lunes, 29 de diciembre de 2014

Viva el rey

Hoy Huberto Batis cumple 80 años. Hace unos meses, la facultad de Filosofía y letras le organizó un homenaje por sus 50 años dando clases. Siempre, a diario, miles de alumnos y exalumnos le agradecen su presencia en suplementos, libros y aulas.

Entrar a la carrera de letras y desconocer quién es Huberto Batis era, hasta hace pocos años, algo apenas imaginable. Era uno de esos maestros que generan a su alrededor pasiones encontradas.

Todo aquel de mi generación recuerda el día en que Huberto, en uno de sus entonces constantes arrebatos, le mentó la madre a un compañero que no sabía el uso básico de las mayúsculas. Ese episodio, el cual además llevó a Batis a un proceso ante la censura pedagógica, decidió su suerte ante muchos. Todavía hoy, al mencionarlo, es de esperar un cúmulo de descalificativos o de elogios.

Por un lado los apuntes a su forma de ser: grosera, malhablada; a sus métodos “prehistóricos” de tratar a los alumnos; a su pedagogía “medieval”. Por el otro, elogios a su valentía, a su labor como formador de escritores, a su apertura a la creación artística (inclusive a aquella que detesta), a su desenfado; sobre todo, a su sabiduría y a su capacidad narrativa.

De lo primero puedo decir que en general son ataques de personas que se asustaron durante la primera semana de clases y, desde fuera, colmaron de calificativos al “ogro” Batis.

En efecto, Huberto no mide sus palabras ante nadie y ante nada. Sus mismos amigos no son inmunes a sus reconvenciones. Sin embargo, también es cierto que es de quienes siempre están atentos a lo que alguien tenga que decir. No es de aquellos que tema al diálogo o a la discusión, sin importar si se le critica o se le corrige. No temerle a las palabras y a la discusión es una importante lección en un medio donde la hipocresía disfrazada de corrección política campea; donde la discusión es baja y llena de rencores y envidias. Donde el ninguneo y la maledicencia en murmullos es común.

Indudable que quienes hacen del disimulo y del elogio insincero su forma de vida deben odiar a Huberto. Le ha costado muchas cosas. Mucho más, sin embargo, ha dejado en el habitualmente aletargado cuanto malicioso mundo de las letras: sacar al aire libre aquello que por lo normal está encerrado. Sólo a partir de eso es posible la discusión.

Los alumnos, sin duda, fueron (y digo fueron porque esto ya no es así: los años pasan para todos) uno de los blancos preferidos de las reconvenciones de Batis. Muchos de sus incondicionales me dicen del miedo que tenían a sus regaños y cómo ese terror los impulsó a investigar más, a leer más de lo que pedía la carrera. Los señalamientos de redacción de Huberto, frente al grupo, pulieron la redacción de generaciones.

Y aun así, Huberto como persona distó siempre de ser uno de esos profesores inabordables. Muchas generaciones vieron cómo alentaba a sus alumnos a escribir; a leer y a pensar. Fue tan lejos como para abrir las puertas de sus casas (las publicaciones y aquella donde pernoctaba) a muchos alumnos. Famosas son las pláticas en su casa de Tlalpan donde los entonces nóveles escritores lo escuchaban, discutían. Y donde los pasillos de ese laberinto maravilloso que es su biblioteca se les revelaban.

El método elegido por Huberto no es, ciertamente, aquel que los pedagogos modernos recomiendan. Aterrados por el fantasma de lo correcto y por la palabrería dizque pedagógica, parecen olvidar que sin la lectura no puede existir conocimiento. En sus clases, Huberto no da una bibliografía básica ni un plan de trabajo; no hay para él un camino único de aprender fuera de la curiosidad y de la lectura constante. No es su clase un taller con ejercicios fuera de lo más básico: es una donde se incitará la imaginación del alumno; donde se le invitará a investigar por sí mismo. Y a redactar a su manera; a leer sin tener un mapa que lo salve de caídas y descubrimientos. La idea de la lectura sin caminos cortos ni atajos tramposos es la que guía al magisterio de Huberto. Un método que asustará a aquel acostumbrado a hacer el menor trabajo posible y a obtener por ello aplausos.

Por otro lado, aquellos que lo admiran muchas veces pasan por alto que si bien su figura es extraordinaria, él enseñó antes que nada a no callar los desacuerdos.

De su capacidad narrativa (una muy barroca, por cierto, llena de elipsis), pocos estarán en desacuerdo. Es pasmosa la manera en que a partir de una anécdota, construye una narración llena de sutilezas, de apreciaciones y de detalles. Asimismo, la manera en que retoma la anécdota original de maneras que su auditorio apenas se da cuenta cómo.

Muchas de estas anécdotas han sido puestas por escrito por el mismo Huberto en libros como Lo que cuadernos del viento nos dejó o Por sus comas los conoceréis (barrocos desde el título), aunque hay que admitir que todavía nos debe un libro donde haga en papel lo mismo que logra en sus clases y pláticas.

Todo hay que decirlo, después de mucho tiempo, Huberto recurre ciertos temas y personajes de manera obsesiva. El éxito que generan sus anécdotas sobre Octavio Paz entre las nuevas generaciones (que lo leen tan poco como lo critican), muchas veces opaca sus generosas apreciaciones sobre éste y otros escritores que hoy no gozan de popularidad entre el público letrado. También es de extrañar que tales juicios no se apliquen a los escritores que se dicen “rebeldes” y que hacen de la incompetencia (o de las becas) su forma de vivir.

Huberto formó a muchas generaciones de ensayistas y escritores tanto en las aulas de la FFyL como en las páginas de sábado. Tiene la cualidad de apreciar el talento de sus alumnos y colaboradores y de saber alentarlo. La literatura de los setenta hasta los noventa del siglo XX es inentendible sin él.

A partir de inicios del pasado siglo, su actividad ha disminuido en este sentido. Ya por el menor interés de los jóvenes, ya por la ausencia de un medio que esté bajo la dirección de Huberto. Es de admirar que en sus suplementos, no se limitó a formar un pequeño grupo de colaboradores, sino que lo abrió a muchos escritores de formas y tendencias que incluso iban en contra de su idea de la literatura y de sus gustos personales. Esto llevó a veces a la disminución de calidad de los suplementos, pero también a que permanecieran cercanos al público y a la literatura viva. Un pie en la Academia y otro en la calle, esa es la idea que anima a su labor editorial.

La valentía con la que se atreve a ventilar opiniones y anécdotas que pueden enemistarlo con otras figuras de la literatura nacional es de aplaudir. Como también es de criticar que muchas veces por ello hay generaciones de jóvenes que confunden la vida de un escritor con la valoración de su obra. Y que, como ya mencioné, la obsesión con ciertos personajes raya en la monotonía.

Poco hay que decir de la cantidad de datos, anécdotas y conocimientos que posee Huberto. Una clase bien llevada por él será fructífera en todo sentido. Ya por un dato oscuro, ya por una recomendación bibliográfica o una observación novedosa de un tema.

Hace varios meses, a mi regreso de un largo viaje, escribí un ensayo sobre Huberto donde señalé que sus clases ya no son aquellas que yo conocí. Pero pocos leyeron que esto primordialmente se debe a que los alumnos no esperan lo que Huberto puede dar.

Sus clases sin la intervención de los alumnos —con generaciones de personas que no leen, que temen opinar o carecen de curiosidad—, están condenadas a naufragar. Acostumbrados a la dirección de la mano de sus profesores, del orden y la valoración positiva de la obediencia, son incapaces de comprender la clase de Huberto. Más si el ya famoso método mayéutico ha dado paso a un Huberto más cauteloso.

Los años pasan. Sin embargo…

Sin embargo no hay clase de Huberto donde yo no haya aprendido algo.

Me dijo Huberto que está haciendo sus trámites de jubilación. Ya no más clases de Teoría literaria, de Taller de Investigación; de Taller de revista.

Batis debe estar cansado. Después de sus enfermedades y pérdidas es natural.

¿Qué quedará de la facultad cuando Huberto haya dado su última clase? Llena de personajes de dudosas capacidades (aunque muy pedagógicamente ordenaditos), me temo qué será de esas clases sin él.

Mientras, no tengo más que celebrar a mi querido maestro; a nuestro maestro siempre.

Huberto Batis: viva el rey.




César Alain Cajero Sánchez

sábado, 27 de diciembre de 2014

Dos crímenes

La historia que voy a contar, empieza una noche
en que la policía violó la Constitución.


Ahora que está de moda hablar de crímenes de Estado —y de conspiraciones de la banca internacional, y de Tlatelolco, y de Díaz Ordaz, y de peinados de copete, y de Peña Nieto, y de efigies de mandril— creo que sería interesante revisar lo que se entendió con estas palabras en el siglo XX y las diferencias con los hechos de Ayotzinapa (el cual no es un caso aislado, pero sí aquel que representó un cambio en el discurso social ante el terror).

Como es obvio, hay que señalar que el crimen de Estado moderno nace junto con las naciones tal como se entienden en tal época, con todo a que existan antecedentes pronunciados.

El Terror de la Revolución francesa si no fue el primer caso de este tipo de crímenes, sí fue aquel que, al fin, puede considerarse el ejemplo más depurado de lo que esto significó en la modernidad.

A saber: los crímenes realizados por el Estado revolucionario francés estuvieron motivados no por ambición personal ni por la demencia (o no fueron el motivo determinante), sino por la pureza del régimen, del país: por la Verdad. Los grandes crímenes de los pasados siglos fueron cometidos en nombre del bien común.

Cuando Hitler masacró a judíos y gitanos lo hizo para librar al mundo de aquello que consideraba equivocado y pernicioso; cuando Stalin ordenó la política de terror fue para librar a su pueblo de las desviaciones de la Historia; cuando los líderes estadounidenses escogieron el exterminio de los pobladores indígenas en las Guerras indias, lo hicieron para proteger al pueblo elegido. Cuando Robespierre mandó a la guillotina a sus compatriotas fue por el amor incorruptible a su mismo pueblo.

La existencia de una verdad superior ideológica, llámese Destino manifiesto, lucha de clases o supervivencia de la raza llevó a tales extremos. Sus antecedentes fueron los cruzados del Medioevo y los guerreros musulmanes, pero su actuación fue metódica e inspirada en una ley pública. La profesionalización del crimen, su redención por un principio superior ideológico, fue la marca de los tres pasados siglos, cuando la idea del Dios trascendente —que tanto se le parece y que tantos crímenes provocó, a su manera todavía artesanal— descendió a nuestro mundo: revelada por el hombre para el hombre mismo.

Ayotzinapa y los crímenes similares en la mayor parte del mundo (todavía quedan resabios del antiguo régimen en ciertos países: Españas de una nueva época) no obedecen, empero, a esta misma dinámica.

La idea de una verdad superior, ubicada en un futuro donde la humanidad habrá de encontrarse liberada, ya no goza de la popularidad que tuvo en los pasados siglos. La búsqueda de ese paraíso ha pasado del futuro habitado por nuestros hijos al presente habitado por nosotros. Por ese nosotros que ha pasado a llamarse YO. El yo y todos los yoes.

Si el reino prometido por Dios en la Tierra se transformó durante la modernidad en la idea de la humanidad dueña de su destino; hoy, ella misma ha mutado en la concepción de la felicidad como la satisfacción inmediata de los deseos y las ambiciones. El placer ciertamente es una sensación corporal, pero su apreciación radica, también, en las expectativas y cultura de aquellos que lo sienten. Para una época alejada lo mismo de la naturalidad como del refinamiento, esto se traduce en las drogas como un pasatiempo; en el poder como ostentación y en el acto sexual como posesión.

Nada de esto es nuevo: sí lo es la valoración que de ello hacemos.

Las drogas en el pasado fueron un rito; en la modernidad, un reto. Hoy, son una forma de pasar el rato.

El deseo fue una herejía; un sacramento y hoy, simple competencia por tener orgasmos. También el poder pasó de ser una tarea divina a una misión histórica y de ahí a ser primordialmente una ostentación. “Yo puedo y por tanto lo hago”.

La valoración que hace la modernidad existió en el pasado, pero como desviación de la norma (o agradable condimento al sabor de la verdad); hoy, es el pasado el que nos parece un extravío supersticioso. En un mundo donde el presente es la medida, no hay más trascendencia que la que un instante de placer inmediato brinda.

La postergación del placer no tiene sentido en un mundo así. Y ese placer esperado es marca del refinamiento. Un placer que no pueda ostentarse también carece de sentido para esta valoración del universo, pues hoy más que nunca somos ante los otros.

La naturalidad es marca del mundo anterior a las civilizaciones: la no significación. Hoy se es para ser visto. Perversión de “soy otro cuando soy, los actos míos son más míos si son también de todos”: “otro es mío cuando soy”.

Si el Dios trascendental de la religión ha muerto y su relevo, el principio superior de la ideología se ha desvanecido, ¿qué queda?



No. El peligro de esta era no son las grandes celebraciones de masas (aunque no está de más admitir ese peligro por la cantidad de ilustrados nostálgicos que gritan por su regreso) sino la atomización y la creación de pequeños tiranos.

El Dios del mundo que nace tiene señas conocidas: puede poseerse; sólo contesta a quien lo posee y gracias a él se puede conseguir (casi) todo lo imaginable de forma instantánea y efectiva. ¿Alguien quiere que diga su nombre?

El culto al dinero ha tomado muchas formas; la adoración al oro; la ambición medieval; la acumulación capitalista. Sin embargo, aun en el mundo moderno, la pasión por él se enmascaraba con un disfraz de trascendencia. Hoy, en cambio, ha encontrado a un mundo a su medida y sin otros cultos que sean capaces de medirse con su poder. Él es cierto y comprobable. Su medida es el ahora. Un paradójico ahora ajeno a la vida. Señor del mundo humano que es el que ya habitamos para siempre.

Ayotzinapa no fue un crimen de Estado en el sentido moderno del término porque no fue cometido en nombre del bien: de la Verdad de esa época. Aquellos fueron inmolados en nombre de la única verdad que hoy vale: el dinero y el poder inmediato.

Díaz Ordaz mató en nombre de la nación. Vivió y murió pensando en que hizo el bien a todos. De décadas para acá, ese discurso ha desaparecido.

¿Abarca mató en nombre del país?, ¿de su estado?, ¿por el bien de sus ciudadanos? No: lo hizo en nombre de sí mismo.

En el pasado la política podía manejar al capital y crear crímenes en contubernio. Hoy, es el capital el que maneja a la política, pues él maneja el ahora: cumple los deseos.

La era del nosotros dio paso a la del Yo. La era de la ideología, a la de las finanzas personales.

¿Crimen de Estado? Más bien: crimen de un nuevo tipo de Estado. Crimen que usó al viejo Estado  nacional para conseguir sus objetivos.

Lo peor es que mientras no se critique ese mundo, esto seguirá pasando. Mienten quienes dicen que no seríamos capaces de identificarnos con quienes perpetraron estos asesinatos. Qué alivio de conciencia señalar a los malos, a los perversos. Pero por defender nuestros privilegios y los de nuestra tribu más cercana, ¿alguien dudaría en emplear los medios a su alcance?

Quizá son más malos. Quizá sólo cuenta con más poder.

La crítica al Estado debe seguir. La crítica al Yo debe empezar.

O todos los yoes seguirán matando.

Perversión de los sueños del presente, quizá sólo el otro presente pueda despertarnos de la pesadilla.




César Alain Cajero Sánchez
Publicado hace más de 70 años, este escrito del entonces joven Octavio Paz sigue siendo un referente cuya lectura señala muchos puntos para comprender y criticar el mundo moderno y el nuestro. No sólo por personas de letras: por todos.

Poesía de soledad, poesía de comunión


La realidad –todo lo que somos, todo lo que nos envuelve, nos sostiene y, simultáneamente, nos devora y alimenta– es más rica y cambiante, más viva, que los sistemas que pretenden contenerla. A cambio de reducir la rica y casi ofensiva espontaneidad de la naturaleza a la rigidez de nuestras ideas, la mutilamos de una parte de sí, la más fascinante: su naturalidad. El hombre, al enfrentarse con la realidad, la sojuzga, la mutila y la somete a un orden que no es el de la naturaleza –si es que ésta posee, acaso, equivalente a lo que llamamos orden– sino el del pensamiento. Y así, no es la realidad lo que realmente conocemos, sino esa parte de la realidad que podemos reducir a lenguaje y conceptos. Lo que llamamos conocimiento es el saber que tenemos sobre cualquier cosa para dominarla y sujetarla.

No quiero decir, naturalmente, que la técnica sea el conocimiento. Pero aun cuando sea imposible extraer de todo conocimiento una técnica –o sea: un procedimiento para transformar la realidad– todos los conocimientos son la expresión de una sed de apoderarnos, en nuestros propios términos y para nuestros propios fines, de esa intocable realidad. No es exagerado llamar a esta actitud humana una actitud de dominación. Como un guerrero, el hombre lucha y somete a la naturaleza y a la realidad. Su instinto de poder no sólo se expresa en la guerra, en la política, en la técnica; también en la ciencia y en la filosofía, en todo lo que se ha dado en llamar, hipócritamente, conocimiento desinteresado.

No es ésta la única actitud que el hombre puede asumir frente a la realidad del mundo y de su propia conciencia. Su contemplación puede no poseer ninguna consecuencia práctica y de ella es posible que no se pueda derivar ningún conocimiento, ningún dictamen, ninguna salvación o condenación. Esta contemplación inútil, superflua, inservible, no se dirige saber, a la posesión de lo que se contempla, sino que sólo intenta abismarse en su objeto. El hombre que así contempla no se propone saber nada; sólo quiere un olvido de sí, postrarse ante lo que ve, fundirse, si es posible. en lo que El asombro ante la realidad lo lleva a divinizarla; la fascinación y horror lo mueven a unirse con su objeto. Quizá la raíz de esta actitud de adoración sea el amor, que es un instinto de posesión del objeto, un querer, pero también un anhelo de fusión, de olvido, y disolución del ser en «lo otro». En el amor no sólo interviene el instinto que nos impulsa a sobrevivir o a reproducirnos: el instinto de la muerte, verdadero instinto de perdición, fuerza de gravedad del alma, también es parte de su contradictoria naturaleza. En él alientan el arrobo silencioso, el vértigo, la seducción del abismo, deseo de caer infinitamente y sin reposo, cada vez más hondo, y la nostalgia de nuestro origen, oscuro movimiento del hombre hacia su raíz, hacia su nacimiento. Porque en el amor la pareja intenta participar otra vez de ese estado en el que la. muerte y la vida, la necesidad y la satisfacción, el sueño y el acto, la palabra y la imagen, el tiempo y el espacio, el fruto y el labio, se confunden en una sola realidad. Los amantes descienden hacia estados cada vez más antiguos y desnudos; rescatan al animal humillado y al vegetal soñoliento que en cada uno de nosotros; y tienen el presentimiento de la pura energía que mueve el universo y de la inercia en que Se transforma el vértigo de esa energía.

A estas dos actitudes pueden reducirse, con todos los peligros de tan excesiva simplificación, las innumerables y variadas posturas del hombre frente a la realidad. Las dos se dan con cierta pureza en la magia y la religión de las sociedades arcaicas (aunque, en rigor, ambas sean inseparables, pues en toda actividad mágica hay elementos religiosos y a la inversa). Si el sacerdote se postra ante el dios, el mago se alza "frente a la realidad y, convocando a los poderes ocultos, hechizando a la naturaleza, obliga a las fuerzas rebeldes a la obediencia. Uno suplica y ama; otro, adula o coacciona. Ahora bien, la operación poética ¿es una actividad mágica o religiosa? Ni lo uno ni lo otro. La poesía es irreductible a cualquier otra experiencia. Pero el espíritu que la expresa, los medios de que se vale, su origen y su fin, muy bien pueden ser mágicos o religiosos. La actitud ante lo sagrado cristaliza en el ruego, en la oración, y su más intensa y profunda manifestación es el éxtasis místico: el entregarse a lo absoluto y confundirse con Dios. La religión –en este sentido– es diálogo, relación amorosa con el Creador. También el poeta lírico entabla un diálogo con el mundo; en ese diálogo hay dos situaciones extremas: una, de soledad; otra, de comunión. El poeta siempre intenta comulgar, unirse (reunirse, mejor dicho), con su objeto: su propia alma, la amada, Dios, la naturaleza... La poesía mueve al poeta hacia lo desconocido. y la poesía lírica, que principia como un íntimo deslumbramiento, termina en la comunión o en la blasfemia. No importa que el poeta se sirva de la magia de las palabras, del hechizo del lenguaje, para solicitar a su objeto: nunca pretende utilizarlo, como el mago, sino fundirse a él, como el místico.

En la fiesta o representación religiosa el hombre intenta cambiar de naturaleza, despojarse de la suya y participar de la divina. La misa no sólo es una actualización o representación de la Pasión de Jesucristo; es también una liturgia, un misterio en donde el diálogo entre el hombre y su Creador culmina en la comunión. Si mediante el bautismo los hijos de Adán adquieren esa libertad que les permite dar el salto mortal entre el estado natural y el estado de gracia, por la comunión los cristianos pueden, en las tinieblas de un misterio inefable, comer la carne y beber la sangre de su Dios. Esto es, alimentarse con una substancia divina. con la sustancia divina. El festín sagrado diviniza, lo mismo al azteca que al cristiano. No es diverso este apetito al del enamorado y al del poeta. Novalis ha dicho: «El deseo sexual no es quizá sino un deseo disfrazado de carne humana.» El pensamiento del poeta alemán, que ve en «la mujer el alimento corporal más elevado», nos ilumina acerca del carácter de la poesía y del amor: se trata, por medio del canibalismo ritual, de readquirir nuestra naturaleza paradisíaca.

No es extraño que la poesía haya provocado el recelo, cuando no el escándalo, de algunos espíritus que veían latir en ella, en una actividad profana, el mismo apetito y la misma sed que mueven al hombre religioso. Frente a la religión, que sólo existe si se socializa en una iglesia, en una comunidad de fieles, la poesía se manifiesta sólo si se individualiza, si encarna en un poeta. Su relación con lo absoluto es privada y personal. Religión y poesía tienden a la comunión; las dos parten de la soledad e intentan, mediante el alimento sagrado, romper la soledad y devolver al hombre su inocencia. Pero en tanto que la religión es profundamente conservadora. puesto que torna sagrado el lazo social al convertir en iglesia a la sociedad, la poesía rompe el lazo al consagrar una relación individual, al margen, cuando no en contra, de la sociedad. La poesía siempre es disidente. No necesita de la teología ni de la clerecía. No quiere salvar al hombre, ni construir la ciudad de Dios: pretende darnos el testimonio terrenal de una experiencia. Respuesta a las mismas preguntas y necesidades que la religión satisface, la poesía se nos aparece como una forma secreta, ilegal, irregular, de la religión: como una heterodoxia, no porque no admita los dogmas, sino porque se manifiesta de un modo privado y muchas veces anárquico. En otras palabras: la religión es siempre social –excepto cuando se transforma en mística–, mientras que la poesía, al menos en nuestra época, es individual.

¿Qué clase de testimonio es el de la palabra poética. extraño testimonio de la unidad del hombre y el mundo, de su original y perdida identidad? Ante todo, el de la inocencia innata del hombre, como la religión es el de su perdida inocencia. Si una afirma el pecado, la otra lo niega. El poeta revela la inocencia del hombre. su testimonio sólo vale si llega a transformar su experiencia en expresión, esto es, en palabras. Y no en cualquier clase de palabras, ni en cualquier orden, sino en un orden que no es el del pensamiento, ni el de la conversación, ni el de la oración. Un orden que crea sus propias leyes y su propia realidad: el poema. Por ese, ha podido decir un crítico francés que «en tanto que el poeta tiende a la palabra, el místico tiende al silencio). Esa diversidad de direcciones distingue, al fin, la experiencia mística de la expresión poética. La mística es una inmersión en lo absoluto: la poesía es una expresión de lo absoluto o de la desgarrada tentativa para llegar a él. ¿Qué pretende el poeta cuando expresa su experiencia? La poesía, ha dicho Rimbaud, quiere cambiar la vida. intenta embellecerla, como piensan los estetas y los literatos, ni hacerla más justa o buena, como sueñan los moralistas. Mediante la palabra, mediante la expresión de su experiencia, procura hacer sagrado el mundo; con la palabra consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la mujer, entre el hombre y su propia conciencia. No pretende hermosear, santificar o idealizar lo que toca, sino volverlo sagrado. Por eso no es moral o inmoral; justa o injusta; falsa o verdadera; o fea. Es, simplemente, poesía de soledad o de comunión. Porque la poesía, que es un testimonio del éxtasis, del amor dichoso, también lo es de la desesperación. y tanto como un ruego puede ser una blasfemia.

La sociedad moderna no puede perdonar a la poesía su naturaleza: le parece sacrílega. Y aunque ésta se disfrace. acepte comulgar en el mismo altar común y luego justifique con toda clase de razones su embriaguez, la conciencia social la reprobará siempre como un extravío y una locura peligrosa. El poeta tiende a participar en lo absoluto, como el místico; y tiende a expresarlo, corno la liturgia y la fiesta religiosa. Esta pretensión lo convierte en un ser peligroso. pues su actividad no beneficia a la sociedad; verdadero parásito, en lugar de atraer para ella las fuerzas desconocidas que la religión organiza y reparte, las dispersa en una empresa estéril y antisocial. En la comunión el poeta descubre la fuerza secreta del mundo, esa fuerza que la religión intenta canalizar y utilizar, a través de la burocracia eclesiástica. y el poeta no sólo la descubre y se hunde en ella: la muestra en toda su aterradora y violenta desnudez al resto de los hombres, latiendo en su palabra, viva en ese extraño mecanismo de encantamiento que es el poema. ¿Habrá que agregar que esa fuerza, alternativamente sagrada o maldita; es la del éxtasis, la del vértigo, que brota como una fascinación en la cima del contacto carnal o espiritual? En lo alto de ese contacto y en la profundidad de ese vértigo el hombre y la mujer tocan lo absoluto, el reino en donde los contrarios se reconcilian y la vida y la muerte pactan en unos labios que se funden. El cuerpo y el alma, en ese instante, son lo mismo y la piel es como una nueva conciencia, conciencia de lo infinito, vertida hacia lo infinito... El tacto y todos los sentidos dejan de servir al placer o al conocimiento; cesan de ser personales; se extienden, por decirlo así, y lejos de constituir las antenas, los instrumentos de la conciencia, la disuelven en lo absoluto, la reintegran a la energía original. Fuerza. apetito que quiere ser hasta el límite y más allá del límite del ser, hambre de eternidad y de espacio, sed que no retrocede ante la caída, antes bien busca palpar en su exceso vital, en su desgarramiento de sí, ese despeñarse sin fin que le revela la inmovilidad y la muerte, el reino negro del olvido, hambre de vida, sí. pero también de muerte.

La poesía es la revelación de la inocencia que alienta en cada hombre y en cada mujer y que todos podemos recobrar apenas el amor ilumina nuestros ojos y nos devuelve el asombro y la fertilidad. Su testimonio es la revelación de una experiencia en la que participan todos los hombres, oculta por la rutina y la diaria amargura. Los poetas han sido los primeros que han revelado que la eternidad y lo absoluto no están más allá nuestros sentidos sino en ellos mismos. Esta eternidad y esta reconciliación con el mundo se producen en el tiempo y dentro del tiempo, en nuestra vida mortal, porque el amor y la poesía no nos ofrecen la inmortalidad ni la salvación. Nietzsche decía: «No la vida eterna, sino la eterna vivacidad: eso es lo que importa.» Una sociedad como la nuestra, que cuenta entre sus víctimas a sus mejores poetas; una sociedad que sólo quiere conservarse y durar; una sociedad, en fin, para la que la conservación y el ahorro son las únicas leyes y que prefiere renunciar a la vida antes que exponerse al cambio. tiene que condenar a la poesía, ese despilfarro vital, cuando no puede domesticarla con toda clase de hipócritas alabanzas. y la condena. no en nombre de la vida. que es aventura y cambio, sino en nombre de la máscara de la vida: en nombre del instinto de conservación.

En ciertas épocas la poesía ha podido convivir con la sociedad y su impulso ha alimentado las mejores empresas de ésta. Poesía, religión y sociedad forman una unidad viviente y creadora en los tiempos primitivos. El poeta era mago y sacerdote; y su palabra era divina. Esa unidad se rompió hace milenios –precisamente en el momento en que la división del trabajo creó una clerecía y nacieron las primeras teocracias– pero la escisión entre poesía y sociedad nunca fue total. El gran divorcio comienza en el siglo XVIII y coincide con el derrumbe de las creencias que fueron el sustento de nuestra civilización. Nada ha sustituido al cristianismo y desde hace dos siglos vivimos en una suerte de interregno espiritual. En nuestra época la poesía no puede vivir dentro de lo que la sociedad capitalista llama sus ideales: las vidas de Shelley, Rimbaud, Baudelaire o Bécquer son pruebas que ahorran todo razonamiento. Si hasta fines del siglo pasado Mallarmé pudo crear su poesía fuera de la sociedad, ahora toda actividad poética, si lo es de verdad, tendrá que ir en contra de ella. No es extraño que para ciertas almas sensibles la única vocación posible sean la soledad o el suicidio; tampoco es extraño que para otras, hermosas y apasionadas, las únicas actividades poéticas imaginables sean la dinamita, el asesinato político o el crimen gratuito. En ciertos casos, por lo menos, hay que tener el valor de decir que se simpatiza con esas explosiones, testimonio de la desesperación a que nos conduce un sistema social basado sólo en la conservación de todo y especialmente de las ganancias económicas.

La misma fuerza vital, lúcida en medio de su tiniebla, mueve al poeta de ayer y al de hoy. Sólo que ayer era posible la comunión, gracias quizás a esa misma Iglesia que ahora la impide. y habrá que decirlo: para que la experiencia se realice otra vez, será menester un hombre nuevo y una sociedad en la que la inspiración y la razón, las fuerzas irracionales y las racionales, el amor y la moral, lo colectivo y lo individual, se reconcilien. Esta reconciliación se da plenamente en San Juan de la Cruz. En el seno de esa sociedad en la que, acaso por última vez en la historia, la llama de la religiosidad personal pudo alimentarse de la religión de la sociedad, San Juan realiza la más intensa y plena de las experiencias: la de la comunión. Un poco más tarde esa comunión será imposible.

Las dos notas extremas de la poesía lírica, la de la comunión y la de la soledad, las podemos contemplar con toda su verdad en la historia de nuestra poesía. Nuestra lengua posee dos textos igualmente impresionantes: los poemas de San Juan y un poema de Quevedo, «Lágrimas de un penitente». poco estudiado hasta ahora por la crítica. Los de San Juan de la Cruz relatan la experiencia mística más profunda de nuestra cultura; no parece necesario extenderse sobre su significación porque son de tal modo perfectos que impiden toda tentativa de análisis poético. Naturalmente que no me refiero a la imposibilidad del análisis psicológico, filosófico estilístico, sino a la absurda pretensión que intenta explicar la poesía; la poesía. cuando alcanza la plenitud del «Cántico espiritual», se explica por sí misma. No sucede lo mismo con los poemas de Quevedo. En las silvas y sonetos que forman las «Lágrimas de un penitente». Quevedo expresa la certidumbre de que el poeta ya no es uno con sus creaciones: está mortalmente dividido. Entre la poesía y el poeta, entre Dios y el hombre, se opone algo muy sutil y muy poderoso: la conciencia. y lo que es más significativo: la conciencia de la conciencia, la conciencia de sí. Quevedo expresa este estado demoníaco en dos versos:

Las aguas del abismo
donde me enamoraba de mí mismo.

Al principio del poema el poeta, pecador lúcido, se niega a ser salvado, se rehúsa a la gracia, prendido a la hermosura del mundo. Frente a Dios se siente solo y rechaza la redención, hundido en las apariencias:

Nada me desengaña,
el mundo me ha hechizado.

Mas el pecador se da cuenta de que el mundo que lo encanta y al que se siente prendido con tal amor... no existe. La nada del mundo se le revela como algo real, de suerte que se siente enamorado de la nada. No es, sin embargo, la hermosura vacía e inexistente del mundo la que le impide ir más allá de sí y comulgar, sino su conciencia de sí. Este rasgo da un carácter excepcional al poema de Quevedo en el paisaje poético del siglo XVII; hay otros poetas más inspirados, más perfectos y puros, pero en ninguno alienta esta lucidez ante su propio desgarramiento. Lucidez que no hay más remedio que llamar «baudeleriana», En efecto, Quevedo afirma que la conciencia de sí es un saberse en el mal y en la nada, una gozosa conciencia del mal. Así, atribuye un contenido pecaminoso a la conciencia, no tanto por lo que peca en sus imaginaciones sino porque pretende sustentarse en sí misma, bastarse sola y sola saciar su sed de absoluto. Mientras San Juan ruega y suplica al amado. Quevedo es solicitado por su Dios; pero prefiere perderse y perderlo, antes que ofrecerle el único sacrificio que acepta: el de su conciencia. Al final del poema surge la necesidad de la expiación, que consiste en la humillación del yo: sólo a este precio es posible la reconciliación con Dios. La historia de esta reconciliación da la impresión de ser un artificio retórico y teológico, ya porque la comunión no se haya producido realmente, ya porque el poeta no haya podido expresarla la intensidad con que ha relatado su encantamiento y el goce fúnebre que le proporciona saberse en la nada del pecado, en la nada de sí mismo. En realidad, la respuesta de Quevedo es intelectual y estoica: se abraza a la muerte, no para recobrar la vida sino como resignación.

Entre estos dos polos de inocencia y conciencia, de soledad y comunión, se mueve toda poesía. Los hombres modernos, incapaces de inocencia, nacidos en una sociedad que nos hace naturalmente artificiales y que nos ha despojado de nuestra substancia humana para convertirnos en mercancías, buscamos en vano al hombre perdido, al hombre inocente. Todas las tentativas valiosas de nuestra cultura, desde fines del siglo XVIII, se dirigen a recobrarlo, a soñarlo. Incapaces de articular en un poema esta dualidad de conciencia e inocencia (puesto que corresponde a antagonismos irreductibles de la historia), la sustituimos por un rigor externo, puramente verbal, o por el balbuceo del inconsciente. La sola participación del inconsciente en un poema lo convierte en un documento psicológico ; la sola presencia del pensamiento, con frecuencia vacío o especulativo, lo deshabita. Ni discursos académicos ni vómitos sentimentales. ¿Y qué decir de los discursos políticos, de las arengas, de los editoriales de periódico, que se enmascaran con el rostro de la poesía?

Y sin embargo, la poesía sigue siendo una fuerza capaz de revelar al hombre sus sueños y de invitarlo a vivirlos en pleno día. El poeta expresa el sueño del hombre y del mundo y nos dice que somos algo más que una máquina un instrumento, un poco más que esa sangre que se derrama para enriquecer a los poderosos o sostener a la injusticia en el poder, algo más que mercancía y trabajo. En la noche soñamos y nuestro destino se manifiesta, porque soñamos lo que podríamos ser. Somos ese sueño y sólo nacimos para realizarlo. Y el mundo –todos los hombres que ahora sufren o gozan– también sueña y anhela vivir a plena luz su sueño. La poesía, al expresar estos sueños, nos invita a la rebelión, a vivir despiertos nuestros sueños : a ser no ya los soñadores sino el sueño mismo.

Para revelar el sueño de los hombres es preciso no renunciar a la conciencia. No un abandono, sino una mayor exigencia consigo mismo, se le pide al poeta. Queremos una forma superior de la sinceridad: la autenticidad. En el siglo pasado un grupo de poetas, que representan la parte hermética del romanticismo –Novalis, Nerval, Baudelaire, Lautréamont– nos muestran el camino. Todos ellos son los desterrados de la poesía, los que padecen la nostalgia de un estado perdido, en el que el hombre es uno con el mundo y con sus creaciones. Y a veces de esa nostalgia surge el presentimiento de un estado futuro, de una edad inocente. Poetas originales no tanto -como dice Chesterton- por su novedad sino porque descienden a los orígenes. Ellos no buscaron la novedad, esa sirena que se disfraza de originalidad; en la autenticidad rigurosa encontraron verdadera originalidad. En su empresa no renunciaron a tener conciencia de su delirio, osadía que les ha traído un castigo que no vacilo en llamar envidioso: en todos ellos se ha cebado la desdicha, ya en la locura, ya en la muerte temprana o en la fuga de la civilización. Son los poetas malditos, sí, pero son algo más también: son los héroes vivientes y míticos de nuestro tiempo, porque encarnan -en sus vidas misteriosas y sórdidas y en su obra precisa e insondable- toda la claridad de la conciencia y toda la desesperación del apetito. La seducción que sobre nosotros ejercen estos maestros, nuestros únicos maestros posibles, se debe a la veracidad con que encarnaron ese propósito que intenta unir dos tendencias paralelas del espíritu humano: la conciencia y la inocencia, la experiencia y la expresión, el acto y la palabra que lo revela. O para decirlo con las palabras de uno de ellos: El matrimonio del Cielo y del Infierno.

México, 1942.
La libertad de ser juzgado



Hace poco murió un señor que salía en la tele.

No vi nunca mucho sus programas. La verdad sólo recuerdo que ya noche ponían algunos capítulos repetidos que repetían todo lo repetible una y otra vez.

Eso y cuando, años después, les dio por poner los primeros programas de este señor. Y las piernas de María Antonieta de las Nieves. Y algunos chistes definitivamente afortunados, que no desmerecen algunos diálogos ingeniosamente bobos en las obras del Siglo de Oro.
Si no fuese por lo repetitivo. Si no fuese por la maldita repetición.

La cosa es que cuando murió este señor se levantó tamaño escándalo como no había visto desde que estiró la pata otro señor (¿?) que cantaba en los ochenta y que bailaba como Resortes.

No me sorprendió la alharaca. Sé que este hombre fue muy querido y admirado; que sus personajes tocaron a generaciones de personas en América Latina. Nunca olvidaré que alguno de mis tíos decía que uno de sus personajes era “lo mejor del mundo”.

Nunca entendí del todo tamaño fanatismo, con todo y que como dije antes, le reconozco algunas ocurrencias inteligentes. De otras, mejor no uso los adjetivos.

Sabía también de cantidad de detractores de este señor. Tela hay de dónde cortar: la repetición infinita de sus chistes; la falta de simpatía de algunos personajes persistentes; las peleas de gatas con su elenco y la consecuente desaparición de actores clave (ellos fueron el verdadero motor del programa: un chiste sin la chispa de un gran comediante, fenece).

Ya ni hablar de que sus programas representaron un momento en la televisión en donde los valores de producción (que no de guion) eran los mínimos. Sí, era (¿era?) una televisión hegemónica y con escaso interés en elevar la calidad de su programación. Sin embargo, no veo cómo culpar de ello a un señor que se murió.

Lo cierto es que la mayor parte de las críticas no se dirigieron a los errores más consistentes de este comediante. Se le culpó, en cambio, de que sus programas no “enseñaban” valores positivos; que formó generaciones de ciudadanos ignorantes, apolíticos, apocados, agachones, machistas, violentos y culeros. De que hacía un “elogio de la pobreza” en lugar de alentar la confrontación inteligente y crítica del medio político y social.

Lo más interesante es que este tipo de comentarios no los hace la feligresía cristiana de esa cerril y ultramontana; la cual siempre aprovecha para horrorizarse ante la “falta de valores” en los medios. No: la crítica provenía de sectores “ilustrados”; universitarios que juran nunca haber visto programas de televisión (y cuantimenos de Televisa).

Estos, los mismos sectores que claman por la libertad de expresión y por las libertades individuales (y que aman a los escritores “insumisos”), coinciden con una de las más antiguas censuras de la humanidad. Aquella que piensa que el arte debe ser un vehículo de la educación y la moral.

Sé que más de uno sudará la gota gorda porque usé la palabra “arte” al referirme a este señor. Sus obras no fueron ciertamente de muy altos vuelos, pero logró conectarse con su público de forma sincera y perdurable. Con la palabra usada no me refiero sólo al “gran arte” ni mucho menos, sino a toda expresión que sea capaz de recrear la realidad a través de lo sensible, así sea de tan modesta manera.

Pero regresemos al año 400 antes de nuestra era para entender de qué hablo.

En esos años, dos ingenios singulares conversaban acerca del arte en Grecia.

En uno de los recuerdos que el más joven de aquellos dos escribió sobre el otro, se hace un severo juicio acerca del arte. En él se nos dice que la tragedia afemina al hombre disciplinado; que le arranca las lágrimas al templado; que hace actuar como loco al más sabio. Es, pues, un agente de disolución que debe ser evitado por los espíritus que aspiren al conocimiento.

Ya en su República, es bien conocido cómo aquel de las “anchas espaldas” expulsó a los poetas del gobierno perfecto. Según esto, la perfección del ser humano y el quehacer artístico son incompatibles. Tanto en el plano ontológico (hace una copia de una copia de la idea), como en el moral (presenta un mundo impúdico y pervertido), como en el filosófico (presenta un mundo que parece real; no que lo es), al igual que en el civil (hace del hombre un juguete de sus sentimientos; de su lado animal, terrenal), el arte resulta reprobable.

Así, el arte no pretende enseñar y, cuando parece hacerlo, se queda en las apariencias. Es enemigo de la civilidad en tanto el individuo se solaza en lo particular de sus sensaciones animales.

En dicho libro, se asegura, empero, que si el arte se pone al servicio de la educación, entonces es aceptable para la República. Se le concibe entonces como un medio a través del cual se instruirá a la mente todavía inmadura para la contemplación de las esencias. De esta manera, el arte que sea deleite de las formas; aquel que resulte una provocación para la civitas o simplemente aquel cuyo mensaje no sea suficientemente directo, debe ser expulsado de una sociedad perfecta. Tanto el gran arte, aquel que precisa del lector para llegar a su término, como aquel hecho para el deleite mundano son —para aquel gran moralista que señaló la identidad entre belleza, verdad y bondad— elementos de los que hay que desprendernos en busca de la perfección.

A pesar de la herencia en parte magnífica, en parte aciaga, de ambos pensadores, el arte no fue desterrado del ser humano. Su impronta, sin embargo, quedaría para siempre en la mente de no pocos convencidos de la corrupción inherente al mundo y, por supuesto, de aquello que lo celebra e instaura: el arte. Que Sócrates y Platón sean modelos de la razón no debe extrañar a aquellos que nos sigan hasta este momento: son precisamente aquellos que buscan la verdad (o que piensan haberla encontrado, los cuales tal vez son más y más recalcitrantes) quienes con más insistencia señalan que la verdadera labor del arte es educar en los principios de ésta. No cualquier verdad: aquella que ellos consideran como tal. La única digna de merecer ese nombre.

Muchos años después, una revolución y un espíritu que pretendió también crear la sociedad perfecta, arreglar el mundo a través de la razón, produjo en Francia una institución, una estética y una ética que penetró en las mentes educadas de todo el mundo.

La Revolución francesa, mucho se olvida, no es representada únicamente por la Declaración de los derechos del hombre, sino por una furia moral y purificadora que sólo sería igualada más de 100 años después.

Al Terror sucumbieron miles de personas que no coincidían abierta o secretamente con la idea de formar un “mundo mejor y más justo” por decreto del Estado. O por lo menos con la idea que los ejecutores de la Revolución tenían de esto.

La Revolución francesa nació del espíritu ilustrado y su ambición de abarcar al mundo dentro de la Razón. El romanticismo, hijo de la Ilustración, también se encuentra en sus orígenes, con su idea de pasar de la palabra al acto. La hermandad de los hombres lograda por el espíritu mismo. Hegel es hijo del Siglo de las luces lo mismo que Robespierre. Ya no se trata de poner límites a la razón, sino de dejarla en libertad.

Esto fue un arma de doble filo: la razón hasta hace poco contenida en la crítica de Kant es capaz de criticarse y de contenerse. Sin embargo también se ha mostrado las más de las veces como la constructora de las prisiones más perfectas; de los principios más frágiles erigidos en mazmorras.
Cuando la razón ilustrada se olvidó de realizar su crítica y sólo tomó del romanticismo sus afanes de cambiar el mundo para bien, fue que comenzó el Terror. Y el sueño de la razón conoció su límite: el universo entero.

La Verdad no conoce más límites que el universo y la expresión más obvia de aquella verdad es la moral humana. Sin poder atribuirla ya a un Dios que había sido derribado, la Razón se impuso como la Verdad. No una verdad preexistente, sino como una que se hace: que es apropiada a la medida humana: su creación y su cima. Por un lado descubre los secretos del universo (y con ello, lo domina); por el otro, lleva a la perfección al animal hombre, liberado ya de la arcaica brutalidad: libre al fin de sí mismo.

La Revolución fascinó a los poetas románticos en un principio. El Terror marcó a todos, asimismo. La Razón pregonada no abrió las puertas del viejo castillo de la civilización; libre ya de crítica, se convirtió en censor, juez y verdugo.

El sueño platónico adquirió forma en el Estado moderno. Y el Estado moderno fue tan lejos como para aplicar sus leyes al universo. Si el lenguaje modela al mundo, lo encarcela; el nuevo lenguaje, consciente de sus propiedades, quiso diseñar al hombre; corregir al mundo.
Que la Revolución y el Terror sean contemporáneos del neoclasicismo: de la necesidad de subordinar al arte al bien público; de crear unas reglas racionales y verdaderas para medir el arte más allá de la subjetividad es lo más natural.
Como aquellos griegos siglos antes, los pensadores ilustrados se dieron cuenta de que el arte contiene el germen del desorden. Una libertad sin reglas es una libertad fingida pues compromete lo que se había considerado el principio de la verdad: la racionalidad, el orden y la razón.

La creación de la Academia no fue sino el último intento de dar una razón de ser al arte. Los artistas no sólo en muchos casos se subordinaron a esto: lo hicieron de buena fe. Movidos por los impulsos irresistibles de la moralidad: de lo humano.

Empero, lo humano dista de ser sólo racionalidad.

La alegría, el llanto, el miedo y el canto son partes también de la realidad. El hombre no es una especie: el hombre es su libertad. O mejor: ser únicos es lo que nos permite también identificarnos con los otros. El amor por decreto nunca ha existido.

Pero confundir amor con moral nunca ha sido extraño. Y el mundo en que vivimos no es sino un reflejo de aquel nacido en el Siglo de las luces.

Aparentemente, hoy el arte goza de una libertad como nunca antes. Una libertad que raya en el absurdo.

No es así, empero. El arte se ha convertido en esclavo de la idea, de la moral y de la razón.

La fiesta de los sentidos ha desaparecido. El arte moderno, ya alejado para siempre del romanticismo, no busca su fundamento en la sensación, sino en la idea.

La supuesta libertad a la que tantos aspiran es sólo un disfraz. No la libertad para realizar la obra o realizarla al experimentarla: la libertad de interpretar cualquier cosa y de ser aplaudido por ello.

En efecto: aquel artista que presente su obra y calle ante ella queda arrojado al silencio. Lo que buscan los intelectuales no es a la obra, sino a lo que se pueda decir de ella.

Psicoanalistas, estructuralistas; profesores sin humor; pedantes de la rebelión; cagatintas de la revolución; defensores de la conciencia. Todos usan a la obra para sus interpretaciones y todos ellos se sienten con la razón en sus manos. Razón para elevar a los “grandes escritores” y para denostar a los “vendidos”; para señalar a quienes nos “liberan” y a quienes nos “enajenan”.

Su lenguaje no remite a la crítica de la razón sino por la razón: su juicio nunca es estético (pues como dirían sus defendidos: nada es estético; todo es libertad… siempre que pueda interpretarse), sino racional. Y más que racional: moral.

Para ellos el arte sólo tiene sentido si es moral. Y la moral sólo tiene sentido dentro del juego de poder.

De nuevo: el arte no existe si es fuera de la razón. De la Verdad encarnada en la Razón: moral y política.

Y todo esto, así fue, porque se murió un señor. Y porque nunca educó a las personas. Y porque, parece, estaba obligado a ello, a pesar de ser sólo un hombre de la tele.

Quizá hoy haya más libertad artística para decir lo que sea. Quizá: si consentimos también que nunca se había tenido más control sobre el público. Hoy los censores no son los inquisidores, sino los ilustrados. Ellos dirán qué es bueno y qué es malo. Ellos son los jueces.

Y si no consiguen decir la razón de por qué su obra es admirable (revolucionaria, consciente, combativa, inteligente...), entonces esa obra es inexistente.

La libertad de ser juzgados por el disfraz de las palabras.

En poco (más bien, ya) se juzgará a la obra en razón de cuantos libros vende. En el público esto ya es así. Entre los académicos... démosles tiempo.

Hay quien siempre ha jugado a poner jerarquías. Y a ver si Rulfo la tiene más larga que Paz o al revés.



César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...