Los grilletes son por dentro
A fines del siglo XIX entre La Gaya ciencia y Más allá del bien y el mal, un desprestigiado profesor de filología
escribió dos distintas visiones del hombre por venir.
El Último hombre y el Superhombre son,
sin embargo versiones extremas de la misma desaparición de valores que
Nietzsche percibió en su época. Dos variaciones del mismo mundo.
Ya desde el fin de la Edad media el
Dios cristiano, bajo cuya imagen tremenda se desarrolló la moral y la visión
del mundo de Occidente, perdió su dignidad. El Renacimiento aterrizó la
teología y la volvió inteligible: humana. El rito y la mística cedieron ante el
empuje de la moral. Dios se hizo comprensible, aprehensible e imaginable desde
la lógica humana. Esta pérdida de la idea de mundo que había guiado a Occidente
durante más de un milenio produjo una conmoción en todo el mundo cristiano.
Tanto Humanismo como Renacimiento como Reforma tienen un origen común. No tanto
se ha dicho que el Barroco sólo es posible cuando el mundo medieval en el que
se basaba el cristianismo católico ha perdido estabilidad. El barroco sólo
existe en tanto el mundo cristiano-católico-medieval que añora, ha
desaparecido. Con el fin de una idea de mundo.
El pasar del tiempo vio el hundimiento
de la idea del dios trascendente. El principio rector de la moral poco a poco
vio socavados sus poderes. Y sin idea de trascendencia, sin un principio que
guie la vida humana, ésta se transforma en insignificante. La necesidad de un
orden lógico, narrativo o del tipo que sea es necesario para el ser humano:
somos nuestras mitologías.
Ya Hume había señalado que ante el
hundimiento de los supuestos trascendentales, el ser humano se apresuraba a
crear nuevos ideales a los que ceñirse.
A pesar del escándalo de Hume, creo que
resulta inevitable para el ser humano crear estos ideales y creer en ellos. Considero
acertado que todo conocimiento resulte de la experiencia sensible y que de esta
manera, el mismo ser sólo puede
entenderse como una suma de experiencias contingentes que dan la apariencia de
ser inmutables. La conciencia de esto, sin embargo, no puede llegar más que a
cierto límite: el del lenguaje.
El lenguaje humano es lo que nos hace
distintos a los animales y a los “cerebros electrónicos”. Estos últimos tienen
un lenguaje que no saben que poseen. Carecen de una noción de yo. Las máquinas
son talentosamente estúpidas. Los animales sí parecen tener una tenue
conciencia y capacidad de adaptarse por sí mismos a nuevas situaciones. En
general todo indica que los seres vivos (incluyendo todos los reinos) están en
continua comunicación a través de distintas señales. Sin embargo, la conciencia
que tienen de esto parece mínima, si no es que en ciertos casos, inexistente.
La diferencia de esto con el lenguaje
humano es abismal y en cierta manera, inexplicable[1].
Sólo mediante él puede existir una noción del yo comparable a la humana: sólo mediante él puede entenderse la
formación de sociedades con la diversidad de las nuestras.
No se malentienda: al hablar de la
complejidad de las sociedades humanas no me refiero al número de individuos ni
a su eficacia (las sociedades de insectos son igual o casi igualmente numerosas
e infinitamente más eficaces), sino a las diferencias culturales que resultan
imposibles de enumerar.
Esta diversidad encierra dentro todavía
más: cada sociedad está compuesta de miles de individuos, cada uno con unas
características definidas e irrepetibles. Quizá lo mismo pueda decirse de otros
seres vivos (puede hacerse), con una salvedad: los humanos somos los únicos que
nos sabemos (o creemos) únicos.
El origen de esto es el lenguaje: sólo
un ser con la posibilidad de decir “yo soy” puede tener conciencia plena de sí.
Asimismo, a través del lenguaje se abre una puerta para relacionarse con los
otros.
La paradoja del lenguaje humano es que
mientras hace posible la comunicación entre diversas personas a un modo mucho
más profundo y consciente de lo que los lenguajes animales lo permitirían, al
mismo tiempo para ello hace necesaria la creación del yo. El ser humano nace con una creencia (ilusoria según Hume): la
de que es. Ese saberse implica al
mismo tiempo saber lo que no se es: todo. La única forma de acercarse a aquello
que está fuera de las fronteras del yo
es el lenguaje. La sociedad y el individuo nacen juntos. La sociedad y el
individuo son lenguaje[2].
El lenguaje es la manera en que los
humanos nos apoderamos del universo: nombrar para el ser humano equivale a
conocer; y conocer, a dominar. A través de él ordenamos, damos un sentido y una
dirección al universo. Lo hacemos habitable, pues la mente humana no tolera el
caos.
Nueva paradoja: el lenguaje humano no
es único: hay incontables maneras de decir “noche”. Esto se debe —volvemos al
problema inicial— a que el mismo lenguaje dio una posibilidad: el de la
libertad.
En cuanto el ser es consciente de sí,
se sabe capaz de afirmar o negar; de escoger. Se sabe (o se cree, no importa en
este momento) libre. La libertad es otorgada por la palabra y ella es la prueba
de que no hay una sola manera de concebir al mundo. No hay una verdad sino
infinitas maneras de recrear ese algo
que llamamos realidad y que creímos conquistado. El lenguaje, así, permite
ordenar al universo de una manera incomprensible: esa verdad hallada es sólo
una entre muchas posibilidades.
Crisis: aquello que hace posible al
mundo humano es tan sólo una frágil convención.
Empero, esto no es evidente para el
hablante. Sólo una crisis en su mundo puede hacerlo dudar del lenguaje: mito
primero; mito creador de mitos, ponerlo en duda equivaldría a poner en duda al
universo mismo. Caer en el abismo.
No podemos escapar en tanto humanos del
lenguaje. Él es el primer mito ya que la labor de todo mito es dar certezas del
mundo: explicarlo. Cierto: constituye una tabla salvadora al tiempo que una
cárcel de la que nos es imposible escapar (salir de un lenguaje consiste en
crear o adoptar otro, como derribar un mito es imposible sin fundar otro). No
es, creo, ese el problema de lo humano y como lo he dicho en anteriores
ensayos, siguiendo a Kant, en tanto humanos no podemos soportar o siquiera
concebir lo “real” sino a través de la creación. Más allá sólo están el santo o
el mundo de la naturaleza[3].
Cuando la palabra pierde su
transparencia, cuando de realidad tangible[4]
se transforma en fábula bajo la cual se disfraza cualquier contenido, es
posible un cambio en la ideología. Cuando la palabra “Dios” se vació en
Occidente del contenido que había tenido por milenios, fue posible buscar un
nuevo lenguaje que tomara su relevo. Ha habido cientos de estos apelativos que
buscan llenar el vacío y muchos aspirantes lo lograron en los quinientos años
de la caída del Dios medieval. Socialismo, democracia, izquierda, derecha,
positivismo; las ideologías modernas tomaron el relevo. No había más qué hacer:
como humanos vivimos en el lenguaje y como humanos, el lenguaje creó sus mitos
con otros principios: futuro, bienestar, pueblo, nación, patria, bienestar
social…
Sin embargo, estos mitos estaban
mutilados de algo esencial: la ideología carece de rostro, de cuerpo. No hay
fiesta en la razón que sueña.
Mitos incompletos, no es casual que la
ferocidad que los proyectos de los grandes reformadores pusieron sobre el cuerpo
no tenga apenas parangón con el pasado. Frente a los horrores infringidos en
los dos pasados siglos en nombre de la ideología, las inquisiciones fueron
apenas un juego de niños. Y si nos parecen tan terribles los crímenes de ese
pasado es porque no concebimos un mundo donde el dolor se justifique por la
religión: no concebimos un mundo donde la eficacia económica o política no sea
el motor del crimen.
Estuve tentado a escribir en el último
párrafo que no concebimos un mundo donde la ideología y el bienestar público no
sean el motor del crimen, sin embargo hubiera pecado de inexactitud.
Los desaforados crímenes del pasado
reciente, de Stalin a Hitler y de Pol Pot a Franco, fueron cometidos en nombre
de aquel dios llamado ideología. Tales crímenes nos horrorizan hoy a la gran
mayoría de habitantes de este siglo de la misma manera que los cometidos por la
mucho más ceñida Inquisición. La razón de ese horror no se debe, empero, a una
ilusoria “evolución”, sino simplemente a que ese mundo que tomó a la ideología
como sustituto de la religión ha desaparecido.
Los grandes desfiles con los que se
intentó suplir al rito; los discursos e inmolaciones humanas que resultaron
epiléptico sustituto del mito religioso casi han desaparecido de nuestro mundo.
Recordatorios de esa época aciaga, quedan detrás algunas naciones.
No ha desaparecido el nacionalismo ni
la lucha ideológica, pero aquella batalla se ha convertido en mueca. Disfraz
pasado de moda tras el que se encuentra una nueva deidad.
La mitología no ha desaparecido, sino
que ha sido substituida por una nueva imagen de mundo. A diferencia de las
ideologías de pasados siglos, aceptadas por todos, pero con custodios de la
Verdad bien especificados, esta vez no son necesarios los carceleros. Nuestra
época se caracteriza, en principio, por la aceptación gustosa de las cadenas.
La mitología de los dos pasados siglos,
la era de las ideologías y del futuro donde la libertad sería de todos, ha dado
paso a una donde la libertad se ejerce en el ahora. La belleza, la bondad y la
verdad, ideas asociadas a aquellos ideales que desde Grecia fueron la obsesión
occidental y que en el mundo moderno se prometían a todos, no gozan hoy del prestigio
de hace unas cuantas décadas.
El ocaso de las ideologías coincidió no
casualmente con el ascenso de la valoración del cuerpo, del ahora y de los
placeres. Tras siglos de puritanismo, el hombre se creyó libre. Con la
posibilidad real de la felicidad en
el presente.
No ha desaparecido del todo la idea de
un porvenir mejor que el actual: lo que ha desaparecido es la idea de futuro.
El futuro es ahora. El pasado también. No hay tiempo o mejor dicho: el hombre
vive como si todos los tiempos fueran este tiempo y como si este tiempo careciera
de límites. La libertad de ser alguien: la libertad de ser quien se es
realmente.
Pocas cosas más valoradas que la
libertad. Una que en lo individual no conoce de límites. La idea del límite o
de las reglas repele a la sensibilidad contemporánea. Sin embargo, pocas veces
han existido más límites en lo público (y menos en el privado). La discusión de
ideas públicamente se ha ido estrechando a la vez que la posibilidad de exponer
esas ideas ha aumentado exponencialmente.
El lenguaje social se ha adelgazado.
Me explicare. En este momento el
ciudadano común de las ciudades se encuentra en posibilidad de acceder de
manera casi instantánea a un medio donde en teoría hay la posibilidad de dar
una opinión de prácticamente cualquier tema. La libertad individual conoce hoy
pocos límites en ese sentido.
Muchos han creído con esto en una nueva
época de información accesible a todos. En el fin de la alienación: una
comunidad mundial con capacidades de comunicación casi ilimitadas y una
capacidad de reacción inmediata.
Esto, sin embargo, no ha sucedido. ¿Por
qué?
En una época donde se puede decir todo,
el impacto real de cualquier comentario es casi nulo. La gravedad no es bien
vista en una época sin modelo de mundo. Al desaparecer cualquier noción de
trascendencia, una opinión es tan válida como otra. Esto, que parece un triunfo
de la libertad, no lo es tanto si advertimos que cuando cualquier cosa es
válida, entonces ninguna lo es: todo se ha convertido en parloteo
in-significante.
En la práctica el discurso social se ha
convertido en la censura a cualquier forma de discusión franca y apasionada. Me
refiero con esto a que en el medio público el diálogo verdadero y polémico ha
desaparecido: lo que existen son multitud de monólogos que temen contradecirse
entre sí. Con esto no existe tampoco mayor comprensión del “otro”: el “otro” se
ha perdido de vista, se ha evaporado en el ruido insignificante de los medios
modernos de comunicación, opacado detrás del mundo al alcance de la mano que
nos construimos.
Las mitologías y el lenguaje con el que
hablaba la modernidad nos parecen anticuadas porque ya no son nuestro mundo. Se
olvida, sin embargo, que fue durante la modernidad en que la libertad fue un
arma y una pasión. La esfera privada y la pública (a veces en sonrojante
confusión) pudieron ponerse a prueba pues la discusión era posible. La censura
fue terrible, por supuesto, pero existió así de forma oculta, la crítica y la
confrontación de opiniones.
La pasión crítica aterra a nuestra
época donde se confunde la discusión con la agresión y donde se prefiere el
placer de ver corroborada la opinión propia en otros espejos.
El amor por el ahora se ha confundido con la búsqueda de placeres. Y el placer ha
dejado de ser una pasión: se ha convertido en una forma de pasar un rato.
El cambio de paradigma no ha llevado a
la inclusión del otro ni a ver de cara al abismo. El presente continúa
desvaneciéndose a cada instante, pero el ser humano no puede ya mirarlo a la
cara porque toda cifra temporal le es desconocida. Vivir en un presente
continuo, en un tiempo que ignora su término, es la moneda corriente. No se ha
dejado de morir: esas muertes han dejado de ser trascendentes y se transforman
en espectáculos. Somos para los otros porque nosotros mismos ya hemos perdido
valor y todos somos para todos sólo una figura más. Así se evade la
responsabilidad. Y el dolor.
Muchos se preguntan qué ha pasado en
nuestro mundo. China, superviviente del mundo moderno, es ahora una potencia
capitalista.
El capitalismo no sólo no resulta
exclusivo de las democracias liberales, sino que se ajusta perfectamente a una
sociedad cerrada como la china. Nada más natural: la apertura a las libertades
individuales y al espíritu de libre empresa no llevan implícitamente a cuestionar
a la esfera pública. Los seres humanos somos felices si se nos da la apariencia
de libertad. Ese es el secreto de China. Y de prácticamente todos los Estados de
nuestra época.
El futuro terrible no fue adivinado por
Orwell, sino por Huxley.
Si la ideología no es el dios
contemporáneo es porque fue sustituido por uno nuevo. Las mitologías anémicas
del pasado reciente necesitaron los desfiles y las matanzas para formarse un
rito y un sacrificio. En el presente el nuevo Dios da la posibilidad de convertir
en cuerpo —en placer, sucedáneo de la felicidad— cualquier momento. Un Dios que
puede poseerse y que da una razón para vivir. El consumo, la posesión de cosas;
el dinero.
El dinero no posee trascendencia: el
futuro no le interesa. No posee pasado: aquello que pasó no podrá ser. Sólo vale
el presente: tener cosas, disfrutar la “libertad” que da la época más feliz de
la humanidad.
No somos más felices que nuestros
antepasados. Sin embargo, las casi irrestrictas posibilidades que nos disfrazan
los derechos individuales han creado un mundo sin significados donde el único
valor es el placer.
¿Esto quiere decir que el placer nos ha
vuelto estúpidos? No. Significa que un mundo que no se atreve a mirar a la cara
al tiempo no conoce lo que en verdad son los placeres. Ante el hombre que no
tiene ya conciencia siquiera de la muerte no hacen falta las cadenas: los
grilletes no son necesarios. Nunca se dará cuenta de aquello que ha olvidado.
Para aquel profesor alemán, llegar a la
pérdida de valores podía ser un paso hacia la aceptación de la vida en toda su
plenitud. De otra forma, sería el ocultamiento narcotizado de todo lo que le da
sentido. El anhelo de crear, el amor, el dolor; la alegría misma:
“Nosotros
hemos inventado la felicidad” - dicen los últimos hombres, y parpadean.
Han abandonado las comarcas donde era
duro vivir: pues la gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino y se
restriega contra él: pues necesita calor.
[…] Un poco de veneno de vez en cuando:
eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir
agradable.
La gente continúa trabajando, pues el
trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse.[…] ¿Quién
quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas.
[…] Todos quieren lo mismo, todos son
iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al
manicomio.
“En otro tiempo todo el mundo
desvariaba” - dicen los más sutiles, y parpadean.
Hoy la gente es inteligente y sabe todo
lo que ha ocurrido: así no acaba nunca de burlarse.
La gente continúa discutiendo, mas
pronto se reconcilia - de lo contrario, ello estropea el estómago.
La gente tiene su pequeño placer para
el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud.
“Nosotros hemos inventado la felicidad”
- dicen los últimos hombres, y parpadean.”
[1] En
otro momento escribí algo acerca del problema que representa explicar el
nacimiento del lenguaje humano. Espero en breve hacer una versión depurada de
aquel texto.
[2]
Sería muy intrigante estudiar de dónde está separación tan profunda entre
nuestro lenguaje humano (tan profunda y a la vez tan simple) y el de los otros
seres vivos. Tal vez la respuesta se encuentre en el yo. Pero, ¿cómo es posible esta noción sin lenguaje?
[3] Y
yo sigo preguntándome: ¿no será que ese mundo es el de los dioses y hemos sido
expulsados de él?
[4]
Valdría la pena también preguntarse si acaso hay un lenguaje humano
verdaderamente tangible; que escape a este hasta ahora señalado por mí. Uno que
esté antes o después de los significados humanos. Yo opino que sí existe ese
idioma “brutalmente virgen/ y no catequizado/ que sin pasar por la palabra/
salta desde el aullido hasta el canto”, como diría el admirado Marco Antonio
Montes de Oca. En un futuro texto expondré por qué lo creo.
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