La libertad de ser juzgado
Hace poco murió un señor que
salía en la tele.
No vi nunca mucho sus programas.
La verdad sólo recuerdo que ya noche ponían algunos capítulos repetidos que
repetían todo lo repetible una y otra vez.
Eso y cuando, años después, les dio
por poner los primeros programas de este señor. Y las piernas de María
Antonieta de las Nieves. Y algunos chistes definitivamente afortunados, que no
desmerecen algunos diálogos ingeniosamente bobos en las obras del Siglo de Oro.
Si no fuese por lo repetitivo. Si
no fuese por la maldita repetición.
La cosa es que cuando murió este
señor se levantó tamaño escándalo como no había visto desde que estiró la pata
otro señor (¿?) que cantaba en los ochenta y que bailaba como Resortes.
No me sorprendió la alharaca. Sé
que este hombre fue muy querido y admirado; que sus personajes tocaron a
generaciones de personas en América Latina. Nunca olvidaré que alguno de mis
tíos decía que uno de sus personajes era “lo mejor del mundo”.
Nunca entendí del todo tamaño
fanatismo, con todo y que como dije antes, le reconozco algunas ocurrencias
inteligentes. De otras, mejor no uso los adjetivos.
Sabía también de cantidad de
detractores de este señor. Tela hay de dónde cortar: la repetición infinita de
sus chistes; la falta de simpatía de algunos personajes persistentes; las
peleas de gatas con su elenco y la consecuente desaparición de actores clave
(ellos fueron el verdadero motor del programa: un chiste sin la chispa de un
gran comediante, fenece).
Ya ni hablar de que sus programas
representaron un momento en la televisión en donde los valores de producción
(que no de guion) eran los mínimos. Sí, era (¿era?) una televisión hegemónica y
con escaso interés en elevar la calidad de su programación. Sin embargo, no veo
cómo culpar de ello a un señor que se murió.
Lo cierto es que la mayor parte
de las críticas no se dirigieron a los errores más consistentes de este
comediante. Se le culpó, en cambio, de que sus programas no “enseñaban” valores
positivos; que formó generaciones de ciudadanos ignorantes, apolíticos, apocados,
agachones, machistas, violentos y culeros. De que hacía un “elogio de la
pobreza” en lugar de alentar la confrontación inteligente y crítica del medio
político y social.
Lo más interesante es que este
tipo de comentarios no los hace la feligresía cristiana de esa cerril y
ultramontana; la cual siempre aprovecha para horrorizarse ante la “falta de
valores” en los medios. No: la crítica provenía de sectores “ilustrados”;
universitarios que juran nunca haber visto programas de televisión (y
cuantimenos de Televisa).
Estos, los mismos sectores que
claman por la libertad de expresión y por las libertades individuales (y que
aman a los escritores “insumisos”), coinciden con una de las más antiguas
censuras de la humanidad. Aquella que piensa que el arte debe ser un vehículo
de la educación y la moral.
Sé que más de uno sudará la gota
gorda porque usé la palabra “arte” al referirme a este señor. Sus obras no
fueron ciertamente de muy altos vuelos, pero logró conectarse con su público de
forma sincera y perdurable. Con la palabra usada no me refiero sólo al “gran
arte” ni mucho menos, sino a toda expresión que sea capaz de recrear la
realidad a través de lo sensible, así sea de tan modesta manera.
Pero regresemos al año 400 antes
de nuestra era para entender de qué hablo.
En uno de los recuerdos que el
más joven de aquellos dos escribió sobre el otro, se hace un severo juicio
acerca del arte. En él se nos dice que la tragedia afemina al hombre
disciplinado; que le arranca las lágrimas al templado; que hace actuar como loco
al más sabio. Es, pues, un agente de disolución que debe ser evitado por los
espíritus que aspiren al conocimiento.
Ya en su República, es bien conocido cómo aquel de las “anchas espaldas” expulsó
a los poetas del gobierno perfecto. Según esto, la perfección del ser humano y
el quehacer artístico son incompatibles. Tanto en el plano ontológico (hace una
copia de una copia de la idea), como en el moral (presenta un mundo impúdico y
pervertido), como en el filosófico (presenta un mundo que parece real; no que lo es), al igual que en el civil (hace del
hombre un juguete de sus sentimientos; de su lado animal, terrenal), el arte
resulta reprobable.
Así, el arte no pretende enseñar
y, cuando parece hacerlo, se queda en las apariencias. Es enemigo de la
civilidad en tanto el individuo se solaza en lo particular de sus sensaciones
animales.
En dicho libro, se asegura, empero,
que si el arte se pone al servicio de la educación, entonces es aceptable para
la República. Se le concibe entonces como un medio a través del cual se
instruirá a la mente todavía inmadura para la contemplación de las esencias. De
esta manera, el arte que sea deleite de las formas; aquel que resulte una
provocación para la civitas o
simplemente aquel cuyo mensaje no sea suficientemente directo, debe ser
expulsado de una sociedad perfecta. Tanto el gran arte, aquel que precisa del
lector para llegar a su término, como aquel hecho para el deleite mundano son —para
aquel gran moralista que señaló la identidad entre belleza, verdad y bondad—
elementos de los que hay que desprendernos en busca de la perfección.
A pesar de la herencia en parte
magnífica, en parte aciaga, de ambos pensadores, el arte no fue desterrado del
ser humano. Su impronta, sin embargo, quedaría para siempre en la mente de no
pocos convencidos de la corrupción inherente al mundo y, por supuesto, de
aquello que lo celebra e instaura: el arte. Que Sócrates y Platón sean modelos
de la razón no debe extrañar a aquellos que nos sigan hasta este momento: son
precisamente aquellos que buscan la verdad (o que piensan haberla encontrado,
los cuales tal vez son más y más recalcitrantes) quienes con más insistencia
señalan que la verdadera labor del arte es educar en los principios de ésta. No
cualquier verdad: aquella que ellos consideran como tal. La única digna de
merecer ese nombre.
Muchos años después, una
revolución y un espíritu que pretendió también crear la sociedad perfecta,
arreglar el mundo a través de la razón, produjo en Francia una institución, una
estética y una ética que penetró en las mentes educadas de todo el mundo.
La Revolución francesa, mucho se
olvida, no es representada únicamente por la Declaración de los derechos del
hombre, sino por una furia moral y purificadora que sólo sería igualada más de
100 años después.
Al Terror sucumbieron miles de
personas que no coincidían abierta o secretamente con la idea de formar un “mundo
mejor y más justo” por decreto del Estado. O por lo menos con la idea que los
ejecutores de la Revolución tenían de esto.
La Revolución francesa nació del
espíritu ilustrado y su ambición de abarcar al mundo dentro de la Razón. El
romanticismo, hijo de la Ilustración, también se encuentra en sus orígenes, con
su idea de pasar de la palabra al acto. La hermandad de los hombres lograda por
el espíritu mismo. Hegel es hijo del Siglo de las luces lo mismo que
Robespierre. Ya no se trata de poner límites a la razón, sino de dejarla en
libertad.
Esto fue un arma de doble filo:
la razón hasta hace poco contenida en la crítica de Kant es capaz de criticarse
y de contenerse. Sin embargo también se ha mostrado las más de las veces como
la constructora de las prisiones más perfectas; de los principios más frágiles
erigidos en mazmorras.
Cuando la razón ilustrada se
olvidó de realizar su crítica y sólo tomó del romanticismo sus afanes de
cambiar el mundo para bien, fue que
comenzó el Terror. Y el sueño de la razón conoció su límite: el universo
entero.
La Verdad no conoce más límites
que el universo y la expresión más obvia de aquella verdad es la moral humana.
Sin poder atribuirla ya a un Dios que había sido derribado, la Razón se impuso
como la Verdad. No una verdad preexistente, sino como una que se hace: que es
apropiada a la medida humana: su creación y su cima. Por un lado descubre los
secretos del universo (y con ello, lo domina); por el otro, lleva a la
perfección al animal hombre, liberado ya de la arcaica brutalidad: libre al fin de sí mismo.
La Revolución fascinó a los
poetas románticos en un principio. El Terror marcó a todos, asimismo. La Razón
pregonada no abrió las puertas del viejo castillo de la civilización; libre ya
de crítica, se convirtió en censor, juez y verdugo.
El sueño platónico adquirió forma
en el Estado moderno. Y el Estado moderno fue tan lejos como para aplicar sus
leyes al universo. Si el lenguaje modela al mundo, lo encarcela; el nuevo
lenguaje, consciente de sus propiedades, quiso diseñar al hombre; corregir al
mundo.
Que la Revolución y el Terror
sean contemporáneos del neoclasicismo: de la necesidad de subordinar al arte al
bien público; de crear unas reglas racionales
y verdaderas para medir el arte más
allá de la subjetividad es lo más natural.
Como aquellos griegos siglos
antes, los pensadores ilustrados se dieron cuenta de que el arte contiene el
germen del desorden. Una libertad sin reglas es una libertad fingida pues
compromete lo que se había considerado el principio de la verdad: la
racionalidad, el orden y la razón.
La creación de la Academia no fue
sino el último intento de dar una razón de ser al arte. Los artistas no sólo en
muchos casos se subordinaron a esto: lo hicieron de buena fe. Movidos por los
impulsos irresistibles de la moralidad: de lo humano.
Empero, lo humano dista de ser
sólo racionalidad.
La alegría, el llanto, el miedo y
el canto son partes también de la realidad. El hombre no es una especie: el
hombre es su libertad. O mejor: ser únicos es lo que nos permite también
identificarnos con los otros. El amor por decreto nunca ha existido.
Pero confundir amor con moral
nunca ha sido extraño. Y el mundo en que vivimos no es sino un reflejo de aquel
nacido en el Siglo de las luces.
Aparentemente, hoy el arte goza
de una libertad como nunca antes. Una libertad que raya en el absurdo.
No es así, empero. El arte se ha
convertido en esclavo de la idea, de la moral y de la razón.
La fiesta de los sentidos ha
desaparecido. El arte moderno, ya alejado para siempre del romanticismo, no
busca su fundamento en la sensación, sino en la idea.
La supuesta libertad a la que
tantos aspiran es sólo un disfraz. No la libertad para realizar la obra o
realizarla al experimentarla: la libertad de interpretar cualquier cosa y de
ser aplaudido por ello.
En efecto: aquel artista que
presente su obra y calle ante ella queda arrojado al silencio. Lo que buscan
los intelectuales no es a la obra,
sino a lo que se pueda decir de ella.
Psicoanalistas, estructuralistas;
profesores sin humor; pedantes de la rebelión; cagatintas de la revolución;
defensores de la conciencia. Todos usan a la obra para sus interpretaciones y
todos ellos se sienten con la razón
en sus manos. Razón para elevar a los “grandes escritores” y para denostar a
los “vendidos”; para señalar a quienes nos “liberan” y a quienes nos “enajenan”.
Su lenguaje no remite a la
crítica de la razón sino por la razón: su juicio nunca es estético (pues como
dirían sus defendidos: nada es estético; todo es libertad… siempre que pueda interpretarse),
sino racional. Y más que racional: moral.
Para ellos el arte sólo tiene
sentido si es moral. Y la moral sólo tiene sentido dentro del juego de poder.
De nuevo: el arte no existe si es
fuera de la razón. De la Verdad encarnada en la Razón: moral y política.
Y todo esto, así fue, porque se
murió un señor. Y porque nunca educó a las personas. Y porque, parece, estaba obligado a ello, a pesar de ser sólo un hombre de la tele.
Quizá hoy haya más libertad artística para decir lo que sea. Quizá: si consentimos también que nunca se había tenido más control sobre el público. Hoy los censores no son los inquisidores, sino los ilustrados. Ellos dirán qué es bueno y qué es malo. Ellos son los jueces.
Y si no consiguen decir la razón de por qué su obra es admirable (revolucionaria, consciente, combativa, inteligente...), entonces esa obra es inexistente.
La libertad de ser juzgados por el disfraz de las palabras.
En poco (más bien, ya) se juzgará a la obra en razón de cuantos libros vende. En el público esto ya es así. Entre los académicos... démosles tiempo.
Hay quien siempre ha jugado a poner jerarquías. Y a ver si Rulfo la tiene más larga que Paz o al revés.
En poco (más bien, ya) se juzgará a la obra en razón de cuantos libros vende. En el público esto ya es así. Entre los académicos... démosles tiempo.
Hay quien siempre ha jugado a poner jerarquías. Y a ver si Rulfo la tiene más larga que Paz o al revés.
César Alain Cajero Sánchez
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