Cuidado
con los educados
Leo
en diversos periódicos, revistas y hasta veo en la tele que aún hay personas
que no saben leer y escribir, que la educación básica en México no alcanza a
cubrir a toda la población, que los maestros que presentaron su examen para
cubrir una plaza están por los suelos; que los que ya están con plaza están un
poquito más abajo (adivinar dónde, está canijo) y que los chamacos que
concluyen la educación básica nomás no saben nada.
Por otro lado, en las buenas noticias, me informan que la prepa es ya parte de la educación básica (no sé por qué, cómo o para qué) y que la televisión en alta definición es un derecho de tod@s (pero como no tengo esas pantallas relampagueantes, no sé si es tan chido).
Hay,
sin embargo, un asunto acerca de la educación que a mí, después de varios años de dar clases en
provincia, me preocupa bastante (o nomás un poquito, no sé). Se trata de las
personas que han recibido una educación a medias. Aquellos que por haber sido
educados de manera defectuosa, comparten los prejuicios de las sociedades
“modernas” y al tiempo desconocen o desprecian la cultura oral de la que
provienen.
Hasta
hace no mucho prevaleció la idea del maestro rural como el apóstol que llegaría
a un territorio sin cultura para “iluminar” las mentes y llevarlas al
“progreso”. Una visión que contó con figuras como Vasconcelos y Lázaro Cárdenas
como principales impulsores y que ha sido románticamente coloreada como una
cruzada “progresista” y “de izquierda” (palabra que, como “derecha” nadie sabe
qué significa).
El
problema es que a la luz de lo que hoy conocemos, la idea de Vasconcelos, y no
digamos la de otros personajes un poco menos conocidos y mucho más discutibles como Rafael Ramírez,
dista de ser lo buena onda que
parece.
Debo
anotar antes de empezar, que este pequeño ensayo divulgativo no pretende ser un
linchamiento ni de Cárdenas ni de Vasconcelos ni de los muy admirables maestros
rurales de ayer y quienes hoy continúan en ese frente (yo he sido uno de ellos,
y no me arrepiento). Debemos considerar que eran las ideas de la época, que
todavía perduran en gran parte de la población.
Al
término de la Revolución y durante el período posterior, se formó un compromiso
entre la ideología liberal que dio inicio a este movimiento y los reclamos
sociales que llevaron a miles de personas a apoyar a las distintas facciones.
Una paradoja, pues en gran parte las desigualdades que se generaron durante el
siglo XIX no se debían a la corrupción y falta de acceso a la justicia (como
durante la Colonia), sino a la misma ideología liberal, cuya visión de país no
tomó en cuenta a la población rural. Juárez, Lerdo, Ocampo y Díaz, eran todos
ellos nacionalistas liberales que veían el futuro de la nación en la
homogeneidad cultural a través de la educación, de un Estado fuerte apoyado en
propietarios que activasen la economía y en la paulatina formación de
ciudadanos productivos. Un melting pot a la manera estadounidense;
una nación a la manera europea.
Para
ello, se dictaron leyes que buscaron convertir los campesinos en propietarios
privados, con ello alentar el espíritu de libre competencia, que pagasen
impuestos y que todo fuese felicidad y
que la nación y que la fortaleza. En realidad, un proyecto nacionalista
bienintencionado, planeado para un país muy diferente, que sumió en la pobreza
a la mayor parte de la población rural; enriqueció a unos pocos (los que sí
contaban en los censos) y derivó en la gradual aparición de un nuevo tipo de
persona: una especie de lumpenproletario rural mexicano, que ya no se reconocía
en el pasado, pero tampoco era aceptado en la sociedad urbana liberal moderna.
El
asunto es que el largo periodo que va desde la Guerra de Reforma hasta los años
finales de Díaz aplicaron al pie de la letra las medidas liberales en economía,
pero no su idea de la libertad ciudadana (aun si la palabra ciudadano no se
refería a lo que hoy entendemos como tal, sino a los que pagaban impuestos;
pequeña diferencia). Madero no criticó las medidas económicas porfiristas sino
la falta de renovación política del régimen. Ese fue el inicio de la lucha
revolucionaria, la cual, durante los diez largos años que duró, para
resolverse tuvo que echar mano de aquellos a quienes más había lesionado el programa
liberal: los campesinos[1].
Conciliar
los anhelos de la facción dirigente y de la larga tradición de la que provenía,
el liberalismo, con el anhelo de reformas sociales (muy distintas) de los
grupos populares fue la tarea de los gobiernos de la Postrevolución.
Vasconcelos,
notable político de derecha, fue quizá quien concilió tales demandas de manera
más lograda. Por un lado, como conservador radical, estimaba la idea de la
raza, de la tradición (hispánica: abominaba de lo indígena salvo mediado por la
cultura europea) y de la justicia social propia del catolicismo. Por el otro,
admiraba la noción moderna de la nación, de la libertad entendida como fuerza.
Creía en el progreso y en la evolución/revolución. No era un liberal del siglo
XIX, tampoco era un tradicionalista popular a la manera de Zapata o un hombre
del pueblo como Villa. Su proyecto era de una radicalidad reaccionaria que debió
mucho al fascismo y que mucho le dejó al régimen surgido de la Revolución (PNR,
PRM, PRI).
Que
el programa escolar fuese un proyecto que Vasconcelos ideó mientras estuvo al
frente de la SEP durante el gobierno de Obregón dice mucho de lo que sucedió
posteriormente.
El
proyecto vasconcelista pretendió, herencia liberal, poner al día al país.
Modernizarlo. Así, la cruzada educativa tuvo como misión principal la
destrucción de lo que en esa época eran considerados “prejuicios”, integrar a
la población rural a la vida ciudadana y crear a individuos capaces de trabajar
en un medio urbano (que ya para entonces era concebido como el futuro del
país).
Por
otro lado, herencia del radicalismo de derecha de Vasconcelos, formó la visión
integrista de la patria. Se propagó la idea de un México único, mestizo; la de
la raza cósmica; la tierra de la elección y la bondad intrínseca al “pueblo
mexicano”. Una idea fascista (no hay que obviar que el fascismo también
proviene de la modernidad) que, de manera campechana, perdura hasta hoy en lo
que llaman “izquierda”.
Durante
el Maximato y posteriormente durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, este
programa recibió un fuerte impulso. Debemos comprender que en uno y otro caso,
las ideas de la época y la forma en que evolucionó la política educativa de
México veían lo que se realizó como una forma de apoyar a la población rural[2]
. Tras los despojos poco ortodoxos (que no ilegales, delicias del derecho mexicano) realizados durante el
siglo XIX, se pensó que la manera más confiable de proteger a los campesinos
era mediante su integración a la cultura y vida propia de las urbes (la cual se
llamó “mestiza”, sin tomar en cuenta que las culturas mestizas de México son
muchas, rurales y urbanas, muy distintas también) y su corporativización a través
del Estado.
Esto
funcionó durante algún tiempo. Es verdad: durante más de 20 años, el nivel de
vida de muchas comunidades rurales (no todas) mejoró notablemente si lo
comparamos con el de los años anteriores a la Revolución. Esto fue producto más
del reparto de tierras y de algunos programas médicos que del proyecto
educativo (el cual, de cualquier manera, permitió el ascenso social, lo que no
es poco).
Posiblemente
de no haber sido por la quiebra del modelo económico y político priista
posterior a los años 60, el proyecto vasconcelista que pretendía la integración
cultural de México hubiese tenido mayor impacto. Lo cierto es que al término
del milagro mexicano, la identidad de muchas regiones (especialmente las que se
encontraban cerca de las vías de comunicaciones) había cambiado notablemente.
No se dio una homogenización cultural, pero sí se formó un ideario común a
través de la educación y de las presiones del medio.
Existen
aspectos positivos de aquel proyecto educativo; no cabe duda. La visión
científica, la educación sexual; la campaña alfabetizadora y —al menos durante
algunas administraciones— el intento de crear una consciencia política
ciudadana. Los errores también están a la vista: la educación fue impuesta en
forma doctrinaria. Se privilegió la memorización y la repetición de fórmulas sin posibilidad de
crítica o de diálogo activo. Esto es funcional en materias como las matemáticas
hasta cierto grado, pero en temas históricos o de consciencia cívica, resulta
desastroso. Es un mecanismo más de control y de corporativización (aunque hay
que reconocer que esa era precisamente la meta).
No
es casual que los políticos actuales de derecha o izquierda, educados bajo este
modelo, repitan casi con las mismas palabras las consignas de aquellos años. La
idea de integración cultural equivalía a una homogeneidad política. Tanto las
izquierdas latinoamericanistas como la derecha nacional hablan de la raza, de
la visión propia; de la integración civil. No es casual tampoco que la clase
política educada fuera del modelo vasconcelista (aquellos que fueron educados
en universidades y escuelas particulares o en el extranjero) ridiculicen y desprecien
esta visión. Ni uno ni otro lado está capacitado para el diálogo: la
polarización impide ver en el otro sino a un traidor, un idiota o un apátrida.
El
caso es que tras el hundimiento del “milagro mexicano”, muchos de los caminos
señalados por el proyecto postrevolucionario se cerraron. La reforma agraria
aunque continuó hasta mediados de los noventa, como se sabe, otorgó a los
pueblos tierras poco idóneas para la agricultura y la ganadería. Las mejores
fueron puestas a la venta u concedidas bajo criterios nepotistas y corruptos.
Aunado a esto, el progresivo abandono de proyectos destinados al campo, el
control corporativo y la baja capacidad de respuesta que esto generó, crearon
el caldo de cultivo para una crisis en
la producción desde mediados de los años setenta. Esta se ha intentado remediar
más con proyectos faraónicos (revolución verde; subsidios a la producción en lugar de crédito a los campesinos...) hoy cuestionados alrededor del mundo en lugar de un
programa de apoyo e instrucción colaborativa con los medianos y pequeños
agricultores. Con la introducción de productos transgénicos y la apertura a los
productos subsidiados del extranjero, esto llegó a su punto más crítico toda
vez que los únicos subsidios que se conceden hoy al campo mexicano son para los grandes
productores, los cuales no se concentran en la producción de alimentos.
Los
servicios médicos, por otra parte, se concentraron en las áreas urbanas, además
de que en gran medida su práctica reflejó los prejuicios, resultado de la
educación en todos los niveles, ante las prácticas y costumbres de la población
rural.
En
el caso de la educación, el camino del ascenso social si bien no se canceló, sí
fue más que cuestionado. Las preparatorias formaron generaciones de bachilleres
que no encontraron trabajo; las universidades, miles de estudiantes cuyos
conocimientos distaban de ser los mejores. Al mismo tiempo, las empresas
fabriles demandaron personal semi-calificado en lugar de ingenieros o técnicos.
Las carreras humanísticas fueron despreciadas en un mundo donde la “eficacia” y
la “utilidad” es la medida de todas las cosas. Los mejores científicos e
investigadores se refugiaron en las universidades o emigraron.
El
programa educativo creado bajo el esquema vasconcelista de integración cultural
había sido creado para que las generaciones criadas bajo ese modelo avanzasen a
niveles de estudio superiores. La UNAM, también nacida bajo el plan de
Vasconcelos, significaba el último peldaño en aquella escala ascendente.
El
proyecto original de Vasconcelos no concibe a la Universidad fuera del esquema
educativo de la enseñanza básica, sino como su culmen. En teoría, la reglamentación
del plan de estudios por un órgano superior (ya fuese el Estado, la SEP o un
equivalente) era natural: las instituciones de nivel superior tenían una deuda
con la sociedad, la cual las obligaba a poner en práctica un plan de estudios
que beneficiase a la nación toda. La frase “Por mi raza hablará el espíritu”
que es el lema de la mayor universidad de nuestro país encaja perfectamente
dentro de esta idea: la de una nación; una raza; una cultura guiada por el
espíritu latinoamericano: la raza cósmica mestiza.
Si
bien Vasconcelos vio con buenos ojos la autonomía universitaria se debió a que
en la Universidad se encontraba el grueso de sus simpatizantes. En esos
momentos, la sujeción al plan estatal hubiese puesto en peligro su candidatura.
En realidad, es muy posible que de haber llegado a la presidencia, el autor del
Ulises criollo hubiese establecido un
plan de estudios acorde con el proyecto original que había diseñado para la
SEP. Es decir, un plan integral encaminado a un fin específico ya mencionado
con anterioridad.
El
caso es que cuando Vasconcelos desapareció del panorama político de nuestro
país, la UNAM quedó con la autonomía y la libertad de cátedra. Esta es una de
las mayores riquezas (y paradójicamente, de las mayores debilidades) de esta
universidad. Por un lado, hay una pluralidad de voces en esta casa de estudios
que permite que aquellos que llegan a ella participen más activamente en el
diálogo. Por otro lado, permitió la formación de sindicatos, grupos y mafias
sin más control que el que sus tanates
les impusieran. Así, en la UNAM se puede cursar una de las carreras más ricas
del mundo o una de las más mediocres, dependiendo del alumno y de sus
elecciones profesionales. Asimismo, en ella hay espacio tanto para el diálogo
más provechoso como para la formación de células de intolerancia y oportunismo político tanto
de derecha como de izquierda.
Fuera
del ámbito universitario, ya desde antes del sexenio de Lázaro Cárdenas, la
llamada “izquierda revolucionaria” había señalado que la UNAM no cumplía con
los propósitos que de ella exigían los tiempos modernos[3].
La creación del IPN respondió a los planes que la clase política mexicana tenía
para el país.
Esta
asombrosa casa de estudios, empero, distó de ser tan sólo una generadora de
técnicos e ingenieros. Sus modelos fueron los centros de estudios
universitarios y aunque no tiene carreras humanísticas, sí ha dado un gran
impulso a las letras y las humanidades con sus programas de difusión. Sus aulas
y pasillos son un espacio para el encuentro de diversas voces. Aunque,
lastimosamente, como casi todo en este país, la burocracia no ha dejado de
hacerle mella.
El
caso es que a través de los años, bien o mal, los estudios superiores habían
llenado las lagunas que la educación básica había formado en los alumnos. Si la
primaria y la secundaria (con todo y su para entonces avanzado programa de
estudios) privilegiaban la memorización y la imposición de conocimientos, en
grados superiores se abría aunque fuese un poco la posibilidad de diálogo.
De
más está decir, sin embargo, que para esos niveles, los prejuicios de la
sociedad “educada” (que eran y son todavía en gran parte los mismos prejuicios
del siglo XIX) habían calado hondo en los educandos. Las ideas de raza, de
superioridad cultural, moral, estética y hasta mental del México “mestizo” y
urbano sobre las culturas campesinas.
Esto
es una herencia occidental del siglo XIX, pero paradójicamente todavía perdura
en círculos que se pretenden “de avanzada” o “anticapitalistas”. Es turbador
cuando no pocas personas señalan que en el centro del país gobierna la
“izquierda” porque estamos más educados y vivimos en la urbe.
Así y todo, los estudios universitarios permitieron a muchas generaciones de mexicanos (lastimosamente, una minoría) abrirse aunque fuese de forma chafa, a ciertas posibilidades de diálogo.
Desde
mediados de los años setenta, empero, la situación en la educación ha tendido a
empeorar aún más.
Con
la demanda de personal técnico y de servidores semicalificados, surgieron
incontables escuelas y universidades que enseñan estas carreras (muy nobles, por otra parte). Los conocimientos
sobre sus limitadas áreas las más de las ocasiones apenas y pueden calificarse
de mediocres y en relación a la formación de una cultura informada y capaz del
diálogo, definitivamente quedan muy abajo.
Licenciados
que no pueden resolver una ecuación de primer grado; ingenieros incapaces de
leer un artículo en una revista cultural. Ese es el saldo de este tipo de
educación que en aras de una supuesta eficacia, reduce al mínimo o a la nada la discusión intelectual y la promoción cultural.
Ahora,
además, hemos de contar con el paulatino decremento en la calidad de los planes de
educación básica.
Con
la llegada a la SEP de una nueva generación de pedagogos, desde hace años se
han reducido las exigencias académicas en los niveles básicos. Al mismo tiempo,
se ha pretendido llevar a la práctica un modelo pedagógico uniforme en todo
el país que aunque, es verdad, pretende resolver las lagunas de aquel viejo
método memorístico, ha confundido el diálogo con la tibieza o con el
relajamiento de estándares mínimos de convivencia y de calidad en la enseñanza.
En la práctica, para el maestro es cada vez más difícil convencer a un educando de que realice el más mínimo esfuerzo por
comprender o por siquiera poner atención. Encima, tal alumno debe ser promovido
haciendo uso de diversas “estrategias”. Todo esto forma generaciones de
analfabetas que en este caso ni siquiera pueden llamarse funcionales… pero eso
sí, con certificado de secundaria, bachillerato y en no pocas ocasiones, de una
licenciatura o ingeniería.
Paradójicamente,
esto no ha convertido a quienes son educados bajo este modelo en personas más
aptas para el diálogo o la comprensión de distintos puntos de vista. En estas
generaciones de educados en la mediocridad se conjuntan los peores vicios de
los modelos autoritarios del viejo plan de estudios (la imposición, la soberbia
cultural; la idea de ser “apóstoles” de la verdad) que todavía siguen y
seguirán presentes en la mentalidad mexicana con la arrogancia propia de una
persona que nunca en su vida ha sido rebatida ni corregida. En el modelo actual
(que me temo impregna ya a toda la educación fuera de las grandes universidades),
el estudiante siempre tiene la razón. Al mismo tiempo, además, se le enseña
—ecos de la educación vasconcelista— que por su nivel de estudios ha llegado
“más lejos” y es mejor que quienes lo rodean.
Estas
personas nunca han sido educadas en un ambiente de debate, de diálogo o de
desafío. Con una educación (debido al plan de sus escuelas) apenas si mediocre,
por supuesto, los estudiantes de una ingeniería técnica o de una licenciatura
en pedagogía, derecho o psicología no tendrán acceso a la lectura o siquiera
tendrán noticia de los debates en torno a la cultura.
Con
esto, atención, no quiero decir que no tengan la “verdadera” cultura, accesible
sólo a unos cuantos, sino precisamente que lo que les falta es ese fructífero diálogo que desde el
siglo XIX señala la posibilidad de diferentes formas de conocimiento. No tienen acceso a la discusión o conocimiento siquiera de las
críticas a los modelos cerrados, de las ideologías consideradas “absolutas”. Para muchos —me consta—, la idea de una ciencia determinista como
la del siglo XIX sigue en pie.
Esta
educación a medias es especialmente dañina cuando se reproduce en el contexto
social. Así, muchos maestros que se dirigirán a niveles básicos siguen hablando de los
“dialectos”, de las “supersticiones”, de los “mitos” (acepción que me es
especialmente desagradable: usar mito como sinónimo de mentira).
Tristemente,
aquellos individuos que han salido de una cultura campesina y que han sido de
esta manera educados son quienes más desprecian sus costumbres. Recuerdo como
un médico hablante de lengua maya asignado a las comunidades rurales me decía que
estaba sorprendido de que los “indios” aplicaran las medidas de higiene con
todo y su “ignorancia”. Ahora mismo viene a mi mente la plática de unos
ingenieros que en la misma área se decían decepcionados de que los mayas
pudieran haber construido pirámides pero no “desarrollado” la región. O aquel
otro maestro, hablante de chol, que a su llegada a una comunidad, no se le
ocurrió nada mejor que criticar a los habitantes desde su posición de
“psicólogo” en ciernes, alejado de la “ignorancia” y “violencia” del campo. Y
venga a dar gracias que no empezó a hablar del bullying, las competencias o
alguna de esas palabras muy de moda entre los educados a medias.
¿Hay
otra forma de brindar educación? No lo sé. En mi caso, durante los varios años
que me tocó dar clases en una comunidad rural, intenté un diálogo activo con
los estudiantes: que ellos me presentasen lo que dice su cultura mientras yo
comentaba lo que ante ello dice la educación occidental. No pretendí imponer,
sino mostrar. Al mismo tiempo, señalar los límites del conocimiento occidental,
pero también su riqueza.
Acaso —aunque a muchos les extrañe mi juicio por mi formación humanista— el mayor aporte a
la formación de conocimiento que occidente ha dado es el método científico. La observación, la experimentación; el desarrollo de hipótesis y la comprobación. Es la única forma de conocimiento que es ajena a valoraciones culturales pues se basa en los sentidos, no en la lógica (que es una construcción humana).
En cambio, la integración de estos conocimientos dentro del propio esquema de mundo ya es
algo cultural y que no puede ser juzgado. No existen criterios para suponer una
cultura mejor que otra en ese sentido.
Esa
es, por otra parte, la más formidable lección de las humanidades: que la fantasía, el arte, la mitología y el
pensamiento han florecido en todas partes. Las culturas no pueden compararse: sus visiones del mundo son únicas y por ello, inestimables.
César Alain Cajero Sánchez
[1] El
número de proletarios durante el porfiriato fue muchísimo menor al de
campesinos. Aunque el movimiento surgido de las fábricas tuvo un influjo en los
pensadores revolucionarios, en realidad, su apoyo en la lucha fue menor y en
ocasiones, errático. Su poderío en la posrevolución, en cambio, fue notable.
[2] Esta
población rural no en pocas ocasiones vitoreó las medidas: después de décadas
en realidad veían algunas medidas en su favor; aunque pocas veces se percataron
en ese momento de la política corporativista que se estaba implementando y de
que dicha educación en no poco tiempo, acabaría con su identidad.
[3] Resulta especialmente curioso que hoy día, la llamada izquierda clame por la presencia de la UNAM cuando tradicionalmente, la izquierda había abogado por una formación técnica, ajena a esas “desviaciones burguesas”. La razón, claro está, es que es en estas universidades donde tiene una clientela cautiva y donde forma sus cuadros “populares”.
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