minoría (en algunos casos, mayoría) de las personas que van a festivales son personas de 30 años en adelante, con una vida adulta ya formada o con responsabilidades de esa vida (familia, trabajo y demás). Cuentan con un nivel adquisitivo bastante mayor que el de los adolescentes, pero también con muchas más responsabilidades que ellos.

Sin embargo, no es fácil compararlos con los deadheads, por poner un ejemplo, quienes por decirlo así, se quedaron en el viaje y hacían una vida de peregrinos en busca de los lugares donde tocaba The Grateful dead. No: la mayoría de estos asistentes son personas funcionales dentro de la sociedad, que cada verano hacen una pausa en su vida para asistir al festival en turno.

Estos asistentes en su mayoría vivieron los últimos momentos del rock como fenómeno popular (es decir, con incidencia social; aquel tiempo, terminado sin escándalo en el segundo lustro de los noventa: para las nuevas generaciones es un género musical más). Hacen de la asistencia a dichos festivales un ritual anual o, en el peor de los casos, una pausa en su vida de oficina. Algo semejante, con lo mal que suene, a los viernes de parranda.

Hace años, Luis Villoro hizo una afortunada imagen sobre el burócrata que tararea “Satisfaction”. Aunque aquella estampa era una sátira de una generación que ha perdido los ideales, hoy puede decirse que los mismos festivales de rock en gran parte —ya perdidas esas ilusiones de “cambio social” generado por la música— se han convertido en algo muy distinto de lo que eran al principio.

No sé si sea mala la situación actual o no. Lo que sí es difícil negar es que al ver el pasado y avizorar el futuro, es casi imposible no tener nostalgia, ir a buscar el disco favorito de Supergrass y subirle al estéreo para cantar: "We are young..."








[1] Una inquietud musical; no social: la generación de aquellos años fue menos abierta en sus inquietudes de este tipo, lo que no quiere decir que no existiesen, como atestiguan las carpas de los Lollapalooza

[2] Antes de los cincuenta, muy difícilmente podía suceder esto: nunca antes se había asociado un tipo de música a una edad determinada a tal grado: ni el jazz ni el blues ni el mambo por decir algo eran distintivos de “ser joven”).

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