miércoles, 16 de septiembre de 2015

La satisfecha víctima



México, según reza popular consigna, duele: ha sido saqueado, traicionado, vejado y mutilado.

No hay día que no lea los reproches que hace alguien al terrible gobierno, a los jerarcas de la(s) Iglesia(s), a los capitalistas voraces, a los dueños de los medios masivos, a las compañías extranjeras; a los judíos, a los españoles. O simplemente a la pinche mentalidad mexicana.

Comparto el enojo ante los barrigones satisfechos, los criminales de corbata y los ineptos disfrazados de autoridades, aunque igual temo al nacionalismo que se reviste de xenofobia. De la misma manera me llama la atención (ya no me sorprende) la satisfacción con la que esos señalamientos van seguidos del lavado de manos.

Nadie eligió a los señores del gobierno (salvo la terrible mafia del poder) ni nadie puede hacer nada contra ello. Son ellos quienes recetan ignorancia y ambiciones materiales en la televisión a una sociedad inerme y buena.

Cuando alguien apunta, con decepción o hastío, a la “forma de ser” del mexicano y así deja de culpar a un grupo de hombres “malos”, se apresura a poner distancia entre él y los “mexicanos” supersticiosos, lánguidos, pasivos e ignorantes. En este caso, la satisfacción se vuelve chocarrera herida pues implica alzarse de hombros de manera fatalista y pagada de sí: los mexicanos son así (yo no), y qué podemos hacerle. Siempre son otros los que ven la tele mientras se rascan la lonja (nosotros nos informamos en internet… o como se le diga a lo que hacemos). No somos ni nunca seremos parte de esa sociedad obsesionada por el dinero y todas sus delicias.

La xenofobia contra españoles (¿nunca acabará ese trauma por la Conquista según el nacionalismo del XIX?), estadounidenses (el malo de batalla, cuyo odio pasa del gobierno de ese país y sus empresas a sus ciudadanos mismos) y (cada vez más) judíos es la forma más cobarde de esconderse para señalar a un enemigo nebuloso y terrible a la vez.

No creo que esto sea exclusivo del mexicano. Tener la ilusión de que los problemas que nos aquejan son causados por un dios perverso, un elemento poco claro o por una fuerza irresistible que maneja nuestros destinos es una forma consumada de eludir cualquier acción y responsabilidad.

Con esto no niego que existan fuerzas que nos exceden y de las que no tenemos control directo alguno. Sin embargo, el destino no niega a la libertad.

De existir, el destino (y creo que pocos serían tan obtusos como para relacionar de forma fatalista la política doméstica con las Moiras) sería un enigma para los hombres. Azar sería su nombre humano. Libertad y destino no son antítesis, ya que el destino se crea a través de los actos. Negarse a la libertad es ya en sí mismo una elección. No hay momento alguno, aun en un universo ya establecido (porque como humanos, ese destino se nos escapa) que no sea producto de la libertad. Y de la responsabilidad que ésta conlleva.

Resulta paradójico, aunque sintomático, que al menos en lo que va de este siglo, la propensión a la queja cotidiana a través de distintos medios (pero sobre todo, de las redes sociales) va aparejada con una virtual inexistencia de nuevos movimientos sociales o ideológicos que propongan diferentes formas de vida.

Cuando se traduce la política a términos fatalistas: a personajes o grupos que, nadie sabe bien a bien por qué, buscan causar el mayor daño posible a una Patria ultrajada, se pasa a terrenos teológicos. El demiurgo malvado cede su puesto a un presidente ruin o, en dado caso, corrupto, que se deja manejar por intereses que buscan el mal de las mayorías.

Esta caricatura, que temo a nivel político tiene raíces en ciertas simplezas de algunas corrientes anarquistas, les da poderes tremendos, cuando no absolutos a los personajes públicos. Poderes que los simples ciudadanos (mortales, en términos teológicos) no podemos hacer nada para refrenar (como no tuvimos nada que ver con su aparición).

Así, nada puede cambiar dicha situación como no sea el surgimiento de otro poder sobrehumano capaz de oponérsele. La aparición de un líder que sea capaz de derribar a los dioses caníbales y establecer un reino de justicia late en esta percepción del mundo. Por ello su esterilidad: los mortales somos incapaces de oponernos como no sea a través del apoyo a las fuerzas del bien.

No es de extrañar que muchos de quienes siguen esta idea suspiren por un Estado fuerte (contra el que dicen luchar): consideran que no hay forma de oponerse al Estado, el cual, debe ser absoluto, pero “patriota” o “bueno” o “del pueblo” o como quiera llamársele según las preferencias personales. Es el derrocamiento del Dios terrible por la buena nueva del Dios de la justicia. La vieja lucha entre Ahura Mazda y Angra Mainyu.

La segunda tendencia: aquella que culpa a la “ignorancia” y apatía innata del mexicano se limita también a quejarse de una entelequia etérea: que no puede ser cambiada ni definida con claridad. La culpabilidad, en este caso, suele achacársele a la televisión, (otra vez) a los miembros de la mafia del poder, a la psicología del mexicano y demás.

Aquel que profesa esta creencia (quien curiosamente a veces también presume lo primero) no tarda en separarse de aquellos otros ignorantes. Por supuesto, no se indica en qué consiste aquella tara, si puede superarse, cómo y, sobre todo, qué pasaría si se derrotase.

Se juzga a quienes van a celebrar la Independencia, pero se les tacha de vendidos o paleros o estúpidos. Se les considera como personas corruptas o imbéciles (de nacimiento o producto del medio manipulado por los malos en el poder). Ante tal situación no puede hacerse nada como no sea seguir señalando con quejas, injurias o sarcasmos. Nada más.

¿De dónde viene esta situación? No me parece que sea nueva, aunque sí es intrigante pensar por qué no existe una crítica profunda ni al sistema político ni a la ideología que lo sustenta (que los analice e impugne como un todo, fuera de discursos maniqueos, que llevan a la inmovilidad).

Considero que gran parte de esto se debe precisamente a la inercia de la vida moderna y a su ideología. En una sociedad donde lo que se valora es la satisfacción de los deseos, nada más fácil que culpar a alguien más de no poderlos obtener y de ahí derivar la situación del mundo todo. En una sociedad donde se pretende que tal satisfacción sea inmediata y sin dilaciones, el tiempo que lleva la formulación (o lectura) de una crítica fuera de la queja superficial es imposible. Hoy se privilegia las respuestas fáciles: los señalamientos a la corrupción, imbecilidad, malinchismo y no en pocas ocasiones, traición a la Patria. Pensar algo diferente llevaría tiempo que en una cultura como la actual no está disponible.

A su vez, la escasa o nula incidencia de dichas quejas en el mundo real va aparejada a la disminución de “realidad” característica del mundo moderno[1]. Bajo este punto de vista, la falta de incidencia de las críticas, es una prueba de la fuerza de aquellos poderes ocultos; estos, a su vez, son responsables de la imbecilidad de la sociedad.

El ciclo se cierra: fuera de la aparición de alguien que ponga todo en su sitio y de la queja cotidiana, nada queda por hacer. La crítica rigurosa y el ensayo de una ideología que difiera de la moderna son pérdidas de tiempo. Nada podemos hacer y por tanto, somos inocentes.

Ya sin responsabilidades, nada mejor que señalar la corrupción de los que nos rodean y sentirnos satisfechas víctimas. No hay culpa. Podemos ir en paz.


César Alain Cajero Sánchez





[1]En otro lugar escribí sobre esta paulatina desaparición de lo “real” y de lo que conlleva:
http://larosapublica.blogspot.mx/2014/07/redes-desde-que-tengo-uso-derazon-he.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...