La
recreación del mundo
La experiencia artística,
como la religiosa, a la que se asemeja al grado de ser en un inicio
inseparables, se confunde con los orígenes mismos del ser humano. La
contemplación de aquello que está más allá de los límites de la conciencia es
probablemente el origen de esa misma conciencia.
Es posible explicar el
nacimiento del lenguaje (y con él, de la conciencia y por tanto, del mundo
humano) en esa experiencia inefable. A saber: la contemplación del universo, de
aquello que no se es —de aquello otro, ajeno— lleva a la conciencia del ser, que se define de manera
negativa. Al intuir lo que no es,
tiene una primera aproximación a la noción del yo. Ese germen de la noción del
yo, nacimiento de la conciencia, lleva a la angustia, pero también al
conocimiento de todo aquello que lo rodea. Esta sorpresa física ante el universo es el origen de la intuición de un orden
que lo excede, que es el sentimiento de lo sagrado; de su admiración estética,
origen del arte y de su meditación racional, nacimiento de la especulación
lógica y, posteriormente, científica. Tanto arte como ciencia y religión son
inexplicables sin esta experiencia cuyo origen comparten. Y esta experiencia es
inasible sin un lenguaje que, en primera instancia, permita expresar y luego
explicar aquello que se presenta a los sentidos. Este lenguaje, que es
convencional, es también aquello que le da presencia
real a aquello que no era sino una serie de estímulos. El lenguaje en primera
instancia expresa y con ello, da concreción al universo. Nace de la
contemplación y lleva a la expresión de aquello: poiesis en el sentido griego, da forma a aquello que sólo era
potencia de ser.
De esta manera, aunque el
lenguaje es una convención social, al mismo tiempo es aquello que permite al ser
humano darle concreción al mundo material: sin él, aquello otro es
in-significante, carece de realidad. Sólo al ser nombrado el mundo es
concebible.
Sin embargo, ese mismo
lenguaje que le da razón y orden al universo, lo aprisiona en unos límites que
no son los suyos, sino los del hombre. Cada lenguaje, al convertirse en sistema
(lo que es inevitable para que funcione de manera social, lo que le es
inherente), vuelve a esconder la
realidad tras un velo: el vocablo. Así, en un primer momento instaura la
realidad para después abstraerla tras una significación única. Para que la
realidad vuelva a aparecer tras ese velo es necesario renovar aquel pacto
inicial: re-presentar el asombro ante la realidad. De las tres grandes formas
del lenguaje, la religión —cuando se cumple— tiende al silencio más allá de los
significados, a la mística; la ciencia, a la explicación lógica de los
mecanismos, a la ilustración; el arte busca la recreación física de la
experiencia primera, el regreso al origen, la re-creación.
A lo largo de la historia
humana, el arte ha acompañado a las sociedades desde sus primeras
manifestaciones. Inseparable en sus orígenes de la religión (o mejor habría que
decir, de lo sagrado), le da forma a aquello inefable. Al hacerlo, otorga un
lugar en el mundo a los relatos y sentidos: funda. Forma mitos y con ello,
permite sufrir ese orden universal.
La modernidad nació después del gran mito de Occidente, al
cual, el arte medieval sirvió de formas espléndidas. Sin embargo, con su caída,
la diferencia entre arte y vida —entre realidad y ficción— se consumó.
Si la retórica cristiana
abjuró de las mitologías y propuso una sola verdad eterna, la modernidad abjuró
de lo eterno y propuso la paradoja de una intemporalidad histórica. Las
verdades ya no se refirieron a un evento histórico aislado, a una revelación,
como tampoco se vincularon con aquella verdad original que funda el devenir
(como los mitos precristianos[1]),
sino en una verdad objetiva e intemporal que, para las ideologías, se
consuma en el transcurrir histórico o, para las ciencias decimonónicas, carece
de límites temporales.
Hay diferencias entre la
idea de objetividad y de intemporalidad de la ciencia decimonónica y de las ideologías
modernas. Mientras la primera se concebía —y en el imaginario social, se
concibe— como una verdad absoluta y aplicable a todo el universo conocido en
cualquier tiempo posible; la segunda sin dejar de llamarse objetiva, parte de
la idea de desarrollo histórico que el hombre consuma con sus actos (aunque
Marx, por ejemplo, piensa que esto no depende de la libertad humana, sino que
es independiente de la voluntad del individuo, una ley natural ; Hegel, por su
parte, opina que la libertad radica en el Espíritu, no en el individuo).
El arte en un mundo como
el moderno, basado en una supuesta objetividad que pretendía dejar de lado
(aunque nunca lo haya conseguido) los aspectos afectivos y espirituales de la
realidad[2],
no encontró el sitio que en otras épocas.
Esto no significa que el
arte como poiesis haya dejado de
estar presente en nuestra vida. La ciencia, por más objetiva que se declare,
tiene necesidad de crear códigos, palabras, imágenes que hagan visible aquello de lo que habla. Todo
decir es un ritmo y todo ritmo encarna en un tiempo. Las grandes cosmologías
modernas tienen no poco en común con las ideas de los filósofos de la
antigüedad, y éstas se convierten —encarnan— en imágenes. La ciencia no excluye
a la poesía (como la poesía no excluye al sentido: lo pone entre paréntesis).
El símbolo “0” que encierra un concepto tan arduo[3]
fue una creación estética genial.
La imaginación continuó
creando imágenes que diesen sentido al mundo moderno, tanto a la ciencia
moderna como, de manera más abierta y declarada, a las pasiones ideológicas que
atravesaron los siglos precedentes. Sin embargo, esta creación al servicio de
la ideología y la política no fue la única ni con mucho la central en la época
moderna: a diferencia de las épocas precedentes, no hubo una convivencia entre
la idea de mundo y su arte. En un mundo que negaba la razón de ser de la
actividad artística, una parte de los creadores convirtió su obra en propaganda
y la otra, empezó un diálogo polémico que atravesó los pasados siglos.
Con el romanticismo, el
arte estableció una nueva idea de lo
sagrado y, con ello, polemizó con el mundo que lo rodeaba: intentó restaurar
aquello que la ideología había despreciado.
El romanticismo, como arte
moderno, buscó incidir en la realidad de manera revolucionaria. En ese sentido
comparte varias características de las ideologías: la relación polémica y
dialógica con el pasado; la creación de esquemas programáticos… A diferencia de
las ideologías políticas, empero, era imposible para él dejar de lado la cualidad
misma del arte: formar ideas de mundo sensibles; mitologías.
Así, aunque el
romanticismo en efecto no fue ajeno a la realidad política de su tiempo e
intentó de diversas maneras incidir en el mundo social —con desigual fortuna—,
también fue una reacción ante la forma de pensar que había creado tal mundo en
primer lugar. La crítica de muchos artistas llegó no sólo a las instituciones
del mundo burgués, sino a la misma forma de pensar que les había dado origen.
Así, el romanticismo
revaloró el sueño, el deseo y la belleza que las ideologías modernas poco
habían apreciado en un principio.
El programa de los
movimientos románticos, con todas sus diferencias de forma, coincidió, muchas
veces de forma tácita, en la necesidad de recrear una imagen de mundo que diese
cuenta de los aspectos que las ideologías modernas habían relegado.
Esto resultaba natural: el
arte brinda forma, imagen y sentido, al universo. Lo hace sensible. Al dar
palabras, y forma a aquello que sólo era concepto o intuición, lo crea. Es la
representación de un universo de forma completa: su creación. Al hacer sensibles las ideas, conceptos, creencias y,
sobre todo, pasiones y anhelos, brinda una forma tangible a aquello que de otra
manera permanece incompleto.
No otra cosa hizo el arte
en la edad moderna: las grandes ideologías estetizaron su discurso y sus
rituales. Sin embargo, ante la cualidad restringida de la forma moderna de pensar,
que acotaba la realidad a tan sólo un aspecto de lo que en otras épocas se
concebía como tal, no es de sorprender que el arte, el cual tiene hambre de
totalidad (pues expresa la totalidad en imágenes) haya resultado polémico con
la idea que impulsaba esta tentativa.
La gran novedad del arte
moderno fue su cualidad crítica: crítica ante el pasado y ante el mundo en que
le tocó vivir. Si bien en gran parte se puso al servicio de las ideologías de
la Historia, esto se debió a su misma necesidad de objetar la validez de la imagen —en este sentido,
sesgada— de mundo que les dio origen. Sin embargo, tal amasiato no duró más de
unos años antes de que el discurso artístico abandonase el barco o se
convirtiese en propaganda. El romanticismo alemán y Napoleón; las vanguardias
con el socialismo… Los hermanó el ánimo polémico con el mundo en el que les
tocó desarrollarse, sin embargo, esa alianza estaba condenada al fracaso, pues
detrás de los sueños libertadores de toda ideología está ya el germen de una
idea única de mundo: de otro orden que constriñe la realidad a sus teorías. Y
esta imagen, que es la de la modernidad, es precisamente en la que el arte ya
ha perdido razón de ser.
De esta manera, el arte
moderno se caracteriza por su carácter polémico con el mundo que lo rodea. Por
vez primera en la historia, el artista es también crítico. No porque el arte
haya cambiado desde tiempos prehistóricos su razón de ser, sino porque el mundo
en el que se mueve ya no es capaz de entender aquello. Ha mutilado para sí una
parte del universo; interpretando sólo el dato mecánico, de acuerdo a su
ideología.
En este mundo, el arte debió
buscar su razón de ser como servidor de las ideologías que le dieron forma (y
muchas veces lo intentó) o mantener un ánimo polémico con el universo que lo
rodeaba. El romanticismo —que es decir, el origen de todo el arte moderno—
mantuvo ambas tendencias: a los intentos de conciliar las ideologías de la
Historia con la libertad de imaginación siguieron siempre las rupturas con el
orden establecido; la crítica y la necesidad de una imagen de mundo que borrase
las fronteras entre mundo y universo. Entre naturaleza, sueño y sociedad.
Dicha reconciliación se
manifestó desde el romanticismo y a lo largo de los movimientos que lo
siguieron como la creación de un “nuevo sagrado”. Con esto no quiero decir que
todos los artistas se hayan interesado en las religiones, establecidas o no, o
que en el arte moderno latiese un germen reaccionario. Lo primero sería una
apreciación parcial: aunque una gran parte de los artistas de los últimos
siglos se acercaron al pensamiento religioso; no todos lo hicieron y muchos
menos lo hicieron a través de una Iglesia establecida. Lo segundo resultaría
todavía menos cierto: aunque algunos ven, por ejemplo, en la fe cristiana de
los románticos alemanes una abdicación reaccionaria de sus ideales iniciales,
olvidan que la gran Francia a la que veneraron había invadido Alemania. También
olvidan que el cristianismo que reivindicaron era uno atravesado por la
angustia y la fantasía; el anhelo de igualdad y la rebeldía.
Lo que sí es posible
señalar es que en todos los grandes artistas modernos existió la pulsión de
mostrar al universo como una totalidad viviente; dueña de un sentido más allá
de los límites de un universo ordenado únicamente por reglas mecánicas. Es una
intuición (porque no siempre cristalizó como una idea) que animó tanto a Klee
como a Odilon Redon; a Ginsberg como a Hölderlin; a Rimbaud como a Mondrian. El
universo se percibe como un tejido de signos. Incluso los autores alejados u
opuestos a estas ideas por motivos políticos santificaron al mundo. Neruda, tan
alejando del mundo de las teorías, pero con un sentido casi animista de las
presencias cotidianas; Orozco, cuya gesta es la puesta en escena de una pasión
cuyo Cristo es el ser humano, sus sufrimientos y su final caída: parte de un
mundo de explosiones telúricas. Inclusive movimientos aparatosamente opuestos
al romanticismo no son más que un disfraz no siempre afortunado de la glorificación
de las pasiones. Aun para aquellos que sirvieron a una causa política, aquella
se mostró no como la presentaban los teóricos, sino como una pasión religiosa.
Así, en aquellos más cercanos a las ideologías de los pasados siglos, esa
pasión adquirió una forma que los hizo capaces de ejercer la crítica de un
mundo que se percibía inicuo. No hay que olvidar que tanto como la apariencia
de orden, la gran idea que movió al tiempo moderno fue la posibilidad de
transformar ese orden. A la empresa de Marx “cambiar al mundo”, Rimbaud
respondió “cambiar al hombre”.
La crítica de los artistas
al mundo moderno, sin embargo, sólo fue posible en una edad crítica como la de
los pasados siglos. No es sorprendente: a la edad de la razón crítica, donde la
idea de cambiar al mundo enseñoreó la imaginación social no podía sino
corresponder un arte que, a su vez, señalase una de las faltas esenciales de
tal universo. Los artistas advirtieron los límites de la ideología moderna en
su conjunto y la necesidad de formar una imagen de mundo que integrase aquellos
aspectos de la realidad, tanto social como natural, que habían sido relegados.
Aunque en numerosas ocasiones
se ha hablado en este sentido de una tendencia al irracionalismo en el
pensamiento de muchos artistas románticos (y entre estos, sobre todo en el de
los poetas, quienes fueron los animadores más connotados de la rebelión del
arte moderno), se han llegado a los extremos de apuntar tendencias al
antirracionalismo.
Esto sólo se justifica si
entendemos como “racionalismo” la propensión propia del positivismo de desechar todo aquello que no
entre en los estrechos límites de la razón lógica empírica del Occidente
moderno. Solamente en ese sentido podríamos decir que, en efecto, las
pretensiones del arte moderno estaban en contra de tal manera de pensar.
En realidad los orígenes
del antirracionalismo político moderno (cuyos gérmenes están en la claudicación
de la autocrítica en las ideologías) son muy distintos de la polémica del arte
moderno. El fascismo, que es el ejemplo más acabado de la estetización del
antirracionalismo en la esfera política, no reniega del mundo moderno: cree en
la técnica, pero no en la crítica; confía plenamente en el cálculo, pero no en
la polémica. Su estética es ajena a los grandes movimientos artísticos: es un
arte de propaganda; una creación planificada para crear un ritual. El antirracionalismo
moderno no es propio del mundo del arte, sino de la técnica concebida como un
fin en sí misma: poder sobre el mundo y sobre los otros.
Hacer coincidir las
tendencias irracionalistas con este antirracionalismo resulta injusto, pues
nunca se trató de negar aquello que Kant bautizó como razón pura (y razón
práctica), sino de indicar, como el “prusiano puntual” hizo, los límites de los
que tal capacidad no puede pasar. Asimismo, de mostrar que hay otras formas de
construir y valorar al ser humano y al mundo todo. Que para formar una imagen
de mundo que en verdad cubra los aspectos que han sido descuidados por las
ideologías modernas es necesario no sólo estar conscientes de los límites de la
razón, sino dejar de subestimar a la imaginación, el deseo y la sensación de lo
sagrado como principios creadores de
un mundo.
La gran ambición de los
románticos no fue entronizar el antirracionalismo, sino integrar en la razón
aquellas otras facultades del pensamiento humano que fueron dejadas de lado por
el mundo moderno. Para ello, como no podía ser de otra manera, optaron por la
crítica: la gran arma del Occidente. En los grandes pensadores románticos, como
en los filósofos de la crisis de la razón, la pasión crítica se une a una
búsqueda de un sentido de mundo que dé cuenta de aquellos aspectos que
Occidente rehusó y que lo estaban minando desde dentro.
El romanticismo, que fue
un movimiento artístico, pero también filosófico, no negó a la razón moderna:
discutió con ella con su mismo lenguaje y a ello añadió la creación de algunas
de las obras más importantes de Occidente.
No es justo querer
equiparar al arte romántico con el de la época clásica o el barroco en términos
de perfección. Cada obra responde a una idea de mundo distinta y hoy observamos
en las obras clásicas algo distinto a lo que en su momento expresaron.
Diferente y semejante, pues el arte, de serlo, trasciende los espacios y los
tiempos. Es comprendido de manera distinta dependiendo de la época, pues está
sujeto a la Historia, sin embargo, su fuerza intrínseca permanece pues apela a
algo que está más allá del lenguaje. El amor, como lo entendemos hoy, es muy
distinto a lo que vivieron los griegos del siglo VII aC, sin embargo, al
escuchar las palabras de Safo, podemos reconocernos en ellas. Histórico y
transhistórico al tiempo, el arte permanece pues proporciona una imagen al
mundo.
Así y todo, es posible
afirmar que los principios que hicieron surgir al romanticismo perduraron más
allá del momento histórico que lo vio nacer e impregnaron toda la poesía
moderna. Tampoco es escandaloso afirmar que fue uno de los momentos más
fructíferos en producción artística. Esto tiene muchas razones. Empezaremos con
la más obvia (y también la más discutible): es aquella que nos precede y con la
que hemos crecido; es también aquella de la que estamos más cercanos tanto
temporalmente como en nuestra sensibilidad.
Digo que esto es obvio
pues en efecto, si el romanticismo como movimiento cohesionado y así
identificable va de los siglos XVIII al XIX, su presencia se extiende con otros
nombres hasta el siglo XX y todavía más allá. El mundo en el que vivimos si
bien no es precisamente el mismo que aquel surgido del Siglo de las luces,
tampoco significa un quiebre radical con éste. Existe una continuidad entre el
mundo moderno y el nuestro a tal grado que es posible hablar de que uno es
producto directo del anterior[4].
De esta manera, las objeciones que el arte moderno hizo a la modernidad no han
perdido vigencia y aún es capaz de señalar las faltas que no han sido
subsanadas (sino, acaso, se han agravado).
El arte moderno dialoga
con nuestro presente como nosotros dialogamos con él. Este diálogo resulta
crítico pues surge de una época polémica. No se trata de una contemplación
desapasionada, intelectual o esteticista. El arte ajeno al entusiasmo es inconcebible
y, en el caso de la época moderna, aquel entusiasmo se manifestó como un juicio
a la vez demoledor y creador. El sentido de tal juicio nos afecta de manera
directa pues somos herederos de las fallas de aquel mundo.
En un mundo como el
nuestro, en el que se ha reducido la belleza al mercado; las pasiones a la sensiblería y la polémica con el
escándalo trivial, aquello que animó al arte moderno es tan o más válido que en
su momento. La pasión por demoler un mundo; el ansia de recrearlo.
[1]
Recordemos la definición de mito en el sentido precristiano de un evento en
tiempos originales, en un tiempo fuera del tiempo, que establece el sentido del
universo.
[2] Con
la palabra “realidad” no me refiero aquí a la realidad objetiva, de la que
nunca sabremos nada con exactitud, sino de la percepción humana de lo real, la
que se nos presenta como una evidencia de los sentidos. Hablo de realidades
como el amor, el deseo; la imaginación y la belleza, que si bien no tienen una
realidad “objetiva”, son percepciones a las que nos enfrentamos diariamente.
[3]
Tan arduo que para los griegos era escandaloso y que, gracias a ese fruto de la
imaginación (de la poiesis), hoy nos
parece tan natural: ha aparecido en el mundo.
[4]
Esto es verdad a tal grado que muchos opinan que no existe diferencia entre la
idea moderna de mundo y lo que —a falta de mejor palabra— llamamos
postmodernidad. Explicaré en posteriores capítulos por qué me parece que sí
existe una diferencia, cuál es el quiebre visible y cuáles las continuidades.