Viva
el rey
Hoy
Huberto Batis cumple 80 años. Hace unos meses, la facultad de Filosofía y
letras le organizó un homenaje por sus 50 años dando clases. Siempre, a diario,
miles de alumnos y exalumnos le agradecen su presencia en suplementos, libros y
aulas.
Entrar
a la carrera de letras y desconocer quién es Huberto Batis era, hasta hace
pocos años, algo apenas imaginable. Era uno de esos maestros que generan a su
alrededor pasiones encontradas.
Todo
aquel de mi generación recuerda el día en que Huberto, en uno de sus entonces
constantes arrebatos, le mentó la madre a un compañero que no sabía el uso
básico de las mayúsculas. Ese episodio, el cual además llevó a Batis a un
proceso ante la censura pedagógica, decidió su suerte ante muchos. Todavía hoy,
al mencionarlo, es de esperar un cúmulo de descalificativos o de elogios.
Por
un lado los apuntes a su forma de ser: grosera, malhablada; a sus métodos “prehistóricos”
de tratar a los alumnos; a su pedagogía “medieval”. Por el otro, elogios a su
valentía, a su labor como formador de escritores, a su apertura a la creación
artística (inclusive a aquella que detesta), a su desenfado; sobre todo, a su
sabiduría y a su capacidad narrativa.
De
lo primero puedo decir que en general son ataques de personas que se asustaron
durante la primera semana de clases y, desde fuera, colmaron de calificativos
al “ogro” Batis.
En
efecto, Huberto no mide sus palabras ante nadie y ante nada. Sus mismos amigos
no son inmunes a sus reconvenciones. Sin embargo, también es cierto que es de quienes siempre están atentos a lo que alguien tenga que decir. No es
de aquellos que tema al diálogo o a la discusión, sin importar si se le critica
o se le corrige. No temerle a las palabras y a la discusión es una importante lección
en un medio donde la hipocresía disfrazada de corrección política campea; donde
la discusión es baja y llena de rencores y envidias. Donde el ninguneo y la
maledicencia en murmullos es común.
Indudable que quienes hacen del disimulo y del elogio insincero su forma de vida deben odiar a Huberto. Le ha costado muchas cosas. Mucho más, sin embargo, ha
dejado en el habitualmente aletargado cuanto malicioso mundo de las letras:
sacar al aire libre aquello que por lo normal está encerrado. Sólo a partir de
eso es posible la discusión.
Los
alumnos, sin duda, fueron (y digo fueron porque esto ya no es así: los años
pasan para todos) uno de los blancos preferidos de las reconvenciones de Batis.
Muchos de sus incondicionales me dicen del miedo que tenían a sus regaños y
cómo ese terror los impulsó a investigar más, a leer más de lo que pedía la
carrera. Los señalamientos de redacción de Huberto, frente al grupo, pulieron la
redacción de generaciones.
Y
aun así, Huberto como persona distó siempre de ser uno de esos profesores
inabordables. Muchas generaciones vieron cómo alentaba a sus alumnos a escribir;
a leer y a pensar. Fue tan lejos como para abrir las puertas de sus casas (las
publicaciones y aquella donde pernoctaba) a muchos alumnos. Famosas son las
pláticas en su casa de Tlalpan donde los entonces nóveles escritores lo
escuchaban, discutían. Y donde los pasillos de ese laberinto maravilloso que es
su biblioteca se les revelaban.
El
método elegido por Huberto no es, ciertamente, aquel que los pedagogos modernos
recomiendan. Aterrados por el fantasma de lo correcto y por la palabrería dizque pedagógica, parecen olvidar que sin la lectura no puede existir
conocimiento. En sus clases, Huberto no da una bibliografía básica ni un plan
de trabajo; no hay para él un camino único de aprender fuera de la curiosidad y
de la lectura constante. No es su clase un taller con ejercicios fuera de lo
más básico: es una donde se incitará la imaginación del alumno; donde se le
invitará a investigar por sí mismo. Y a redactar a su manera; a leer sin tener
un mapa que lo salve de caídas y descubrimientos. La idea de la lectura sin
caminos cortos ni atajos tramposos es la que guía al magisterio de Huberto. Un
método que asustará a aquel acostumbrado a hacer el menor trabajo posible y a
obtener por ello aplausos.
Por
otro lado, aquellos que lo admiran muchas veces pasan por alto que si bien su
figura es extraordinaria, él enseñó antes que nada a no callar los desacuerdos.
De
su capacidad narrativa (una muy barroca, por cierto, llena de elipsis), pocos
estarán en desacuerdo. Es pasmosa la manera en que a partir de una anécdota, construye
una narración llena de sutilezas, de apreciaciones y de detalles. Asimismo, la
manera en que retoma la anécdota original de maneras que su auditorio apenas se
da cuenta cómo.
Muchas
de estas anécdotas han sido puestas por escrito por el mismo Huberto en libros
como Lo que cuadernos del viento nos dejó
o Por sus comas los conoceréis (barrocos
desde el título), aunque hay que admitir que todavía nos debe un libro donde
haga en papel lo mismo que logra en sus clases y pláticas.
Todo
hay que decirlo, después de mucho tiempo, Huberto recurre ciertos temas y
personajes de manera obsesiva. El éxito que generan sus anécdotas sobre Octavio
Paz entre las nuevas generaciones (que lo leen tan poco como lo critican),
muchas veces opaca sus generosas apreciaciones sobre éste y otros escritores
que hoy no gozan de popularidad entre el público letrado. También es de
extrañar que tales juicios no se apliquen a los escritores que se dicen “rebeldes”
y que hacen de la incompetencia (o de las becas) su forma de vivir.
Huberto
formó a muchas generaciones de ensayistas y escritores tanto en las aulas de la
FFyL como en las páginas de sábado. Tiene
la cualidad de apreciar el talento de sus alumnos y colaboradores y de saber
alentarlo. La literatura de los setenta hasta los noventa del siglo XX es
inentendible sin él.
A
partir de inicios del pasado siglo, su actividad ha disminuido en este sentido.
Ya por el menor interés de los jóvenes, ya por la ausencia de un medio que esté
bajo la dirección de Huberto. Es de admirar que en sus suplementos, no
se limitó a formar un pequeño grupo de colaboradores, sino que lo abrió a
muchos escritores de formas y tendencias que incluso iban en contra de su idea
de la literatura y de sus gustos personales. Esto llevó a veces a la disminución
de calidad de los suplementos, pero también a que permanecieran cercanos al
público y a la literatura viva. Un pie en la Academia y otro en la calle, esa es la
idea que anima a su labor editorial.
La
valentía con la que se atreve a ventilar opiniones y anécdotas que pueden
enemistarlo con otras figuras de la literatura nacional es de aplaudir. Como
también es de criticar que muchas veces por ello hay generaciones de jóvenes
que confunden la vida de un escritor con la valoración de su obra. Y que, como
ya mencioné, la obsesión con ciertos personajes raya en la monotonía.
Poco
hay que decir de la cantidad de datos, anécdotas y conocimientos que posee
Huberto. Una clase bien llevada por él será fructífera en todo sentido. Ya por
un dato oscuro, ya por una recomendación bibliográfica o una observación
novedosa de un tema.
Hace
varios meses, a mi regreso de un largo viaje, escribí un ensayo sobre Huberto
donde señalé que sus clases ya no son aquellas que yo conocí. Pero pocos
leyeron que esto primordialmente se debe a que los alumnos no esperan lo que
Huberto puede dar.
Sus
clases sin la intervención de los alumnos —con generaciones de personas que no
leen, que temen opinar o carecen de curiosidad—, están condenadas a naufragar.
Acostumbrados a la dirección de la mano de sus profesores, del orden y la valoración
positiva de la obediencia, son incapaces de comprender la clase de Huberto. Más
si el ya famoso método mayéutico ha dado paso a un Huberto más cauteloso.
Los
años pasan. Sin embargo…
Sin
embargo no hay clase de Huberto donde yo no haya aprendido algo.
Me
dijo Huberto que está haciendo sus trámites de jubilación. Ya no más clases de
Teoría literaria, de Taller de Investigación; de Taller de revista.
Batis
debe estar cansado. Después de sus enfermedades y pérdidas es natural.
¿Qué
quedará de la facultad cuando Huberto haya dado su última clase? Llena de
personajes de dudosas capacidades (aunque muy pedagógicamente ordenaditos), me
temo qué será de esas clases sin él.
Mientras,
no tengo más que celebrar a mi querido maestro; a nuestro maestro siempre.
Huberto
Batis: viva el rey.
César Alain Cajero Sánchez
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