sábado, 27 de diciembre de 2014

La libertad de ser juzgado



Hace poco murió un señor que salía en la tele.

No vi nunca mucho sus programas. La verdad sólo recuerdo que ya noche ponían algunos capítulos repetidos que repetían todo lo repetible una y otra vez.

Eso y cuando, años después, les dio por poner los primeros programas de este señor. Y las piernas de María Antonieta de las Nieves. Y algunos chistes definitivamente afortunados, que no desmerecen algunos diálogos ingeniosamente bobos en las obras del Siglo de Oro.
Si no fuese por lo repetitivo. Si no fuese por la maldita repetición.

La cosa es que cuando murió este señor se levantó tamaño escándalo como no había visto desde que estiró la pata otro señor (¿?) que cantaba en los ochenta y que bailaba como Resortes.

No me sorprendió la alharaca. Sé que este hombre fue muy querido y admirado; que sus personajes tocaron a generaciones de personas en América Latina. Nunca olvidaré que alguno de mis tíos decía que uno de sus personajes era “lo mejor del mundo”.

Nunca entendí del todo tamaño fanatismo, con todo y que como dije antes, le reconozco algunas ocurrencias inteligentes. De otras, mejor no uso los adjetivos.

Sabía también de cantidad de detractores de este señor. Tela hay de dónde cortar: la repetición infinita de sus chistes; la falta de simpatía de algunos personajes persistentes; las peleas de gatas con su elenco y la consecuente desaparición de actores clave (ellos fueron el verdadero motor del programa: un chiste sin la chispa de un gran comediante, fenece).

Ya ni hablar de que sus programas representaron un momento en la televisión en donde los valores de producción (que no de guion) eran los mínimos. Sí, era (¿era?) una televisión hegemónica y con escaso interés en elevar la calidad de su programación. Sin embargo, no veo cómo culpar de ello a un señor que se murió.

Lo cierto es que la mayor parte de las críticas no se dirigieron a los errores más consistentes de este comediante. Se le culpó, en cambio, de que sus programas no “enseñaban” valores positivos; que formó generaciones de ciudadanos ignorantes, apolíticos, apocados, agachones, machistas, violentos y culeros. De que hacía un “elogio de la pobreza” en lugar de alentar la confrontación inteligente y crítica del medio político y social.

Lo más interesante es que este tipo de comentarios no los hace la feligresía cristiana de esa cerril y ultramontana; la cual siempre aprovecha para horrorizarse ante la “falta de valores” en los medios. No: la crítica provenía de sectores “ilustrados”; universitarios que juran nunca haber visto programas de televisión (y cuantimenos de Televisa).

Estos, los mismos sectores que claman por la libertad de expresión y por las libertades individuales (y que aman a los escritores “insumisos”), coinciden con una de las más antiguas censuras de la humanidad. Aquella que piensa que el arte debe ser un vehículo de la educación y la moral.

Sé que más de uno sudará la gota gorda porque usé la palabra “arte” al referirme a este señor. Sus obras no fueron ciertamente de muy altos vuelos, pero logró conectarse con su público de forma sincera y perdurable. Con la palabra usada no me refiero sólo al “gran arte” ni mucho menos, sino a toda expresión que sea capaz de recrear la realidad a través de lo sensible, así sea de tan modesta manera.

Pero regresemos al año 400 antes de nuestra era para entender de qué hablo.

En esos años, dos ingenios singulares conversaban acerca del arte en Grecia.

En uno de los recuerdos que el más joven de aquellos dos escribió sobre el otro, se hace un severo juicio acerca del arte. En él se nos dice que la tragedia afemina al hombre disciplinado; que le arranca las lágrimas al templado; que hace actuar como loco al más sabio. Es, pues, un agente de disolución que debe ser evitado por los espíritus que aspiren al conocimiento.

Ya en su República, es bien conocido cómo aquel de las “anchas espaldas” expulsó a los poetas del gobierno perfecto. Según esto, la perfección del ser humano y el quehacer artístico son incompatibles. Tanto en el plano ontológico (hace una copia de una copia de la idea), como en el moral (presenta un mundo impúdico y pervertido), como en el filosófico (presenta un mundo que parece real; no que lo es), al igual que en el civil (hace del hombre un juguete de sus sentimientos; de su lado animal, terrenal), el arte resulta reprobable.

Así, el arte no pretende enseñar y, cuando parece hacerlo, se queda en las apariencias. Es enemigo de la civilidad en tanto el individuo se solaza en lo particular de sus sensaciones animales.

En dicho libro, se asegura, empero, que si el arte se pone al servicio de la educación, entonces es aceptable para la República. Se le concibe entonces como un medio a través del cual se instruirá a la mente todavía inmadura para la contemplación de las esencias. De esta manera, el arte que sea deleite de las formas; aquel que resulte una provocación para la civitas o simplemente aquel cuyo mensaje no sea suficientemente directo, debe ser expulsado de una sociedad perfecta. Tanto el gran arte, aquel que precisa del lector para llegar a su término, como aquel hecho para el deleite mundano son —para aquel gran moralista que señaló la identidad entre belleza, verdad y bondad— elementos de los que hay que desprendernos en busca de la perfección.

A pesar de la herencia en parte magnífica, en parte aciaga, de ambos pensadores, el arte no fue desterrado del ser humano. Su impronta, sin embargo, quedaría para siempre en la mente de no pocos convencidos de la corrupción inherente al mundo y, por supuesto, de aquello que lo celebra e instaura: el arte. Que Sócrates y Platón sean modelos de la razón no debe extrañar a aquellos que nos sigan hasta este momento: son precisamente aquellos que buscan la verdad (o que piensan haberla encontrado, los cuales tal vez son más y más recalcitrantes) quienes con más insistencia señalan que la verdadera labor del arte es educar en los principios de ésta. No cualquier verdad: aquella que ellos consideran como tal. La única digna de merecer ese nombre.

Muchos años después, una revolución y un espíritu que pretendió también crear la sociedad perfecta, arreglar el mundo a través de la razón, produjo en Francia una institución, una estética y una ética que penetró en las mentes educadas de todo el mundo.

La Revolución francesa, mucho se olvida, no es representada únicamente por la Declaración de los derechos del hombre, sino por una furia moral y purificadora que sólo sería igualada más de 100 años después.

Al Terror sucumbieron miles de personas que no coincidían abierta o secretamente con la idea de formar un “mundo mejor y más justo” por decreto del Estado. O por lo menos con la idea que los ejecutores de la Revolución tenían de esto.

La Revolución francesa nació del espíritu ilustrado y su ambición de abarcar al mundo dentro de la Razón. El romanticismo, hijo de la Ilustración, también se encuentra en sus orígenes, con su idea de pasar de la palabra al acto. La hermandad de los hombres lograda por el espíritu mismo. Hegel es hijo del Siglo de las luces lo mismo que Robespierre. Ya no se trata de poner límites a la razón, sino de dejarla en libertad.

Esto fue un arma de doble filo: la razón hasta hace poco contenida en la crítica de Kant es capaz de criticarse y de contenerse. Sin embargo también se ha mostrado las más de las veces como la constructora de las prisiones más perfectas; de los principios más frágiles erigidos en mazmorras.
Cuando la razón ilustrada se olvidó de realizar su crítica y sólo tomó del romanticismo sus afanes de cambiar el mundo para bien, fue que comenzó el Terror. Y el sueño de la razón conoció su límite: el universo entero.

La Verdad no conoce más límites que el universo y la expresión más obvia de aquella verdad es la moral humana. Sin poder atribuirla ya a un Dios que había sido derribado, la Razón se impuso como la Verdad. No una verdad preexistente, sino como una que se hace: que es apropiada a la medida humana: su creación y su cima. Por un lado descubre los secretos del universo (y con ello, lo domina); por el otro, lleva a la perfección al animal hombre, liberado ya de la arcaica brutalidad: libre al fin de sí mismo.

La Revolución fascinó a los poetas románticos en un principio. El Terror marcó a todos, asimismo. La Razón pregonada no abrió las puertas del viejo castillo de la civilización; libre ya de crítica, se convirtió en censor, juez y verdugo.

El sueño platónico adquirió forma en el Estado moderno. Y el Estado moderno fue tan lejos como para aplicar sus leyes al universo. Si el lenguaje modela al mundo, lo encarcela; el nuevo lenguaje, consciente de sus propiedades, quiso diseñar al hombre; corregir al mundo.
Que la Revolución y el Terror sean contemporáneos del neoclasicismo: de la necesidad de subordinar al arte al bien público; de crear unas reglas racionales y verdaderas para medir el arte más allá de la subjetividad es lo más natural.
Como aquellos griegos siglos antes, los pensadores ilustrados se dieron cuenta de que el arte contiene el germen del desorden. Una libertad sin reglas es una libertad fingida pues compromete lo que se había considerado el principio de la verdad: la racionalidad, el orden y la razón.

La creación de la Academia no fue sino el último intento de dar una razón de ser al arte. Los artistas no sólo en muchos casos se subordinaron a esto: lo hicieron de buena fe. Movidos por los impulsos irresistibles de la moralidad: de lo humano.

Empero, lo humano dista de ser sólo racionalidad.

La alegría, el llanto, el miedo y el canto son partes también de la realidad. El hombre no es una especie: el hombre es su libertad. O mejor: ser únicos es lo que nos permite también identificarnos con los otros. El amor por decreto nunca ha existido.

Pero confundir amor con moral nunca ha sido extraño. Y el mundo en que vivimos no es sino un reflejo de aquel nacido en el Siglo de las luces.

Aparentemente, hoy el arte goza de una libertad como nunca antes. Una libertad que raya en el absurdo.

No es así, empero. El arte se ha convertido en esclavo de la idea, de la moral y de la razón.

La fiesta de los sentidos ha desaparecido. El arte moderno, ya alejado para siempre del romanticismo, no busca su fundamento en la sensación, sino en la idea.

La supuesta libertad a la que tantos aspiran es sólo un disfraz. No la libertad para realizar la obra o realizarla al experimentarla: la libertad de interpretar cualquier cosa y de ser aplaudido por ello.

En efecto: aquel artista que presente su obra y calle ante ella queda arrojado al silencio. Lo que buscan los intelectuales no es a la obra, sino a lo que se pueda decir de ella.

Psicoanalistas, estructuralistas; profesores sin humor; pedantes de la rebelión; cagatintas de la revolución; defensores de la conciencia. Todos usan a la obra para sus interpretaciones y todos ellos se sienten con la razón en sus manos. Razón para elevar a los “grandes escritores” y para denostar a los “vendidos”; para señalar a quienes nos “liberan” y a quienes nos “enajenan”.

Su lenguaje no remite a la crítica de la razón sino por la razón: su juicio nunca es estético (pues como dirían sus defendidos: nada es estético; todo es libertad… siempre que pueda interpretarse), sino racional. Y más que racional: moral.

Para ellos el arte sólo tiene sentido si es moral. Y la moral sólo tiene sentido dentro del juego de poder.

De nuevo: el arte no existe si es fuera de la razón. De la Verdad encarnada en la Razón: moral y política.

Y todo esto, así fue, porque se murió un señor. Y porque nunca educó a las personas. Y porque, parece, estaba obligado a ello, a pesar de ser sólo un hombre de la tele.

Quizá hoy haya más libertad artística para decir lo que sea. Quizá: si consentimos también que nunca se había tenido más control sobre el público. Hoy los censores no son los inquisidores, sino los ilustrados. Ellos dirán qué es bueno y qué es malo. Ellos son los jueces.

Y si no consiguen decir la razón de por qué su obra es admirable (revolucionaria, consciente, combativa, inteligente...), entonces esa obra es inexistente.

La libertad de ser juzgados por el disfraz de las palabras.

En poco (más bien, ya) se juzgará a la obra en razón de cuantos libros vende. En el público esto ya es así. Entre los académicos... démosles tiempo.

Hay quien siempre ha jugado a poner jerarquías. Y a ver si Rulfo la tiene más larga que Paz o al revés.



César Alain Cajero Sánchez

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