lunes, 3 de agosto de 2015

Bigotes, jeans y mercado



Cada cinco o diez años hay algo nuevo a lo cual seguir o a lo cual odiar.

Detrás de unos ojos vidriosos y un vaso con ginebra, la primera vez que oí el término “hipster”, aplicado a varios conocidos, fue hace quizá tres años, en una fiesta. Sonreí y asentí, pues no era la primera vez que topaba con la palabra.

La primera vez que leí la palabra “hipster” fue, casi seguro, mientras leía Aullido, de Ginsberg, en mis entonces quince años. Los “angelheaded hipsters burning for the ancient heavenly connection to the starry dynamo in the machinery of nightque en esos días idolatraba junto a Rimbaud y Eluard.

Así, cuando escuché de nuevo la palabra pensé en Jack Kerouac adormecido mientras veía la noche mexicana desde el techo de un auto.

Meses después alguien me corrigió de mi error en otra fiesta. Tras otras botellas alguien escupió en otra ocasión contra ellos al mencionar a un candidato a la presidencia más recordado por un vestido y un debate.

Una palabra de borrachera que al poco tiempo vi por todas partes, la mayor parte de las veces, aplicada como insulto, pero seguía sin quedarme claro a qué se referían aparte de bigotes.

Y con eso empezó a tomar forma el contenido de la palabra. Así, pues, por un lado me dijeron de los bigotes y la barba. Por otro, de la ropa mezcla de varias décadas junto a los lentes y la bufanda del abuelo. Luego, de la afición a los grupos independientes y poco conocidos. Posteriormente, del veganismo en la Condesa. Finalmente, hace poco, alguien me advirtió acerca de los gadgets digitales.

Una combinación tan disparatada de elementos (de los que omití en mi listado, dos o tres) me hacían casi imposible imaginar nada. Cuantimás cuando me advirtieron que un hipster nunca se presenta como hipster.

Mientras no estuve cerca de las ciudades, el término volvió a quedar como arcano sólo presente en el feisbuk que cada quince días abría. Ya de regreso; que las películas más hipster por aquí, que si escribir de tal cosa es muy hipster por acá y que si sólo son una forma de control por acullá.

Debo admitir que he usado barba; que vestir mezcla de décadas me es natural pues aborrezco comprar ropa y conservo todo… Supongo que algunos grupos que me gustan son poco conocidos (aunque en general, el rock nuevo me aburre) y hasta que tengo un teléfono y cuando el frío está canijo, uso bufanda. No vivo en la Condesa ni soy vegano. Lo que, supongo, no me salva del fuego.

Todavía recuerdo que cuando iba a la universidad, la predilección sobre a quien odiar o seguir eran unos cuates que se hacían tamaños copetones de lado, se pintaban los ojos muy llamativamente y escuchaban grupos de lo más horrible. Emos, les decían.

Era algo mucho más adolescente, en efecto, pero igual había furia contra esos “maricas” y hasta golpes en la glorieta de Insurgentes se lanzaron.

Otros años más; aquello de los Strokes, quienes me gustaban bastante, y los peinados cuidadosamente despeinados.

No sé si los hippies (cuyo nombre, por cierto, significa “pequeños hipsters”) en su momento fueron vistos con tanto odio por quienes los precedieron. Lo que sí veo es una diferencia radical entre aquellos y estos, a la vez que una continuidad no prevista.

Los hippies (y como movimiento juvenil, los beatniks) en efecto, quisieron cambiar su forma de vida. No se limitaron a expresar su inconformidad, sino que vivieron, al menos por algunos años, de acuerdo a ello. Las comunas, la vida ajena al mercado; el antimilitarismo y las manifestaciones en contra de la política, motivaron el empleo de la palabra “contracultura”. Con ella se etiquetó a aquellas expresiones culturales (es decir, que se concretaban en una cultura, con una forma de vida particular, lo que las hacía diferentes a los movimientos políticos) que eran abiertamente distintas a la cultura imperante; que la rechazaban.

Con sus diferencias, es posible nombrar como contracultura también a los punks en los setenta. Con ellos llegó la confrontación violenta, el rechazo visceral y la búsqueda de una identidad individual que ponía menos énfasis en los compromisos comunales que  la contracultura de los sesenta.

De estos dos movimientos surgieron otros que, ya ponían más atención a la comunión entre los miembros (como los hippies) o ya a la individualidad (como los punks). No importa. Con excepciones como la cultura hardcore del straight edge (la cual, hay que señalarlo, fue muy minoritaria) y ciertas aristas de la cultura hip-hop, la confrontación con la sociedad se fue diluyendo poco a poco hasta que del nombre “contracultura” no quedó a fines del siglo pasado sino un recuerdo desleído y paradójico.

Queda la fachada, en efecto. Pero si hablar de “contracultura” era exagerado a fines de los noventa, ¿qué se puede decir de lo que ha sucedido en este inicio de siglo? Sería más adecuado hablar de subculturas pues aunque resguardan el culto a la apariencia, el uso de un uniforme y la creación de códigos culturales más o menos reconocibles, no existe ya ni sombra de rechazo a la cultura dominante sino, en ocasiones, como un discurso endeble e impostado. No se trata de “inautenticidad”, sino que tales cuestiones ni siquiera se pasan por la mente de los miembros de estas subculturas. Pueden cuestionar estéticamente, como una “posición de vida” heredado de las contraculturas precedentes, pero no hay ninguna acción al respecto. No veo que deban ser juzgados por ello, como los miembros de subculturas de otro tipo (fanáticos del anime, de la música de fusión norteña, de los deportes extremos) no son juzgados; sólo señalar que se trata de algo muy distinto. Que el tránsito del símbolo a la imagen ha concluido.

Ha concluido el tránsito, ¿cuándo empezó?

He ahí la imprevista continuidad. En cierta manera, desde siempre: desde la formación de las culturas juveniles.

¿Eran en verdad los hippies revolucionarios e iban en contra de la cultura establecida o sólo eran tolerados porque su rebeldía era epidérmica; desvaríos de la juventud? No dudo que miles creyeron en verdad en hacer un cambio; en que era posible vivir de otra manera. Lo creyeron durante años, algunos incluso décadas. Al final, todo ello desapareció. No fue necesaria la represión pues la sociedad moderna es absoluta: devora aquello que pretende estar en su contra.

Y transforma la rebeldía en dinero.

Transformar la efigie del Ché o la indumentaria regional en símbolos de moda no es nuevo. En los setenta, la ropa punk invadió los grandes almacenes al igual que en los sesenta el pelo largo fue asimilado después de unos años de resistencia… La moda, el estilo, siempre representan una novedad y en una sociedad inflexible y esclerótica, un reto. Sin embargo, el elemento más flexible en la sociedad moderna, el mercado, que se adapta a todo mientras no ponga en peligro sus ganancias no sabe de costumbres ni de tradiciones. Sabe de negocios.

Y el mercado sustituyó a las ideologías esclerotizadas, por lo que la moda devoró a cualquier contracultura.

Pasado el horror a cualquier modita (y el odio de los de la vieja guardia, quienes no se acostumbran a las mieles del mercado que también a ellos sacó dinero y luego abandonó), se muestra sólo como algo apenas pasajero. Algo que dejará algún dinero y varios recuerdos en quienes se emocionaron por unos bigotes y sentido de pertenencia a una comunidad que los aceptó.

¿Por qué el odio a los mentados hipsters? ¿Son ridículos? Depende, pero también los punks fueron tildados de esa manera. ¿Son pretenciosos? Qué decir de los beatniks, aquellos pioneros que convirtieron a la beat generation en un éxito de mercado y compraron miles de cafeteras y de jeans. ¿Son inauténticos? Todos los movimientos juveniles, todas las modas, han dejado de seguirse en cuanto pasan. Y todo pasa.

Todo eso de las moditas me da una flojera enorme. Creo en un cambio cultural, el único que en verdad llamaría “revolución” es ése. Pero un verdadero cambio cultural empezaría por en verdad criticar los fundamentos del mundo moderno: las ideas de poder, cambio, progreso, beneficio; dominio. Lo demás no pasará de gestos histriónicos.


¿Por qué odian tanto a los hipsters? Creo que un amigo dio en el clavo y en un momento de franqueza me dijo: “porque se quedan con las chavas que me gustan”.



Yo mero

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