sábado, 27 de diciembre de 2014

Dos crímenes

La historia que voy a contar, empieza una noche
en que la policía violó la Constitución.


Ahora que está de moda hablar de crímenes de Estado —y de conspiraciones de la banca internacional, y de Tlatelolco, y de Díaz Ordaz, y de peinados de copete, y de Peña Nieto, y de efigies de mandril— creo que sería interesante revisar lo que se entendió con estas palabras en el siglo XX y las diferencias con los hechos de Ayotzinapa (el cual no es un caso aislado, pero sí aquel que representó un cambio en el discurso social ante el terror).

Como es obvio, hay que señalar que el crimen de Estado moderno nace junto con las naciones tal como se entienden en tal época, con todo a que existan antecedentes pronunciados.

El Terror de la Revolución francesa si no fue el primer caso de este tipo de crímenes, sí fue aquel que, al fin, puede considerarse el ejemplo más depurado de lo que esto significó en la modernidad.

A saber: los crímenes realizados por el Estado revolucionario francés estuvieron motivados no por ambición personal ni por la demencia (o no fueron el motivo determinante), sino por la pureza del régimen, del país: por la Verdad. Los grandes crímenes de los pasados siglos fueron cometidos en nombre del bien común.

Cuando Hitler masacró a judíos y gitanos lo hizo para librar al mundo de aquello que consideraba equivocado y pernicioso; cuando Stalin ordenó la política de terror fue para librar a su pueblo de las desviaciones de la Historia; cuando los líderes estadounidenses escogieron el exterminio de los pobladores indígenas en las Guerras indias, lo hicieron para proteger al pueblo elegido. Cuando Robespierre mandó a la guillotina a sus compatriotas fue por el amor incorruptible a su mismo pueblo.

La existencia de una verdad superior ideológica, llámese Destino manifiesto, lucha de clases o supervivencia de la raza llevó a tales extremos. Sus antecedentes fueron los cruzados del Medioevo y los guerreros musulmanes, pero su actuación fue metódica e inspirada en una ley pública. La profesionalización del crimen, su redención por un principio superior ideológico, fue la marca de los tres pasados siglos, cuando la idea del Dios trascendente —que tanto se le parece y que tantos crímenes provocó, a su manera todavía artesanal— descendió a nuestro mundo: revelada por el hombre para el hombre mismo.

Ayotzinapa y los crímenes similares en la mayor parte del mundo (todavía quedan resabios del antiguo régimen en ciertos países: Españas de una nueva época) no obedecen, empero, a esta misma dinámica.

La idea de una verdad superior, ubicada en un futuro donde la humanidad habrá de encontrarse liberada, ya no goza de la popularidad que tuvo en los pasados siglos. La búsqueda de ese paraíso ha pasado del futuro habitado por nuestros hijos al presente habitado por nosotros. Por ese nosotros que ha pasado a llamarse YO. El yo y todos los yoes.

Si el reino prometido por Dios en la Tierra se transformó durante la modernidad en la idea de la humanidad dueña de su destino; hoy, ella misma ha mutado en la concepción de la felicidad como la satisfacción inmediata de los deseos y las ambiciones. El placer ciertamente es una sensación corporal, pero su apreciación radica, también, en las expectativas y cultura de aquellos que lo sienten. Para una época alejada lo mismo de la naturalidad como del refinamiento, esto se traduce en las drogas como un pasatiempo; en el poder como ostentación y en el acto sexual como posesión.

Nada de esto es nuevo: sí lo es la valoración que de ello hacemos.

Las drogas en el pasado fueron un rito; en la modernidad, un reto. Hoy, son una forma de pasar el rato.

El deseo fue una herejía; un sacramento y hoy, simple competencia por tener orgasmos. También el poder pasó de ser una tarea divina a una misión histórica y de ahí a ser primordialmente una ostentación. “Yo puedo y por tanto lo hago”.

La valoración que hace la modernidad existió en el pasado, pero como desviación de la norma (o agradable condimento al sabor de la verdad); hoy, es el pasado el que nos parece un extravío supersticioso. En un mundo donde el presente es la medida, no hay más trascendencia que la que un instante de placer inmediato brinda.

La postergación del placer no tiene sentido en un mundo así. Y ese placer esperado es marca del refinamiento. Un placer que no pueda ostentarse también carece de sentido para esta valoración del universo, pues hoy más que nunca somos ante los otros.

La naturalidad es marca del mundo anterior a las civilizaciones: la no significación. Hoy se es para ser visto. Perversión de “soy otro cuando soy, los actos míos son más míos si son también de todos”: “otro es mío cuando soy”.

Si el Dios trascendental de la religión ha muerto y su relevo, el principio superior de la ideología se ha desvanecido, ¿qué queda?



No. El peligro de esta era no son las grandes celebraciones de masas (aunque no está de más admitir ese peligro por la cantidad de ilustrados nostálgicos que gritan por su regreso) sino la atomización y la creación de pequeños tiranos.

El Dios del mundo que nace tiene señas conocidas: puede poseerse; sólo contesta a quien lo posee y gracias a él se puede conseguir (casi) todo lo imaginable de forma instantánea y efectiva. ¿Alguien quiere que diga su nombre?

El culto al dinero ha tomado muchas formas; la adoración al oro; la ambición medieval; la acumulación capitalista. Sin embargo, aun en el mundo moderno, la pasión por él se enmascaraba con un disfraz de trascendencia. Hoy, en cambio, ha encontrado a un mundo a su medida y sin otros cultos que sean capaces de medirse con su poder. Él es cierto y comprobable. Su medida es el ahora. Un paradójico ahora ajeno a la vida. Señor del mundo humano que es el que ya habitamos para siempre.

Ayotzinapa no fue un crimen de Estado en el sentido moderno del término porque no fue cometido en nombre del bien: de la Verdad de esa época. Aquellos fueron inmolados en nombre de la única verdad que hoy vale: el dinero y el poder inmediato.

Díaz Ordaz mató en nombre de la nación. Vivió y murió pensando en que hizo el bien a todos. De décadas para acá, ese discurso ha desaparecido.

¿Abarca mató en nombre del país?, ¿de su estado?, ¿por el bien de sus ciudadanos? No: lo hizo en nombre de sí mismo.

En el pasado la política podía manejar al capital y crear crímenes en contubernio. Hoy, es el capital el que maneja a la política, pues él maneja el ahora: cumple los deseos.

La era del nosotros dio paso a la del Yo. La era de la ideología, a la de las finanzas personales.

¿Crimen de Estado? Más bien: crimen de un nuevo tipo de Estado. Crimen que usó al viejo Estado  nacional para conseguir sus objetivos.

Lo peor es que mientras no se critique ese mundo, esto seguirá pasando. Mienten quienes dicen que no seríamos capaces de identificarnos con quienes perpetraron estos asesinatos. Qué alivio de conciencia señalar a los malos, a los perversos. Pero por defender nuestros privilegios y los de nuestra tribu más cercana, ¿alguien dudaría en emplear los medios a su alcance?

Quizá son más malos. Quizá sólo cuenta con más poder.

La crítica al Estado debe seguir. La crítica al Yo debe empezar.

O todos los yoes seguirán matando.

Perversión de los sueños del presente, quizá sólo el otro presente pueda despertarnos de la pesadilla.




César Alain Cajero Sánchez

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