sábado, 26 de julio de 2014

Las dos soledades
Primera soledad


Muchos hemos admirado el arte barroco por su exceso imaginativo; por esa fiesta para los sentidos que representa.

Es necesario recordar la primera vez que vimos la catedral de Puebla: la exuberancia, la majestuosidad que sobrecoge a los sentidos. Ante esa arquitectura, la conciencia se queda callada. No caben los sentidos siquiera: es un arrobamiento, casi un dejar de ser.

Aunque hay cierto parecido entre la estética barroca y ciertas vanguardias —de forma especial, el surrealismo—, desde el principio es posible advertir diferencias importantes. El barroco carece de la violencia subversiva presente en los poemas vanguardistas. La forma de leerse también es muy distinta: la poesía barroca se presenta como un laberinto; la tradición romántica, como un arcano. La primera es un enigma hecho por los hombres; el segundo, un símbolo de algo más.

No, no veo más que un parecido superficial entre ambas estéticas. Y sobre todo: entre los mundos que las formularon.

Nunca he sido especialmente afecto a la poesía de Góngora. Su innegable poderío me pareció un adorno vacío desde la primera vez que me acerqué a su obra. Ello no me impide admirar el derroche verbal e imaginativo de sus creaciones.

 Logró, tarea imposible, crear un mundo propio. Un mundo que se sostiene sólo de esa floreciente herida que es el lenguaje.

Una tarea que es tan asombrosa como desconcertante.

Precisamente mi escaso aprecio por Góngora me llevó a interrogarme por su poesía: caso extremo de lo que llamamos barroco. Su cúspide natural.

Preguntar por Góngora es inseparable de cuestionar su época pues Góngora es el barroco y es algo más.

La imagen actual del barroco ha sido oscurecida por dos tradiciones antagónicas: aquella que lo ve como un simple desvarío bárbaro y grosero debido al atraso de algunos pueblos y otra que lo ve como la cima del desarrollo estético de una civilización, como el corazón de una tradición que preludia la nuestra.

La primera de estas tradiciones prevaleció hasta el siglo XIX y es una grosera y en verdad bárbara simplificación de ese fastuoso universo que fue el mundo barroco. En verdad tildar de extravagancia desatinada a los poemas de Góngora, Quevedo o Sor Juana es cuando menos caricaturesco y fruto de una sensibilidad mutilada por criterios sectarios.

La segunda de estas formas de apreciar el barroco, en cambio, es la que ha prevalecido desde principios del pasado siglo y tuvo entre sus difusores a figuras insignes de las letras de aquellos años.

Durante este tiempo, gracias a ese enfoque, se han sucedido diversos estudios sobre la estética barroca que nos han permitido comprender mejor al mundo que le dio nacimiento. Gracias a ellos es posible hoy afirmar que tampoco el punto de vista moderno acerca de la creación barroca es adecuado: no es el precursor ni la fuente de la poesía vanguardista, sino otra cosa. Es un mundo aparte, muy distinto al moderno, pero que hoy, me parece, resulta extrañamente familiar.

Esa extrañeza, esa familiaridad, debería hacernos repensar no sólo al universo barroco, sino a nuestra propia poesía y al mundo que la ha engendrado. Un poema, si lo es, va más allá de lo que con él quiso decir su autor; más allá de los detalles de su vida e inclusive del tiempo en que fue escrito. Pero todas estas filiaciones nos dicen mucho acerca del universo que lo engendró: el arte excede en su realidad al mundo, pero contiene en sí las verdades de ese mundo.

Repensar al barroco y confrontarlo con nuestra época es una tarea que puede comenzar interrogando por la significación de su cima: Góngora.

Ni Quevedo ni Sor Juana comprenden de manera tan absoluta al mundo barroco. El primero, poeta que a mí personalmente me gusta mucho más, siempre tiene abierto el ojo crítico que lo hace preludiar en cierta forma a la estética moderna. Su creación ve al mundo y al tiempo lo juzga desde su propia estética. Mira el reflejo, lo critica, pero permanece enamorado de su ilusión y es consciente de ello.

Sor Juana, por su parte, es la búsqueda de un orden perdido en ese mundo. Busca un asidero y el no encontrarlo, la perturba; la ahoga.

Sólo Góngora habita ese mundo de manera plena: ni lo critica ni anhela otro: lo canta y al cantarlo, lo crea.

Octavio Paz en uno de sus más excepcionales ensayos, Contar y cantar, juzga severamente a Góngora al comparar su obra con la de Sor Juana. Dice que mientras la segunda hay una imagen del hombre y del mundo (yo precisaría: la búsqueda de una imagen del mundo), en el primero, el universo no existe, es una serie de reflejos. Las Soledades le parecen a Paz “una pieza de marquetería sublime y vana”.

La gravedad del juicio puede hacer respingar a más de uno y a otros —yo entre ellos hace algunos años— los estimulará. Las razones de Paz, aunque manifiestamente subjetivas, no dejan de ser válidas.

En efecto, el universo en Góngora parece no existir. Hay la expresión, existe la belleza de la palabra, pero no hay un referente claro. No hay tema, no hay desarrollo, no hay pasión. El poema es una sucesión de imágenes verbales (pues incluso pocas veces pueden formularse en forma visual) que se acumulan interminablemente. Al término del poema la belleza ha pasado, nos ha acaecido, pero no hemos sido partícipes de ella. Verdadera poesía pura, lo humano no la toca.

A ello se refiere Paz cuando dice que no hay imagen de mundo en la poesía gongorina: el universo está ausente en ella. No hay más referente que el lenguaje mismo. Creación magnífica y solitaria; harta de sí y vacía.

La gran omisión que advierto en el juicio de Paz es esta: ¿no la ausencia de visión de mundo es en sí misma una visión de mundo?

En efecto, el protagonista de las Soledades no tiene nombre ni rostro. Es una voz que nombra y de esta manera, funda. El suyo es un universo sin verdades, sin fundamento fuera de la propia palabra; de la palabra que se sabe juego apenas y que no pretende nada más. Ese mundo, ese soberbio encantamiento no carece de un matiz aterrador: nada es sino una figura del lenguaje, una metáfora de una metáfora que apunta a la nada.

Las Soledades no dudan de nada, no afirman nada ni lo niegan pues no hay mundo qué negar. Hay, en cambio, el vacío. Hay una voz, o mejor dicho, un lenguaje —y el lenguaje no es; significa— que instaura al universo de la nada y que a la nada lo dirige. Un  encantamiento en todos los sentidos de la palabra: un canto, una fascinación y un ensalmo mágico.

La imagen del mundo que da Góngora es tal vez la más turbadora de todas pues señala que no hay mundo: hay dicciones del mundo que no tienen más fundamento que ellas mismas. El hombre no es un ser que preexiste, sino algo que significa. O mejor: el significar es aquello que le da existencia. ¿Qué dice? Nada, pues una palabra remite a otra palabra; una metáfora a otra metáfora y un poema a otro poema.

Tal visión de mundo es tan seductora como intolerable pues nos dice que no hay nada en qué creer. Que el mundo es una creación de la nada.

¿Qué llevó a la poesía en el periodo barroco a ese límite?

No hay más remedio que acudir a la Historia; no sin antes recordar que la Historia no es una esencia, sino una construcción de los hombres. Es algo que se construye con los sueños, anhelos y caídas de los que en ella viven. De todos.

El largo periodo que abarca el fin de la Edad Media, el Renacimiento y los comienzos de la Edad moderna señala la decadencia del cristianismo como la causa primera de la historia occidental. Su influjo no desaparece, pero se transmuta en un sustrato. Un nuevo dios, todavía sin nombre, alcanza a asomar su testa en el horizonte.

La paulatina humanización de lo divino (distinto de la glorificación de lo mundano) que culmina en la visión renacentista del hombre como reflejo del cosmos va aparejado a la erosión de la majestad terrible del dios medieval. Ello condujo inevitablemente a la moralización de lo sagrado y con el paso de los años, a su banalización. Si lo divino se convertía en lectura y ésta en apropiación de conceptos humanos puramente, con el desarrollo de la ciencia moderna (pretendidamente objetiva) se mina el mundo que por siglos había explicado la existencia.

La pérdida de mundo vivida durante ese largo ocaso afectó a toda la civilización occidental. Es imposible vivir sin mitos —entendiendo con esto a una narración, símbolo o imagen que justifique al universo—pues éstos dan sustento al mundo habitable. La larga muerte de Dios implicó su recreación en otra forma. La nostalgia de mito puede ser tanto el comienzo de una búsqueda desesperada como el refugio en la impotencia y en el nihilismo más grosero.

El mundo moderno nació cuando el principio fundador del mundo, su mito, fue reencontrado (o mejor dicho, re-creado). La narración del mundo moderno es el de la Historia, el de la objetividad y el de la ciencia.

No significa esto que antes de la edad moderna no existiera la Historia ni la Ciencia, pero sí que no significaban lo que en la modernidad. La objetividad (mejor dicho, la pretendida objetividad) las transformó sustancialmente y adquirieron un status que nunca antes habían tenido. Si primero la humanización de lo divino rompió la imagen del mundo medieval; la divinización de lo humano —o mejor: de una concepción humana del mundo, a su medida— señaló el paso a un mundo nuevo donde el sentido del mundo es inherente a una serie de leyes accesibles a la razón humana y de las que éste participa a través de su conocimiento (y del poder que le dan sobre el mundo).

Marx, Comte, Darwin, el protestantismo, Hegel; todos son pasos y figuras en la conformación del mundo moderno, donde el destino tiene un nuevo nombre y un nuevo destino.

Sin embargo, este cambio no ocurrió en una fecha determinada ni fue simultáneo en todo el mundo europeo. Igual que hoy hay personas medievales; hay culturas nacionales que vieron su suerte atada a la modernidad o al cristianismo medieval.

Inglaterra, Francia y, quizá con mayor devoción, los Estados unidos son un ejemplo de lo primero. Alemania, España o Italia; de lo segundo.

Cierto: las generalizaciones son groseras. Ni la modernidad de Inglaterra es igual que la francesa ni el tradicionalismo (por llamarlo de alguna manera) español es semejante al alemán en forma alguna. Tampoco deja de ser cierto que en los países aquí llamados modernos hay pervivencia de regiones, personas y tradiciones antiquísimas como en naciones tradicionales sucede lo contrario.

De esa manera, la reacción al ocaso del dios medieval y al nacimiento del mundo moderno sucedió en toda Europa. Sin embargo, queda claro que el barroco fue la cultura que ejemplifica de mejor manera la pérdida de certezas de aquella época y que fue en la península ibérica donde el barroco se desarrolló con mayor fastuosidad.

Tras numerosos estudios hoy es posible hablar del barroco como de una cultura. En ella, la nostalgia de un mundo ya perdido va aparejada a la imposibilidad de reconocerse en un apenas naciente universo que percibe ajeno.

Es una cultura cuyas certezas antiguas se han evaporado y cuyo nuevo mito todavía no lo significa. En ese contexto, el barroco optó por la exhibición y la máscara. En la estética del mundo barroco (un mundo, además que se define por la estética, que es su estética en tanto que imagen) lo que importa no es lo que es, sino lo que parece. Lo importante no es el rostro, sino la máscara.

¿Hay algo detrás de esa impresionante fachada? No, salvo, tal vez, otra máscara. No hay nada detrás pues el universo entero se ha evaporado en un signo que no dice nada. ¿Qué queda detrás? La apariencia; el simulacro.

Quevedo se revuelve contra este mundo pues sabe que detrás de él no hay nada. Sin embargo, es incapaz de proponer una salida. Su genio es especular y crítico y detrás no deja sino, acaso, una esperanza. Que todo es polvo, pero polvo enamorado.

Sor Juana también conoce la vacuidad del mundo e intenta crear otros. En su sueño hay retazos del universo medieval que como religiosa conoce, así como de la naciente fe en la razón y el conocimiento. La Historia aún se encuentra ausente de su discurso y su aventura se detiene en la irrealidad —o imposibilidad—de todo. Esto la hace plenamente barroca y nos hace imposible confundirla con una mística o con una poeta plenamente moderna.

Con todo, no se engañan los que ven en Góngora la cúspide del barroco. Él presenta ese mundo de manera perfecta. Es la imagen de otra imagen de otra imagen que se deshace en la niebla o en el reflejo. No hay asomo de aquello que llamamos realidad en su poesía: hay lenguaje.

Como puede advertirse, hay una completa diferencia entre este mundo y el de las vanguardias, con más de que haya una remota semejanza.

Las vanguardias surgieron, como toda la poesía moderna, de aquel estremecimiento que supuso el romanticismo.

No creo necesario recordar que el romanticismo nace como un rechazo consciente del mundo surgido con la modernidad. Si el mundo moderno privilegiaba la objetividad y la racionalización esquemática como lo “real”, el romanticismo acudía a las emociones, a la imaginación, al sueño como partes olvidadas de ese mundo pretendidamente “real”. La revuelta romántica no fue en pos de una quimera pues comprendió que la realidad abarca mucho más que lo objetivamente analizable. El dios de la modernidad no sólo se le reveló como falso, sino como una mutilación de una parte de la realidad.

Toda la actividad de la poesía moderna fue la búsqueda consciente de esa otra verdad; una lucha frontal y crítica por ampliar los conceptos de la modernidad y darle un verdadero rostro a aquellos ídolos que a sus ojos eran abstracciones carentes de toda una mitad de la realidad.

Los parecidos existentes entre la poesía moderna y el barroco nacen de una común distancia ante el mundo moderno, sin embargo ahí terminan.

Los poetas barrocos nunca establecieron una relación crítica con la modernidad pues no la conocieron. No hay asomo de la rebelión y la búsqueda en lo que, siguiendo a Paz, llamaré la otra orilla, marca de la poesía moderna. No existían arcanos que descubrir porque su mundo había perdido realidad. Sin convicciones firmes, no había forma ni de adherirse a ellas como lo hicieron los poetas del mundo grecolatino ni de rebelarse y proponer otras mitologías, como los modernos. No hay, por otra parte, en el barroco mención alguna a lo que los románticos, siguiendo a toda la tradición occidental, llamaron inspiración (y que las vanguardias criticarían, para llamarlo de otro modo). Hay ingenio, agudeza, juego de conceptos, pero no aquella marca de la poesía moderna.

Quevedo critica a su sociedad, es cierto. Pero su crítica se detiene en los modos. Es un crítico moral y ante la esencia del mal que corroía a su época, se detiene, incapaz de oponer a ese vacío un fundamento e incapaz de encontrarlo en la modernidad.

Sor Juana busca ese modelo de mundo que le falta a su época, pero es incapaz de hallarlo plenamente. Tal falta la asfixia.

Góngora, en cambio, plenamente barroco, no busca ya siquiera ese modelo de mundo. Encantado por la palabra, por la forma, su visión del hombre es la de una palabra que dice otra que dice otra y que no tiene más significado que significar. No hay más verdad que la belleza pues todo es un juego de espejos.

Como Calderón, insinúa que La Vida es sueño. ¿Qué hay detrás de ese sueño? Calderón no nos lo dice pero Góngora apunta: hay otro sueño.

Empero, veo en la modernidad al menos dos autores con los que, por diversos motivos, Góngora coincide.

Tal parecido no estriba en su estilo. Hay influjo de Góngora en gran parte de los poetas de la Generación del 27 y en numerosos poetas latinoamericanos. La huella estilística de Góngora es fecunda y admirable.

No, el parecido que encuentro y que casi seguramente al menos en uno de los casos es inconsciente, es en la visión a la que lleva su poesía.

Uno de estos casos es el de Vicente Huidobro.

Probablemente algunos pensarán que me refiero a un más que obvio influjo o parecido estilístico. Como dije: superficialmente hay varias semejanzas entre los modos barrocos y los de la poesía moderna que, al analizarlos más detenidamente, se desdibujan o hasta se revelan como contrastes.

No. Creo que el parecido está en otra parte. El creacionismo al mismo tiempo que sigue la corriente romántica, preludia una nueva época.

Mientras el surrealismo o dadá eran plenamente románticos en tanto pretendían hacer un juicio al mundo moderno y a partir de ahí instaurar un nuevo comienzo que libere a la realidad de los límites impuestos por el mundo moderno, el creacionismo sólo toma de ese lenguaje el furor y la confianza en los poderes de la inspiración poética.

Empero lo que empieza con los románticos y prosigue con Rimbaud como un llamado por revelar la verdad de este mundo ha dado un vuelco. Huidobro llama a la creación de un nuevo universo: uno puramente verbal, sin referente alguno.

Tal creación resulta imposible en la poesía pues toda palabra tiene un referente. Para hacer lo que pide Huidobro habría que crear un lenguaje nuevo que, a la vez, ya no guardará sentido para nadie. O desnaturalizar de tal manera el lenguaje que sea imposible asociar a las palabras con sus referentes.

He de decir que la estética creacionista con todo lo emocionante de la retórica de Huidobro, que sigue a las mejores vanguardias, tiene muy poco en común con la obra surrealista o de dadá. Las mejores frases de los autores de vanguardia, a diferencia de lo que se pregona, en realidad sí tienen un referente: la sensación. No son un lenguaje inteligible, sino sensible. Buscan expresar la realidad de una manera más directa que el lenguaje abstracto de la ciencia del siglo o aquel otro, desgastado por el uso, ajado, que es el de todos los días.

Dar algo al mundo significa descubrirlo.

Para buscar a un verdadero autor que no tenga como referente sino otra palabra Huidobro no debió recurrir a Tzara ni a Picabia; ni siquiera a sus propios poemas porque el único que logró esa hazaña imposible es Góngora.

Empero, Huidobro, todavía empapado por el furor de las vanguardias no ve que su propuesta no va dirigida, como pensaba, a un amanecer. Poiesis en efecto en Grecia significa creación, pero creación es a la vez, revelación. No parte de la nada, sino de lo informe.

Cuando el hombre, en cambio, duda de la realidad que se presenta a sus sentidos y queda sólo entre palabras, entonces ocurre otra cosa. ¿Qué es entonces la poesía sino la cumbre del no-significado de las palabras; de la imposibilidad del universo? ¿Qué sino un juego de dados?

Precisamente Mallarmé me parece coincidir en cierto momento con Góngora. En Un golpe de dados el francés al preguntarse por el significado final del poema, se pregunta por el de las palabras. Al no encontrar asidero, concluye en que no hay nada detrás sino un juego de significados y que todo pensamiento no es sino resultado del azar. De la nada surge y se dirige a la nada. El juego de las palabras, el mundo, es lo que queda detrás.

A diferencia de Góngora, Mallarmé es manifiestamente consciente de a lo que dirige este pensamiento. A diferencia del español, empero, el creador de la Siesta de un fauno, nacido en la modernidad, cree ver en este lenguaje de lenguajes los signos que llevan al Libro. Al lugar donde las ilusiones se disipan y el universo se muestra como lo que es: un texto infinito y móvil que comprende en sí todos los significados.

Esto llevaría, empero, a la siguiente cuestión. Si la realidad es un texto formado por palabras. ¿Qué dicen esas palabras?

Mallarmé apunta con consciencia: dicen otras palabras. Y esas a su vez, forman un juego, el juego de significar, de crear. ¿A partir de qué? Mallarmé no lo dice directamente.

Una respuesta es que no crea a partir de nada porque nada es. Todo parece ser y no hay realidad cognoscible. Sólo hay algo que dice y que al decir, se dice. Un juego de espejos.

Una respuesta es Góngora.

La soledad de un mundo donde ya no hay certeza de nada ni nada a lo que oponerse.



César Alain Cajero Sánchez

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