El Perro Celestial
Émile M. Cioran
No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el
valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha
perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en
actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo
haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más
franco; acaso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo
que podríamos llegar a ser si la educación y la hipocresía no refrenasen
nuestros deseos y nuestros gestos.
«Un día un hombre le
hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: “Sobre todo, no escupas
en el suelo”. Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara,
gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder
hacerlo.» (Diógenes Laercio.)
¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha
lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los
propietarios de la tierra? ¿Y quién no ha vuelto a tragarse su pequeño
escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?
Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no
se aprende en la escuela. El orgullo, tampoco.
Menipo, en su libro titulado La virtud de Diógenes, cuenta que fue hecho prisionero y vendido y
que le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: «”Mandar”, y gritó al heraldo:
“Pregunta quién quiere comprar un amo”.»
El hombre que se enfrentaba con Alejandro y con Platón, que
se masturbaba en la plaza pública («Pluguiere al cielo que bastase también
frotarse el vientre para no tener ya hambre»), el hombre del célebre tonel y de
la famosa linterna, y que en su juventud fue falsificador de moneda (¿hay
dignidad más hermosa para un cínico?), ¿qué experiencia debió tener de sus
semejantes? Ciertamente la de todos nosotros, pero con la diferencia de que el
hombre fue el único tema de su reflexión y de su desprecio. Sin sufrir las
falsificaciones de ninguna moral ni de ninguna metafísica, se dedicó a
desnudarle para mostrárnosle más despojado y más abominable que lo hicieron las
comedias y los apocalipsis.
«Sócrates enloquecido», le llamaba Platón. «Sócrates
sincero», así debía haberle llamado. Sócrates renunciando al Bien, a las fórmulas
y a la Ciudad, convertido al fin en psicólogo únicamente. Pero Sócrates
-incluso sublime- es aún convencional; permanece siendo maestro, modelo
edificante. Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia
del cinismo están determinados por un horror testicular al ridículo de ser
hombre.
El pensador que reflexiona sin ilusión sobre la realidad
humana, si quiere permanecer en el interior del mundo y elimina la mística como
escapatoria, desemboca en una visión en la que se mezclan la sabiduría, la
amargura y la farsa; y, si escoge la plaza pública como espacio de su soledad,
despliega su facundia burlándose de sus «semejantes» o paseando su asco, asco
que hoy, con el cristianismo y la policía, no podríamos ya permitirnos. Dos mil
años de sermones y de códigos han edulcorado nuestra hiel; por otra parte, en
un mundo con prisas, ¿quién se detendría para responder a nuestras insolencias
o para deleitarse con nuestros ladridos?
Que el mayor conocedor de los humanos haya sido motejado de
perro prueba que en ninguna época el hombre ha tenido el valor de aceptar su
verdadera imagen y que siempre ha reprobado las verdades sin miramientos.
Diógenes ha suprimido en él la fachenda.
¡Qué monstruo a los ojos de los otros! Para tener un lugar
honorable en la filosofía, hay que ser comediante, respetar el juego de las
ideas y excitarse con falsos problemas. En ningún caso el hombre tal cual es
debe ser vuestra tarea. Siempre según Diógenes Laercio:
«En los juegos olímpicos, habiendo proclamado el heraldo:
“Dioxipo ha vencido a los hombres”, Diógenes respondió: “Sólo ha vencido a
esclavos, los hombres son asunto mío”.»
Y, en efecto, los venció como ningún otro, con armas más
temibles que la de los conquistadores; él, que no poseía más que una alforja,
el menos propietario de los mendigos, verdadero santo de la risotada.
Tenemos que agradecer el azar que lo hizo nacer antes de la
llegada de la Cruz. ¿Quién sabe si, injertada en su desapego, una malsana
tentación de aventura extrahumana le hubiera inducido a llegar a ser un asceta
cualquiera, canonizado más tarde y perdido en la masa de los bienaventurados y
del calendario? Entonces es cuando se hubiera vuelto loco, él, el ser más
profundamente normal, porque estaba alejado de toda enseñanza y toda doctrina.
Fue el único que nos reveló el rostro repugnante del hombre. Los méritos del
cinismo fueron empañados y pisoteados por una religión enemiga de la evidencia.
Pero ha llegado el momento de oponer a las verdades del Hijo de Dios las de
este «perro celestial», como le llamo un poeta de su tiempo.
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