Las dos soledades
Segunda soledad
En el primer ensayo de esta serie dedicada a quien es posiblemente el
más grande poeta de la lengua castellana, no analicé las particularidades
estilísticas de este autor ni cómo su influjo ha penetrado en autores muy
disímbolos. Creo no equivocarme al decir que la huella gongorina es ya parte
del acervo de la lengua. No hay mayor gloria para un poeta que esa. Lo que
pretendí, en cambio, fue responder a una pregunta que Octavio Paz propuso en
uno de sus ensayos. A saber: ¿hay una visión del hombre en Góngora?
Mi respuesta es que sí. No sólo en las Soledades existe una visión del
hombre y del mundo, sino que esta visión, que prolonga y culmina a la de su
época, presenta uno de los más turbadores enigmas de lo que llamamos realidad.
Debido a distintos factores históricos, el barroco es una época de
crisis de valores. No hay un centro alrededor del cual construir una
civilización pues aquél que ocupaba ese puesto fue destronado y el propuesto
por el naciente mundo moderno no representa todavía a todos los hombres.
Ante esta falta de mitos, ante este vacío en el que camina el hombre;
ante esa nada, un poeta como Góngora optó no por la crítica ni por la búsqueda
de una verdad, sino por la re-creación verbal
del universo. El vacío en Góngora es espacio de creación. Y la forma que ha de
crear ese universo es la palabra. La palabra es la flor que llena el vacío y el
protagonista sin nombre de su poesía es un ser errante que da forma al universo
al cantarlo. Pasos de un peregrino son
errante.
Después de la aparición y propagación de los ideales propios de la
Ilustración a lo largo del mundo occidental, un nuevo mito se presentó. El que,
de una manera u otra, rige a medias todavía
nuestro mundo. El de un universo ordenado y que puede ser conocido por nuestra
razón; el de unas leyes universales —naturales y sociales—mensurables y
cognoscibles; el de un cosmos vacío de sentido que lo adquiere al ser conocido,
controlado y dominado.
Tal es el mito del mundo moderno que fue consentido o negado por los
pensadores de los siglos subsiguientes y que no sólo dio origen a la ciencia,
política y técnica modernas, sino al arte y a la filosofía de aquellos años.
Tanto la poesía (primero y con más fuerza) como la Filosofía no se
limitaron a asentir a los ideales del mundo moderno, sino que criticaron a este
universo. Si tal crítica resultó de una reacción conservadora o de un querer ir
más allá de los valores de la Ilustración, no es caso de discutir en este
ensayo. Lo que importa es que el mundo moderno nació con un mito, con una razón
de ser, bien establecida y que alrededor de ese mito se tejieron asentimientos
u objeciones igualmente apasionados.
El ideal de ese mundo desde hace varios años toca a su fin.
Ya al final de la Primera guerra mundial el optimismo moderno entró en
una crisis.
Los artistas y los pensadores de aquellos años se encontraron de
repente lanzados al vacío. Las certezas que la ciencia y la filosofía ilustrada
habían señalado resultaron no sólo erradas, sino en más de un sentido, falsas y
peligrosas.
Por un lado, desde la Filosofía, múltiples pensadores, desde diversos
ángulos releyeron a los filósofos que ya en el siglo XIX señalaron las
omisiones y los peligros que comprendía la aceptación resignada o ciega de la
ideología surgida con la Ilustración. Heidegger o Wittgenstein con todas las
diferencias que tuviesen, analizaron la lógica moderna desde fuera de esa misma
lógica, ya sea llevándola al extremo, ya señalando sus errores de principio.
Pensar en los errores de la modernidad desde la crítica, desde la
modernidad misma, fue la respuesta ante el abismo. Una de las últimas
tentativas de la razón por examinarse a sí misma.
Por los mismos años, una serie de poetas y artistas condujeron al
romanticismo a la exasperación. Las vanguardias son a la vez negaciones de
aquel movimiento con el que nació el arte moderno y al mismo tiempo, su
corolario, su extremo.
La vocación programática de demolición del presente y posterior
fundación de una nueva poética (de una nueva realidad) llevada a cabo por la
mayor parte de estos movimientos es a la vez una negación del ideal ilustrado,
como su imposible resultado.
Si nunca antes del romanticismo y señaladamente, de las vanguardias,
los poetas habían actuado de manera consciente y militante frente a la sociedad
en que se encontraban es porque su misma sociedad no disponía de las
herramientas para esta situación[1]. La modernidad se presentó desde el principio como crítica y las vanguardias
usaron primordialmente la crítica y el razonamiento —así sus razonamientos los
llevasen a negar los límites de la razón humana— para el intento de derribar al
mundo occidental e instaurar uno nuevo.
Aquella primera crisis que afectaba al centro mismo del mundo moderno,
a su mitología (llamada para entonces, ideología, toda vez que carece, como
señalaron los románticos, de una imagen) llevó a artistas y filósofos a la
revisión de todos los principios que hasta entonces parecían ciertos. Por un
lado, se recurrió al Kant menos leído: aquel que señala los límites de la
razón; por otra, a Nietzsche y su señalamiento de que el mundo es sólo una
forma de lenguaje… Fue una revisión crítica cuyos efectos todavía nos alcanzan
y no alcanzamos a medir.
Sin embargo, toda esta febril actividad fue interrumpida por el fruto
de aquella ruptura de todos los valores
que significó la Primera guerra mundial, es decir, por el nazi-fascismo[2]
y con él, la Segunda guerra mundial.
Durante el periodo que se abre con el fin de la Segunda guerra mundial,
a pesar de todas las atrocidades cometidas durante esta contienda, no
existieron revisiones semejantes a las del periodo de entreguerras. La
actividad continuó, por supuesto, pero poco de ese pensamiento se abrió paso al
mundo público. La actividad de las vanguardias y de sus continuadores se
eclipsó por aquellos mismos años. Los poetas, aunque tocados todavía por el
fuego romántico, vivieron desde entonces un crepúsculo que, me temo, llega
hasta hoy. Las llamadas postvanguardias junto a todos los movimientos y figuras
(algunas de innegable valía) son en definitiva algo muy distinto a aquellos
herederos del romanticismo.
La mayor parte de los pensadores y artistas se vieron aliviados pues
el enemigo había sido derrotado. El
mundo respiraba tranquilo de nuevo y Occidente había sido depurado.
En efecto, el mundo propuesto por los nazi-fascistas era incompatible
no sólo con los valores surgidos en la Ilustración, sino más allá, con aquellos
que guiaron a occidente desde el comienzo de la Edad media[3].
Empero, el mundo surgido de aquella inmensa conflagración distaba mucho de ser
“nuevo”. Gran parte de la humanidad imaginó aquella barbarie como una hoguera
purificadora que libraría a la civilización de todas las taras que Europa
arrastró consigo.
Ese fue el último canto de Occidente hacia sí mismo; el de una
renovada confianza en la Historia como una narración unívoca donde al final el
hombre aparece liberado de sí mismo. Esa narración, que pronto se revelaría
como falsa, tuvo dos grandes polos. Por un lado, el socialismo científico: la
prueba de que la Historia tiene una dirección y un destino. Por otro lado, el
mundo “democrático” que pregona que la razón y la libertad se imponen a través
del pueblo y de sus instituciones; del orden “natural” de la evolución del
mundo. Uno y otro “mundo” (cuyas raíces son las mismas así como sus objetivos)
se presentaron como los “verdaderos” y la mayor parte de los artistas e
intelectuales se alinearon de uno o de otro lado. Lucharon por la última de las
certezas ideológicas; por el último mito —trunco, pues carece de imagen— que ha
producido occidente.
No sólo debido a la caída de la Unión soviética, sino mucho antes,
esta visión mostraba una gran fragilidad. Por un lado, los desastres
ecológicos, la miseria moral, estética y política de ambos polos políticos. Por
otro, la legítima nostalgia no siempre bien formulada de un mundo al que las
grandes potencias del siglo XX y sus ideologías desdeñaron (el mismo que mucho
antes ya habían señalado los románticos como la insuficiencia de la razón
occidental). El mundo del siglo XX no fue sino la prolongación del surgido en
la Ilustración… Y su final no vino por la crítica, sino por la misma inercia
que llevó no a la desaparición de sus taras expresas, sino a su multiplicación
y a la desaparición casi total de aquello que lo frenaba: la crítica.
Hoy vivimos una época sin certezas. Con esto no me refiero a que la
nostalgia y la pérdida del ser sean manifiestas. Me refiero a que no hay en
sentido alguno un centro alrededor del cual se pueda construir una
civilización. No hay imagen de mundo, no hay ideologías ni certezas de ningún
tipo. No hay ya verdades ni estéticas ni éticas ni de ningún tipo. La confianza
en la razón, seña del mundo moderno, ha sido sustituida por el uso indiscriminado de la tecnología. La
razón derivada ya en técnica.
Pero la técnica no significa; no da razón de ser. Se usa.
Un signo de ese universo es la apuesta por la máscara, por la
velocidad, por la in-significancia. Cuando no existe una verdad, entonces, todo
se revela como falso. No hay nada cierto. Todo da igual. Si todo está
permitido, nada lo está pues todo se revela como apariencia. Y entonces, se
naufraga entre miles de opciones sin elegir ninguna… O eligiéndolas todas,
atrapados en el vértigo del devenir. O de lo que parece devenir: la velocidad en que se acepta cualquier cosa para luego
desecharla sin siquiera un momento de duda. El ansia por poseer y luego
despreciar emociones, experiencias, objetos, vidas. De cualquier manera, el
dolor, la responsabilidad o el compromiso son imposibles. No queremos dudas,
buscamos la seguridad de la intrascendencia.
Esta pérdida de certezas, de razón de ser en el mundo también va
aparejada a la búsqueda de respuestas simples. La razón no debe escapársenos:
el mundo no se sostiene sin mitos. Y en un universo donde el gran mito de
occidente se ha opacado, no queda sino buscar sucedáneos que parezcan seguros e
inmutables, que tengan la facha de trascendencia. Es patente hoy que esta
búsqueda de estabilidad aparece en gran parte de las personas. Y precisamente
en aquellas más sensibles, sobre todo. Es comprensible: el mundo contemporáneo,
con su amor por la velocidad y la trivialidad no ofrece consuelo a todos, mucho
menos a aquellos que todavía suelen ejercitar ese prehistórico ejercicio que es
el pensamiento. Pensar es enfrentarse a los demás, pero sobre todo a nosotros
mismos. Al detenernos a buscar detrás de la fachada de este mundo, no queda
sino el vacío. Una respuesta natural a este vacío es la búsqueda de certezas. Unas
que no nos pidan meditar en su veracidad; que nos den órdenes explícitas, que
forjen límites que parezcan ciertos y seguros. O que al menos, den a entender
que así es.
Todo siempre que no implique un compromiso, siempre que detenga
nuestras dudas, que nos consuele.
Así, el mundo moderno oscila entre la trivialidad del consumo y la
formalidad con apariencia de trascendencia. Al final, ambas dirigen a la
in-significancia pues se ha prescindido no sólo de la crítica, sino también de
la posibilidad de imaginar otras posibilidades.
Hay más: la cultura de la imagen, del simulacro, ha impregnado todos
los niveles de la vida. No importa tanto lo que se es, sino lo que se parece
ser. Ya en la vida diaria (un ejemplo risible: la manía de muchos por mostrar su
ropa interior de marca, aunque sea pirata, lo que recuerda el origen de la
gorguera barroca[4]),
ya en las relaciones interpersonales (por ejemplo, la manía por los títulos
académicos, o por catalogar las relaciones amorosas con rótulos), ya, como no,
en internet (donde la gente se desvive por ser aceptada, muchas veces en
deterioro de su personalidad verdadera).
Al respecto, sería interesante asomarnos a lo que sucede en la
creación poética.
Por un lado, se ha dado desde mediados del siglo pasado un abandono
paulatino pero constante de los presupuestos de la poesía moderna desde las
vanguardias. Las postvanguardias que surgieron durante los años cincuenta y
sesenta ya son algo muy distinto a las vanguardias. Mantienen su lenguaje y su
retórica, pero sus intereses son muy distintos. Pregonan no un cambio en el
mundo, sino una renovación del lenguaje poético. Sus intereses resultan mucho
más acotados. Más realistas, dirían algunos.
Al paso del tiempo, aquel afán de renovación quedó inclusive superado.
La última década ha visto proliferar el “ejercicio” poético. No hay, sin
embargo, un eje alrededor del cual se muevan estos poetas. No hay un estilo al
que adherirse o al que negar pues se entiende que, mientras el poeta sienta que lo que escribe es poesía, así
lo es y aquel que lo niegue es un residuo de épocas pasadas y superadas.
Se argumenta que esto es resultado de un proceso “liberador” que nos
ha hecho contemporáneos de todos los hombres y que ha implicado un
“ensanchamiento” de las posibilidades poéticas. Así, se justifica muchas veces
la incompetencia lograda a través de la libertad y la “no-censura”.
Los enfrentamientos entre grupos subsisten, empero estos se dan más
por la atención brindada por los medios culturales. O, mejor, por los
abundantes premios y presupuesto que otorgan universidades, casas de cultura,
editoriales y gobierno. Lo que importa no es la poesía, sino lo que parezca que
lo es… y los beneficios económicos que genera.
Pocos, sin embargo, observan que al igual que con los valores éticos,
cuando todo es igualmente válido, cuando no existe una mitología central, en
realidad, nada vale. Signo de nuestra época: hay tantos poetas como poéticas y
al mismo tiempo, en ningún momento se había leído menos poesía; nunca había
tenido menos importancia no digamos entre el gran público y la sociedad, sino
entre el mismo círculo “intelectual”. Sintomático que en los últimos ejercicios
llevados a cabo en diversas revistas acerca de libros o lecturas influyentes,
la poesía ocupe un lugar mínimo.
No hay responsabilidad en el ejercicio poético porque en
realidad, no importa; la edición de un libro de poesía, la declaración de unos
principios o de una poética son recibidas con silencio e indiferencia no sólo
por los posibles lectores, sino que son proferidas de la misma manera por quien
la expresa. Un día se puede ser neobarroco como otro día se puede adherir a
esta otra corriente. Hoy se puede defender una cosa y al siguiente la contraria
sin siquiera chistar, sin análisis ni crítica pues nada vale.
Al mismo tiempo y no es de sorprender, hay una creciente
academización de los poetas. ¿A qué me refiero con esto? Hoy día, la gran
mayoría de los poetas hacen gala de títulos universitarios, ya en creación, ya
en literatura. Esto en sí no es de sorprender. Lo que me inquieta es que se usa
el método interpretativo para justificar
a la poesía misma.
Con esto sucede exactamente lo contrario que en otras épocas.
Anteriormente, la teoría, el análisis y la conceptualización sucedían (acaso,
sin que en realidad fuesen necesarios) al contacto estético. Hoy es lo
contrario: primero se justifica el porqué un poema es admirable y después (lo
que no es necesario y muchas veces resulta francamente impostado) deberemos sentir la experiencia estética[5].
Y lo que resulta más sugestivo: quien dictamina esas razones no es un académico
(como sucedió en el neoclasicismo más odioso) sino el mismo artista. Y es que
lo más interesante que producen hoy muchos poetas son las razones que dan de
por qué su poema es admirable. Unas razones, o poéticas o como se les ocurra
llamarlas esta semana, que ponderarán con pomposidad un día para desecharlas al
siguiente sin apenas espacio para la duda. Algo semejante (nunca igual) al
ingenio barroco, donde también la idea de inspiración se puso entre paréntesis;
donde se le concibió como una figura del lenguaje.
Como se observa, hay un gran paralelismo entre la época barroca
y la contemporánea; ambas fruto de una pérdida del mito central que les daba
vida.
Empero, hay diferencias: el barroco fue el simulacro de la
gloria medieval como la sociedad contemporánea es el simulacro de la
modernidad. Coinciden en su condición, pero su modelo es infinitamente
distinto.
El barroco respondió con la meditación y con el humor negro. La
enfermedad de su siglo, la melancolía, está llena de matices.
Nuestra época responde con la velocidad; con la in-significancia
llevada a lo grotesco. Una era más que post-moderna, hipermoderna pues ha
llevado al extremo los aspectos más terribles de la modernidad ya libres del
freno de la crítica y de la imaginación de otras posibilidades. No matices:
sucesión incontrolada e indigesta. No tenemos ni un Quevedo ni una Sor Juana ni
un Calderón.
Una respuesta a qué dice una sociedad cuyo fundamento ha sido
vaciado es que no dice nada. Que el universo es una palabra que remite a otra
palabra que no dice nada. Una respuesta es Góngora.
Otra respuesta posible al límite de sentido al que nos llevan tanto
Góngora como Mallarmé es que si bien no hay una realidad tangible, sí hay una
posibilidad del ser. Que el universo no parte de la nada, sino como pensaron
los griegos, de lo informe. Que, como dijeron los románticos, el universo habla
en versos oscuros de los que no somos sino parte e intérpretes a la vez. Que
todo se comunica y que, como dirían los griegos, todo está por nacer. Que crear
es develar.
Otra respuesta es la libertad de crear al universo de nuevo. Con la
consciencia esta vez de que esa recreación será sólo un momento más de esa gran
sinfonía. Una creación que es un juego, pero que por ello mismo vale toda una
vida. Aprender a soñar con la seriedad de los niños… y con su consciencia.
Esa respuesta, sí, de nuevo: es Góngora.
Góngora: el más contemporáneo de los poetas. Y aquel que nos señala
una salida.
No a través de la imitación de su estilo, no a través de la
reproducción de sus admirables poemas, sino con su ejemplo. Un ejemplo que no
debe ser simplemente imitado, sino recreado. La fuerza para aventurarse a lo
desconocido. Para mirar ese abismo de frente y cantarlo.
Una invitación a cantarlo sin dejar cerrada esa puerta a la
destrucción consciente que es la crítica.
A soñar con los ojos abiertos.
César Alain Cajero Sánchez
[1]
Quevedo y, en sus escritos políticos, Dante, al igual que un puñado de otros
poetas en diversas épocas, preludiaron esta situación, sin embargo, nunca fue
tan generalizada. La modernidad es la época de la crítica e inclusive poetas
tan, por decirlo de alguna manera, físicos como Neruda incursionaron de una
manera u otra en la crítica.
[2] El
nazi-fascismo, como ya lo he sugerido en otro ensayo, me parece al mismo
tiempo, fruto de aquella revisión de los valores del periodo entreguerras (una
lectura fácil y sesgada de los grandes pensadores vitalistas) así como el
resultado natural de un elemento poco señalado de los valores de la
Ilustración: aquel que ve al cosmos como una maquinaria y a la razón como un
elemento para la creación de la técnica. No sólo ello: el nazi-fascismo, creo
yo, es la culminación de toda la experiencia humana, de toda la civilización.
Una culminación grosera, pero efectiva y que llevó a su límite todas las
esperanzas del ser humano.
[3] Su
terrible pecado: el antihumanismo. Para Occidente, desde el cristianismo,
tratar al cuerpo y con él al mundo como simple materia sin sentido, que se usa
o deshecha pues en ella habita la corrupción, es algo natural. Pero el
nazi-fascismo, siguiendo los dictados de la “ciencia” determinista del siglo
XIX, lleva naturalmente esta idea al mismo ser humano (como si no fuese
suficiente pensar el mundo de esta manera). El hombre (y en esto fueron más
consecuentes y menos hipócritas) es, por tanto, también algo que se usa. Un
utensilio.
[4]
Para quien no lo sepa, la gorguera se usó porque no todos podían usar ropa
interior. Los que sí podían, empezaron a dejar ver un poco de esa ropa interior
como seña de distinción. Poco a poco, ese pedazo que se dejaba ver se hizo más
y más grande hasta que apareció la gorguera. Lo más curioso es que para
entonces, muchas veces el que la usaba, ya no usaba ropa interior: lo
importante era lo que se mostraba.
[5]
Aquí, el verbo “deberemos” es de rigor. Parece que después de haberse justificado
conceptualmente una “obra” es necesario que la apreciemos, so pena de ser
tachados de censores, “reaccionarios” o simples idiotas.
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