Nos vemos luego, maestro
César A.
Cajero Sánchez
“Nos vemos al rato, maestro” decían mis alumnos en la secundaria Benito Juárez, del Conafe, en Tabasco, al terminar la limpieza del salón. Luego llegaba Mauricio, con una jarra de pozol y Armando pasaba frente a la escuela para comprar un sobre de café. “Hasta luego”, decía al ir de regreso a su casa mientras yo acomodaba la silla bajo el tamarindo, esperando a las niñas de primaria que llegarían pronto para hacer su tarea.
Hoy
en día continúo dando clases, aunque la mayoría de mis alumnos —a diferencia de
los de entonces— no conozcan la i ni por lo espigada. Y ahora, en estas últimas
semanas, me ha dado por recordar el primer día que me presenté como profesor
ante un grupo.
Un
año antes, la doctora Alicia Correa (si alguien tiene alguna manera de contactarla, dígame) me había pedido ayudarla en su último año
de cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras, antes de que el alzhéimer la
dejase sin recuerdos, pero aquello había sido sólo apoyarla a recordar nombres,
fechas, títulos de libros... A partir de ese día, a petición de Huberto Batis, tomaría su
lugar por algunos meses en la clase de Teoría literaria mientras él se atendía
en el hospital.
Esa
mañana llegué a la Facultad de Filosofía y Letras por las Islas. Subí las
escaleras y vi a Huberto peleándose con un montón de periódicos que llevaba en
la cajuela de su auto. Sacudía el portafolios de piel que yo le conocí siempre,
pesadísimo y lleno de diarios, suplementos, revistas y trabajos de alumnos. Lo ayudé a
bajar sus cosas mientras mi espalda comprobaba una vez más el peso del maletín,
no fuese a olvidarlo.
La
clase era a las 10 de ese miércoles. Yo acababa de terminar todos mis créditos
el semestre anterior y escribía mi tesis (de teoría literaria) con el mismo
Huberto y con Guillermo Sheridan como asesores. Nunca tomé con el primero formalmente
la clase que iba a dar, pues él se fue de año sabático cuando me tocó cursarla. Sin
embargo, asistí los siguientes dos años como oyente. Tal vez por eso me escogió
a mí para tomar su lugar. O porque era el que estaba más a la mano ese día.
Como
sea, después de firmar, subimos las escaleras hasta el primer piso. Me dio su
maletín nuevamente porque iba a pasar al baño. Escuché a un par de alumnos
salir a trompicones. Nunca supe el porqué de su presurosa salida; sólo escuché la
voz de Huberto gritar “pinche agua” dentro del lugar.
Ya
en el salón, no había nadie todavía. Únicamente una pareja que practicaba
striptease sin música salió cuando Huberto los empezó a animar con
aplausos.
Mientras se van, voltea a decirme “tan bueno que se estaba poniendo y
nos lo echan a perder los cabrones”.
Unos
veinte alumnos entran. No conozco a nadie. Dos o tres llevan audífonos.
Huberto
se sienta en la silla del profesor y me indica con un dedo que me acomode en un lugar al lado de la puerta. Seguramente se arrepintió, alcanzo a pensar.
«Hoy
empiezan sus clases. Ustedes pensarán que qué chingón maestro tienen. Y tienen
razón, pero se chingaron. Yo no voy a poder venir unos meses, así que aquí
los dejo con Cajero, a ver qué puede decirles de Teoría literaria. Y ya me voy
a sentar porque se me está enfriando el café.»
Pide
ayuda para llevarse sus papeles, me palmea la espalda. “Órale, pendejo, diles
lo que ibas a contarles”. Me levanto y ocupa mi lugar.
“Para
empezar por el principio, que es el natural comienzo de todas las cosas”, cito…
y me lanzo a hablar de Aristóteles y Platón.
Dos
o tres veces los alumnos me preguntan por bibliografía y me quedo mudo.
Tartamudeo, sin los datos precisos, y miro aterrado al profesor, quien está leyendo un periódico. Uno de ellos alza la voz y pregunta, impaciente, “¿Y la bibliografía, pro-fe-sor?”.
Separa cada sílaba, socarrón.
Los
alumnos se enfurruñan y después de unos minutos, cinco o seis se levantan de
sus asientos y se van.
Al
terminar la clase, veo salir a todos. Me han dejado la lista donde anotaron sus
nombres. Mientras la leo y me pregunto cómo se llamarán quienes dejaron la clase, escucho la voz de Huberto.
«¿Y
así quieres dar clases? Si serás pendejo. ¿Ahora cómo le voy a hacer? ¿Por qué
no le respondiste al cabrón ése? Así me voy a quedar sin alumnos. De verdad que no sabes ni hacer eso. ¡No
puedes ni dar una pinche clase en tu vida! ¡Quién me metió en la cabeza que
puedes hacer siquiera eso bien!»
Toma
sus cosas y sale del salón, colérico. Yo ya no sé dónde esconderme. Sé que todo
ha terminado.
«Bueno,
entonces nos vemos el miércoles.»
¿Qué?
— musito a la voz que me habla desde fuera del salón.
«Que
nos vemos el miércoles. Tengo que venir a firmar para que des clase.»
«¿Por
qué no le respondiste al cabrón ése? Lo
hubieras mandado a la chingada. De todas maneras se la pasó toda la clase con
sus pinches audífonos ¿No te diste cuenta? Nunca escuchó nada de lo que decías.
El güey no tiene idea de quién es Aristóteles y quería que le hicieras la
tarea.»
«Bueno,
Cajero, déjate de pendejadas. Nos vemos luego.»
Y
se calla.
Nos
vemos al rato, Huberto. — musito.
Nos
vemos luego, maestro Batis.
Divertido el relato... Como siempre, disfrutable el como escribes.
ResponderEliminarNos vemos mientras nos veamos. Saludos.
ResponderEliminarInteresante el relato y acompañado de mucho recuerdos supongo.
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