martes, 27 de noviembre de 2018


Arte, forma y sentido

César Alain Cajero Sánchez


Recientemente me llamó la atención una polémica alrededor de la validez de alterar el texto de una obra literaria y, de esta manera, reinterpretarla a la luz de una nueva perspectiva.
Muchos de los temas de la citada polémica no me interesan —o no tanto—, sin embargo, un aspecto poco atendido de ella me da pie para escribir sobre un tema que considero fundamental en los estudios literarios y, más todavía, de toda creación artística. Cuál es el sustento de la obra de arte; su forma o aquello que quiso decir: su contenido.
Sin entrar en detalles, podemos decir que con la más reciente discusión algunos defendieron la libertad del lector de reinterpretar la obra —reescribirla en este caso— en pos de otorgarle nuevas significaciones mientras otros mantuvieron una actitud de respeto casi sagrada ante el texto literario tal y como fue escrito. En estas páginas quisiera acercarme a una dilucidación de esta y otras cuestiones relacionadas.


Forma e interpretación


Toda obra de arte ante todo es una forma física. La música se manifiesta como una serie de vibraciones sonoras melódicamente reguladas —sonidos armónicos sin un significado conceptual directo—; la danza, como los movimientos de un cuerpo humano con un ritmo y flexiones característicos —que pueden o no estar acordes a una pieza musical—. Por su parte, la arquitectura se aparece como el diseño material de un espacio para hacerlo habitable y despertar ciertas sensaciones y condiciones —al igual que la escultura, se trata de un arte que trabaja con la materia.

La literatura es el arte de la palabra, del lenguaje, entendiendo este último como las vibraciones sonoras que los humanos armonizamos y que tienen un significado conceptual, el cual puede ser representado —o no— mediante símbolos gráficos que remiten directamente a su original hablado.

Por otra parte, también es cierto que todo arte necesita ser interpretado, no solamente por aquel que lo plasma en su forma definitiva, sino en muchas ocasiones de manera manifiesta por un ejecutante y siempre —de manera por lo general sobrentendida e inconsciente— por quien lo percibe como obra artística. No olvidemos la etimología de la palabra interpres interpretis: el mediador entre la obra y el hombre; entre la idea —la idea platónica; no lo que hoy concebimos con ese nombre— y su realización física.

A saber: existen algunos tipos de arte que una vez que se han plasmado por vez primera, adquieren su forma física definitiva e inalterable. Es el caso de la pintura, la escultura, la arquitectura o el cine. La forma en que el artista —que en este caso es el mismo ejecutante— las ha concebido es aquella que los demás la conocemos siempre y cuando la obra permanezca y seamos capaces de percibirla. Esto es cierto y podemos convenir en ello con algunas distinciones que se discutirán más adelante.

Por otro lado, hay otros tipos de arte que se repiten en el tiempo, que se construyen o pueden ser capaces de construirse de forma recurrente. Es el caso de la música, la danza y el teatro.

Si es cierto que estas artes ya han sido establecidas de una manera particular por aquel que las concibió por vez primera, el creador, en forma de una partitura, una coreografía o un texto dramático, también es cierto que es posible —y en su forma más vívida, por así decirlo, es necesario— representarlas de manera recurrente. Para esto necesitan de uno o varios intérpretes que re-presentan aquella obra original. Le dan cuerpo y forma material a lo que no son más que indicaciones en un papel. Por ellos el arte se recrea y toma forma.

En el caso de estas artes —que por el momento podríamos llamar interpretativas en contraposición con aquellas que podemos llamar por el momento contemplativas—, aquellos que las representan se consideran asimismo artistas. No porque sean —o no siempre— creadores, sino porque en la interpretación presentan matices que no estaban como tal en el texto original. Al darle forma, le brindan tonos que sólo ellos eran capaces de brindar.



Esta ejecución es una traslación de los signos del papel al mundo físico que a la vez que respeta y honra al original, lo reinterpreta.

Sin embargo, esta distinción sólo es útil de manera esquemática. No es verdad completamente que aquellas artes que hemos llamado contemplativas se mantengan ajenas a la reinterpretación.

El caso más visible es el de la arquitectura: para que la obra arquitectónica exista es necesario que sea habitada. Que el ser humano la ocupe y recorra. Ya la idea del creador ha tomado esto en cuenta y sólo se concibe de esta manera. Cada vez que caminamos por una obra arquitectónica, somos parte de ella y la estamos reinterpretando a la luz de nuestra experiencia.

Dicha experimentación de la obra y su subsecuente recreación sucede, asimismo, con la pintura y la escultura: cada vez que la observamos revivimos sensorialmente, reinterpretamos la obra (incluso de manera fisiológica, en nuestro cerebro) y la recreamos según nuestro horizonte cultural. A pesar de que muchas veces sobrentendemos este proceso, está presente siempre que contemplamos una obra artística.

Si considero posible la esquematización y división que antes esbocé es porque en el caso de las artes interpretativas, la sociedad en su conjunto considera a aquel que reinterpreta la obra un artista y en los otros casos, no —aunque algunos teóricos los consideran participantes del objeto artístico.

Lo anterior podemos atribuirlo a dos factores.

En el caso de los intérpretes de la música, el teatro o la danza, adquieren una disciplina, entrenan ciertas habilidades para desarrollar un lenguaje que no es accesible desde el principio a todos. Algo análogo a aquello que dominan los creadores. El músico no sólo conoce la notación de este arte, sino que es capaz de traducirlo para los legos a su forma física final.

Por otra parte, estos intérpretes representan ante un público (así éste sea tan sólo ellos mismos). El papel de aquel que experimenta la obra de manera sobrentendida —mejor que “pasiva”; y mejor la idea de experimentador que la de simple “receptor”— no desaparece en ningún caso. Una obra de teatro, una pieza musical o una coreografía siempre se interpretan ante un público que participa de manera sensorial de la obra, que la reinterpreta de forma subjetiva y más o menos sobrentendida.

Empero, esta idea de “interpretación” no es la única que se maneja en las artes. Existe también esa otra acepción que entiende esta palabra como “explicar o declarar el sentido de algo”. Una idea de hacer visible aquello que ha estado escondido al intelecto. Mismo origen del sentido de la Ilustración y del Siglo de las luces. La antigua metáfora de la luz de la razón.

Aunque este concepto es posterior, tiene un mismo origen etimológico y un sentido similar. El intérprete es aquel que funciona de mediador entre la forma física (apariencia) y la idea (racional); entre forma y mensaje. Se trata de una especie de inversión respecto a la concepción que antes hemos establecido.

Para llegar a esta forma, fue necesario pasar de la idea que todavía aparece en Platón —pero cuyo origen es anterior a él— a aquella que con él nace. Pasar de una forma casi espiritual —y que prexiste al ser humano— a una racional —que es formada por él. La primera se manifiesta a través de una epifanía; la segunda se construye o descubre por una meditación razonada[i]. Es el paso del mundo trágico al filosófico.

A pesar de que con mucha frecuencia se confunda la interpretación racional con el fondo o el sentido último de la obra de arte (al grado que hay quien afirma que, de no hacerse la lectura interpretativa, no la hemos comprendido), me parece que no existe una verdadera oposición entre ésta y la experimentación formal, vívida. La gran mayoría de los teóricos coinciden, en diversos grados y sentidos, en que en el caso del arte la experiencia ante la forma es ineludible: forma es fondo.

La experiencia aludida se manifiesta directamente de una manera física, emocional. No puede eludirse, como ya se dijo, la confrontación directa, corporal y concreta. Es imposible aquilatar o siquiera acercarnos a ésta mediante una paráfrasis o una descripción[ii]. Esto es tan evidente como el imaginar que alguien pretenda describirnos una sinfonía o una pintura en lugar de permitirnos escucharla o verla. El arte reside en ese momento en que el individuo, se encuentra con la obra; la siente y recrea o vislumbra, por un momento acaso, esa suspensión del ánimo, anamnesis, epifanía.

Ello, sin embargo, no implica, como ya se mencionó que la interpretación racional se contraponga con la anterior. Una no impide la otra, de la misma manera, por ejemplo, en que conocer racionalmente el mecanismo científico de los procesos naturales no evita que nos maravillemos ante un amanecer en esta tierra. La lectura intelectual no es necesaria —aunque tampoco es del todo eludible, por fortuna ni siquiera en el arte. Puede abrir nuevas formas de percibir el mundo y el arte porque amplia nuestro horizonte, y el arte se integra a nuestra visión, a aquello que conocemos, hemos sentido, vivimos. La apreciación será sin duda diferente, quizá más rica o más sofisticada, pero no más intensa porque la obra artística no elude a la razón: está antes y después de ella.

A partir de este momento, a menos que así lo señale, siempre que esté hablando de interpretación, me referiré al encuentro físico con la obra de arte, a su padecimiento[iii] y cuando llegue a referirme a la interpretación racional o intelectual, usaré los adjetivos señalados.





[i] Aunque en la palabra “descubrimiento” se mantiene el carácter de la revelación epifánica, el sentido es distinto. Mientras en la epifanía aparece detrás del velo un hecho sagrado, en el segundo se supone que se está descubriendo una razón que compagina con lo que los humanos entendemos con este nombre.

[ii] Por supuesto, no olvido la écfrasis, las recreaciones o las traducciones a otros lenguajes artísticos, pero de darse una verdadera translación, se trata de otra obra: nunca de la misma. Más adelante explicaré el porqué de esta idea que ahora expongo.

[iii] Nuevamente: padecimiento del original pathos. Incluso el sentido que actualmente le damos me parece interesante, un padecimiento como un mal, una enfermedad, en este caso, un mal sagrado.



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