lunes, 30 de marzo de 2015

La brújula y el sextante



Durante los últimos trescientos años aquello que se consideró la intelectualidad de las sociedades occidentales hizo del escepticismo (o de lo que entendía por tal) su marca de nacimiento.

Con esta palabra, la mayoría de la gente “educada” entendía la incredulidad ante las creencias religiosas. Es verdad: con pocas excepciones, a partir de la Ilustración, la nuestra fue una época que osciló entre el ateísmo furioso de las derechas e izquierdas por igual a la posición más bien indiferente del agnosticismo.


En realidad este escepticismo no fue nunca tal. Hoy nos es posible ver en el espectáculo de los pasados siglos una luz de demencia y fanatismo con pocos parangones con otras épocas.

Las pasiones furiosas del fanatismo y de la credulidad a toda simetría adoptaron nuevas formas. Los desfiles fastuosos de la política; las iglesias disfrazadas de ciencia, las mitologías vestidas de ideas; en verdad hablar de siglos de escepticismo es complicado ante las matanzas y las imposiciones hechas en nombre de la “verdad”.

A apenas unos años del derrumbamiento de muchas de esas simétricas alegorías la necesidad de “verdad” no ha desaparecido: la necesidad vence a la evidencia.

No deberíamos sorprendernos de esta fatalidad: al ser humano le es más necesaria la presencia de un sentido a su existencia que el mismo pan.

El universo tal como se nos presenta es una serie de estímulos sensoriales en principio sin orden ni razón. La sucesión temporal no implica una dirección como la continuidad espacial no implica un orden.

En tanto seres conscientes, empero, somos incapaces de vivir ante ese caos (o mejor dicho: aquello que se nos presenta como tal). La conciencia —ese único aspecto de permanencia, ese único asidero que tiene el individuo— exige también que el universo se presente como una continuidad de ella misma. Esto es: si existe un orden que podemos llamar “yo”, este orden no pude ser contiguo al caos: detrás de ese caos debe existir una razón: una mente o una forma estable que lo ordene.

La primera forma de ordenar ese caos es el lenguaje. No hay ser humano posible sin ese primer orden inherente a la misma conciencia[1]. Nuestros lenguajes aparecen con una lógica bien estricta y con una estructura bien definida desde sus orígenes. Este orden, sus reglas, puede cambiar, pero nunca desaparecer: sin él, se perderían los dos motivos de ser de todo lenguaje: organizar al mundo y permitir la comunicación.

No es casual que hasta la fecha hagamos coincidir falazmente el nombrar el mundo con el explicarlo. Cuando no somos capaces de entender algo que se nos presenta, tanto la religión como la ciencia como la ideología se prestan a ponerle un nombre y así hacer entrar aquello desconocido a un orden. Las palabras, claro está, son totalmente convencionales puesto que, por ejemplo, daría lo mismo llamar a la relación que occidente llama “velocidad” de otra manera, con otro orden de sonidos. Sin embargo, para el hablante común (y para la sociedad y, por supuesto, para el orden académico), existe una forma “correcta” de llamar cada cosa. Y en esa forma está incluido su sentido último. En la escuela secundaria se nos recalca, por ejemplo, que esa relación entre distancia y tiempo se llama velocidad y con eso se pretende haber “explicado” lo que es.

El lenguaje forma aquello que llamamos cultura. De la misma manera (y de hecho de forma mucho más estrecha) que las grandes civilizaciones son imposibles sin una escritura que valide su existencia, la sociedad humana misma es imposible sin lenguaje.

Es ese primer orden del universo, esa manera en que los seres humanos brindamos un sentido a través de un instrumento con una lógica propia, el que construye los mitos que lo suceden: sus hijos. Ya en él se encuentra el germen de la “verdad” porque la verdad del mundo humano está en su manera de someter al universo a su lógica. Una “revelada” a través del verbo.

Sin embargo con la creación de la cultura; con la posibilidad de comunicarnos, aparece un nuevo desasosiego: los otros.

El lenguaje, a pesar de su eficacia, dista de ser perfecto. No hay posibilidad de la comunicación completa. Detrás de cada palabra está el silencio y detrás de cada silencio se encuentra un rostro desconocido: el de nuestros semejantes. La boca es una herida por la que se nos va la vida: por la que conocemos la soledad y la muerte. La sangre que por ella brota son las palabras.

La necesidad de encontrar un sentido a nuestra existencia no ha sido salvado con el lenguaje: en realidad éste ha hecho evidente la soledad humana. Es necesario usar el lenguaje para superar esa paradoja porque el hombre es los hombres: no somos sin nuestros semejantes, pero son ellos también los que nos arrojan a la soledad. ¿Cuál es la respuesta?

Dos soluciones se ofrecen: trascender el lenguaje o construir con él un espacio, un mundo, hecho específicamente para que el hombre lo habite.

La civilización humana es la respuesta a la segunda posibilidad. Creación del hombre, para existir necesita reunirse en torno a una verdad: aquella que el lenguaje le revela.

Las grandes revelaciones religiosas fueron en las culturas antiguas el centro de su sistema. El lenguaje se vistió de trascendencia y así salvó al universo de caer en la falta de sentido. Convirtió la experiencia de la belleza y de lo sagrado en un orden.

En los pasados siglos la idea de la trascendencia de un principio superior revelado por la religión declinó. Empero, una civilización sin una verdad que la unifique es imposible.

La doctrina de la trascendencia de la razón tiene raíces muy antiguas. Ya Platón (y antes, Arquímedes) hablaba de las ideas como los hijos inmortales del ser humano. El cristianismo, a su vez, se vistió de los ropajes de la filosofía griega para mantener un tenso equilibrio entre ambas experiencias trascendentes. Sin embargo, ya con la Ilustración la imagen del universo trascendente mediado por la religión se había agotado.

En los fundamentos de la ética cristiana ya podía encontrarse, empero, la nueva imagen de la trascendencia: si el mundo fue hecho para nombrarlo y para redimirlo a través de nuestros actos, entonces la razón se encuentra en la acción humana. Nombrar el mundo ya no es sólo sojuzgarlo: es salvarlo para nosotros y para sí mismo.

Así, el espectáculo de las grandes ideologías y de sus verdades tiene el mismo fundamento que el de las grandes religiones, así como también sus grandes limitantes: la idea de “verdad” sólo es posible con su contrario: la falsedad. Y con las evangelizaciones también aparecen las matanzas. Con los salvos nacen también los apóstatas y los parias.

Estos han sido llamados de diversas maneras: gentiles, paganos, burgueses, razas inferiores, proletarios, infieles, tercermundistas… Cada creencia engendra a sus enemigos y a aquellos que deben ser convertidos. Hace la diferencia entre quienes, dichosos y salvos, poseen esa verdad y quienes no: unos son poseedores de la salvación y los otros, de la condenación debido a su ignorancia, falta de fe, pecado capital contra el mito central o simplemente por una tara genética.

Con el fin de siglo, muchos hablan del fin de las doctrinas trascendentes y la lucha por la pluralidad.

Algo murió con la caída del “socialismo real”, es cierto. Sin embargo, me temo mucho que no se trata de la necesidad humana de someterse a una verdad.

Lo que aparentemente murió fue la trascendencia de la ideología. Aunque todavía hay ecos de los sueños de cambio abanderados por una doctrina política o una filosofía de la liberación, estos han sido desplazados por la aparición del mercado como un ente trascendente.

Muchos hablan de un “neoliberalismo” usando los viejos términos de la época de las ideologías. Sin embargo, en realidad aquella doctrina que enarbolaba a la democracia y al juego de las ideas críticas no es sino un disfraz retórico de la realidad del mercado, donde sólo hay un juez (y no es la libertad de pensamiento): la posesión material: la sublimación del poder en la figura del dinero.

Para el dios moderno, la libertad sólo se concibe como tal si se trata de la libertad de poseer. Las diferencias de clase, raza, cultura e inclusive de religión parecen triviales porque todo está subordinado a la razón de mercado. La pluralidad que enarbolan quienes aplauden el orden actual sólo existe si aquello que gobierna dicha pluralidad es el mercado. Toda ideología, arte, cultura, religión o filosofía está sujeta a las leyes del mercado. Inclusive aquella que, aparentemente, se manifiesta en su contra es aceptada siempre que no ponga en crisis los cimientos del mercado.

Por supuesto, esta nueva trascendencia no es aceptada por todos los espíritus.

Aquellos que han sido criados en las instituciones que dieron forma a la época que nos precede o que por razones culturales no encuentran satisfactoria la idea de la reducción del mundo humano (y del universo mismo: todo tiene un precio y un valor en la bolsa) al mercado, no pueden menos que añorar otras verdades.

No se equivocan con esto: el dinero no posee trascendencia en tanto su poder es transitorio. Tiene figura, tiene ritos, tiene sacerdotes y escrituras, oráculos y herejes, pero no tiene más sentido trascendente que su mismo poder impersonal. Reduce todo a una verdad impersonal y a una tabla de valores estéril: carece de la posibilidad de comunión.

Esto no parece de importancia para el hombre de nuestro tiempo porque la misma dinámica de la economía le impide detenerse en una carrera donde la única meta es la posesión y la dominación.

La ética protestante del trabajo señalada por Weber se encuentra en esta sociedad con la ontología del instante cuyo albor ya había sido presagiado en el siglo pasado.

Tristemente, la consagración del presente, despojada de su potencial revolucionario por los mercaderes, dejó de ser una práctica subversiva. La lógica del mercado encontró en esa lucha por una mayor libertad personal, por la defensa del placer y del instante, un filón riquísimo.

Una sociedad que hace del placer instantáneo su único interés se corresponde perfectamente con un mercado que produce para el consumo. Cuyo único interés es la producción.

Una sociedad donde el tejido social se ha roto, donde el individuo se encuentra solo y cuya única meta es la consecución de emociones placenteras encuentra en la mitología moderna (amante de la producción; del poder sublimado o franco) su plenitud.

La misma lógica de la sociedad actual, con su entronización de lo efímero, del espectáculo del ahora y de la producción del mercado hace que sea imposible el pensamiento. El anhelo de trascendencia no ha sido cumplido: se ha embotado por el vértigo del consumo.

Empero, basta un instante, un momento de crisis para advertir la vacuidad del mundo en el que vivimos.

Por ello, no me sorprende la cantidad de personas en busca de una verdad trascendente que llene esa falta (verdadera falta de ser) que aqueja a nuestra sociedad.

En el pasado inmediato, la ideología respondía a esta búsqueda: la gran pasión del siglo XX fue la política. La lucha crítica de las grandes ideas del mundo está lejos: las discusiones en este sentido no han desaparecido pero la lucha de ideas se ha evaporado en el espacio público y ha sido sustituida por un amorfo reflejo: la gritería, el sinsentido de la opinión visceral.

No son pocos los que buscan su verdad en la discusión política que ha pasado de la idea de mundo a la de vecindad: sus problemas se limitan a la política doméstica, de acarreos, votos y nacionalismos pueriles. No es que esos problemas (en un país como el nuestro, jamás) dejen de ser importantes: es que la crítica ha sucumbido a los fanatismos de coyuntura. ¿Cuál es la crítica hoy, por decir algo, al zapatismo —ese movimiento que en su momento aglutinó a la llamada “izquierda”? Que no está dentro de las reglas políticas nacionales: dentro de la coyuntura política con la que el ciudadano (que hoy, con el auge de las redes sociales se ha transformado en “opinador” visceral) se siente identificado y cómodo.

Para ponerlo en palabras más simples: la discusión política ha dejado de buscar (ya no hablemos de imaginar o siquiera sugerir) distintos modelos al imperante: se contenta con proponer reformas restringidas a un sistema ya incuestionado. Con cambios en el gabinete, con la llegada de un gobierno “honesto”; con la desaparición de los “corruptos”, se piensa que todo se arreglaría. No es de sorprender la manifestación del nacionalismo más grosero y de la retórica más reaccionaria en todos los partidos existentes.

La otra gran verdad de los siglos que nos preceden (y a través de la cual la mayor parte de las ideologías buscaron legitimarse) es la del progreso del conocimiento. Tanto el positivismo como el marxismo, tanto el liberalismo de derecha como el fascismo buscaron legitimidad al ponerse el mote de “científicos”. Como si la palabra significase algo más que un método y una suma de conocimientos objetivos: como si existiese un “mejoramiento” progresivo a través de ese mantra.

No me interesa dilucidar si tal progreso existe. Ese tema lo he abordado en otros ensayos. Lo innegable, eso sí, es que esta idea y la fe que se puso en ella es la que ha moldeado en gran parte nuestro mundo. Sería imposible la existencia de un mundo como este en el que  vivimos si tal creencia no hubiese existido. Y no me refiero con esto a la terrible realidad antes descrita, sino a las nuevas formas de comunicación, a las tecnologías en la medicina y la ciencia toda. Es nuestro mundo, para bien o para mal (creo que para bien, con todos los reparos que en anteriores ocasiones he señalado y mi poca fe en el dichoso “progreso”).

Así y todo, aquella fe militante que en ella ponían, por ejemplo, el positivismo o el marxismo, se ha ido borrando con el pasar del tiempo. No confiamos en la ciencia: la usamos. Más que en la ciencia (o mejor dicho, en una versión vulgarizada de la ciencia contemporánea, la cual ronda en realidad cuestiones que ponen en duda la misma forma de pensar moderna), se confía en la técnica. Y no se le imagina ya como la “redentora” del género humano (a la manera, por ejemplo, de Marx), sino como fabricante de artificios de distracción. Consumidores de placeres instantáneos, esperamos que la técnica digital produzca el nuevo aparato que nos dará horas de felicidad hasta que otra nueva la sustituya.

A lo más que llega el optimismo moderno es a suponer que el atolladero en que (señalan los mismos científicos) nos ha metido nuestro estilo de vida será remediado por un deus ex machina surgido de algún laboratorio de técnicas modernas. No para cambiar el mundo moderno: para continuarlo y así continuar la triste fiesta de la sociedad contemporánea: consumir, poseer, desechar…

Tal fe no ha desaparecido, ha mutado: los creyentes modernos en la ciencia[2] no esperan que cambie a la humanidad ni que la libere. Esperan que la perpetúe y a lo que, piensan, la ha hecho posible: la sociedad de consumo moderna.

No hablemos de las artes en este momento. Su situación, con excepciones brillantes, resulta sombría.

La ciencia (mejor dicho, la técnica) y el arte hoy, con salvedades, no son más que piezas del mercado. Unas más redituables que otras.

Si hubo un momento en que la filosofía sólo fue una ancilla de la teología como la poesía lo fue de la religión, entonces hoy con mucha más justicia puede decirse que todo está subordinado al mercado.

El arte durante los tres pasados siglos, a partir del romanticismo, fue la cara oculta de occidente; aquella que con más tesón cuestionó la mitología central de occidente. Razón crítica e imaginativa, pasión de ojos abiertos. Resulta triste, aunque explicable, cómo el mercado se apoderó de aquello que cuestionó los fundamentos del mundo moderno con tal tesón.

La estética de la ruptura que llegó a su punto máximo durante el auge de las vanguardias históricas pronto devino en una estética de lo efímero. La consagración del presente y de la espontaneidad, con la conformación a lo largo del siglo pasado del mercado del arte a nivel masivo, se convirtió en un perfecto negocio. Por un lado, la obsesión con lo nuevo empataba, libre del filo crítico que mantuvo al inicio, con el sistema de producción fabril. Por otro, el gradual despojo de las aristas que presentaban una idea de mundo distinta al del mundo moderno en favor de sus rasgos más superficiales representó el descubrimiento de un mercado hasta entonces sin explorar. La imagen de “rebeldía” y de “insatisfacción” es buen negocio y canaliza el descontento de manera relativamente inofensiva y saludable. Que los “artistas de vanguardia” sean hoy patrimonio de las universidades y academias o de los grandes consorcios de marketing (cuando no de ambos) es ilustrativo a este respecto[3].

Sin embargo, la gran verdad ausente durante el periodo moderno, aquella que durante la gran parte de la historia humana ha sido su eje de mundo —la religión— ha vivido en los últimos años un resurgimiento sin precedentes.

No es que durante los pasados siglos la religión haya dejado de tener importancia: es que el mundo moderno la hizo en gran parte a un lado, como algo que poco a poco dejaría de existir, desplazada por nuevos modelos de verdad. Una supervivencia del pasado que, en caso de no desaparecer del todo, quedaría sólo como un recuerdo despojado de importancia fuera del rito ejecutado de manera maquinal: absorbido por las nuevas liturgias de la política.

La religión, se pensó a partir del siglo XVII, primero entre los ilustrados y posteriormente entre más y más ciudadanos de los países occidentales, había dejado de tener la importancia en la vida cotidiana que tuvo en épocas precedentes, sobre todo entre los sectores más educados de la sociedad. Ciertamente en los sectores menos favorecidos educativamente, así como en muchas culturas que quedaron fuera del área de influencia de Occidente, conservó su importancia ancestral, sin embargo, desde cierta perspectiva razonable parecía que poco a poco el peso de su influjo era considerablemente menor año tras año.
 
La educación científica, laica, fortaleció la formación de mitos modernos (que tampoco han dejado de tener peso, así no hayan tenido un resurgimiento semejante): la nación, la idea de raza, de clase, de la ideología o de una versión vulgar de la ciencia. Así y todo, desde hace algunas décadas, el renacer de la fe religiosa —si bien primordialmente, aunque no de forma exclusiva, por religiones emergentes, nuevas o presuntamente reformistas— es un fenómeno palpable y que no es ajeno a las clases educadas en la cultura formal ya mencionada.

Las razones de este renacimiento de la fe religiosa no son distintas a las ya señaladas. El mundo moderno carece de una razón trascendente; su razón de ser no es capaz de llenar ese vacío con todo a que en gran parte el mercado ha demostrado capacidad de llenar los momentos en que tal falta se puede hacer presente.

El ser humano no puede vivir sin verdad, sin algo a lo que aferrarse que dé razón de ser a su existencia y al universo todo. Una verdad sin trascendencia resulta sólo un sucedáneo triste, aunque confortable. El dios del mercado ha mostrado ser efectivo para una época como la nuestra (como la ideología llenó el vacío en la modernidad), pero todavía apenas un sustituto de la religión.

Si en el pasado el mito (es decir, lo sagrado) murió de Filosofía, podemos decir que, en gran parte, las ideologías liberadoras desfallecieron por la Historia. No ha habido historia que pruebe que el mercado no sea efectivo; tampoco hay todavía una crítica que alcance a mostrar ante el mundo su vacuidad. Hay, en cambio, la angustia que conlleva esa falta.

Ante esta situación, que no tiene escasas semejanzas con la Roma de la decadencia, se ha optado por la trivialidad. O, en los individuos más sensibles, por la adopción de aquellas verdades trascendentes del pasado inmediato, lejano o por doctrinas ajenas a la tradición occidental.

¿Considero perniciosa dicha actitud? No necesariamente. La considero un síntoma de la falta constitutiva del mundo en el que vivimos. Tampoco soy capaz de juzgar del todo la pertinencia de ninguna de estas verdades, sobre todo de las religiosas (la creencia por definición no se puede medir con la lógica). Sin embargo, si no puedo en verdad juzgarlas desde ese punto de vista, sí puedo señalar que la forma en que se presentan dichas verdades (tanto las ideológicas como las religiosas…) no es, a despecho de sus creyentes, en absoluto novedosa.

Si algo es posible decir de todas las “grandes verdades” que Occidente (y podríamos decir que la humanidad) ha producido es que contra lo que dicen sus apologistas, por definición separan en lugar de unir. Distinguir entre la “verdad” y lo “falso” en esos terrenos es separar al salvo del cismático. Todo aquel que se sabe en posesión de la verdad sólo puede reaccionar frente a aquel libre de su salvación con el desprecio, la evangelización o la violencia. Esto es verdad no sólo para las religiones (las más atacadas en la época moderna), sino para las ideologías, para los vulgarizadores de la ciencia y en general para todo aquel que se sienta “salvado”.

Pero hay más: en el mundo moderno, con el ocaso de las ideologías, se dice que la solución está a la mano: la pluralidad hace tabula rasa con todas las creencias y verdades. Esto es mentira. El neoliberalismo (o mejor dicho: la mitología del mercado) no libera al hombre de la “verdad”, tal libertad es inaguantable para el ser humano: lo enfrenta al abismo. Lo que propone, en cambio, es una coexistencia campechana: el mercado permitirá cualquier creencia que no provoque problemas (aun sí es en apariencia “contraria” al mercado mismo) y lo tratará de la misma manera que las demás. Si no afecta a las ganancias, su existencia es compatible y sana.

El desprecio por el mundo moderno de muchas creencias ideológicas y religiosas que existen hoy (cómo no sentir ese desprecio si sus creyentes se les acercaron por ese motivo) no evita que sus prácticas tengan apenas relevancia para el mundo del mercado. Esto por una razón simple: su respuesta no es crítica; es visceral.

La crítica implica no sólo poner en crisis el orden impuesto, sino también el propio.

Y esto es lo que la “Verdad” no puede hacer sin dejar de ser lo que es. Un creyente no duda: cree. De la misma manera no puede ver al otro (sea este, el mercado, el ateo, el agnóstico o el creyente en otra vía de salvación) sino como un idiota, un enajenado o un enemigo. No ve en él al hombre ni a sus motivaciones.

Como no es capaz de verlo, no es capaz de criticarlo.

De la misma manera como no es capaz de criticarse ya. Nunca más.

No es casual que en estos días uno sea capaz de encontrar a personas que en un momento del día juran por Jesucristo y al otro por la Ciencia. Y que un momento después hable a favor de un político “salvador”. Estas “verdades” que en un momento fueron incompatibles hoy ya no lo son pues a la vista de estos salvos lo que importa es la verdad: su verdad. Mejor dicho: algo que los haga sentir en posesión de la verdad. Frenéticos por vivir, por pensar, por opinar; la “verdad” los ha hecho libres. ¿Libres?

Escudo, red; castillo, mazmorra; la “verdad” nos defiende lo mismo que nos confina. Espada de dos filos; muestra al enemigo y destruye al otro dentro de nosotros mismos. Y todo eso sin ningún peligro para el mundo dominado por el mercado puesto que una reacción visceral no representa ningún peligro para una sociedad que piensa todo sólo en términos de ganancia y efectividad.

No puedo criticar las creencias: puedo señalar que cuando se cierran a la crítica y al diálogo han dejado de ser fecundas. Puedo señalar que toda creencia (toda; no sólo las religiosas) ha terminado siendo una cárcel.

El mercado no es la última verdad: es sólo aquella que ha mostrado la capacidad de mejor adaptarse a una época frenética. A la necesidad de sentido y dirección. Brújula y sextante en un mundo sin estrellas.




César Alain Cajero Sánchez





[1]¿Fue primero la conciencia o el lenguaje? No hay hasta ahora ninguna respuesta satisfactoria. No parece existir forma en que la conciencia se manifieste si no existen las palabras con qué nombrarla (la sensación probablemente existe, pero no hay manera de formularla) y tampoco parece posible que existan las palabras tal y como las concebimos de no haber conciencia que les dé un sentido tan complejo como el de nuestras lenguas.

[2] Y vuelvo a aclararlo, porque a pesar de tantos ensayos al respecto parece no quedar claro: me refiero a los divulgadores de la ciencia, no a los verdaderos científicos, los cuales son mucho más moderados y centrados. Con excepciones, no han hecho de aquello que conocen una “verdad” incontestable, quizá precisamente por saber de ella y de sus limitantes por principios.

[3] Sin embargo, aunque el arte fue una pasión constante en los siglos pasados, nunca o casi nunca se presentó como una “verdad” en el sentido occidental del término. Ciertamente muchos de sus protagonistas hablaron o intuyeron una idea de “nuevo sagrado”, pero por sus mismas características, estaba muy lejos de la idea occidental de la verdad única, monolítica y salvadora.

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