jueves, 11 de febrero de 2016

El mito de la Historia


Para entender el cambio que existe entre el arte moderno y aquel que se realiza en nuestros días, es necesario hablar de las diferencias entre las ideas de mundo que vieron nacer al arte de estas épocas. En este primer capítulo, ensayaré sobre aquella narración que le dio sentido al mundo moderno.


Dedicado al buen Tavo, quien cumple años hoy.
Avise qué se hace, mi buen.


Como seres humanos tenemos la necesidad del orden; de la ilusión de orden.

El lenguaje mismo estructura al universo de forma que lo hace accesible al ser humano. Cataloga, ordena y da sentido a lo que, sin él, sería una serie de estímulos sensibles. El lenguaje humano no es solamente una manera de comunicación; es una extensión del cerebro humano y más: es aquello que hace posible dar forma al universo. El sistema lingüístico establece una serie de relaciones entre las palabras y formas que lo integran no sólo a nivel sintáctico, sino semántico. Una palabra se define por su relación negativa y de afinidad con otros términos del sistema de manera natural.

El lenguaje, ese primer orden humano, no se queda en el individuo: el sistema sólo se entiende dentro de una colectividad. Ese orden que le da al universo es lo que llamamos una sociedad; es lo que podemos entender como un mundo. Ese orden humano, esa ilusión de orden, se establece de forma precisa y a la vez flexible (pues es al mismo tiempo principio inamovible del universo que instituye como capaz de cambios internos en su estructura sin peligro de desmoronarse). Los ejes de gravedad dentro del sistema lingüístico pueden alterarse, pero el sistema, si puede llamársele vivo, asimila estos cambios.

Aquello que le da vida al lenguaje (y a todo aquello que se basa en él) es la imagen de mundo que con él se construye. Mito de mitos, el lenguaje es tanto producto de un mito como generador de mitos. La compleja red de significados y estructuras presente en él sólo es efectiva si se realiza en una imagen de mundo que le otorgue cuerpo, que lo haga visible. El mito es una narrativa, una forma en que se ordena al devenir en el tiempo, pero también una lógica, una ontología y una estética. Para quien vive en el mundo que con él se constituye, es todo aquello que lo rodea.

El orden instaurado por el mito es convencional, como lo es el mismo lenguaje, el cual le da origen. Con esto no pretendo que el universo no posea algo semejante al orden; señalo que —de existir— sus alcances serían tales que inevitablemente resultaría imposible para el ser humano aprehenderlo. Por otro lado, tampoco es justo pensar que las ficciones con que los mitos ordenan al universo sean censurables: parten de una necesidad inherente al ser humano. La existencia de un mito es tan inevitable como la del lenguaje; del ser humano mismo.

Las grandes construcciones míticas perduran no sólo por cubrir esta necesidad humana de orden. O mejor dicho, pueden cubrir esta necesidad por significar el universo: por darle una imagen. La diversidad de explicaciones no es señal de su falsedad, sino de la multitud de respuestas ante el universo y de lo inabarcable que es éste. El mito es la respuesta transitoria (y por ello, viva) a la necesidad de expresar la admiración y la inevitable incertidumbre que es la vida: aquello que está más allá de nosotros: el universo todo; nosotros mismos.

El gran mito de occidente desde el ocaso del mundo clásico fue la figura del crucificado. La religión cristiana renegó de los mitos antiguos y los calificó de meras invenciones. A su vez, resignificó  los ritos que los celebraban. Su asociación con la filosofía grecorromana la otorgó de una complejidad y sutileza notables. A su manera, el mundo medieval contó con un discurso que conciliaba la razón con la revelación de forma lograda.

La teología medieval no pregonaba un universo misterioso y ajeno a la razón. Al contrario: señalaba la existencia de un mundo para aquella, los límites del conocimiento humano se compensaban con la posibilidad del conocimiento revelado. Así, el pensamiento medieval concebía una continuidad entre el universo natural, el humano y el sacro mediado por la razón divina. Esto hacía posible la comunión entre lo que —en su visión— podríamos llamar los tres estadios de mundo.

No es necesario aquí entrar en detalles de las causas  que condujeron al fin del universo medieval y menos aún señalar que aquel orden se basaba en un lenguaje que ya no es el nuestro y que resulta tan convencional (y cumplido) como las mitologías previas.

Con la caída del mundo medieval se produjo un vacío que no ha sido llenado por completo. Esto no significa que hayan dejado de existir mitos que ordenen al mundo, sino que ninguno ha probado ser  tan consumado como aquel.

Aunque la idea de mundo cristiano medieval se produjo con el complejo y frágil equilibrio entre la razón revelada del mundo judeocristiano y la razón lógica del grecorromano, éste resultó lo bastante sutil para poder concebir una imagen de mundo que contuviese los diversos aspectos del universo en armonía. Si bien es verdad que el mundo natural, por herencia de ambas ideas de mundo, resultaba depreciado ante la fe y la razón lógica, gracias a la filosofía tomista y al mediodía de la Edad media (con Francisco de Asís) recuperó en parte su potestad de vehículo de contemplación y admiración. La posibilidad de comunión nunca se rompió del todo.

El mito del mundo moderno —que es decir, de aquel surgido tras la revolución burguesa del pensamiento del Siglo de las luces— emergió de la necesidad de orden acaecido tras la pérdida de la narrativa cristiana medieval y el abandono final de toda noción de trascendencia que todavía conservaba el mundo renacentista. Esta nueva mitología habría de encontrar su fundamento en la razón lógica empírica, o lo que podríamos llamar de esta manera.

Aunque el descrédito de una esfera divina no me alarma, señalo que dentro de lo que esta concepción significó para el mundo antiguo y medieval se encontraban elementos que no han encontrado lugar propio en el mundo posterior. El cristianismo despojó de su carácter divino a la naturaleza, pero mantuvo la idea de un universo racional, con una importancia propia, debida al plan divino; a su vez,  el ser humano individual era invaluable por poseer alma. A pesar de que ni una ni otra noción han desaparecido del todo, ninguna de las concepciones de mundo posteriores han conseguido del todo conceptos que ocupen su lugar y que se puedan integrar de forma lograda.

Aunque la ciencia en gran parte ha conseguido establecer en el imaginario colectivo un orden y en ese sentido ha remplazado al mito, es inevitable señalar que carece de elementos que ocupen el lugar de las mitologías previas. El carácter mismo de la ciencia moderna —el ser o declararse un conocimiento objetivo[1]— evita que con ella se pueda construir una narrativa coherente ya que muchas de las cuestiones que ordena un mito son incompatibles con el conocimiento empírico. En el mito existe una carga afectiva que no es compatible con la ciencia del todo. De nuevo repetiré: la creación de una imagen de mundo es lógica, pero también estética. Y aunque inevitablemente la ciencia recurre a la creación y a la imaginación, por sus principios, no puede generar una mitología integral. La ciencia moderna, como parte de la razón misma, si no duda, desaparece como tal.

Ello, por supuesto, no ha evitado que vulgarizadores de la ciencia hayan creado una suerte de culto alrededor del término. Las relaciones en el lenguaje han cambiado su centro y para observarlo, basta buscar los sinónimos recomendados para la palabra “ciencia”. Algo más ha sucedido en años recientes: la confusión entre técnica y ciencia. Esto, por supuesto, se debe a los cambios sociales que han ocurrido en las últimas décadas y que serán vistos más adelante.

A pesar de que sin duda la ciencia ha sido desde comienzos del mundo moderno el recurso bajo el cual se amparan los mitos surgidos de la razón, en realidad por sus mismas características, no podía ocupar el lugar de las antiguas mitologías. El mito explica al universo, es verdad, pero también le otorga significación humana; establece ritos en los cuales el hombre se siente parte de esa razón de ser que se le ha descubierto: que re-significan y reanudan el pacto primordial. Esta necesidad de comunión, que los mitos antiguos cumplían de manera natural no ha sido plenamente cubierta por el mundo moderno ya que con la caída del orden cristiano se rompieron los lazos del hombre con el mundo[2].

Mientras las imágenes de mundo hasta antes de la época moderna se amparaban bajo la revelación, aquellas posteriores se acogieron a la razón. Ello no significa, por supuesto, que en las épocas clásicas o durante la Edad media no existiese un pensamiento ordenado y racional, sino que el acento en el sistema lingüístico (que es decir, en la imagen de mundo) no estaba en él. Con el Renacimiento, pero sobre todo, con el Siglo de las luces, este acento cambió y, despojados de los restos de la razón divina, se pudo crear un nuevo mito: aquel basado en el ser humano, en la razón y la idea. La ideología: la aparición del ser humano como motor de la redención temporal. Las filosofías de la Historia y la encarnación del destino en la Razón humana.

 La Historia en el mundo moderno, se concibió como movimiento en torno a un fin. Esto es una herencia del pensamiento cristiano, el cual concebía al tiempo de manera lineal y a la Historia como la epopeya de la salvación. En un mundo donde la narrativa de salvación divina se ha eclipsado, un nuevo sujeto toma el lugar de Jesucristo. Es el ser humano mismo, a través de su acción sobre el mundo, el que redime al universo. Conocer al mundo, nombrarlo, es el primer mandato del Creador al hombre y, ya sin noción de lo divino, el orden que descubre el ser humano se concibe como el instaurador de un universo más pleno: hecho para sus límites.

Con este cambio de perspectiva, la importancia del ser humano está en su acción a través de los siglos. No se trata, como en el Renacimiento, de un reflejo entre el mundo, el hombre y lo Divino, sino de la epopeya de la especie humana que, a través de la Historia, alcanza la plena significación y liberación. No del hombre: de los hombres; no sólo de los hombres: del mundo para los hombres.

Así pues, existe una narrativa subyacente en la idea moderna de Historia. Pero esta narrativa no pretende sostenerse (aunque lo hace) en una gesta revelada, sino en un orden lógico e ideal. Es la idea que se expresa a sí misma. Por ello, el término “ideologías” para calificar a estos mitos modernos es tan ilustrativo: se trata de mitologías de un mundo sin noción de lo divino: donde la razón (o mejor, la idea de razón) es aquella que justifica la existencia del mundo y de los hombres: su culminación natural.

A diferencia de los mitos antiguos, las ideologías modernas no se limitaron a explicar el mundo y renovarlo. Como para el cristianismo, el mundo se encuentra caído y es por la acción sobre él que se le otorga significación y se le redime para el hombre. El acento, empero, no se pone en la revelación divina, sino en la acción humana. La fórmula de Marx sobre la Filosofía conviene a todas las ideologías modernas: “se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo”. De transformarlo, habría que agregar, para que cumpla su destino.

Este poder de la acción humana para transformar al mundo sólo puede lograrse a través de la acción política. Así, las ideologías del mundo moderno buscaron la resolución de la Historia a través de la política.

Éste, por supuesto, no fue el único móvil de la modernidad, pero todos los demás estuvieron subordinados a él. La economía fue una actividad en razón de la hegemonía o conveniencia de una u otra de las ideologías políticas. En gran medida, el artista fue cooptado, voluntariamente o no, por ellas. Asimismo, la religión perdió potestad y se convirtió en parte —no necesariamente a disgusto— de las maquinaciones políticas, ya fuese a su favor o en su contra.

Como escribí al principio, toda mitología brinda un sentido al mundo y este sentido contiene un relato. Las ideologías de la Historia modernas, desde el liberalismo, el jacobinismo y el anarquismo hasta el capitalismo de mercado y el socialismo en sus diversas  formas apelan a una “transformación” gradual de la sociedad que lleva hasta la final liberación del hombre. Ven, incluso antes de que Hegel lo formulase con genio, una serie de “pasos” que conforman una historia: la Historia del género humano. En algunas, el acento está puesto en la epopeya y la Revolución, como en el marxismo; en otras, en una suerte de drama de proporciones cósmicas, como en la obra de Hegel. Todas, sin embargo, narran la forma en que el hombre se reconcilia con los hombres.

De igual manera, las ideologías formaron rituales donde el pacto original se reinicia. Como correspondía a una época histórica, estos ritos no implicaron un retorno a los tiempos originales, sino una puesta en marcha de la Historia a través de la acción. Los mítines políticos, las marchas y, no en pocas ocasiones, las fiestas de las balas, las Revoluciones, fueron los momentos en que el individuo se sumergió en la Historia: en que su acción se reflejó en ella, en comunión con sus semejantes. Lucha del hombre contra el hombre por el destino de la humanidad.

La sustitución de las religiones como factor clave para una identidad por la idea política de nación (que se enmascara, con diferente énfasis, en conceptos como raza, territorio, cultura o creencia) es sintomático. En los grandes desfiles patrióticos, de esa construcción política llamada nación, podemos ver un reflejo de la emoción religiosa. La necesidad de ordenar el mundo, de vernos en ese orden, ha sido llenada.

Se ha hablado del fascismo como de la estetización de la política, pero desde el inicio, como las mitologías que las precedieron, las grandes ideologías acudieron al arte para hacer visibles sus conceptos. Y no sólo al arte: la cualidad pararreligiosa de las creencias políticas y sus construcciones es patente, como escribí anteriormente. Los desfiles, los himnos, las grandes plazas donde oficiaron los líderes de los pueblos. El arte de plaza pública —muy diferente, pero comparable al arte de catedrales— fue la manera en que los artistas hicieron sensibles las ideas que gobernaron al mundo: que le dieron fundamento.

Sin embargo, la gran ausencia en el mundo moderno es el universo natural. Una mitología que parte del hombre y que ve en la Historia humana la realización universal no puede admitir la realidad natural- La comunión entre hombre y mundo que las mitologías antiguas permitían queda truncada.

Para Hegel, el mundo natural, es aquello a lo que primero se debe negar en la realización del Espíritu; para Marx, el hombre se apropia de la naturaleza y así se redime. El capitalismo sólo ve en la naturaleza al número y a las posibilidades de beneficio económico que en ella hay. Si el cristianismo desestimó lo mundano primero y luego lo sublimó como escala de la contemplación; el mundo nacido del Siglo de las luces lo menospreció. Y, después de vaciarlo de todo sentido trascendente, busco santificarlo —sublimarlo— al abstraerlo en trabajo, razón o capital.

En ese sentido, se puede afirmar que las ideologías, a pesar de haber provisto de un orden equiparable al de las antiguas mitologías, carecieron siempre de su completitud. Si bien algunas cualidades de la antigua concepción religiosa fueron sustituidas por la solidaridad de clase, nación o raza; otras, como la comunión entre hombre y mundo no fueron remplazadas de manera cierta.

En gran parte, la idea misma del valor intrínseco del individuo —tan cara al cristianismo medieval y de la que todavía somos herederos— fue puesta entre paréntesis por la mayoría de los sistemas ideológicos, quienes privilegiaron la idea de una humanidad redimida. Inclusive el liberalismo, nacido de la noción de individuo fruto del despertar burgués, llegó al punto de valorarlo sólo en tanto parte de una sociedad. Para el liberalismo decimonónico, el individuo debe subordinarse al bienestar de la sociedad. Y esta sólo puede concebirse bajo el esquema de laissez faire, laissez passer; la libertad individual de alimentar al sistema económico. El bienestar del hombre empezó a decrecer ante el bienestar del mercado.

Con la entronización de la acción humana sobre el mundo, con la narración de la Historia como la victoria de lo humano sobre el mundo, las barreras de contención de los siglos pasados al instinto depredador del ser humano, se derribaron. Como el mismo Hegel lo muestra, el primer no del hombre ante el universo es el nacimiento de lo humano. Ante aquello otro, se responde con el intento de apropiación de lo que nos es desconocido. El lenguaje, como el mito, es una manera en que el ser humano impone un orden al universo. Sin embargo, no es sino hasta los últimos siglos cuando, ante la pérdida de significado propio de la naturaleza, florece la idea de que nombrar es sinónimo de conocer y de que éste equivale a poseer. Ciertamente aunque no todas las ideologías modernas conciben al poder sobre la naturaleza como el punto de origen de lo humano, todas lo valoran como su producto. La naturaleza, que alguna vez fue concebida como territorio ignoto y sagrado fue luego menospreciada por el cristianismo, aunque luego reivindicada como escala en la contemplación de lo divino. Ante la pérdida de sentido de lo divino y ante la conversión de la naturaleza en objeto que el hombre nombra y conoce, se le convirtió en mera materia prima; en objeto que poseer, usar o vender.

No es de sorprender que en un momento, la abstracción del mundo llegase al mismo ser humano. En nombre de la humanidad, el individuo se convirtió, a despecho de lo pregonado por las ideologías modernas, en instrumento para la redención prometida. De nuevo: el hombre antiguo se vio como parte del universo natural, parte de una continuidad; con el cristianismo se le concibió como poseedor de un alma única, separada de lo mundano. El mundo moderno, al poner entre paréntesis la noción de alma, apeló primero a la racionalidad humana, pero, habiendo encontrado a esa Razón como algo que está más allá del hombre, como una abstracción de lo humano, terminó usando al hombre como un instrumento de la Idea. El balance se había fracturado y la posibilidad de comunión entre hombre y mundo se había roto; entre el hombre y los hombres —como semejantes, como individuos de carne y hueso— sólo quedaban las vías que la misma ideología había señalado y sancionado.

Así, el poder de la Idea sobre el mundo y sobre los hombres se convirtió en la meta final de las ideologías de la Historia. La esclavitud del hombre por sus redentores.

Únicamente algunas ramas del anarquismo y del socialismo utópico buscaron enaltecer al individuo sobre la sociedad y al orden natural sobre la construcción político-social. Pero aquellas ramas de estas ideologías que llegaron a proponer tal cambio de valores tuvieron escasas consecuencias: iban a despecho de aquello que se formó tras la caída del orden medieval. A saber, aunque no negaron la necesidad del orden humano, quisieron ver en el individuo o en el orden natural un modelo. En un universo donde aquel orden sólo se concibe como tal si es humanamente concebible —donde es impuesto por la acción humana—, esto resulta inaceptable: propone un orden superior (moral individual u orden natural) que está más allá de la construcción social. Tolstoi o Fourier pueden ser modelos de virtud o penetración, sin embargo, no iniciaron ninguna de las grandes convulsiones ideológicas de los siglos pasados. El paso de la filosofía a la mitología se ha completado y de los grandes pensadores que pusieron en crisis la idea de mundo se ha formado una iglesia que ha cambiado el pensamiento por la parálisis.

El elemento, empero, que hermana a la mayoría de las ideologías propuestas en los siglos pasados es el declararse producto de la razón. Esto es verdad en tanto como quedó dicho, tras el fin del orden medieval, la lógica —y más que la lógica, la razón empírica— se concibió como la única forma de conocimiento posible. Es verdad que todas las ideologías pretenden ser justificadas a través de un examen racional de los datos empíricos. De hecho, esto es inobjetable: dentro de sus esquemas racionales y siguiendo la lógica de sus argumentos, sus ideas resultan ciertas. Empero, por el mismo carácter de sus intenciones, que abarcan campos que el conocimiento empírico no puede verificar, las tesis de toda ideología recurren a la especulación racional. Y dado que ningún sistema lógico ha demostrado ser perfecto, sus conclusiones quedan entre paréntesis si en realidad nos pretendemos racionales.

Esta limitante, sin embargo, no fue tomada en cuenta por los oficiantes de las nuevas mitologías. Esto es natural: no podemos dar orden del universo sólo a través de probabilidades, sino de verdades ciertas. Y ante la orfandad de un mito central, las ideologías llenaron ese vacío; nacieron a causa de ese vacío.

Sin embargo, aunque la razón, en tanto imaginación, es capaz de elaborar un mito, esto es: la imagen de un mundo; la razón también es crítica, esto es, capaz de minar los fundamentos de un universo. Si el mundo moderno nació con la crítica, con la razón crítica, nada podía evitar que esta juzgase al mismo mundo que la tomó como fundamento.

La crítica no vino, con todo, del interior de las ideologías —así llamadas— críticas y racionales. Un sistema ideológico es capaz de criticarlo todo menos a aquellos presupuestos que le dan fundamento. Toda gran construcción racional termina atrapada en sí misma pues el mismo lenguaje que usa ha construido una serie de tautologías que resultan imposibles de percibir desde dentro del sistema. Y como resulta difícil, si no imposible, analizar a través del sistema desde fuera del sistema mismo, la tautología se cierra.

La proliferación de sistemas ideológicos y la lucha entre estos tiene su origen en esta cualidad de la razón crítica. Asimismo, la virtual imposibilidad de diálogo entre estos sistemas cerrados en sí mismos. La ideología, como heredero del mito, rige todos los aspectos de la vida y no se es puesto en duda so peligro de perder aquello más valioso para el ser humano: la imagen de mundo. Por un lado, la razón crítica estimula a observar los vacíos de cada una de estas doctrinas; por el otro, la necesidad humana de orden, evita aceptar o incluso discutir la validez de tales críticas.

Se ha dicho que la razón del ser del mito es establecer un mundo cerrado, ordenar y subordinar aquello que nos rodea a una imagen de mundo. Es verdad, aunque esto no tiene por qué ser considerado necesariamente nocivo. La cristalización de una imagen del mundo es necesaria para el ser humano, quien no puede vivir sin una noción de orden. La imaginación crea un universo habitable; la imaginación es capacidad de comunicarse con lo otro, darle nombre y comprenderlo. Es capacidad de comunión.

La gran tara de los mitos, sin embargo, es la propensión del ser humano a enamorarse de sus imágenes del mundo, a no aceptar la diversidad de ideas que es posible: a constreñir la imaginación a una sola de sus posibilidades. Esto, con todo, es natural: la pérdida de esa imagen que el mito nos ha brindado provoca terror; enfrenta al hombre de nuevo al vacío de la no-significación.

En el caso de las ideologías modernas, nacidas tras la gran crisis de las mitologías antiguas y del cristianismo, su pretendido carácter racional no les evitó encerrarse en tautologías y dogmas. Al mismo tiempo, fueron incapaces de conseguir cristalizar en una imagen integral del mundo. Al basarse en la acción humana, dejaron de lado innumerables aspectos de la realidad o los integraron de forma incompleta.

Ante esta situación, las reacciones críticas no tardaron en surgir. Sin embargo, quizá por vez primera, estos juicios no vinieron tan sólo de los filósofos y pensadores. Las distintas ideologías lucharon entre sí, empero, el fundamento mismo del mundo en el que se formaron, al igual que ellas mismas, se anquilosó y fue ya incapaz de percibir sus límites.

A saber, la razón lógica y empírica, que pretendidamente es sinónimo de conocimiento en nuestro mundo moderno, evidentemente es una de las construcciones humanas más logradas para conocer el mundo y para analizarlo, sin embargo tiene límites. No puede dar razón de todo lo que existe y mucho menos interpretarlo. Todo conocimiento humano, por serlo, pasa por el tamiz del lenguaje y, por ello mismo, de una valoración de acuerdo a sus límites. Entra a una estructura mental que lo adaptará a su sistema particular de valores. Que hoy la palabra “ciencia” sea sinónimo de “conocimiento” y que la palabra “mito” tenga una carga peyorativa —y asociada a narrativas que ya no son las nuestras— es síntoma de otro sistema cerrado. Esto no se debe a la ciencia ni a la lógica, sino a las características mismas del ser humano.

Pues bien, aunque Kant desde la Crítica de la razón pura pretendió mostrar los límites de estos conocimientos, sus observaciones no fueron tomadas en cuenta por la sociedad que esta misma razón moderna creo ni por ninguna de las ideologías que tomaron el lugar de las mitologías que los precedieron. Aunque diversos pensadores retomaron los análisis kantianos desde distintos puntos de vista, esta vez, en un mundo crítico, hubo otro grupo de individuos que apuntaron las taras y limitantes del mundo moderno y de sus ideologías. No se trató de una rebelión crítica racional exclusivamente, sino pasional, sensible. Esa crítica fue el arte moderno.




[1] Si la ciencia, como creación humana y por tanto, del lenguaje, puede ser totalmente objetiva no es tema central de este ensayo. De ello he escrito en anteriores ocasiones. De cualquier modo, apoyo la idea de Kant: si bien como toda creación humana, no puede ser exacta ni objetiva, sí ha creado una serie de criterios de verificabilidad que resultan idóneos para sus fines. Sin embargo, ello no nos debe hacer olvidar que, por ser producto de una cultura, inevitablemente hacemos entrar sus resultados dentro de nuestro sistema ideológico.

[2] Por más que la ciencia hable de una continuidad entre el universo humano y el natural, esto no se ha visto reflejado en nuestra manera de actuar frente al mundo, lo cual es una de las limitaciones actuales

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