lunes, 2 de febrero de 2015

Los grilletes son por dentro



A fines del siglo XIX entre La Gaya ciencia y Más allá del bien y el mal, un desprestigiado profesor de filología escribió dos distintas visiones del hombre por venir.

El Último hombre y el Superhombre son, sin embargo versiones extremas de la misma desaparición de valores que Nietzsche percibió en su época. Dos variaciones del mismo mundo.

Ya desde el fin de la Edad media el Dios cristiano, bajo cuya imagen tremenda se desarrolló la moral y la visión del mundo de Occidente, perdió su dignidad. El Renacimiento aterrizó la teología y la volvió inteligible: humana. El rito y la mística cedieron ante el empuje de la moral. Dios se hizo comprensible, aprehensible e imaginable desde la lógica humana. Esta pérdida de la idea de mundo que había guiado a Occidente durante más de un milenio produjo una conmoción en todo el mundo cristiano. Tanto Humanismo como Renacimiento como Reforma tienen un origen común. No tanto se ha dicho que el Barroco sólo es posible cuando el mundo medieval en el que se basaba el cristianismo católico ha perdido estabilidad. El barroco sólo existe en tanto el mundo cristiano-católico-medieval que añora, ha desaparecido. Con el fin de una idea de mundo.

El pasar del tiempo vio el hundimiento de la idea del dios trascendente. El principio rector de la moral poco a poco vio socavados sus poderes. Y sin idea de trascendencia, sin un principio que guie la vida humana, ésta se transforma en insignificante. La necesidad de un orden lógico, narrativo o del tipo que sea es necesario para el ser humano: somos nuestras mitologías.

Ya Hume había señalado que ante el hundimiento de los supuestos trascendentales, el ser humano se apresuraba a crear nuevos ideales a los que ceñirse.

A pesar del escándalo de Hume, creo que resulta inevitable para el ser humano crear estos ideales y creer en ellos. Considero acertado que todo conocimiento resulte de la experiencia sensible y que de esta manera, el mismo ser sólo puede entenderse como una suma de experiencias contingentes que dan la apariencia de ser inmutables. La conciencia de esto, sin embargo, no puede llegar más que a cierto límite: el del lenguaje.

El lenguaje humano es lo que nos hace distintos a los animales y a los “cerebros electrónicos”. Estos últimos tienen un lenguaje que no saben que poseen. Carecen de una noción de yo. Las máquinas son talentosamente estúpidas. Los animales sí parecen tener una tenue conciencia y capacidad de adaptarse por sí mismos a nuevas situaciones. En general todo indica que los seres vivos (incluyendo todos los reinos) están en continua comunicación a través de distintas señales. Sin embargo, la conciencia que tienen de esto parece mínima, si no es que en ciertos casos, inexistente.

La diferencia de esto con el lenguaje humano es abismal y en cierta manera, inexplicable[1]. Sólo mediante él puede existir una noción del yo comparable a la humana: sólo mediante él puede entenderse la formación de sociedades con la diversidad de las nuestras.

No se malentienda: al hablar de la complejidad de las sociedades humanas no me refiero al número de individuos ni a su eficacia (las sociedades de insectos son igual o casi igualmente numerosas e infinitamente más eficaces), sino a las diferencias culturales que resultan imposibles de enumerar.

Esta diversidad encierra dentro todavía más: cada sociedad está compuesta de miles de individuos, cada uno con unas características definidas e irrepetibles. Quizá lo mismo pueda decirse de otros seres vivos (puede hacerse), con una salvedad: los humanos somos los únicos que nos sabemos (o creemos) únicos.

El origen de esto es el lenguaje: sólo un ser con la posibilidad de decir “yo soy” puede tener conciencia plena de sí. Asimismo, a través del lenguaje se abre una puerta para relacionarse con los otros.

La paradoja del lenguaje humano es que mientras hace posible la comunicación entre diversas personas a un modo mucho más profundo y consciente de lo que los lenguajes animales lo permitirían, al mismo tiempo para ello hace necesaria la creación del yo. El ser humano nace con una creencia (ilusoria según Hume): la de que es. Ese saberse implica al mismo tiempo saber lo que no se es: todo. La única forma de acercarse a aquello que está fuera de las fronteras del yo es el lenguaje. La sociedad y el individuo nacen juntos. La sociedad y el individuo son lenguaje[2].

El lenguaje es la manera en que los humanos nos apoderamos del universo: nombrar para el ser humano equivale a conocer; y conocer, a dominar. A través de él ordenamos, damos un sentido y una dirección al universo. Lo hacemos habitable, pues la mente humana no tolera el caos.

Nueva paradoja: el lenguaje humano no es único: hay incontables maneras de decir “noche”. Esto se debe —volvemos al problema inicial— a que el mismo lenguaje dio una posibilidad: el de la libertad.

En cuanto el ser es consciente de sí, se sabe capaz de afirmar o negar; de escoger. Se sabe (o se cree, no importa en este momento) libre. La libertad es otorgada por la palabra y ella es la prueba de que no hay una sola manera de concebir al mundo. No hay una verdad sino infinitas maneras de recrear ese algo que llamamos realidad y que creímos conquistado. El lenguaje, así, permite ordenar al universo de una manera incomprensible: esa verdad hallada es sólo una entre muchas posibilidades.

Crisis: aquello que hace posible al mundo humano es tan sólo una frágil convención.

Empero, esto no es evidente para el hablante. Sólo una crisis en su mundo puede hacerlo dudar del lenguaje: mito primero; mito creador de mitos, ponerlo en duda equivaldría a poner en duda al universo mismo. Caer en el abismo.

No podemos escapar en tanto humanos del lenguaje. Él es el primer mito ya que la labor de todo mito es dar certezas del mundo: explicarlo. Cierto: constituye una tabla salvadora al tiempo que una cárcel de la que nos es imposible escapar (salir de un lenguaje consiste en crear o adoptar otro, como derribar un mito es imposible sin fundar otro). No es, creo, ese el problema de lo humano y como lo he dicho en anteriores ensayos, siguiendo a Kant, en tanto humanos no podemos soportar o siquiera concebir lo “real” sino a través de la creación. Más allá sólo están el santo o el mundo de la naturaleza[3].

Cuando la palabra pierde su transparencia, cuando de realidad tangible[4] se transforma en fábula bajo la cual se disfraza cualquier contenido, es posible un cambio en la ideología. Cuando la palabra “Dios” se vació en Occidente del contenido que había tenido por milenios, fue posible buscar un nuevo lenguaje que tomara su relevo. Ha habido cientos de estos apelativos que buscan llenar el vacío y muchos aspirantes lo lograron en los quinientos años de la caída del Dios medieval. Socialismo, democracia, izquierda, derecha, positivismo; las ideologías modernas tomaron el relevo. No había más qué hacer: como humanos vivimos en el lenguaje y como humanos, el lenguaje creó sus mitos con otros principios: futuro, bienestar, pueblo, nación, patria, bienestar social…

Sin embargo, estos mitos estaban mutilados de algo esencial: la ideología carece de rostro, de cuerpo. No hay fiesta en la razón que sueña.

Mitos incompletos, no es casual que la ferocidad que los proyectos de los grandes reformadores pusieron sobre el cuerpo no tenga apenas parangón con el pasado. Frente a los horrores infringidos en los dos pasados siglos en nombre de la ideología, las inquisiciones fueron apenas un juego de niños. Y si nos parecen tan terribles los crímenes de ese pasado es porque no concebimos un mundo donde el dolor se justifique por la religión: no concebimos un mundo donde la eficacia económica o política no sea el motor del crimen.

Estuve tentado a escribir en el último párrafo que no concebimos un mundo donde la ideología y el bienestar público no sean el motor del crimen, sin embargo hubiera pecado de inexactitud.

Los desaforados crímenes del pasado reciente, de Stalin a Hitler y de Pol Pot a Franco, fueron cometidos en nombre de aquel dios llamado ideología. Tales crímenes nos horrorizan hoy a la gran mayoría de habitantes de este siglo de la misma manera que los cometidos por la mucho más ceñida Inquisición. La razón de ese horror no se debe, empero, a una ilusoria “evolución”, sino simplemente a que ese mundo que tomó a la ideología como sustituto de la religión ha desaparecido.

Los grandes desfiles con los que se intentó suplir al rito; los discursos e inmolaciones humanas que resultaron epiléptico sustituto del mito religioso casi han desaparecido de nuestro mundo. Recordatorios de esa época aciaga, quedan detrás algunas naciones.

No ha desaparecido el nacionalismo ni la lucha ideológica, pero aquella batalla se ha convertido en mueca. Disfraz pasado de moda tras el que se encuentra una nueva deidad.

La mitología no ha desaparecido, sino que ha sido substituida por una nueva imagen de mundo. A diferencia de las ideologías de pasados siglos, aceptadas por todos, pero con custodios de la Verdad bien especificados, esta vez no son necesarios los carceleros. Nuestra época se caracteriza, en principio, por la aceptación gustosa de las cadenas.

La mitología de los dos pasados siglos, la era de las ideologías y del futuro donde la libertad sería de todos, ha dado paso a una donde la libertad se ejerce en el ahora. La belleza, la bondad y la verdad, ideas asociadas a aquellos ideales que desde Grecia fueron la obsesión occidental y que en el mundo moderno se prometían a todos, no gozan hoy del prestigio de hace unas cuantas décadas.

El ocaso de las ideologías coincidió no casualmente con el ascenso de la valoración del cuerpo, del ahora y de los placeres. Tras siglos de puritanismo, el hombre se creyó libre. Con la posibilidad real de la felicidad en el presente.

No ha desaparecido del todo la idea de un porvenir mejor que el actual: lo que ha desaparecido es la idea de futuro. El futuro es ahora. El pasado también. No hay tiempo o mejor dicho: el hombre vive como si todos los tiempos fueran este tiempo y como si este tiempo careciera de límites. La libertad de ser alguien: la libertad de ser quien se es realmente.

Pocas cosas más valoradas que la libertad. Una que en lo individual no conoce de límites. La idea del límite o de las reglas repele a la sensibilidad contemporánea. Sin embargo, pocas veces han existido más límites en lo público (y menos en el privado). La discusión de ideas públicamente se ha ido estrechando a la vez que la posibilidad de exponer esas ideas ha aumentado exponencialmente.

El lenguaje social se ha adelgazado.

Me explicare. En este momento el ciudadano común de las ciudades se encuentra en posibilidad de acceder de manera casi instantánea a un medio donde en teoría hay la posibilidad de dar una opinión de prácticamente cualquier tema. La libertad individual conoce hoy pocos límites en ese sentido.

Muchos han creído con esto en una nueva época de información accesible a todos. En el fin de la alienación: una comunidad mundial con capacidades de comunicación casi ilimitadas y una capacidad de reacción inmediata.

Esto, sin embargo, no ha sucedido. ¿Por qué?

En una época donde se puede decir todo, el impacto real de cualquier comentario es casi nulo. La gravedad no es bien vista en una época sin modelo de mundo. Al desaparecer cualquier noción de trascendencia, una opinión es tan válida como otra. Esto, que parece un triunfo de la libertad, no lo es tanto si advertimos que cuando cualquier cosa es válida, entonces ninguna lo es: todo se ha convertido en parloteo in-significante.

En la práctica el discurso social se ha convertido en la censura a cualquier forma de discusión franca y apasionada. Me refiero con esto a que en el medio público el diálogo verdadero y polémico ha desaparecido: lo que existen son multitud de monólogos que temen contradecirse entre sí. Con esto no existe tampoco mayor comprensión del “otro”: el “otro” se ha perdido de vista, se ha evaporado en el ruido insignificante de los medios modernos de comunicación, opacado detrás del mundo al alcance de la mano que nos construimos.

Las mitologías y el lenguaje con el que hablaba la modernidad nos parecen anticuadas porque ya no son nuestro mundo. Se olvida, sin embargo, que fue durante la modernidad en que la libertad fue un arma y una pasión. La esfera privada y la pública (a veces en sonrojante confusión) pudieron ponerse a prueba pues la discusión era posible. La censura fue terrible, por supuesto, pero existió así de forma oculta, la crítica y la confrontación de opiniones.

La pasión crítica aterra a nuestra época donde se confunde la discusión con la agresión y donde se prefiere el placer de ver corroborada la opinión propia en otros espejos.

El amor por el ahora se ha confundido con la búsqueda de placeres. Y el placer ha dejado de ser una pasión: se ha convertido en una forma de pasar un rato.

El cambio de paradigma no ha llevado a la inclusión del otro ni a ver de cara al abismo. El presente continúa desvaneciéndose a cada instante, pero el ser humano no puede ya mirarlo a la cara porque toda cifra temporal le es desconocida. Vivir en un presente continuo, en un tiempo que ignora su término, es la moneda corriente. No se ha dejado de morir: esas muertes han dejado de ser trascendentes y se transforman en espectáculos. Somos para los otros porque nosotros mismos ya hemos perdido valor y todos somos para todos sólo una figura más. Así se evade la responsabilidad. Y el dolor.

Muchos se preguntan qué ha pasado en nuestro mundo. China, superviviente del mundo moderno, es ahora una potencia capitalista.

El capitalismo no sólo no resulta exclusivo de las democracias liberales, sino que se ajusta perfectamente a una sociedad cerrada como la china. Nada más natural: la apertura a las libertades individuales y al espíritu de libre empresa no llevan implícitamente a cuestionar a la esfera pública. Los seres humanos somos felices si se nos da la apariencia de libertad. Ese es el secreto de China. Y de prácticamente todos los Estados de nuestra época.

El futuro terrible no fue adivinado por Orwell, sino por Huxley.

Si la ideología no es el dios contemporáneo es porque fue sustituido por uno nuevo. Las mitologías anémicas del pasado reciente necesitaron los desfiles y las matanzas para formarse un rito y un sacrificio. En el presente el nuevo Dios da la posibilidad de convertir en cuerpo —en placer, sucedáneo de la felicidad— cualquier momento. Un Dios que puede poseerse y que da una razón para vivir. El consumo, la posesión de cosas; el dinero.

El dinero no posee trascendencia: el futuro no le interesa. No posee pasado: aquello que pasó no podrá ser. Sólo vale el presente: tener cosas, disfrutar la “libertad” que da la época más feliz de la humanidad.

No somos más felices que nuestros antepasados. Sin embargo, las casi irrestrictas posibilidades que nos disfrazan los derechos individuales han creado un mundo sin significados donde el único valor es el placer.

¿Esto quiere decir que el placer nos ha vuelto estúpidos? No. Significa que un mundo que no se atreve a mirar a la cara al tiempo no conoce lo que en verdad son los placeres. Ante el hombre que no tiene ya conciencia siquiera de la muerte no hacen falta las cadenas: los grilletes no son necesarios. Nunca se dará cuenta de aquello que ha olvidado.

Para aquel profesor alemán, llegar a la pérdida de valores podía ser un paso hacia la aceptación de la vida en toda su plenitud. De otra forma, sería el ocultamiento narcotizado de todo lo que le da sentido. El anhelo de crear, el amor, el dolor; la alegría misma:


Nosotros hemos inventado la felicidad” - dicen los últimos hombres, y parpadean.
Han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino y se restriega contra él: pues necesita calor.
[…] Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable.
La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse.[…] ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas.
[…] Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio.
“En otro tiempo todo el mundo desvariaba” - dicen los más sutiles, y parpadean.
Hoy la gente es inteligente y sabe todo lo que ha ocurrido: así no acaba nunca de burlarse.
La gente continúa discutiendo, mas pronto se reconcilia - de lo contrario, ello estropea el estómago.
La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud.
“Nosotros hemos inventado la felicidad” - dicen los últimos hombres, y parpadean.”





[1] En otro momento escribí algo acerca del problema que representa explicar el nacimiento del lenguaje humano. Espero en breve hacer una versión depurada de aquel texto.

[2] Sería muy intrigante estudiar de dónde está separación tan profunda entre nuestro lenguaje humano (tan profunda y a la vez tan simple) y el de los otros seres vivos. Tal vez la respuesta se encuentre en el yo. Pero, ¿cómo es posible esta noción sin lenguaje?

[3] Y yo sigo preguntándome: ¿no será que ese mundo es el de los dioses y hemos sido expulsados de él?

[4] Valdría la pena también preguntarse si acaso hay un lenguaje humano verdaderamente tangible; que escape a este hasta ahora señalado por mí. Uno que esté antes o después de los significados humanos. Yo opino que sí existe ese idioma “brutalmente virgen/ y no catequizado/ que sin pasar por la palabra/ salta desde el aullido hasta el canto”, como diría el admirado Marco Antonio Montes de Oca. En un futuro texto expondré por qué lo creo.

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