El santo, el loco, el bufón,
el artista y
el niño
“El mundo es la farsa que todos debemos
representar”, escribió un joven francés hace más de un siglo. Los hombres nos
movemos por ese universo de sombras, errores y pálidas certidumbres. Para
existir ante los hombres debemos
vestirnos de sus palabras, de sus comportamientos, de sus anemias. Vivir en la
sociedad, que es vivir como hombre, es aceptar unas leyes que nunca
entenderemos pero que aceptamos como reales.
La actitud que llamamos “normal” es aquella
que jamás se atreverá a criticar o poner en duda las convenciones del mundo en
el que crece. Salir de lo que dice la sociedad es atacarla: una concepción del
mundo que convierte en ley y en norma todas sus certidumbres es la que ha dado
origen al triste ser humano.
Aristóteles definió al hombre como el
animal político. Una definición justa: un hombre en soledad debe es un fenómeno
fuera de este mundo: un caso. Exigimos al destino escapar del aislamiento:
queremos ser parte de una comunidad, de un grupo. Queremos normas, leyes: ser
aceptados.
Todo aquel que escapa de nuestras
instituciones y normas debe ser un monstruo, un criminal; un enfermo peligroso.
Escapar de lo humano es divino o infernal.
Aquel que sobrevive a la soledad debe ser venerado o quemado. O ambas
cosas. Ya no es uno de nosotros.
Se replicará quizá que en la sociedad
moderna el rebelde no sólo escapa de la moral cotidiana y de sus costumbres,
sino que es parte integral de la sociedad. Esa verdad sólo lo es a medias. La
rebeldía que ha enarbolado la juventud, teatro de disidencias domesticadas, a
su vez también es parte de la sociedad que pretende atacar. A mitad del siglo
XX la imagen que en su día encarnaron Rimbaud o Hölderlin se integró
perfectamente al mundo. Una sociedad que ya no se interesaba en la moral
tradicional sino en una nueva regla (la del dinero) encontró en ese momento una
nueva forma de evangelizar a quien la negaba. Qué importan los gritos
destemplados en contra de una institución que ya no es operante si mediante ese
juego dejan pingües beneficios a la nueva institución que ha ocupado su lugar:
el mercado.
Pero la rebeldía (al menos de ese tipo) no
solo se convirtió en un negocio: al final creó también una pequeña sociedad
reflejo de la ideología moderna. También ahí encontramos reglas, normas,
morales férreas; códigos de vestir, de hablar y comportarse. Estereotipos.
También ahí la necesidad de ser aceptado por los otros; ser encarcelado por las
cadenas. Sólo se es si se es en
compañía de alguien; si se vive bajo las reglas de los otros.
Construimos nuestro universo a través de
las palabras; del lenguaje. A través de él ordenamos todas las sensaciones que
nos asaltan. Hablar es ya darle un orden al universo pues describimos,
enumeramos, diferenciamos. Hablar es crear una simetría humana.
Hay tantas maneras de ver al universo como
hombres hay en el mundo. Pero la manera en que vinculamos esas soledades es
mediante el lenguaje hablado. Éste nos abre las puertas del mundo y la de otros
hombres. Podemos asomarnos a esos pensamientos, a ese misterio que vemos y
deseamos. Pero esas mismas palabras condicionan lo que podemos decir; son un
camino y una cárcel. O mejor dicho: un camino amurallado. Que nos permite
encontrarnos, pero que nos ciega ante lo que no podamos ordenar desde sus
pasos.
La civilización nace con el lenguaje pues
éste le da una manera de dar sustento a sus categorías y a sus leyes: lo que
conocemos (y hablar en cierta manera es conocer: dar nombres a las cosas del
mundo fue la ley de Dios a Adán) es lo que podemos controlar. No se puede
legislar sobre lo que no tiene existencia: con lo que no puede decirse. Cuando
una institución se apropia del lenguaje y se edifica sobre una sociedad es
cuando las normas se convierten en leyes.
Hoy día llamamos a quien ha escapado de
nuestras palabras y de nuestras reglas criminal. Y equiparar al crimen con la
locura es común. Grave equivocación: el criminal no ha roto con nuestras
reglas, sino que ha intentado burlarlas. El crimen sólo puede cometerse cuando
las leyes existen y para ello hay que conocerlas. El loco, en cambio, no vive
dentro de nuestra sociedad pues el mundo que ella ha construido no le ofrece lo
que busca. El criminal rompe con la sociedad momentáneamente pero pretende
seguir viviendo en ella. Su crimen es en busca de un motivo que encaja
perfectamente dentro del sistema de valores de la institución. Los ladrones
roban por dinero; el criminal por deseo o satisfacción. A lo más ellos marcan
los dados cuando otros confían en los mecanismos del juego.
El loco no transige con nuestras reglas. Ni
siquiera acepta jugar con nosotros. Es la ruptura total del orden.
Actualmente tratamos al loco como un enfermo mientras al criminal se le castiga. Una actitud que no carece de interés: el criminal al romper las leyes que conoce y había aceptado debe tener un castigo. El loco no conoce las reglas. Su “cura” es el exilio; su cura es convertirlo en uno más de nosotros. Claro que entre los muros de la cárcel y los muros del manicomio no hay más diferencia que la que unas cuantas letras pintadas en la entrada les otorgan.
El mundo del loco no carece de reglas ni de
orden. En ese sentido es tan cuerdo como cualquiera de los que, débiles de
pasiones, aceptamos al mundo establecido. Nuestro mundo, por lo demás es
asimismo tan arbitrario como el suyo. Sólo que al compartirlo y al socializarlo
lo convertimos en ley. La ley no es más que una arbitrariedad a la que el
número le da apariencia de rigor. En cambio el orden que la mente del loco (el
término “enfermo mental” me enferma) es únicamente de él. No podría vivir sin
él porque de otra manera se habría convertido en un animal o un santo. Ha
ordenado al universo, de forma quizá frágil, quizá rígida, pero está solo en
ese mundo. Aunque quisiese (y no es seguro que lo quiera) comunicarse con
nosotros, ¿cómo hacerlo?, ¿cómo explicar a quien no comparte nuestra forma de vivir las palabras?, ¿y aquello que está
más allá de ellas?
¿Qué provoca la locura? Habría que
distinguir a dos tipos de alienados (palabra muy gráfica: aislados, alienados,
extraños): los que han nacido de esa manera y los que han llegado a serlo. Los
que han nacido así simple y sencillamente no tienen la capacidad de entender un
sistema de reglas convencional. A veces más cerca del animal o del santo, su
lenguaje no es el nuestro. No son capaces de categorizar las emociones de la
manera en que nosotros lo hacemos, de la manera en que nadie lo hace. Lo que nos aterra en ellos no es su felicidad o
infelicidad (que no conocemos; que nunca conoceremos), sino su soledad. Son el
reflejo de lo que más tememos.
Los científicos explican esa falta por
desequilibrios en el sistema cerebral, el cual es incapaz de ordenar los
impulsos nerviosos de la manera en que las personas lo hacen normalmente. Dicen
descubrir una anormalidad biológica como fondo del hecho. No es improbable, aunque
a mi modo de ver, sólo visten de palabrería lo ya comprobado: que algunas
personas por nacimiento no ordenan al mundo de la manera en como nosotros lo
hacemos o simplemente son incapaces de hallar orden alguno. El universo es
entonces para ellos un continuo fluir de emociones y estímulos a los que
reaccionan en el momento. ¿Saben algo? No podemos saberlo porque detrás de
ellos sólo el silencio y sus enigmas. Pueden conocer el
secreto del universo o vivir en un mundo de naderías, pero siempre estaremos un
paso, un siglo, un océano, lejos de ellos.
Leyendo las causas de la locura podemos
aventurar algunas ideas. Una de las razones por las que un individuo puede
perder la razón es cuando recibe un choque emocional muy fuerte; cuando las
circunstancias de su vida parecen desordenarse. Es entonces cuando, incapaces
de unir las piezas de nuevo, recreamos una visión distinta de lo real: una que
pueda contener lo que se ha descubierto. La desesperación, la muerte, la
alegría; la pasión son puertas a la locura. Son espacios en donde la lógica del
mundo parece escaparse. Ante la muerte las respuestas que el universo
convencional nos da desaparecen. Nada puede hacernos racional la pérdida de un
ser querido; asimismo, las pasiones desmedidas no encuentran ley sino en su
propio agotamiento. El gemido desesperado no precisa explicación y no puede
entrar en un orden que tome a la razón como su medida.
Ante la muerte; la desesperación o
cualquier evento o emoción que rete los límites del mundo establecido, el
hombre siente tambalearse al suelo bajo sus pies. La mayoría de nosotros,
anémicos de lo eterno, podemos regresar de esos abismos. La noche oscura del
alma es atemperada por nuestro apego a la vulgaridad y somos incapaces de verlo
de frente por el miedo.
La locura no es entonces sino resultado de
ese reto al orden establecido. Una vez que se mira ese abismo algunos no pueden
regresar como si nada hubiese sucedido. La muerte exige ampliar al universo
conocido; el orden convencional no contempla esas profundidades del dolor o del
deseo. Por tanto es necesario crear un nuevo mundo y con él un nuevo lenguaje.
Pero esos otros órdenes no pueden explicarse porque hace falta que nosotros
conozcamos esas emociones para poder entender su lengua. Ellos ya no son
nosotros.
Muestra de la fragilidad de nuestros
principios, los locos nos aterran porque se han atrevido a ir más lejos que
nosotros. Se han atrevido a no ser como el universo. Al mismo tiempo son un
espejo de lo que es nuestro orden. Locura y orden no son sino dos lados del
espejo. Uno es compartido por los hombres; el otro brilla con fiebre, pero
siempre se mantendrá aislado. La marca de la soledad en su frente. Y la
repugnancia.
Tememos al criminal, pero los locos nos
aterran; despreciamos al criminal, pero sigue siendo uno de nosotros. La locura
nos repugna y nos atrae.
Ellos han visto lo que nosotros tememos
mirar; no han regresado de esa mirada. Pero nosotros apenas la hemos
entrevisto, hemos cerrado los ojos.
Saber que todas nuestras palabras, nuestra
sociedad, nuestro orgullo no significan nada. Ellos miran al abismo y saben que
lo hacen; nosotros fingimos que no existe.
César Alain Cajero Sánchez
No hay comentarios:
Publicar un comentario