lunes, 8 de septiembre de 2014


La puerta al otro lado



- Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca
- Oh, eso no lo puedes evitar. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
- ¿Cómo sabes que yo estoy loca?
- Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí.

Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas






Sí, yo también escuché al caballo galopar alrededor de mi casa de campo. En realidad no era una casa, sino la escuela; en realidad no era un caballo sino… bueno, sí era un caballo, aunque de agua. Y es que escuchar caer la lluvia en círculos no es cosa común.

Sí, Julio, yo también leí tus libros.

Tú ya no lo sabes (o lo sabes muy bien desde donde estés), pero cuando salí de la secundaria y me inscribí en la preparatoria me cuidé mucho de que mis padres no se dieran cuenta de que no estaba asistiendo a la escuela. Era entonces (soy ahora) una persona a la que las multitudes ahuyentan y que no aguanta fácilmente despertarse temprano para viajar en transportes atestados. Por ello, aquella primera clase en la Prepa 2, Erasmo Castellanos Quinto, fue acaso ya entonces (pero no, no entonces) la última.

Así en lugar de asistir a clases, entré a la biblioteca de la preparatoria. Ahí releí a Hesse y a Huxley.

Cansado de ese claustrofóbico sitio, decidí alejarme del lugar del crimen. En la biblioteca de mi municipio leí a José Agustín y a Bram Stoker; después, en la Biblioteca de México, conocí a Villoro, Hemingway, Chejov y García Ponce.

En ese entonces había (hace años que no voy) al lado de la Ciudadela un pequeño tianguis de libros, discos, revistas, parafernalia rockera y demás, junto con algunos puestos de memelas ponedoras. En uno de esos puestos descubrí tu Rayuela.

Será mejor que no preguntes cómo, pero en mi bolsillo tenía 500 pesos. El vendedor, a quien recuerdo gordo, de bigote y coleta canosa, me dijo el precio por tu novela: 150.

Sabía de tu avioncito argentino por labios de mi padre, quien siempre hablaba de los cien años de una señora que se llamaba Soledad; de un señor Artemio, quien ya falleció; y de una novela como un juego, que podía empezar y terminar donde fuese y como fuese.

Ansioso, alargué la mano y el señor, con gesto de desaprobación, me ordenó ir a cambiar el billete. En esos, mis 14 años, recorrer la ciudad a solas era cosa menos que descabellada. Además, mi tía Chata (no Encarnación, fíjate) no me había confiado con nadie.

Así y todo, después de dar muchas vueltas; ver restaurantes en ruinas cercanos al Paseo de la Reforma, brincar a unos señores dormidos que hacían un plantón y, creo, que pasar por las oficinas de Excelsior, di con una casa de cambio.

El dólar estaba en ese entonces a 11 pesos. La muchacha que me atendió me cambió muy feliz el dinero y después de otra hora y media regresé con el dinero por esa, tu Rayuela.

Al otro día, con mi walkman en la mochila y un flamante cassete pirata de Crosby, Stills & Nash (sin Neil Young todavía y con la encantadora “Suite: Judy blue eyes”) me encaminé al Jardín de invidentes de Chapultepec a leer. Yo, quien puedo escuchar con mis ojos a los difuntos, en un jardín donde esos ojos son un adorno en un mundo de aromas.

Era ese lugar cerca del mediodía un tiempo y espacio favoritos míos. Sin parejas besuqueándose, sin gritos de personas que venden naranjada y sin tipos hoscos que te miran feo cuando sacas un libro. Un lugar para estar a gusto, pues.

Como todo adolescente, era yo azotado; como cualquier otro, era pretencioso y romántico. El conocimiento, la música, el afán de libertad, el amor pasional, las pláticas de amigos, el drama; Morelli, el jazz, el juego de la rayuela, la Maga, el Club de la serpiente, el bebé Rocamadour…

Como todos, brinqué la Rayuela; jugué al 62 modelo para armar; fisgonee en el Diario de Manuel y hasta aprobé El examen.

Tardé muchos años en salir de tu encanto. Muchos más para releer tus novelas.

No hace ni dos años que me atreví a entrar de nuevo en Rayuela. Tomé el empolvado volumen de mi librero para llevarlo a la selva de Guatemala, donde iba a estar por varios meses, junto a El pony rojo, El valle de Issa, Bajo el volcán y varios libros de poemas y cuentos que no mencionaré.

Seguramente tú alguna vez te reencontraste con una novia años después de haber terminado el romance. Si fue así, entenderás de una manera u otra mi sensación al leer los primeros capítulos. La plática repetitiva: el cómo estás, yo bien; los cómo estás, pero qué desmejorada te veo; los parece que los hijos no te hicieron bien; los decías que ibas a cambiar el mundo y ya te veo de traje sastre y camioneta roja; los cómo has cambiado.

O tal vez quien ha cambiado fui yo.

Me aburrí. Me aburrí muchísimo. Descubrí que la Maga es una ñoña, que Oliveira piensa demasiado y que carece de vida real; que los del club son un montón de snobs y que las escenas dizque graciosas parecen el intento de contarle a alguien una cinta de Buster Keaton. Todo el tiempo con la Maga y que la Maga y que Talita y la Maga. Qué horror, oye.

Descubrí, asombrado, que lo que más me gustó leer fueron las pláticas del Club de la serpiente. O mejor dicho: el contenido de sus pláticas. Ya sabes, los temas filosóficos que comentan con la solemnidad de adolescentes eternos. Buenas cuestiones para disertación de borrachos, debo decir. Y muy claras sus explicaciones de preguntas metafísicas y epistemológicas bastante complicadas. Hasta chispa tienen sus comentarios. Casi parece que estaban vivos.

Casi.

Berthe Trepat, un personaje muy divertido; el bebé Rocamadour, tal vez por no hablar, simplemente entrañable. Y algunos capítulos, donde es el lenguaje el protagonista, soberbios en definitiva. Pero en lo demás, un poco deprimente todo. Semejante tomazo para dejarme frío.

Meses más tarde, después de haber leído fascinado tus primeros libros de cuentos —los cuales en mi adolescencia leí poco, aunque igual de maravillado—, me puse a pensar qué había ocurrido. O qué es lo que te vi entonces que ya no.

He llegado a una conclusión: no cambiaste tú; cambié yo. También cambió el mundo. E intuyo que tú mismo te diste cuenta que la Rayuela no pudo abarcar el universo.

Tus novelas, ahora lo creo así, no deben ser sopesadas como las demás. No. Ni Dostoievsky ni Hemingway ni Rulfo ni García Márquez se te parecen con todo y que la mayoría de ellos me parecen mejores novelistas que tú. En tus obras literalmente no pasa nada. No hay historia; no hay desarrollo. Son estáticas: en ellas el tiempo es apenas una excusa. O un elemento a priori, pues el lenguaje sucede en el tiempo.

En ese sentido, pensé luego, tus novelas podrían compararse con las de Proust o Virginia Woolf. Tuve que reconocer mi error: el tema de Proust, su obsesión, es el tiempo el cual para ti es apenas un pretexto. Virginia Woolf retrata la mente de un personaje real, que puede casi tocarse de tan vivo: tus personajes no existen, aunque hablan, difícilmente se pueden decir existentes.

Esto me llevó a preguntarme por estos personajes. ¿Qué son Oliveira, Juan, Andrés y hasta Andrés Fava? No creo alarmar a nadie al decirlo: son tú. Los protagonistas de tus novelas (y de varios cuentos largos) son Julio Cortázar. Ellos son el otro. O mejor dicho: los otros son el mismo. Andrés Fava (de tu primera obra y creo, la más acorde a la idea de novela) es el joven porteño que va a la Universidad, culto, fumador, elitista pero divertido; Oliveira como Juan y Andrés son intelectuales exiliados, amantes del jazz o de la música de vanguardia; unidos con otros intelectuales. Alguno de ellos es traductor de medio tiempo. Todos ellos fumadores profesionales y encantadores a pesar de su poco disimulada soberbia.

¿Por qué esa obsesión contigo mismo, Julio? ¿Es que crees que eres tan interesante? Ni Nietzsche en su Ecce homo llega a ser tan egocéntrico, pues al menos él es más honesto y su mordaz ironía hace olvidarlo.

A muchos fans tuyos esa obsesión contigo mismo les fascina: eres su héroe, su modelo a seguir, su Superman y Batman; su Goku y Seiya. Eres el escritor. Eres, al fin, Julio Cortázar. Y te siguen por razones similares que por las que ahora siguen a Roberto Bolaño (con todo y que Bolaño no es la mitad de escritor que tú). Son un ocaso y tú un amanecer.

Al respecto no puedo sino compararte con ese gran ídolo tuyo, Julio. No, no nos hagamos tontos. Ya sabes de quién hablo; del argentino de todos. Sí, de Borges (y no, no debes de sonrojarte: tú mismo lo has dicho; no hay otro como él). Borges también hizo algunos cuentos con él mismo como protagonista. Sin embargo, incluso cuando él se nombró explícitamente en esas narraciones, nadie cree que sea el Borges real. Él no es una persona, es una literatura. Lo que menos nos interesa es el Borges real a pesar de los diarios de Bioy porque él está más allá de todo eso. Es una literatura y como literatura es todos los hombres y ninguno. El “Otro Borges” somos nosotros; todos nosotros. Y descubrimos asombrados que el mundo dibuja nuestro rostro.

A diferencia suya, tú siempre eres tú aunque te pongas otro nombre. Puedes ser un modelo, un ídolo, pero nunca un símbolo. Podemos admirar a Oliveira, querer ser como él (yo lo quise, como luego quise ser Belmondo en Sin aliento), pero no reconocernos en él. No hay poesía y entre Oliveira y una estatua en el parque sólo media la diferencia de tu inigualable talento.

Sin embargo no te lo reprocho, Julio. Creo haber descubierto uno de tus secretos… Pero vayamos por partes.

Tus otros personajes no tienen tampoco vida propia. Son signos, son palabras; son interrogantes. Son juegos y enigmas. A través de ellos te preguntas a ti mismo, te corriges y encauzas. No es extraño, pues, que sus diálogos parezcan tan poco naturales. Son socráticos en el sentido mismo que aparece en los Diálogos de Platón: son una forma de encontrar la verdad. Igual que en ellos, es fácil dejarse llevar por la vertiginosidad del pensamiento (que no de la acción; nunca de la acción) y también es posible advertir los trucos que empleas. Por ejemplo, exponer un elemento opresivo o inquietante que ocurre mientras se desarrollan los diálogos (la tortura, la muerte de Rocamadour; la invasión de la neblina y de los hongos) para acentuar la tensión.

Pero creo que a diferencia de lo que ocurre con Platón, tú no tienes las respuestas dadas de antemano. O no todas. Por ello los titubeos, las pausas, la angustia. La prosa del griego es alada; la tuya se arrastra, aún si vertiginosa, desesperada, como por un pantano. Enrarecida como debió estar el cuarto del pobre Rocamadour con el humo de tantos cigarrillos.

Eso explica por qué tu personaje novelístico siempre eres tú y el mismo. Porque para ti la escritura no es una forma de explorar la realidad; no es la manera de mostrar una anécdota ni de simplemente contar una historia. No es tampoco como con los grandes novelistas, los cuales sin pretenderlo muestran al universo y lo expresan. Tu novelística es un gran signo de interrogación; es un ejercicio espiritual para descubrir la verdad. Es la oscura noche del alma por la que te arrastras para dar por fin con una respuesta.

Tus personajes son las vías que se abren y cierran para llegar a esa visión que buscas. Tú andas por esos caminos, los sigues; te reconoces en unos, luego en otros; descubres que al final, sólo queda otra vez el silencio.


Mis pasos en esta calle
Resuenan
                        en otra calle
donde
                oigo mis pasos
pasar en esta calle
donde

Sólo es real la niebla.


Citas --el poema es de Octavio Paz-- en uno de los capítulos “prescindibles” de Rayuela.

Por ello eres tú. Por eso debes ser tú el protagonista: porque esa experiencia no puede darse sino como una catarsis personal; porque es una experiencia espiritual, es decir, personal, escribir ese camino.

Al final, y eso lo sabes, ese camino se deshace. Es un juego que debe volver a ser empezado. Una improvisación.

Ya en “El perseguidor” (que, dicho de paso, a mi punto de vista es tu mejor novela… sin ser novela) comparas la improvisación del jazz con el juego y al juego con la vida. Así, entregarse es abrir las puertas, arriesgarlo todo para llegar a otro lado.

Como toda improvisación, pues, cada lectura debe ser distinta de las otras. Y de ahí la forma de Rayuela donde cada vez es distinta de la anterior y donde cada capítulo es una trampa donde el juego puede terminar en el vacío o en el Paraíso.


Sólo recuerdo, pues, otros dos libros en prosa que se parecen a tus novelas. Uno es Farabeuf, donde Salvador Elizondo también evade al tiempo para buscar la realidad del instante. Pero su obra es más metódica. También más cruel. Lo que para ti es un juego donde se nos va la vida, para él es una tortura que la inteligencia desmiembra lenta y meticulosamente al cuerpo y donde la mente se deshace como el tiempo. Su obra culmina en la muerte o la locura… la tuya, por su parte…

El otro libro es esa obra inclasificable llamada El Mono gramático. No es necesario recordarte tu amistad con Octavio Paz ni sus sendas paralelas (y los errores paralelos que a mi parecer tuvieron). También en su libro el mundo es un lenguaje que se dice, se responde, se inventa y niega. También en su libro al final el mundo culmina solo, fuera de significados pues al término del camino sólo queda crearlo de nuevo. Sin embargo su obra se disipa en la contemplación del día al formarse mientras la tuya, eso sí, muy relacionada termina con…

¿A dónde quieres llegar, Julio? ¿A dónde quisiste llegar en tu novelística?

“¿Encontraría a la Maga?” escribiste al inicio de Rayuela. Y eso nos da la clave. Buscabas a la Maga. Pero la Maga no es esa mujer ñoña e insoportable que aparece en las páginas de la novela. La Maga es un signo de otra cosa. De un mundo que te es inaccesible. Es la Verdad, el nóumeno kantiano; el Üngrund heideggeriano; lo dionisiaco. Lo que está más allá de las ideas. Por eso la Maga, a pesar de estar enamorada del saber, es ajena a él. Por eso Oliveira cree despreciarla para darse cuenta de que siempre estuvo buscándola.

Eros y Psique de nuevo, Julio. Y ese drama para ti fue el más terrible de todos. Como para San Agustín: la imposibilidad de conciliar la Razón con la Iluminación.

Que Oliveira y todos tus personajes piensen tanto no es de extrañarse: son la Razón en estado puro. Tú eras esa inteligencia y sabías que algo te hacía falta. ¿La animalidad, Julio?, ¿el dolor de ser niño por siempre?, ¿el dolor por no poder engendrar? Otra vez la espina de la carne: la espina ardiente en la inteligencia (“soledad en llamas que todo lo concibe sin crearlo”, dice Gorostiza).

Pero no te inquietes, Julio. Esa escisión no es sólo tuya, sino de todos. No hay unión entre el ser y el mundo; entre el hombre y los hombres. Esa es quizá nuestra mayor falta.

“Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, escribiste en otra parte de aquel primer capítulo.

Y es verdad porque ante la imposibilidad elegiste la locura en Rayuela. ¿Te diste cuenta de que ese libro representa un fracaso? Es un fracaso porque al final no hay puente entre ambos mundos. La inteligencia y la intuición; el mundo humano y el natural quedan separados. Y el manicomio, los piolines, la ventana: la muerte o la locura son el final de aquel que se arriesgue a tal aventura. Una aventura, un juego que, sin embargo, deben jugarse, pues merced a ello existe nuestro mundo. Son los que le dan ser.

62 modelo para armar fue, me parece, el siguiente paso. Si en Rayuela te detienes ante la muerte y la locura es porque las palabras no te permitían pasar a más. Las palabras significan y ese sentido es una cárcel. No puedes decir lo indecible. No hay respuesta.

La única salida es inventar otra forma de comunicación. Eso es 62 modelo para armar. El tacto, el olfato, la vista, el oído: los sentidos. No la idea. Una forma no para pensarse sino para sentirse; una novela no para leerse sino para recrearse.

La misma línea creo que siguió Octavio Paz en Blanco. El decir más allá del decir buscado a través de un lenguaje de colores, de olores; de un cuerpo que se abre, que muerde, que desea y que huye para volverse a encontrar.

Ambas obras son las experiencias más osadas de la literatura del siglo XX al menos en español. También, afortunada o desafortunadamente, las más malogradas.

No niego en esto que haya hermosos momentos en tu 62 modelo para armar, Julio. Lo que sí afirmo es que en general tu novela es inaccesible. Quisiste que fuera tan personal como la experiencia mística y eso la hace incomunicable; al mismo quisiste hacerla lo más abierta posible y eso la convierte en baladí.

Tuviste que explicar la novela para que alguien la leyese, Julio. Como Octavio Paz tuvo que explicar su poema antes de que alguien lo comenzase a leer. Si es necesario explicar el significado de una obra, ¿para qué sirve ésta?

En otras palabras, si fuese posible explicar de antemano razonablemente cómo ha de leerse lo que está fuera de la razón; entonces nunca escapamos de la idea misma. Se trata de una triste tautología. Creo que lo sabías (como no lo quiso ver Paz), pero no encontraste una salida.

Tus novelas son un exceso de la razón. A las personas que le interesa que el mundo esté ordenado, que éste les ofrezca una pequeña posibilidad de darle sentido a sus pequeñas miserias (como a un adolescente; como a muchos estudiantes de literatura, asustados de la "subjetividad"; como a la juventud de los sesenta) tales obras les pueden parecer cautivadoras. A mí, definitivamente, ya no.

Recuerdo ahora tus cuentos largos y en ellos encuentro el puente entre la "Casa tomada" y Rayuela. En "Manuscrito hallado en un bolsillo" se encuentra la concreción que das al cuento, el ritmo físico y cálido de tus obras breves. Al mismo tiempo, el protagonista es ya el clásico de tus novelas. Ese personaje más preocupado por hacer mágico el mundo que por ver lo mágico que ya tiene.

Recuerdo una clase en donde me desesperé con el personaje de dicho cuento: ¿por qué tenía que estar pensando tanto?, ¿por qué ese afán intelectualizado por inventar la magia si la magia le daba en las narices a cada vuelta de esquina?


Creo que ese es el problema, Julio. Nunca dejaste de ser un cartesiano. Querías encontrar constantes; descubrir mecanismos. Dar con una verdad y un método para ti, para salvarte y salvarnos. Pero, ¿es que es necesario pensar la magia?, ¿hay un sólo modo de convertir el agua en zapatilla de cristal?

Sin embargo, siempre sin embargo, te doy la razón, Julio. Hay que reinventar el mundo.

No es que hoy el mundo sea mejor que cuando escribiste tus grandes novelas. Simplemente no hay la confianza en la razón que entonces. El orden que buscan las personas no lo encontraron en tus soberbios (aunque a la larga fastidiosos a mi gusto al menos) juegos intelectuales sino en el dinero, en la posesión, en el poder y la política. Otros, en un fundamentalismo grosero que haría palidecer a un San Agustín que regresase a observar las farisaicas reglas a las que las personas se someten por la verdad.

La mayoría, empero, ya ni siquiera buscan ese orden. Si el mundo no es peor, si es verdad que el ser humano comienza a perder ser. Y el universo se ha vuelto tan solo un simulacro.

¿Qué salida nos propones, Julio? Tú, que dedicaste tanto tiempo en buscar esa puerta. ¿Qué te cuesta volver, che, para decirnos una cosa más?

Tal vez, en tu silencio está la respuesta.

Ensayo una posible solución a tu camino sin salida. ¿No será que ese camino de palabras que lleva más allá de las palabras siempre estuvo ahí? ¿No estuvo esa puerta al otro lado abierta todo el tiempo pero la razón, Urizen como diría Blake, nos cegó a su existencia?

Recuerdo que alguien me dijo que los surrealistas se propusieron lo mismo que tú y que lo hicieron con la misma arrogancia cartesiana que tú. Le doy ahora la razón. Con una salvedad: en sus poemas (los mejores) está ausente toda esa charlatanería a la que son tan afectos los franceses. El poema no se explica: se canta.

¿No la poesía dice desde hace miles de años esa verdad más allá de las palabras?, ¿no en ella la idea se trasciende y hace sensible? ¿No las grandes novelas nos han dicho sin decirlo más de nosotros y del mundo que toda la palabrería de los exegetas?

¿No será, Julio, que en tus cuentos nos dijiste lo que querías sin proponértelo; sin darte cuenta siquiera? No será que en la ternura infinita que nos diste en ellos (no te sonrojes, es verdad) está la respuesta.

¿No es el gran arte una manifestación de esa otra vida que llamamos vida?

¿No será que la respuesta está en esa cosa tan misteriosa que llamamos vivir?

Y es que, a mí también me da de cuando en cuando por vomitar un conejito.




César Alain Cajero Sánchez

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