domingo, 5 de agosto de 2012


El santo, el loco, el bufón, 
el artista y el niño


“El mundo es la farsa que todos debemos representar”, escribió un joven francés hace más de un siglo. Los hombres nos movemos por ese universo de sombras, errores y pálidas certidumbres. Para existir ante los hombres  debemos vestirnos de sus palabras, de sus comportamientos, de sus anemias. Vivir en la sociedad, que es vivir como hombre, es aceptar unas leyes que nunca entenderemos pero que aceptamos como reales.

La actitud que llamamos “normal” es aquella que jamás se atreverá a criticar o poner en duda las convenciones del mundo en el que crece. Salir de lo que dice la sociedad es atacarla: una concepción del mundo que convierte en ley y en norma todas sus certidumbres es la que ha dado origen al triste ser humano.
 
Aristóteles definió al hombre como el animal político. Una definición justa: un hombre en soledad debe es un fenómeno fuera de este mundo: un caso. Exigimos al destino escapar del aislamiento: queremos ser parte de una comunidad, de un grupo. Queremos normas, leyes: ser aceptados.

Todo aquel que escapa de nuestras instituciones y normas debe ser un monstruo, un criminal; un enfermo peligroso. Escapar de lo humano es divino o infernal.  Aquel que sobrevive a la soledad debe ser venerado o quemado. O ambas cosas. Ya no es uno de nosotros.

Se replicará quizá que en la sociedad moderna el rebelde no sólo escapa de la moral cotidiana y de sus costumbres, sino que es parte integral de la sociedad. Esa verdad sólo lo es a medias. La rebeldía que ha enarbolado la juventud, teatro de disidencias domesticadas, a su vez también es parte de la sociedad que pretende atacar. A mitad del siglo XX la imagen que en su día encarnaron Rimbaud o Hölderlin se integró perfectamente al mundo. Una sociedad que ya no se interesaba en la moral tradicional sino en una nueva regla (la del dinero) encontró en ese momento una nueva forma de evangelizar a quien la negaba. Qué importan los gritos destemplados en contra de una institución que ya no es operante si mediante ese juego dejan pingües beneficios a la nueva institución que ha ocupado su lugar: el mercado.

Pero la rebeldía (al menos de ese tipo) no solo se convirtió en un negocio: al final creó también una pequeña sociedad reflejo de la ideología moderna. También ahí encontramos reglas, normas, morales férreas; códigos de vestir, de hablar y comportarse. Estereotipos. También ahí la necesidad de ser aceptado por los otros; ser encarcelado por las cadenas. Sólo se es si se es en compañía de alguien; si se vive bajo las reglas de los otros.

Construimos nuestro universo a través de las palabras; del lenguaje. A través de él ordenamos todas las sensaciones que nos asaltan. Hablar es ya darle un orden al universo pues describimos, enumeramos, diferenciamos. Hablar es crear una simetría humana.

Hay tantas maneras de ver al universo como hombres hay en el mundo. Pero la manera en que vinculamos esas soledades es mediante el lenguaje hablado. Éste nos abre las puertas del mundo y la de otros hombres. Podemos asomarnos a esos pensamientos, a ese misterio que vemos y deseamos. Pero esas mismas palabras condicionan lo que podemos decir; son un camino y una cárcel. O mejor dicho: un camino amurallado. Que nos permite encontrarnos, pero que nos ciega ante lo que no podamos ordenar desde sus pasos.
 
La civilización nace con el lenguaje pues éste le da una manera de dar sustento a sus categorías y a sus leyes: lo que conocemos (y hablar en cierta manera es conocer: dar nombres a las cosas del mundo fue la ley de Dios a Adán) es lo que podemos controlar. No se puede legislar sobre lo que no tiene existencia: con lo que no puede decirse. Cuando una institución se apropia del lenguaje y se edifica sobre una sociedad es cuando las normas se convierten en leyes.

Hoy día llamamos a quien ha escapado de nuestras palabras y de nuestras reglas criminal. Y equiparar al crimen con la locura es común. Grave equivocación: el criminal no ha roto con nuestras reglas, sino que ha intentado burlarlas. El crimen sólo puede cometerse cuando las leyes existen y para ello hay que conocerlas. El loco, en cambio, no vive dentro de nuestra sociedad pues el mundo que ella ha construido no le ofrece lo que busca. El criminal rompe con la sociedad momentáneamente pero pretende seguir viviendo en ella. Su crimen es en busca de un motivo que encaja perfectamente dentro del sistema de valores de la institución. Los ladrones roban por dinero; el criminal por deseo o satisfacción. A lo más ellos marcan los dados cuando otros confían en los mecanismos del juego.

El loco no transige con nuestras reglas. Ni siquiera acepta jugar con nosotros. Es la ruptura total del orden.

Actualmente tratamos al loco como un enfermo mientras al criminal se le castiga. Una actitud que no carece de interés: el criminal al romper las leyes que conoce y había aceptado debe tener un castigo. El loco no conoce las reglas. Su “cura” es el exilio; su cura es convertirlo en uno más de nosotros. Claro que entre los muros de la cárcel y los muros del manicomio no hay más diferencia que la que unas cuantas letras pintadas en la entrada les otorgan.

El mundo del loco no carece de reglas ni de orden. En ese sentido es tan cuerdo como cualquiera de los que, débiles de pasiones, aceptamos al mundo establecido. Nuestro mundo, por lo demás es asimismo tan arbitrario como el suyo. Sólo que al compartirlo y al socializarlo lo convertimos en ley. La ley no es más que una arbitrariedad a la que el número le da apariencia de rigor. En cambio el orden que la mente del loco (el término “enfermo mental” me enferma) es únicamente de él. No podría vivir sin él porque de otra manera se habría convertido en un animal o un santo. Ha ordenado al universo, de forma quizá frágil, quizá rígida, pero está solo en ese mundo. Aunque quisiese (y no es seguro que lo quiera) comunicarse con nosotros, ¿cómo hacerlo?, ¿cómo explicar a quien no comparte nuestra forma de vivir las palabras?, ¿y aquello que está más allá de ellas?

¿Qué provoca la locura? Habría que distinguir a dos tipos de alienados (palabra muy gráfica: aislados, alienados, extraños): los que han nacido de esa manera y los que han llegado a serlo. Los que han nacido así simple y sencillamente no tienen la capacidad de entender un sistema de reglas convencional. A veces más cerca del animal o del santo, su lenguaje no es el nuestro. No son capaces de categorizar las emociones de la manera en que nosotros lo hacemos, de la manera en que nadie lo hace. Lo que nos aterra en ellos no es su felicidad o infelicidad (que no conocemos; que nunca conoceremos), sino su soledad. Son el reflejo de lo que más tememos.

Los científicos explican esa falta por desequilibrios en el sistema cerebral, el cual es incapaz de ordenar los impulsos nerviosos de la manera en que las personas lo hacen normalmente. Dicen descubrir una anormalidad biológica como fondo del hecho. No es improbable, aunque a mi modo de ver, sólo visten de palabrería lo ya comprobado: que algunas personas por nacimiento no ordenan al mundo de la manera en como nosotros lo hacemos o simplemente son incapaces de hallar orden alguno. El universo es entonces para ellos un continuo fluir de emociones y estímulos a los que reaccionan en el momento. ¿Saben algo? No podemos saberlo porque detrás de ellos sólo el silencio y sus enigmas. Pueden conocer el secreto del universo o vivir en un mundo de naderías, pero siempre estaremos un paso, un siglo, un océano, lejos de ellos.

Leyendo las causas de la locura podemos aventurar algunas ideas. Una de las razones por las que un individuo puede perder la razón es cuando recibe un choque emocional muy fuerte; cuando las circunstancias de su vida parecen desordenarse. Es entonces cuando, incapaces de unir las piezas de nuevo, recreamos una visión distinta de lo real: una que pueda contener lo que se ha descubierto. La desesperación, la muerte, la alegría; la pasión son puertas a la locura. Son espacios en donde la lógica del mundo parece escaparse. Ante la muerte las respuestas que el universo convencional nos da desaparecen. Nada puede hacernos racional la pérdida de un ser querido; asimismo, las pasiones desmedidas no encuentran ley sino en su propio agotamiento. El gemido desesperado no precisa explicación y no puede entrar en un orden que tome a la razón como su medida.

Ante la muerte; la desesperación o cualquier evento o emoción que rete los límites del mundo establecido, el hombre siente tambalearse al suelo bajo sus pies. La mayoría de nosotros, anémicos de lo eterno, podemos regresar de esos abismos. La noche oscura del alma es atemperada por nuestro apego a la vulgaridad y somos incapaces de verlo de frente por el miedo.

La locura no es entonces sino resultado de ese reto al orden establecido. Una vez que se mira ese abismo algunos no pueden regresar como si nada hubiese sucedido. La muerte exige ampliar al universo conocido; el orden convencional no contempla esas profundidades del dolor o del deseo. Por tanto es necesario crear un nuevo mundo y con él un nuevo lenguaje. Pero esos otros órdenes no pueden explicarse porque hace falta que nosotros conozcamos esas emociones para poder entender su lengua. Ellos ya no son nosotros.

Muestra de la fragilidad de nuestros principios, los locos nos aterran porque se han atrevido a ir más lejos que nosotros. Se han atrevido a no ser como el universo. Al mismo tiempo son un espejo de lo que es nuestro orden. Locura y orden no son sino dos lados del espejo. Uno es compartido por los hombres; el otro brilla con fiebre, pero siempre se mantendrá aislado. La marca de la soledad en su frente. Y la repugnancia.

Tememos al criminal, pero los locos nos aterran; despreciamos al criminal, pero sigue siendo uno de nosotros. La locura nos repugna y nos atrae.

Ellos han visto lo que nosotros tememos mirar; no han regresado de esa mirada. Pero nosotros apenas la hemos entrevisto, hemos cerrado los ojos.

Saber que todas nuestras palabras, nuestra sociedad, nuestro orgullo no significan nada. Ellos miran al abismo y saben que lo hacen; nosotros fingimos que no existe.



César Alain Cajero Sánchez

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