jueves, 2 de enero de 2014

La ciudad y el progreso



De Nueva Jerusalén a la ciudad de Tenosique, cabecera municipal, hay más de dos horas de camino.

Primero hay que bajar a pie una hora aproximadamente. El trayecto es una pendiente inclinada, salvo por algunas alteraciones del terreno. Salir es mucho más sencillo que entrar, aunque una vez acostumbrado a la distancia y al calor, llega a parecer una sencilla caminata.

En todos los lugares donde hay árboles y sombra se forma una pequeña nube de mariposas en el suelo. Son mariposas pardas; del color de la miel quemada, con un diminuto ojo azul adornando la parte final de sus alas. Se refugian del calor y buscan humedad. Otros animales hacen lo mismo: salen de la espesura para tenderse bajo la sombra; en el camino. Así he encontrado mofetas que se alejan bamboleándose cómicamente; mapaches de mirada esquiva y zorras que huyen como un relámpago gris.

De todos esos animales el más esquivo, aunque abundante, es la diminuta zorra. De un cuerpo plateado que no debe pesar mucho más que un gato grande,  la zorra apenas deja verse, casi como un espejismo. Cuando logras reconocerla, ha desaparecido. No hay sonidos ni presentaciones con ella: se queda viéndote apenas te ha percibido; sólo alcanzas a ver su menudo cuerpo gris y el perfil de su rostro cuando, nada más moverte un poco, ya no está.

Las mofetas son menos frecuentes, pero cuando aparecen no pueden dejar de hacer una alharaca entre pendenciera y cómica que las convierte en grandes bufones; casi burócratas, aunque con simpatía.

Los mapaches aparecen poco, y son más curiosos que los otros animales del camino. La única vez que observé uno, desapareció con celeridad, pero seguí viendo sus fisgones aunque esquivos ojos desde los matorrales.

Nunca he visto que un tigrillo o un mono de noche tenga tal comportamiento. Del coyote apenas he escuchado sus aullidos en alguna caminata solitaria mientras caía la noche.

Con todo, los animales más abundantes en todo el camino son las mariposas. Mariposas pequeñas; pardas o negras casi todas. Del color del carbón o de la miel quemada. Con intensos ojos rojos o azules dibujados en sus alas. De vez en cuando aparece alguna disfrazada de tigre; otra con sus alargadas alas formando una capa azul metálico o aquella otra que medía veinte o treinta centímetros de extremo a extremo, con un color azul triste.

Siempre junto a la carretera, buscando la humedad de la orina de los caballos, hay una gran nube de mariposas negras. He caminado ya entonces por los bosques; por los cerros que están reforestando para la silvicultura del cedro; finalmente, por las grandes extensiones deforestadas que se talaron para hacer prados ganaderos o simplemente porque a los propietarios les parece un símbolo del progreso los lugares sin árboles y sobre todo, sin monos aulladores.

En la entrada a Jerusalén, junto al camino, no hay un solo árbol para dar sombra ni una piedra para sentarse. Sólo matorrales y algunas raíces que sirven como incómodo asiento. Y entonces hay que comenzar la espera porque el transporte puede tardar lo mismo cinco minutos que dos horas. Es recomendable llevar al menos un libro o una revista, a menos que te guste ver la gris carretera y a los autos que pasan por ella.

Si llega primero el único camión todavía en servicio en la ruta, pagarás 25 pesos hasta Tenosique; si te toca una combi, serán 30. Eso y la experiencia de pasar más de una hora encerrado en un pequeño transporte sin ventanas y con asientos minúsculos junto a otras quince personas; varios de ellos de pie. Indudablemente los viejos sabían más de este tipo de asuntos: los carcomidos camiones blancos (tan comunes en los pueblos sureños hace poco aún) son mucho más cómodos, rápidos y frescos que los “modernos” transportes. Además, puedes abrir las ventanas y ver el paisaje mientras te toca el viento en lugar de preocuparte por el escaso oxígeno en el interior y por el sujeto que te mira curioso mientras pica con un mondadientes su incisivo de oro.

Durante la hora de camino ves un retrato de todo el municipio de Tenosique, excepción hecha del Usumacinta. Áreas de selva junto a franjas terriblemente deforestadas; montes rebosantes de vegetación junto a otros sin un solo árbol, y con un terreno que no es utilizable en forma alguna. No faltan cargamentos de cedro ilegal listos para embarcarse junto a valientes soldados también prestos a atrapar a algún guatemalteco o salvadoreño. Retenes para los transportes no faltan; los mismos que por algún milagro no ven el cargamento de maderas preciosas o especies cazadas por furtivos. Inclusive es notable que nuestras fuerzas armadas atrapan inclusive a migrantes perversos y astutos que nacieron en México para disfrazarse al tiempo que el calor de la selva las hace ineficaces contra los salteadores y violadores. Por supuesto es imposible atrapar o frenar a las bandas de narcotraficantes (que han puesto de moda la música norteña y las cintas de narcos al grado que es casi imposible conseguir otro tipo de melodías o películas) y mucho menos percatarse de que hay enormes y yermas áreas de selva deforestada.

Hay poblados; hay casas abandonadas con techo de guano; hay casas nuevas, hechas con cemento y losa; más caras, más calurosas.  Hay también, apenas, construcciones abandonadas. El campus, pintado de naranja y azul intensos, de una universidad que no hace mucho edificaron a mitad de la nada. Tiendas comunales. Rancherías pobres; lujosas; otras, abandonadas. Anuncios que hablan de restaurantes y venta de miel o pozol. A veces el lugar aún existe; la mayor parte ha desaparecido. Otras ocasiones sobrevive el edificio ruinoso; casi siempre una vieja construcción de madera y guano. Pocos minutos después de salir de Nueva Jerusalén pasamos por la zona arqueológica maya de San Carlos. Construcciones y más construcciones; mundos abandonados por todas partes.

Algún pasajero me mira sorprendido e incrédulo si le digo que mi casa de la ciudad es de material porque somos pobres: sólo la gente con dinero se puede costear una de madera. Para la mayor parte de los habitantes de estos lugares “progresar” implica el techo de losa; el calor, el sudor y el aumento en energía eléctrica que deja la instalación de ventiladores porque las casas de concreto son calurosas como el infierno. Pero qué diferencia con la indiada y sus frescas, aunque en su mayoría pobrísimas, casas de guano.

Lo primero que ves en Tenosique es una avenida muy grande; una avenida como cualquiera de las colonias en los alrededores del DF. Quizá un poco más triste, pero con más luz. Sólo el calor te hace recordar que no estás en la periferia de la Ciudad de México.

De un lado de la avenida verás una tienda de pequeños artículos baratos de plástico, cintas para el cabello; peines chinos, pilas y discos con títulos como “Apañaron a Camelia”; del otro lado, un deslucido autoservicio local -mitad antiguo Cemerca; mitad bodega- donde puedes encontrar desde un refresco hasta un machete; aunque hay otro autoservicio aún más deslucido, pero más simpático, donde encuentras inclusive talco borado y misarios. A mitad de la avenida hay un joven aunque envejecido tamarindo.

Caminas rumbo al centro de la ciudad y hallas un edificio vulgar, pintado de blanco. La plaza diminuta es una plancha de concreto con algunas bancas del mismo material a los lados. No hay árboles; no hay kiosco; no hay tampoco mucho movimiento. Sólo una empobrecida tienda donde encuentras frituras, refrescos y poco más.

En realidad si hay algo que sorprende en las ciudades que he visitado de estas fronteras de Tabasco es que casi no hay tiendas, excepción hecha de en las terminales. No siempre fue así, pues he visto anuncios no demasiado viejos de diversos establecimientos junto a muchas casetas telefónicas abandonadas que aún no han retirado sus letreros.

En la avenida principal hay dos hoteles. Uno de ellos cobra doscientos pesos la noche; el otro, 120. Mis modestos recursos me hacen optar siempre por el segundo, a pesar de que es un edificio horrible con una arruinada fachada azul marino.

La primera vez que subí hasta mi habitación -la 304, por lo común- me sorprendí al ver que hay en los pasillos de ese piso un salón de descanso con una mesa de mármol. Da a un amplio ventanal con un balcón donde aún están dos mecedoras.

Al entrar a mi habitación me encuentro con un lugar casi desnudo, con una mano antigua de pintura y sólo una toma de contacto que aún funciona. Sin embargo hay un guardarropa empotrado; hay un viejo aparato de ventilación que alguna vez fue el más moderno existente y que ahora parece sólo un recuerdo de los años setenta. Hay un tragaluz opaco por el polvo en los baños; hay cerámica enmohecida en la regadera; también un buró de caoba atacado por el comején.

En el segundo piso puedes ver el interior del edificio y descubres un patio interior con pozo; una fuente seca con la figura de un jaguar de cuya boca debe haber salido hace muchos años el agua. Inclusive unas begonias, único signo de vida, siguen respirando su color intenso en ese polvo, atendidas por una anónima mano amiga.

Si caminas por la ciudad encontrarás muchos otros signos.

 
Quizá lo que más sorprende en la avenida principal es que tiene una iglesia. No es la construcción más bella, al contrario; tampoco es un lugar muy grande ni muy adornado. Ni siquiera tiene una plaza o un jardín, como la mayor parte de las iglesias de la república. Lo sorprendente es que exista, pues hace muchas décadas el garridismo pasó por estos lugares, regocijándose en acabar con la perversa manipulación mental de la iglesia mientras establecía multas y penas por emborracharse o por portar una imagen religiosa. En el municipio de Emiliano Zapata existen aún las ruinas de una antigua catedral, de la que sólo sobrevive un único muro que resistió la furia socialista (y nacional) de los Camisas rojas. Es difícil acceder a esas construcciones y mucha gente ni siquiera sabe que existen; en realidad no les importa.  Si la iglesia de Tenosique es pequeña y humilde (pero existe), en Zapata, aparte de una construcción pequeña en la periferia, sólo hay una iglesia moderna y horrible junto al malecón y a la presidencia municipal. Y me dirán mucho acerca de las bondades de Garrido Canabal en la educación y el desarrollo agrario, pero yo sé ahora muy bien de deforestaciones ganaderas; de explotación de los recursos forestales; de progreso económico y de educación.

Si caminas hacia el malecón desde el centro de Tenosique, te asombras de ver que poco a poco dejas los edificios modernos y la piratería de películas de narcos para pasar a otros enormes edificios, pero pintados de blanco y con techos de teja roja. Algunos pocos están perfectamente cuidados, aunque paradójicamente parece no haber vida en ellos; los más lucen abandonados y en alguna construcción de grandes puertas -a veces con un anuncio que habla de un restaurante lujoso o de una tienda antigua- se lee el letrero de “Se vende” que ha sido puesto hace tanto que apenas puede notarse el dibujo del número al que se debe llamar.

Junto al malecón encuentras un muro de concreto recién construido reforzado con muchos bultos de arena. En un desesperado aunque vano intento, fue edificado para tratar de contener el flujo del Usumacinta que a últimos años ha inundado zonas de la ciudad por meses. Una improvisada escalera para los albañiles sirve de camino para entrar al malecón. En un añoso árbol hay un letrero del club rotario donde se lee “No tires basura en este hermoso lugar”.

No hay mucha basura, aunque dudo mucho sea por la recomendación de los Rotarios. He visto su edificio abandonado al salir de la ciudad, junto al también triste Club de Leones. Es más, junto al mercado de Tenosique he encontrado símbolos masónicos y no creo difícil encontrar un edificio ruinoso al que no han usado en varios años, donde crezca la hiedra y que ostente los signos de la logia en el exterior. En Zapata lo encontré muy pronto; con una gran mesa de madera, unas sillas azules y una lata de Chiva Cola que nadie ha retirado desde que llegué a Tabasco. Y sigue ahí, recuerdo de un enigmático pasado reciente (no hay letreros de venta ni nada semejante) que ya no existe; una Gran logia que no volverá a reunirse jamás, pero que fue tan importante que ni siquiera buscó esconderse, sino que ostentó un edificio público; con el compas, el mandil y los signos propicios.

Al ver el Usumacinta puedes quedarte anonadado por unos instantes: el mismo Usumacinta que pasa por Zapata; el enorme río donde aún habita el manatí. El que pasa por Chiapas, Guatemala y Tabasco; el que entra a la selva lacandona. El río más caudaloso de México. Cuando lo miras por vez primera, la vegetación a lo lejos, no puedes evitar inquietarte con un estremecimiento. Quizá pensar en distancias y en barcos blancos y enormes.

Ya no hay barcos. Algunas barcazas, con ritmo de música norteña, pasan como balsas de un lado a otro del enorme río. Algunos viejos pescadores pasan a lo lejos y si tienes suerte, uno de ellos te ofrece un viaje por unas cuantas monedas. Hace todavía diez años, me aseguran, aún había grandes barcos de vapor; hoy si tienes suerte puedes conseguir viaje a comunidades ribereñas en un antiguo y pequeño ferry de gasolina que pasa sólo una o dos veces por semana.

Estaba justo al lado del añoso árbol y al río cuando descubrí una baranda pintada de blanco. Me acerqué a ella para encontrar un mirador devastado, cuyo techo había desaparecido casi por completo, dejando detrás sólo algunos sitios cubiertos con tejas de madera.  En una de las paredes aún permanecía pintado el arruinado anuncio de un gran baile junto al precio de la entrada: 10 nuevos pesos. Al fondo del mediano lugar una pareja de unos cuarenta años miraba el Usumacinta junto a dos latas de cerveza. Aparte de eso, nada.

Junto a las calles donde se estacionan todo los transportes de Tenosique está el mercado. Un edificio blanco, con muy pocos puestos funcionales. En la entrada varios vendedores ofrecen productos de temporada. Sus remotos rostros, como en todas partes del país, parecen mirar a ningún sitio; resignados y apacibles. En los ojos aparece un asomo de  lágrima o de risa antigua, pero fuera de eso, sólo hay silencio en ellos. No hay muchos marchantes, pero como hay tanto movimiento en la zona, es un lugar ideal para la merca; mucho más que el mercado a medias vacío. Ofrecen frutas, hierbas, pero sobre todo verduras y ñame, además de varias especias desconocidas para mí.

Sólo a unas calles del mercado está un verdadero supermercado abarrotado de gente a pesar de su modesto tamaño. No está tan surtido como sus símiles locales en la avenida principal, pero me imagino que es una gran novedad y sus luces atraen a toda la población. En realidad también en Zapata hay un supermercado de similares dimensiones -y están construyendo una tienda de ropa tan cara como fea, pagada a plazos-, ahí los efectos sobre el mercado fueron devastadores: hay sólo dos o tres puestos abiertos. Además, como he comprobado, además de algunos productos difíciles de encontrar en estos lugares, resultan más caros y menos surtidos que las tiendas o los autoservicios locales (aunque de un lado u otro, son lugares casi igual de deslucidos).

Si se camina por varios días en Tenosique se puede encontrar algunos signos menguantes, pero ciertos. Muy cerca de la presidencia hay una calle antigua que alberga una vieja recaudería al mismo tiempo que en su planta alta se anuncia una “disco” (así dicen) a la que no me han dado ganas de entrar. Un día, al caminar ya caída la noche, me percaté que también tenía un verdadero restaurante, más bien una fonda. Me llamó la atención, pues además de taquerías, puestos de antojitos y demás, hay muy poco diferente. Además, el nombre del lugar, Tía Chulita, me sedujo, en parte porque me recordó a una muy querida tía.

Es un lugar muy pequeño, con apenas dos o tres mesas. Lo atienden tres mujeres, entre ellas la misma tía Chulita (aquí de cualquier manera le dicen tía a todas las señoras de cierta edad y respeto). Normalmente no le tomaría mayor importancia al sitio, pero aquí en verdad es algo notable, pues como dije antes, no existen restaurantes familiares ni otra cosa que no sean puestos de antojitos.

También en la avenida puede encontrarse una sombrerería. El lugar es insólito pues hay pocos que usen sombrero. Sin embargo, todo se explica cuando descubrimos que los compradores son los rancheros y trabajadores de las fincas vecinas. De cualquier forma, también ahí -quizá más ahí que en ningún otro lado- ha cundido la moda norteña. La inmensa mayoría de los sombreros que se trabajan son los tejanos. Sólo tienen unos pocos sombreros de ciudad y algunos antiguos, de palma, típicos de esta zona; útiles por su frescor.

Casi me voy de Tenosique cuando al salir del hotel descubro que en la misma construcción nostálgica existe una gran tienda desgarbada. Entro y me doy cuenta que es una verdadera tienda de pueblo, con sombreros de palma, correas, cuerdas para el ganado; redes para los pescadores; cartas, dominós; velas, veladoras; machetes, cuchillos; petates, hamacas. Le pago un dominó al dueño, un hombre de unos setenta años, y salgo, no sin antes haber preguntado por el precio del metro de cuerda para mi hamaca. El empleado, un muchacho ostensiblemente homosexual, me informa que el metro cuesta 20 pesos. Le doy las gracias por la información pues aunque me hace falta, he tenido muchos gastos; además, las cuerdas que tengo todavía funcionarán más de dos meses.

Una vez fuera, algo me hace volverme y por casualidad descubro que junto a esta tienda hay un minúsculo comercio de recuerdos: máscaras talladas en madera con la figura de tigres, monos y diablos. Le pregunto al dependiente -ahora lo sé: hermano del dueño del hotel y del  de la tienda- si alguien compra recuerdos; me responde que casi no, pero que hace muchos años, sí; “cuando esta ciudad era importante”. Cuando todos esos recuerdos y esos signos aún vivían.

Creo que escogí un buen lugar para pasar la noche.



César Alain Cajero Sánchez



19 de noviembre 2010

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