Una multitud en silencio
César A. Cajero Sánchez
A
pesar de que hay diversas estéticas que conviven de diferentes maneras en la
época actual —por las mismas características de ésta y del cese de las
rupturas—, se puede decir, esquemáticamente, que existen dos tendencias que,
aunque aparentemente son contrarias, coexisten no sólo en el tiempo, sino en
una misma obra y un mismo creador.
Mientras
una disposición del espíritu contemporáneo lleva a los creadores a acercarse a
los discursos propios de la academia, la herencia del romanticismo es todavía
muy reciente para que desaparezcan del todo las maneras de los recientes
siglos, si es que alguna vez dejan de estar presentes. La figura del artista
atormentado, la vocación revolucionaria del arte; todos aquellos estereotipos
superficiales —más no por ello necesariamente falsos— continúan presentes en la
imaginación de los lectores y de la mayoría de los artistas.
Sin
embargo, como se ha tratado de exponer a lo largo de estas páginas, el mundo en
el que se desarrolló el arte moderno ha ido desvaneciéndose, y con él, la razón
de ser del artista romántico. No es que la sociedad actual haya superado las
contradicciones de aquella que nos precede, sino que éstas se manifiestan de
una manera distinta. El abandono de los ideales sociales de la modernidad no
resuelve la disputa que los artistas modernos tuvieron con aquella. Sin embargo, esos
artistas ya no existen. Los que hoy trabajan y crean han sido modelados por una
nueva sensibilidad: la de un mundo después de las ideologías. No es que las contradicciones
de la sociedad moderna desapareciesen, sino que la misma sociedad es distinta y
asimismo, lo es el significado de aquello que pretende colocarse frente o al
margen de ella.
Si
esto es verdad, entonces no alcanza a entenderse por qué una parte no escasa de
los creadores contemporáneos pretende reproducir ideas y formas propias de
la convulsión moderna más reciente: la de las vanguardias y aquello que les
siguió.
Es
evidente que, en la actualidad, muchos grupos y artistas individuales parecen
una continuación directa —podríamos discutir si anacrónica— de los ideales de
la vanguardia o de sus más preclaros continuadores en la segunda mitad del
siglo. Esto no es un secreto y ellos mismos se exhiben de esa forma. Palabras
como “dadá”, “generación beat”, “surrealismo” e “infrarrealismo”, con sus
respectivas figuras representativas, están todavía en boca de muchos jóvenes
creadores. Ello por no mencionar toda la
bohemia y parafernalia alrededor de los movimientos juveniles de las décadas
pasadas, con el rock and roll, la contracultura y la idealización de sus
respectivas formas de actuar y de vivir.
Sin
embargo, a pesar de esta idealización —que no sé si llamar nostalgia pues evita
los sentimientos pasivos y se dirige a una recreación activa de dichos
movimientos—, aquello que generan estos movimientos es algo muy distinto a lo
que ocurría en décadas y siglos pasados.
Comparemos
tan solo con la contracultura: la penúltima metamorfosis del espíritu romántico
y aquella que masificó sus presupuestos y aspiraciones.
Podemos
entrar en una discusión acerca de los alcances de la contracultura generada por
los movimientos juveniles y de su diferencia con aquellos
que se crearon a partir de una conciencia política en la misma época —si fueron
similares, si tuvieron una matriz común o si sólo coincidieron azarosamente en
el tiempo—, sin embargo, ello no es importante en este trabajo. Podríamos
también señalar qué tan reales o profundos fueron sus ideales, pero, de nuevo,
tampoco resulta importante en este momento.
Lo
crucial es si resulta posible encontrar una diferencia entre estos movimientos y
aquellas —más acotadas— tendencias que parecen tanto continuación de ellas como
del arte moderno que, se especula con bases, fue su matriz original.
Señalemos en un primer momento que las dimensiones de los movimientos contraculturales
se han estrechado. No solo no ha aparecido una de estas tendencias en casi tres
décadas, sino que las previas solo perviven en grupos cada vez más pequeños de
personas, si es que acaso vale la pena decir que todavía son funcionales.
Menciono
esto último porque los movimientos contraculturales nunca se definieron hasta
ahora como un grupo de jóvenes que escuchan un tipo de música en particular y
usan una vestimenta que los caracteriza. Eso ha existido desde siempre. Lo que
los distinguía era la conciencia grupal de encontrarse en contra de ciertos
principios de la sociedad en que se movían y proponer —o ser parte de— una
sociedad alterna. La música, por supuesto, los agrupaba y definía, pero el
sentido de la contracultura era más amplio… o pretendía serlo.
Olvidemos
la música popular y demás nostalgias. En la actualidad siguen existiendo
tendencias juveniles —música, vestimentas, modas y actitudes— que sobresaltan a
los adultos, pero nada como una conciencia grupal que los conglomere alrededor
de una idea diferente de comunidad. En algunos casos específicos, incluso se
trata de una celebración de aspectos sancionados por la sociedad de consumo
global.
Nada
de esto es de sorprender: la modernidad puso su interés en las relaciones entre
los individuos, y sus excesos tendieron a la colectivización, con la pérdida
del ser humano individual. El mundo en que vivimos pone su interés en el
individuo, con lo que la socialización no resulta crucial. Los grupos se han
hecho más pequeños, y lo que los une, más evanescente. Por ello la multitud de
tendencias entre los individuos: todo le está permitido al individuo siempre que
consuma. Incluso la rebelión ante los principios de la sociedad parece
sancionada porque esta misma puede convertirse en un objeto de consumo. Aquel
que se salga de estos patrones, no es perseguido de la misma manera que en la
modernidad (obviando las sociedades todavía cerradas): simplemente deja de
existir. No es que la sociedad se haya rendido ante el individuo, sino que el
individuo está inmerso en aquella sociedad que prescinde de cárceles y látigos;
que ofrece lo que le piden a cambio de la presencia: la del consumo.
¿Es
esto pernicioso? ¿Es acaso deseable? No lo sé. Señalo simplemente la tendencia
hacia un mundo feliz en el que no me reconozco del todo.
Por
su parte, si algo resalta en el trabajo de los más recientes autores es que no
hay una estética o una idea que los una. De la misma manera en que ya no hay
una ideología o un símbolo que aglutine a la sociedad, la comunidad artística
se ha disgregado en diversos segmentos, cada uno de los cuales defiende su
particular coto de acción y que carece de vínculos significativos con otros
creadores.
No
es que la existencia de grupos poéticos sea algo nuevo y tampoco lo es la
polémica entre los mismos: lo es la cantidad ingente de estos grupos, la
naturaleza de sus proyectos y la forma en que se dan las polémicas que llegan a
ventilarse.
La
mayoría de las agrupaciones poéticas de la modernidad provienen de una idea de
la poesía: la del romanticismo. Tanto surrealistas como dadaístas, tanto los
Contemporáneos como los Estridentistas, compartieron una misma idea de la
poesía: aquello que los separaba era la manera en que esta idea debía
plantearse en la realidad, sin mencionar diferencias de carácter y personales,
que nunca dejarán de existir. Por otra parte, amén de la extensión de estos
grupos, los cuales abarcaban a una cantidad numerosa de creadores, también es
de considerar la amplia huella que dejaron entre aquellos que no se declararon
directamente pertenecientes a una estética. Pablo Neruda, por ejemplo, no fue
en estricto sentido “surrealista”, sin embargo, fue tocado por aquella
estética; en México, el pintor José Clemente Orozco, perteneciente a la Escuela
mexicana de pintura, tiene ineludibles deudas con el expresionismo.
La
huella profunda de aquellos movimientos estéticos y la amplitud de los grupos
que a su alrededor se formaron se explica en parte debido al clima existente
durante la época moderna, donde existía una comunidad intelectual más bien
reducida y con fuertes vínculos entre sus miembros. La mayoría de creadores se
conocían entre sí y estaban al pendiente de sus respectivas obras e ideas. Son
contados los casos de creadores que se hayan mantenido al margen de la
discusión estética e intelectual con sus contemporáneos.
Al
mismo tiempo, la actividad artística se encontraba directamente relacionada con
la sociedad, o al menos pretendía estarlo.
No
es que en ese momento las multitudes estuvieran al pendiente de la creación
literaria o que la cultura se encontrase al alcance del gran público. En lo
absoluto. El divorcio entre la sociedad y el artista comienza mucho antes del
siglo XX y las vanguardias representaron un paso más en la separación de ambas
esferas. Lo que sí es incontestable es que la mayoría de las escuelas poéticas
pretendieron hablar por la sociedad o acercarse a ésta. Tal actitud se debe a
la idea romántica tanto del arte del pueblo como de la noción de la poesía como
detonador del cambio social, de la Revolución misma.
Asimismo,
se puede apuntar que, debido al tamaño de la comunidad letrada, existían
mayores vínculos entre aquellos que formaban parte de lo que se puede llamar la
élite culta. Hoy día esto ya no es así: un físico o un abogado no tienen apenas
contactos y su inclinación por el arte es, en su mayor parte, anecdótico: no
existen vínculos entre la comunidad letrada como no la existe entre ellos y el
resto de la sociedad.
El
tiempo de los grandes proyectos por un “arte social” está lejos pues la idea
del arte como detonador del cambio cultural y social se ha eclipsado. Los
actuales nexos entre el artista y la sociedad son los impulsados directamente
por el Estado, el cual se ha convertido en el gran consumidor de la obra artística
—especialmente la plástica— sin importarle su naturaleza. El arte convertido,
en algunas naciones, en mercancía política y el literato en figura
publicitaria; este proceso —con los muralistas como el ejemplo perfecto—,
continúa. Los métodos del Estado no han cambiado; es el arte el que ya se ha
despojado de toda intención, en lo que es un reflejo más del fin de las
ideologías. Si en el siglo XX los artistas se sumaron a un estado supuestamente
revolucionario, hoy están al pendiente de uno al que condenan, pero que los
alimenta; de un mercado al que supuestamente desprecian, pero al que no dejan
de adorar.
A
partir de la segunda mitad del siglo XX se vivió un paulatino abandono de las
grandes confrontaciones ideológicas de la modernidad. La lucha entre las
superpotencias se vivió más y más dentro del terreno técnico, y posteriormente
económico, que del ideológico. Como una broma final a Marx, la realidad tomó al
pie de la letra su doctrina: el mundo se mueve tan sólo por la economía. Y fue
la economía —de mercado— la que dejó atrás al marxismo.
Este
proceso terminó con la caída del bloque comunista y la implosión de la última
gran ideología revolucionaria. Los proyectos “socialistas” que hoy pretenden
continuarlo (o que algunos pretenden que tienen nexos con él), realmente provienen de otras fuentes y cuentan con otras intenciones. Con el abandono del socialismo real, también
el liberalismo político, que no el económico, se desdibujó. El mundo que siguió
carece de un relato, su interés se mueve al cambiante e in-significante vaivén
de los caprichos del mercado.
No
concibo al neoliberalismo como una verdadera ideología en tanto que no brinda
una imagen del hombre ni del mundo. El individuo no tiene sentido en él más que
como consumidor. La única libertad que le interesa es la de derrochar en pos de
“ser él mismo”. Carece de una idea de mundo; su único valor es el que le da
el mercado: un valor relativo y del que es imposible desprender un relato.
En
este contexto, la lucha por la identidad de las pequeñas comunidades, y de los
individuos, es justa y valiosa. Uno de los grandes riesgos de los pasados
siglos fue la homogeneización del discurso y de la cultura. No porque existiese
menos variedad, sino porque se le daba menos voz. Sin embargo, resulta sugestivo comprobar que
estas querellas en su mayoría no hacen sino reproducir modelos ya conocidos, y
que el mercado encuentra en ellas un nuevo objetivo.
En
los días que corren, sin embargo, comprobamos una característica propia del ser
humano: el integrismo, el instinto de tribu. La actual visibilidad de las
identidades, pequeñas o inmensas, y su convivencia no ha dado paso al diálogo
entre puntos de vista ni al respeto de los mismos. Cada colectividad militante se
ha mostrado reservado en su particular coto cuando no manifiestamente hostil e
inclusive beligerante. El surgimiento del terrorismo cuyo origen es la
intolerancia a la cultura de los otros es únicamente el ejemplo más extremo de
esta situación.
Los
recientes triunfos de las políticas intolerantes en países de primer mundo no
son más que la voz de la inmensa minoría que pretende imponerse sobre las
otras. No es que desestimen la voz de los otros: saben que existe y son
conscientemente opuestos a ella. Temor, odio y ensimismamiento de las grandes
masas: si el mercado sustituyó a la ideología, la pertenencia cultural
reemplazó a la clase.
El
romanticismo, durante la modernidad, fue el medio a través del cual se expresó
desde el arte la oposición al pensamiento homogéneo de Occidente. La literatura
romántica careció de un programa político, a pesar de que efectivamente tuvo
resonancias políticas; careció de un programa ideológico, a pesar de que diversas
ideologías, desde el anarquismo liberal hasta el socialismo utópico tuvieron
orígenes en esa sacudida al orgulloso reino del pensamiento unívoco.
Si
no político ni ideológico, si no organizado por un programa ni portador de
reglas sobre el arte, el romanticismo para bien o para mal repercutió en todo
arte de la modernidad: de él proviene la gran tentativa: convertir el arte en
vida y la vida en arte. Cambiar al hombre; cambiar al mundo.
El
romanticismo, como movimiento cultural, no tomó directamente la bandera de
alguno de los movimientos que reivindicaban su derecho a la diferencia porque,
en cierto sentido, los abrazó a todos: no era un cambio lo que defendía, sino
el cambio en sí. No una legislación, sino una revolución que reemplazase la forma de
pensar que hacían necesarias dichas legislaciones.
No
fue el arte el que hizo caer a las ideologías totalizantes de la modernidad,
sino las características del campo en el cual ellas libraron sus batallas. En
un momento dado, el Estado absorbió al artista… y cuando el Estado mismo se
convirtió en un instrumento más del mercado, ¿qué quedó del arte moderno?
No
es de extrañar que en ese contexto —del que tiene menos responsabilidad el arte
que los artistas— a fines de siglo hayan aparecido diversas voces disidentes ni
que éstas, desde sus respectivas trincheras, hayan pedido un cambio respecto a
la tradición artística de la modernidad, la cual se encontraba en crisis pues
sus fundamentos se habían perdido.
La
poesía de las décadas recientes en su mayor parte se ha separado tácita o
explícitamente de la estética moderna; que es decir, del romanticismo. La
virulencia de su ataque a la sociedad y el afán por la renovación del lenguaje
no se encuentran presentes en la mayoría de las numerosas escuelas poéticas que
han aparecido a partir de la década de los sesenta del pasado siglo.
Como
señalé antes, existen elementos en común entre estas distintas estéticas, sin
embargo, no existe una idea cardinal que las una (a diferencia de lo sucedido
en la modernidad, cuando a pesar de las diferencias estilísticas, existía una
imagen común de la labor poética). Estos elementos son: la incorporación de
diversas nociones estéticas de la
tradición, lo que no excluye a las mismas vanguardias y al romanticismo; el
acercamiento de los discursos poéticos a diferentes luchas sociales o políticas,
siempre dentro de las líneas de acción de esta época; la adopción de una imagen
que emula a los antiguos vanguardistas unida, paradójicamente, a una creciente academización
del discurso artístico, y, finalmente, la separación efectiva de estas diversas
escuelas. Una pluralidad de voces que no tanto se niegan como se ignoran.
De
manera semejante a lo que ocurre con las luchas por las identidades colectivas,
la disgregación de las escuelas poéticas no ha traído una mayor comunicación,
sino un ensimismamiento en su discurso y la despreocupación cuando no
descrédito a la misma validez de otras voces.
La
cercanía de muchas escuelas a las luchas sociales no es un reflejo de lo
sucedido en la modernidad. La idea de que la poesía es capaz de cambiar al
mundo se ha desvanecido en gran parte: no es el poema el que cambia al
universo: sólo puede acompañarlo y custodiarlo a la distancia. Asimismo, estas
luchas ya no pretenden un cambio universal: los grandes discursos se han
evaporado y lo que queda son bregas en pos de la diversidad.
Intentaré
definir lo que tienen en común estas luchas contraponiéndolas a aquellas
propias de la modernidad. A saber; aquellas pretendían combatir por lo que
entendían en aquella época por humanidad.
Sus acciones tenían al mundo por límite, cuando no al universo.
Aunque
sería injusto decir que los movimientos actuales son minoritarios (el
feminismo, por ejemplo, dista de luchar por una minoría: la mujer es la mayoría
de la población humana), no creo que muchos discrepen al afirmar que el
propósito de redimir a la humanidad concebida —quizá falsamente— como un todo,
se ha desvanecido. La idea universal se ha disgregado en grupos de interés más
pequeños, necesariamente: género, nación, raza, foco de interés erótico,
religión o creencia, lengua… No juzgo el valor de estos movimientos; señalo que
el foco de interés se ha reducido. Todos estos factores que, en su mayoría,
fueron ignorados en la época que inició con la Ilustración, son importantes y
esa omisión fue origen de muchos crímenes.
Por
su parte, el campo de acción de la modernidad pretendió abarcar todos los
aspectos de la sociedad (y, en ocasiones, del universo). Política, cultura,
economía… todo pretendía reformarse después de la gran Revolución; de las
grandes transformaciones de la sociedad.
Las
luchas actuales no plantean una transformación política, cultural, social y
económica de las dimensiones de aquellas propias de la modernidad. A pesar de
algunas tendencias que merecen el nombre de revolucionarias dentro de estos
movimientos, el grueso de ellos lo que pretende son cambios dentro de un
sistema; sea en sus costumbres, en su cultura o en su legislación; no destruir
y cambiar al sistema en sí. Muchas de las reformas que plantean son
importantes, inclusive descomunales, pero no cambian súbitamente toda una forma
de vida: un mundo.
La
demanda más clara —y valiosa— es la libertad de ser distinto a una supuesta
mayoría sin temor a ser discriminado: la libertad de la pluralidad, si no es
que la libertad en ella. No existe una mayoría más que soslayando estas
diferencias: toda mayoría está compuesta de una suma de pluralidades[1].
Aplaudo
estas luchas. Señalo, sin embargo, la diferencia con aquellas propias de la modernidad.
El
problema —siempre lo hay— no es la naturaleza de los movimientos de las décadas
recientes, sino el impulso natural del ser humano que hace de sus pasiones una
ley; de sus generosos impulsos una cruzada tiránica. La modernidad convirtió al
pueblo, a la sociedad, a la humanidad, en una idea abstracta en cuyo nombre
sacrificó al individuo; hoy día, en nombre de la diversidad, distintos grupos
(e incluso individuos) pretenden que toda la sociedad —compuesta a su vez, por
individuos y grupos muy diferentes entre sí— haga lo que a esos grupos les
parece mejor. Todo en nombre de la libertad: la libertad de censurar.
En
nombre de ser “uno mismo”, sin trabas ni impedimentos, se restringe la libertad
del otro.
¿Cuál
de los diferentes rostros del individuo es aquel que ha de circunscribir con
mayor amplitud las libertades, dictar las nuevas leyes? Aquel que la sociedad
dicte en determinado momento como más vulnerable o más importante. Y regresamos
a un sistema de castas con diferentes privilegios[2].
El
fanatismo del ser humano carece de límites: la época en que vivimos ha
revalorado la existencia individual para borrar los lazos sociales. Por ello,
la idolatría de ésta es consecuente: la libertad de ser uno mismo a costa de
los otros que también somos: de los muchos que habitan en cada uno de nosotros.
Siguiendo
a la sociedad, la ya de por sí minúscula —comparada con el grueso de la población— comunidad artística se ha disgregado en multitud de grupos, cada uno
siguiendo una estética, una ética y una idea de mundo distinta: la disgregación
y el eclecticismo como un paradójico vínculo.
De
nuevo: la existencia de tal cantidad de estéticas e ideas de lo que es la
poesía puede parecer un síntoma de salud. Lo es. También lo es, de cierta
manera, la cantidad de creadores en activo; explicable por las dimensiones de
la población mundial y por las posibilidades de comunicación actuales.
La
diversidad nunca ha sido un problema. La cuestión a resolver es por qué en un
momento con una abundancia semejante existe tal separación entre los grupos
poéticos y entre estos y la sociedad.
Dado
que no existe un sentido que convoque a tan diversos creadores, es natural que
cada uno piense que sus presupuestos son los únicos válidos. La separación
entre sus ideas es total: de la misma manera en que el cuerpo de la sociedad se
ha atomizado, el artista vive en escisión respecto al arte: se ha formado un
pequeño grupo del que no espera salir. Como para el resto de la sociedad, el
mundo fuera de su esfera de interés le parece intrascendente cuando no
pernicioso.
Es
así que los grupos subterráneos, provenientes de la nostalgia tanto de la
vanguardia como de la contracultura, desestiman el trabajo de otros colectivos
con una idea más tradicional de la poesía. Los discursos academizantes o
conceptuales pretenden, asimismo, formar una poética prescriptiva que en
realidad nunca sale de una esfera imperceptible. El diálogo ha sido reemplazado
por una innumerable suma de monólogos que no pretenden más que continuar
conferenciando en su muy pequeño púlpito.
Un
púlpito que no sólo separa a la comunidad artística, sino al mundo del arte de
la sociedad.
Sería
necio pensar que la poesía verdadera (sea lo que sea eso) tenga que ser
apreciada por el gran público; no lo es el decir que el arte sólo lo es cuando
es sufrido por el lector.
Lamentablemente la escisión de la comunidad literaria en pequeños cenáculos ha
hecho que el acercamiento al poema más allá de un muy pequeño círculo —ya ni
siquiera de los mismos creadores, sino del grupo más cercano de estos— sea casi
imposible.
No
se trata de que deba existir un órgano rector o que deba aparecer una figura
central en la poesía contemporánea, sino de que exista un espacio donde la
enorme producción artística se enfrente al público fuera de su círculo íntimo.
¿Cuál es hoy el espacio para la lectura de las diversas obras, que se guíe
menos por el monólogo al que pertenece que por la importancia de mostrar al
público aquello que se está creando? No existe un espacio abierto donde no sólo
exista la posibilidad de acercarse al lector, sino donde se pueda dar el
diálogo fuera de escándalos y pleitos de lavadero, que son, en su mayoría,
aquello de lo poco que llega a salir a la luz de nuestra pobre comunidad
artística. Todo ello resulta normal: sin una idea que dé sentido de ser a las
diversas estéticas, no hay una forma única de estimar las propuestas de cada
una de ellas. La polémica ha dejado de ser ideológica dado que no hay un
metarrelato en común que sirva de piso para la discusión; ha pasado a
convertirse en asunto de intolerancia, diferencias personales o simple
antipatía.
El
acercamiento al discurso académico por parte de muchos creadores probablemente
responde a la indigencia de un metarrelato con el cual se pueda dar cuenta de
la creación en un mundo como aquel que se ha dado en llamar postmoderno.
Mientras el poder del mercado congrega y da forma a la mayoría de la sociedad,
mientras las ideologías dispersas buscan un espacio en ese mundo, la creación
poética no encuentra un lugar en él.
La
poesía no es un buen negocio (y en pocas ocasiones lo pretende). La novela
consigue convertirse en un éxito de ventas, muchas veces —no siempre— a costa
de las virtudes de la obra. De ella se hacen seriales de televisión, películas,
divertimentos para plataformas en línea. La poesía solo se acerca al gran
público cuando se transforma en canción. Eso lo ha descubierto incluso la
cegatona academia sueca.
En
este mundo donde no hay una idea estética o un criterio al que recurrir para ponderar
la obra, no es extraño que aquellos desterrados del mercado global busquen el
sentido en la Academia, en la seguridad de la divagación especulativa. Así siga
la más revolucionaria teoría estética, la doctrina académica siempre tiene algo
de curso escolar, de vademécum y ordenanza.
Así,
los creadores actuales oscilan entre la academia y la disgregación; entre la legislación
basada en una tradición teórica o un código de conducta motivado por una idea
de mundo que ya en sí se presenta disperso en mil sentidos, donde cada uno de
ellos defiende su verdad como la única posible.
Esto,
nuevamente, no es causado por la poesía ni tiene por qué considerarse negativo;
es un rasgo que distingue al mundo en el que se mueve el creador y, sobre todo,
de las características del ser humano: su exacerbación de aquello en lo que
cree. Si en su momento los mejores artistas de la modernidad lucharon en contra
de las doctrinas uniformadoras del mundo en que se movían, ¿podrá ser que hoy
se eviten los peores aspectos del fragmentado mundo actual? No reduciendo la
diversidad: aceptándola y reconociendo al otro; iniciando el diálogo;
respondiendo al odio con la palabra y al mercado con la imaginación.
[1]
Este punto en particular es complejo para ser abordado aquí y es parte de las
paradojas sociales. La necesidad de formar una mayoría en una democracia —en
una sociedad toda— obvia las diferencias. Es decir, los grupos e individuos
voluntariamente omiten sus diferencias en nombre de la fraternidad con el otro
y así crean una sociedad (sea del tamaña que sea: nunca hay dos individuos
iguales). A su vez, la sociedad que han creado los ve como un todo homogéneo y
muchas veces oprime u oculta las diferencias entre quienes la componen. Es una
paradoja de difícil resolución mientras se siga concibiendo a la sociedad como
un todo en lugar de coma la suma de muy diversos individuos.
No es momento de ahondar en este punto.
[2] Por
supuesto, no tiene por qué ser así. La pluralidad no es sinónimo de diferencias
en el trato: la pluralidad y la libertad mantienen un tenso equilibrio, pero no
son necesariamente excluyentes siempre que se comprenda que ser diferente no
significa ser mejor o peor que los otros; que se entienda que la mayoría es
solo una abstracción, no una realidad por la cual destruir las diferencias.