Redes
Desde que tengo uso de
razón he venido escuchando que las tecnologías informáticas han revolucionado
para siempre la vida humana. Un cambio que no pocos comparan con la Revolución
neolítica, que hizo que nuestros antepasados pasasen de la vida nómada a la
sedentaria; que trajo la división de trabajo y la formación de las sociedades
tal como las concebimos actualmente.
Aseguran, pues, que con la
aparición de estos aparatos, primero se logró dejar de depender de los formatos
físicos de información con lo que la accesibilidad a ésta se multiplicó
exponencialmente. Asimismo, que las posibilidades de cálculo, almacenamiento y
flexibilidad sufrieron una multiplicación acaso más dramática.
Ya a partir del fin del
pasado siglo se aseguraba que frente a las posibilidades que ofrecía internet,
las anteriores tecnologías y formas de comunicación quedaban obsoletas. Hoy, se
repite insistentemente, nos encontramos más comunicados que nunca. Las
generaciones que no hayan nacido antes difícilmente entenderán el mundo
anterior al que viven.
Realmente a mí no me
cuesta trabajo imaginarme un mundo diferente. Probablemente se deba a que en
casa no tuvimos internet sino hasta hace siete años. Además, no contamos con
teléfono sino hasta hace diez.
He de admitir que, en
efecto, me parecía abrumadora la cantidad de información disponible en los
primeros años que tuve computadora e internet. También fue una enorme sorpresa
descubrir herramientas y sitios como el —hablo de hace varios años— messenger, encarta, los correos electrónicos, google earth, napster
o, años después, las redes sociales, wikipedia
y demás aspectos que ahora me cuesta trabajo enumerar. Me ha resultado
invaluable la posibilidad de consultar diversas revistas en línea y participar
en un diálogo que alguna vez creí apropiado.
Sin embargo, si lo pienso
bien, en realidad no me siento más “cerca” de las personas que cuando sólo
tenía teléfono. Tampoco recuerdo que me sintiese especialmente aislado cuando
no tenía más medio de encontrar a mis amigos y familiares que buscarlos en la
escuela o ir a su casa.
Al meditar en el asunto,
me doy cuenta de que tampoco me ha resultado el internet más provechoso que el
hecho de tener —hace años— a mi disposición los libros de la Biblioteca
central, donde pasé muchas horas de mi vida descansando sólo para echarme un coyotito y continuar con la lectura.
Será que no sé cómo usar
las ilimitadas posibilidades de la red o que soy uno de esos amantes a la
antigua. Lo cierto es que no le veo lo maravilloso al internet.
No entiendan con esto que
soy uno de esos que huyen de la tecnología informática (si lo pretendiese,
sería uno muy malo, como este escrito atestigua; infracción bajo palabra). No es así: uso casi todo lo que aparece y
que tengo a mi alcance. Simplemente no me emociono mucho. O, mejor dicho, que
creo que no son más que herramientas. Tan útiles o inútiles como las veamos.
La primera vez que me caí
de la nube en que andaba sucedió cuando, aficionado como soy a la música,
buscaba piezas muy específicas en el “mundo de internet”. Para entonces, creía,
inocente de mí, que podía encontrarse todo en internet con un poco de tiempo.
Estaba el furor de los programas para compartir archivos, hijos de Napster. Y
sí, resultaba fácil encontrar piezas y discos completos inclusive de grupos que
antes me costaba mucho encontrar. Con youtube,
limewire, ares y varios otros programas y sitios que ya ni recuerdo, se
acabaron las noches frente a la televisión añorando un video de Throwing muses después de chutarme a la
Britney y a algún rapero de moda todo el día; las peregrinaciones al Chopo para
encontrar el White light/White heat o
la espera a las doce de la noche para que el “Reverendo” pusiese “My name is Larry” en Radioactivo.
Sí, tuve (y tengo) una
buena colección de música de concierto, así como popular, que le debo a
internet. Ahora mismo escucho a la Sonora Maracaibo con “Amor de pobre” y antes
a los Trashmen con “Surfin’ bird” en la computadora.
El problema vino cuando se
me ocurrió buscar un hermoso canto ainu del cual escuché un fragmento en una ya
desaparecida enciclopedia para computadora.
Llevo al menos siete años
buscándola y aparte de averiguar el nombre de un oscuro álbum donde aparecía
dicha pieza, no he avanzado mucho más. Ni siquiera sirve buscar en dicha
enciclopedia pues la última versión lanzada —hace muchos años ya— perdió mucha
información, incluyendo la mentada pieza.
En realidad, amante como
soy de la música no-occidental (simplona forma de referirme a ella, pero no me
voy a poner a enumerar), me ha sido difícil conseguir incluso corridos
revolucionarios. Pruebe alguien a encontrar, por ejemplo, algo como “El niño
Zapata” o “Vino el remolino y nos alevantó” a ver si lo consigue.
No quiero decir que las
piezas ya citadas no se encuentren, probablemente, en internet. No puedo
asegurarlo. Hace mucho que no tengo acceso cotidiano a la red. Lo que sí me
parece incontrovertible es que cuesta mitad del otro y uno (transposición se
llama esta figura) encontrarlas. Más localizarlas para descargar. Y más que el
sitio donde se encuentren sea gratuito.
Para tanto desmadre, mejor
las pido a una tienda de discos. Me ahorro mucho tiempo, desgaste mental, y, en
ciertos casos, hasta dinero.
Cuando mi acceso a la
Biblioteca central acabó porque el tiempo es canijo y a todo cerdo le llega su
San Martín (lo que es parecido a recibirse), me puse a buscar libros en
internet. Todos me aseguraban que en eso, la red era una joya por la cantidad
de textos en ella. Que contribuía a la “democratización de la cultura” y demás
palabrejas del agrado del “mundo informático”.
Pruebe quien quiera a
buscar algo tan sencillo como “Ven, caballo gris” de José de la Colina. Si le
va bien (todo puede pasar en cuatro meses sin asomarme a internet) estará en Google books un fragmento mutilado. Me
dicen que en plataformas cerradas hay más libros y textos, pero ni tengo
lectores electrónicos ni tarjeta de crédito para pagar cinco dólares por
descarga y demás. Por otra parte, cuando pensé en comprarme un lector, me puse
a curiosear, ansioso, en los catálogos de varias de estas plataformas y de
veinte libros impresos que busqué, estaba disponible menos de la mitad. De los
demás, había un interactivo “pide al
distribuidor una versión compatible”.
Además, los libros que
tengo descargados nomás no puedo leerlos porque mis oclayos no aguantan mucho frente a las plataformas a mi
disposición. Me dice un cuate que con los lectores electrónicos no existe este
problema. No lo dudo. Fueron hechos para parecer papel físico. Me alegra.
No puedo, de cualquier
manera, entender cómo esto (que es una gran noticia, sin duda) lleve a la
“democratización de la cultura” cuando sólo una minoría tiene acceso a internet
de forma cotidiana. Y menos todavía a lectores electrónicos.
He pensado en lo que
pasaría si en lugar de los libros de texto se repartiesen masivamente lectores
electrónicos y se formase una extensa biblioteca virtual gratuita. Cuando estoy
de buenas me imagino —Vasconcelos a pan, jabón y alfabeto— a muchos millones de
lectores; cuando llevo dos horas sin poder dormir pienso en que la mayoría
vendería sus lectores, los usaría como “cuernos de chivo” en sus juegos o los
pondría en un nicho para que no se descompongan.
No quiero decir con esto
que no considere buena la existencia de libros electrónicos y de aparatos para
leerlos. Sin duda creo que tienen muchas posibilidades, bien utilizados.
Simplemente no veo cómo cambiarán la “estructura mental de la humanidad”, como
diría uno de los discípulos exaltados de McLuhan en versión computacional.
Relacionado con esto, he
escuchado desde hace años que las computadoras e internet son la salvación de
la escritura, de la literatura y de la lectura, antes sentenciadas debido a la
emergencia de la radio y tv por el ya mentado McLuhan.
Supongo que actualmente
las generaciones con acceso a internet leen más (no tengo forma de comprobarlo,
de cualquier manera) que las educadas alrededor de la televisión. Empero, me
permito dudar que esto los convierta en mejores lectores, así como que,
siquiera, la exposición a tanto texto los dote de una mejor memoria visual y perfeccionen
su ortografía.
Explicar lo primero es
sencillo: la inmensa mayoría de personas que entran a internet no buscan
literatura. Tampoco son especialmente buscados los sitios que se especializan
en ciencia, política, filosofía o demás. Bueno, a lo mejor política, sí.
Lo que busca la gente es
escándalo. Pelos, insultos, gritos y fluidos. Los estudios señalan que más del
50% de las búsquedas de internet son de pornografía. Si a eso le sumamos los
chismes de las “estrellas”, los lavaderos políticos y demás, poco les queda a
otras opciones. Inclusive cuando lo que se busca es información, la mayoría de
las búsquedas quedan en wikipedia y
demás.
Acabemos: que hoy los intelectuales se fusilen sus “creaciones” ya no de libros inconseguibles, sino de wikipedia, indica que la cosa se pone
grave.
Lo de la memoria visual es
intrigante, pero basta ver la mayor parte de los sitios con gran demanda para
comprenderlo. De hecho, un ejercicio favorito mío es meterme en algunos sitios
para divertirme un rato. Fuera de las faltas de ortografía, dedazos y errores
de concordancia causados por la inmediatez del medio, hay un consciente y hasta
orgulloso desdén por la escritura. Por otra parte, los “idiomas
computacionales” (o como les digan ahora) que resultan formidables para gran
cantidad de “especialistas” :), a mí me provocan la mayor de las flojeras :(.
No me molestan mucho. Es sólo que no les veo lo emocionante. Al menos, no más
que cuando un poeta “rebelde” escribe “quiero 1 trago de mezcal para mis amigos
& compañeros” o algo por el estilo.
Viendo el asunto desde
otro lado, me parece cierto y feliz que varias herramientas de internet
funcionan para permanecer en contacto con los amigos. Por las redes sociales sé
mucho de personas que me sería difícil encontrar.
Todo esto es cierto. Sin
embargo, estar en contacto no significa que me encuentre en comunicación cercana. Sé cómo se encuentran; a veces “platico” con ellos y poco más.
Ciertamente las más de las ocasiones, una llamada por teléfono de 5 minutos me
dice más de su vida que dos o tres horas en internet. Y una tarde comiendo
sushi (yo, temeroso del maestro de Kill
bill) me dice más que dos años en “contacto” informático, lo que no impide
que me parezca bueno aquel ligero contacto que mantenemos. Con otros cuates,
aunque se supone que estemos “siguiéndonos”, ni siquiera ese contacto logro. La
verdad, con muchos me sentía más cercano cuando les escribía correos y me los
contestaban (ahora ni eso) sin tener que atenerse a no sé qué madres de
caracteres. La distancia es canija y me permito reírme a carcajadas de los
profetas que hablan de la “ubicuidad” y de la cancelación de las leyes del
espacio-tiempo: otra vez, expresiones del gusto de estos personajes.
Uno de las verdades a
medias que se repiten con insistencia es que gracias a internet las barreras
nacionales se han borrado. Que podemos comunicarnos con una persona que no
conocemos al otro lado del planeta inclusive.
Esto es verdad. Lo que
nunca se nos ha explicado es para qué voy a querer hablarle a alguien a quien
nunca he conocido y con quien no comparto nada.
No dudo que en ocasiones
sea posible establecer una relación de camaradería cuando coincidimos en algún
foro con alguna persona. Empero, ésta difícilmente
pasará a un mayor grado de intimidad si no se usan canales de comunicación
“tradicionales”. De nuevo: internet es una herramienta útil, pero notablemente
más superficial de lo que parece.
No pretendo con esto
sumarme a esa otra tribu que quiere ver en todo lo que pasa ante su mirada, el
final de los tiempos. La superficialidad de internet no es nueva. El teléfono,
la televisión y hasta las cartas son o pueden ser notablemente triviales.
Tampoco en eso encuentro una “revolución”. El medio es una herramienta: modela,
en efecto, el mensaje (pues es una extensión del cuerpo y por tanto, de la
consciencia), pero siempre existe un grado de indeterminación: la libertad; el
individuo. El teléfono implica una amputación respecto a la plática viva donde
los silencios son tan importantes como lo que se dice, empero la calidad del
mensaje y su significación no depende del medio, sino del oyente y del
hablante.
Al respecto añadiré que a
pesar de que el internet parece ofrecer una forma de penetración mucho más
profunda y libre, en realidad es necesario señalar que resulta mucho más
acotada de lo que parece.
Es verdad: los blogs,
páginas, sitios y grupos en redes sociales están disponibles a lo largo del
mundo a todo aquel que cuente con una terminal conectada a internet.
Potencialmente, un proyecto cuenta con millones de lectores y gente dispuesta a
apoyarlo. La red ofrece un universo de información y de propuestas imposible de
encontrar en otra forma (a menos que sea una biblioteca, pero eso no suelen
decirlo). Además de ello, permite interactuar en tiempo relativamente real con
quienes generan esta información y quienes la leen.
Los blogs, los comentarios
en red, un simple “me gusta” en Facebook o la opción de retweetear, son formas
sencillas y relativamente eficaces desde cierto punto de vista de manifestarnos
ante millones.
Dije “desde cierto punto
de vista”, ¿cuál es éste? Generalmente, sólo el nuestro.
Que hoy el activismo se
reduzca a dar “me gusta” o a pegar memes “rebeldes” no es más que un síntoma,
muy superficial realmente, de algo que va mucho más allá. El síndrome del zapping que no permite la lectura
profunda o la concentración en algo por más de unos minutos es inherente a
internet más todavía que a la televisión.
Las revistas electrónicas,
las páginas de proyectos en red o los blogs en efecto están disponibles todo el
tiempo. Empero, sólo una pequeña fracción son visitados con regularidad.
Inclusive aquellas que cuentan con un gran público son revisadas sólo de forma
esporádica.
Para muestra, un
cuestionamiento: ¿cuándo fue la última vez que leímos completa una revista en
su versión electrónica? Sitios con tradición y prestigio bien cimentados son
abiertos sólo para consultar un artículo específico. Más de la mitad de la
publicación rara vez se lee en versión digital.
¿Cuáles son los temas favoritos
o al menos más leídos en revistas culturales en línea? Política y escándalos
del momento. Pero ante un cuento o poema; ante un análisis o un ensayo, se hará
el silencio más grande.
Es lamentable comprobar
que en sitios como el de Letras libres,
la más pequeña entrada que mencione algún tema político o “provocador” (una
variante que veo hoy goza de gran aceptación: ensayos en internet sobre el
internet y sus posibilidades; metaficción
en pleno) habrá de gozar de comentarios, perjurios, lecturas y recomendaciones.
En cambio, un cuento, poema, comentario o ensayo que carezca de escándalo
gozará sólo del silencio.
¿Esta es una
característica del internet o de los lectores de hoy? Me parece que ambas
cosas.
La mayor parte de los
lectores modernos, prefieren los textos ligeros, poco profundos y breves sobre
aquellos que exijan un mayor involucramiento personal. No se trata, empero,
sólo de un problema de complejidad intelectual (un texto extenso o prolijo no
necesariamente entraña mayor profundidad), sino de la necesidad de una
escritura sencilla, predigerida, por decirlo de esta manera. Asimismo, aquel
escrito que exija la participación intelectual en lugar del simple asentimiento
o negación será poco valorado. La comedia se ha volatilizado y se ha sustituido
por el consentimiento burdo de la ocurrencia; la tragedia ha desaparecido en
favor del melodrama. El ensayo se ha convertido en el escrito de divulgación o,
tal vez peor, en la diatriba más primaria.
Hay prisa por opinar de
todo, por sentirlo todo, por “analizar” —no meditar— todo. Por vivirlo todo. O
de fingir que se vive.
Internet ofrece un
escaparate perfecto para este tipo de lectores (que, aclaro, no son todos ni
internet es monopolizada por ellos). La cantidad de focos de atención
disponibles, la variedad aparentemente infinita de temas, así como la
posibilidad de acoplar cada lectura a las necesidades de cada lector permiten
que la cultura del zapping se
encuentre en su máxima expresión.
Y como en el caso del zapping, es inevitable el momento que,
entre tal cantidad de “información” disponible, el lector se incline por no escoger nada. Por ese instante en blanco
en que se pasa de una página a otra sin detenerse en nada; que ante la página
del buscador no se sepa qué hacer.
Imagen perfecta de esto:
el muchacho que deja abierta su red social en espera de que algo suceda.
La llamada “virtualidad”,
por otra parte, ha fomentado la proliferación de un tipo especial de intrascendencia.
Aquella que generaliza que todas las cosas valen lo mismo porque en realidad
nada vale.
Para una gran parte de las
personas educadas por internet, la
libertad de escribir, opinar, criticar y apoyar cualquier cosa en tiempo real
va unida a otra: este acto apenas si tiene repercusiones visibles en la vida
real. Se vive una época de intangibilidad donde cualquier acción, decisión o
palabra no existe porque en realidad el mundo se ha convertido en una figura
del lenguaje. La realidad literalmente se ha adelgazado.
Imagino ahora una época de
amores a distancia; de emociones que
no se distinguen en nada de haber pasado un nivel del videojuego favorito; de
sutiles bálsamos que nos dicen que ante cualquier error que cometamos, no
existe responsabilidad pues nuestros actos no existen.
Ante esta volatilización
de la realidad, ante esta era de la no-significación, la respuesta ha sido tan
sólo la trivialidad. El juego, base de toda acción humana, ha perdido densidad
y se ha convertido en una opción entre muchas. La locura más temida es la
gravedad y la responsabilidad de nuestros actos. Cuando el juego pierde la
posibilidad de perder, se convierte en entretenimiento trivial; cuando la vida
pierde la posibilidad de ser juzgada por sí misma, llegamos a nuestra época.
Una época donde, huérfanos
y temerosos, hemos olvidado cómo soñar con la seriedad de los niños.
Así, frenéticos, los
hombres nos desvivimos por decirlo todo, por mostrarlo todo, por opinar de
todo. No es necesario el rigor ni el juego complejo del intelecto. No es
necesaria la pasión pues nada importa y al día siguiente es posible apoyar lo
contrario sin consecuencias reales.
Otra verdad a medias es la
relativa a la posibilidad de confrontar diversos puntos de vista y dialogar con
ellos.
En la práctica, la gran
mayoría de los usuarios de internet ha creado pequeños grupos de interés de los
que no sale nunca. Evita aquellas opiniones, comentarios o sitios que puedan ir
en contra de su opinión o donde no encuentren aplausos a sus ideas. Más que a
conocer otros puntos de vista (algo que sucede más en, por ejemplo, una revista
en formato físico) el internet brinda la posibilidad de formar una comunidad de
intereses compartidos de donde nunca se saldrá. La libertad de expandir los
límites del pequeño mundo que nos hemos construido… sin tomar nunca
responsabilidad de lo que digamos.
Tal libertad es la
verdadera condena: una libertad sin límites es una libertad sin riesgos. Un
mundo donde vale todo es uno donde nada vale. Tal es el aspecto del gris
desierto en que nos encontramos.
El activista de
escritorio; el muchacho que hace de su alma un anuncio; aquellos que siguen
cada vericueto de su vida como si de una telenovela se tratase; el que grita e
insulta sólo para ver que algo
suceda. ¿Será esa la revolución que tanto se pregona? No fue creada por
internet, empero, pues su amanecer principió con la modernidad misma. De
cualquier manera, las nuevas tecnologías han creado hoy el ambiente perfecto
para este tipo de lecturas. Nuevo mundo: valiente nuevo mundo.
César Alain Cajero Sánchez
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