sábado, 26 de julio de 2014

Las dos soledades
Primera soledad


Muchos hemos admirado el arte barroco por su exceso imaginativo; por esa fiesta para los sentidos que representa.

Es necesario recordar la primera vez que vimos la catedral de Puebla: la exuberancia, la majestuosidad que sobrecoge a los sentidos. Ante esa arquitectura, la conciencia se queda callada. No caben los sentidos siquiera: es un arrobamiento, casi un dejar de ser.

Aunque hay cierto parecido entre la estética barroca y ciertas vanguardias —de forma especial, el surrealismo—, desde el principio es posible advertir diferencias importantes. El barroco carece de la violencia subversiva presente en los poemas vanguardistas. La forma de leerse también es muy distinta: la poesía barroca se presenta como un laberinto; la tradición romántica, como un arcano. La primera es un enigma hecho por los hombres; el segundo, un símbolo de algo más.

No, no veo más que un parecido superficial entre ambas estéticas. Y sobre todo: entre los mundos que las formularon.

Nunca he sido especialmente afecto a la poesía de Góngora. Su innegable poderío me pareció un adorno vacío desde la primera vez que me acerqué a su obra. Ello no me impide admirar el derroche verbal e imaginativo de sus creaciones.

 Logró, tarea imposible, crear un mundo propio. Un mundo que se sostiene sólo de esa floreciente herida que es el lenguaje.

Una tarea que es tan asombrosa como desconcertante.

Precisamente mi escaso aprecio por Góngora me llevó a interrogarme por su poesía: caso extremo de lo que llamamos barroco. Su cúspide natural.

Preguntar por Góngora es inseparable de cuestionar su época pues Góngora es el barroco y es algo más.

La imagen actual del barroco ha sido oscurecida por dos tradiciones antagónicas: aquella que lo ve como un simple desvarío bárbaro y grosero debido al atraso de algunos pueblos y otra que lo ve como la cima del desarrollo estético de una civilización, como el corazón de una tradición que preludia la nuestra.

La primera de estas tradiciones prevaleció hasta el siglo XIX y es una grosera y en verdad bárbara simplificación de ese fastuoso universo que fue el mundo barroco. En verdad tildar de extravagancia desatinada a los poemas de Góngora, Quevedo o Sor Juana es cuando menos caricaturesco y fruto de una sensibilidad mutilada por criterios sectarios.

La segunda de estas formas de apreciar el barroco, en cambio, es la que ha prevalecido desde principios del pasado siglo y tuvo entre sus difusores a figuras insignes de las letras de aquellos años.

Durante este tiempo, gracias a ese enfoque, se han sucedido diversos estudios sobre la estética barroca que nos han permitido comprender mejor al mundo que le dio nacimiento. Gracias a ellos es posible hoy afirmar que tampoco el punto de vista moderno acerca de la creación barroca es adecuado: no es el precursor ni la fuente de la poesía vanguardista, sino otra cosa. Es un mundo aparte, muy distinto al moderno, pero que hoy, me parece, resulta extrañamente familiar.

Esa extrañeza, esa familiaridad, debería hacernos repensar no sólo al universo barroco, sino a nuestra propia poesía y al mundo que la ha engendrado. Un poema, si lo es, va más allá de lo que con él quiso decir su autor; más allá de los detalles de su vida e inclusive del tiempo en que fue escrito. Pero todas estas filiaciones nos dicen mucho acerca del universo que lo engendró: el arte excede en su realidad al mundo, pero contiene en sí las verdades de ese mundo.

Repensar al barroco y confrontarlo con nuestra época es una tarea que puede comenzar interrogando por la significación de su cima: Góngora.

Ni Quevedo ni Sor Juana comprenden de manera tan absoluta al mundo barroco. El primero, poeta que a mí personalmente me gusta mucho más, siempre tiene abierto el ojo crítico que lo hace preludiar en cierta forma a la estética moderna. Su creación ve al mundo y al tiempo lo juzga desde su propia estética. Mira el reflejo, lo critica, pero permanece enamorado de su ilusión y es consciente de ello.

Sor Juana, por su parte, es la búsqueda de un orden perdido en ese mundo. Busca un asidero y el no encontrarlo, la perturba; la ahoga.

Sólo Góngora habita ese mundo de manera plena: ni lo critica ni anhela otro: lo canta y al cantarlo, lo crea.

Octavio Paz en uno de sus más excepcionales ensayos, Contar y cantar, juzga severamente a Góngora al comparar su obra con la de Sor Juana. Dice que mientras la segunda hay una imagen del hombre y del mundo (yo precisaría: la búsqueda de una imagen del mundo), en el primero, el universo no existe, es una serie de reflejos. Las Soledades le parecen a Paz “una pieza de marquetería sublime y vana”.

La gravedad del juicio puede hacer respingar a más de uno y a otros —yo entre ellos hace algunos años— los estimulará. Las razones de Paz, aunque manifiestamente subjetivas, no dejan de ser válidas.

En efecto, el universo en Góngora parece no existir. Hay la expresión, existe la belleza de la palabra, pero no hay un referente claro. No hay tema, no hay desarrollo, no hay pasión. El poema es una sucesión de imágenes verbales (pues incluso pocas veces pueden formularse en forma visual) que se acumulan interminablemente. Al término del poema la belleza ha pasado, nos ha acaecido, pero no hemos sido partícipes de ella. Verdadera poesía pura, lo humano no la toca.

A ello se refiere Paz cuando dice que no hay imagen de mundo en la poesía gongorina: el universo está ausente en ella. No hay más referente que el lenguaje mismo. Creación magnífica y solitaria; harta de sí y vacía.

La gran omisión que advierto en el juicio de Paz es esta: ¿no la ausencia de visión de mundo es en sí misma una visión de mundo?

En efecto, el protagonista de las Soledades no tiene nombre ni rostro. Es una voz que nombra y de esta manera, funda. El suyo es un universo sin verdades, sin fundamento fuera de la propia palabra; de la palabra que se sabe juego apenas y que no pretende nada más. Ese mundo, ese soberbio encantamiento no carece de un matiz aterrador: nada es sino una figura del lenguaje, una metáfora de una metáfora que apunta a la nada.

Las Soledades no dudan de nada, no afirman nada ni lo niegan pues no hay mundo qué negar. Hay, en cambio, el vacío. Hay una voz, o mejor dicho, un lenguaje —y el lenguaje no es; significa— que instaura al universo de la nada y que a la nada lo dirige. Un  encantamiento en todos los sentidos de la palabra: un canto, una fascinación y un ensalmo mágico.

La imagen del mundo que da Góngora es tal vez la más turbadora de todas pues señala que no hay mundo: hay dicciones del mundo que no tienen más fundamento que ellas mismas. El hombre no es un ser que preexiste, sino algo que significa. O mejor: el significar es aquello que le da existencia. ¿Qué dice? Nada, pues una palabra remite a otra palabra; una metáfora a otra metáfora y un poema a otro poema.

Tal visión de mundo es tan seductora como intolerable pues nos dice que no hay nada en qué creer. Que el mundo es una creación de la nada.

¿Qué llevó a la poesía en el periodo barroco a ese límite?

No hay más remedio que acudir a la Historia; no sin antes recordar que la Historia no es una esencia, sino una construcción de los hombres. Es algo que se construye con los sueños, anhelos y caídas de los que en ella viven. De todos.

El largo periodo que abarca el fin de la Edad Media, el Renacimiento y los comienzos de la Edad moderna señala la decadencia del cristianismo como la causa primera de la historia occidental. Su influjo no desaparece, pero se transmuta en un sustrato. Un nuevo dios, todavía sin nombre, alcanza a asomar su testa en el horizonte.

La paulatina humanización de lo divino (distinto de la glorificación de lo mundano) que culmina en la visión renacentista del hombre como reflejo del cosmos va aparejado a la erosión de la majestad terrible del dios medieval. Ello condujo inevitablemente a la moralización de lo sagrado y con el paso de los años, a su banalización. Si lo divino se convertía en lectura y ésta en apropiación de conceptos humanos puramente, con el desarrollo de la ciencia moderna (pretendidamente objetiva) se mina el mundo que por siglos había explicado la existencia.

La pérdida de mundo vivida durante ese largo ocaso afectó a toda la civilización occidental. Es imposible vivir sin mitos —entendiendo con esto a una narración, símbolo o imagen que justifique al universo—pues éstos dan sustento al mundo habitable. La larga muerte de Dios implicó su recreación en otra forma. La nostalgia de mito puede ser tanto el comienzo de una búsqueda desesperada como el refugio en la impotencia y en el nihilismo más grosero.

El mundo moderno nació cuando el principio fundador del mundo, su mito, fue reencontrado (o mejor dicho, re-creado). La narración del mundo moderno es el de la Historia, el de la objetividad y el de la ciencia.

No significa esto que antes de la edad moderna no existiera la Historia ni la Ciencia, pero sí que no significaban lo que en la modernidad. La objetividad (mejor dicho, la pretendida objetividad) las transformó sustancialmente y adquirieron un status que nunca antes habían tenido. Si primero la humanización de lo divino rompió la imagen del mundo medieval; la divinización de lo humano —o mejor: de una concepción humana del mundo, a su medida— señaló el paso a un mundo nuevo donde el sentido del mundo es inherente a una serie de leyes accesibles a la razón humana y de las que éste participa a través de su conocimiento (y del poder que le dan sobre el mundo).

Marx, Comte, Darwin, el protestantismo, Hegel; todos son pasos y figuras en la conformación del mundo moderno, donde el destino tiene un nuevo nombre y un nuevo destino.

Sin embargo, este cambio no ocurrió en una fecha determinada ni fue simultáneo en todo el mundo europeo. Igual que hoy hay personas medievales; hay culturas nacionales que vieron su suerte atada a la modernidad o al cristianismo medieval.

Inglaterra, Francia y, quizá con mayor devoción, los Estados unidos son un ejemplo de lo primero. Alemania, España o Italia; de lo segundo.

Cierto: las generalizaciones son groseras. Ni la modernidad de Inglaterra es igual que la francesa ni el tradicionalismo (por llamarlo de alguna manera) español es semejante al alemán en forma alguna. Tampoco deja de ser cierto que en los países aquí llamados modernos hay pervivencia de regiones, personas y tradiciones antiquísimas como en naciones tradicionales sucede lo contrario.

De esa manera, la reacción al ocaso del dios medieval y al nacimiento del mundo moderno sucedió en toda Europa. Sin embargo, queda claro que el barroco fue la cultura que ejemplifica de mejor manera la pérdida de certezas de aquella época y que fue en la península ibérica donde el barroco se desarrolló con mayor fastuosidad.

Tras numerosos estudios hoy es posible hablar del barroco como de una cultura. En ella, la nostalgia de un mundo ya perdido va aparejada a la imposibilidad de reconocerse en un apenas naciente universo que percibe ajeno.

Es una cultura cuyas certezas antiguas se han evaporado y cuyo nuevo mito todavía no lo significa. En ese contexto, el barroco optó por la exhibición y la máscara. En la estética del mundo barroco (un mundo, además que se define por la estética, que es su estética en tanto que imagen) lo que importa no es lo que es, sino lo que parece. Lo importante no es el rostro, sino la máscara.

¿Hay algo detrás de esa impresionante fachada? No, salvo, tal vez, otra máscara. No hay nada detrás pues el universo entero se ha evaporado en un signo que no dice nada. ¿Qué queda detrás? La apariencia; el simulacro.

Quevedo se revuelve contra este mundo pues sabe que detrás de él no hay nada. Sin embargo, es incapaz de proponer una salida. Su genio es especular y crítico y detrás no deja sino, acaso, una esperanza. Que todo es polvo, pero polvo enamorado.

Sor Juana también conoce la vacuidad del mundo e intenta crear otros. En su sueño hay retazos del universo medieval que como religiosa conoce, así como de la naciente fe en la razón y el conocimiento. La Historia aún se encuentra ausente de su discurso y su aventura se detiene en la irrealidad —o imposibilidad—de todo. Esto la hace plenamente barroca y nos hace imposible confundirla con una mística o con una poeta plenamente moderna.

Con todo, no se engañan los que ven en Góngora la cúspide del barroco. Él presenta ese mundo de manera perfecta. Es la imagen de otra imagen de otra imagen que se deshace en la niebla o en el reflejo. No hay asomo de aquello que llamamos realidad en su poesía: hay lenguaje.

Como puede advertirse, hay una completa diferencia entre este mundo y el de las vanguardias, con más de que haya una remota semejanza.

Las vanguardias surgieron, como toda la poesía moderna, de aquel estremecimiento que supuso el romanticismo.

No creo necesario recordar que el romanticismo nace como un rechazo consciente del mundo surgido con la modernidad. Si el mundo moderno privilegiaba la objetividad y la racionalización esquemática como lo “real”, el romanticismo acudía a las emociones, a la imaginación, al sueño como partes olvidadas de ese mundo pretendidamente “real”. La revuelta romántica no fue en pos de una quimera pues comprendió que la realidad abarca mucho más que lo objetivamente analizable. El dios de la modernidad no sólo se le reveló como falso, sino como una mutilación de una parte de la realidad.

Toda la actividad de la poesía moderna fue la búsqueda consciente de esa otra verdad; una lucha frontal y crítica por ampliar los conceptos de la modernidad y darle un verdadero rostro a aquellos ídolos que a sus ojos eran abstracciones carentes de toda una mitad de la realidad.

Los parecidos existentes entre la poesía moderna y el barroco nacen de una común distancia ante el mundo moderno, sin embargo ahí terminan.

Los poetas barrocos nunca establecieron una relación crítica con la modernidad pues no la conocieron. No hay asomo de la rebelión y la búsqueda en lo que, siguiendo a Paz, llamaré la otra orilla, marca de la poesía moderna. No existían arcanos que descubrir porque su mundo había perdido realidad. Sin convicciones firmes, no había forma ni de adherirse a ellas como lo hicieron los poetas del mundo grecolatino ni de rebelarse y proponer otras mitologías, como los modernos. No hay, por otra parte, en el barroco mención alguna a lo que los románticos, siguiendo a toda la tradición occidental, llamaron inspiración (y que las vanguardias criticarían, para llamarlo de otro modo). Hay ingenio, agudeza, juego de conceptos, pero no aquella marca de la poesía moderna.

Quevedo critica a su sociedad, es cierto. Pero su crítica se detiene en los modos. Es un crítico moral y ante la esencia del mal que corroía a su época, se detiene, incapaz de oponer a ese vacío un fundamento e incapaz de encontrarlo en la modernidad.

Sor Juana busca ese modelo de mundo que le falta a su época, pero es incapaz de hallarlo plenamente. Tal falta la asfixia.

Góngora, en cambio, plenamente barroco, no busca ya siquiera ese modelo de mundo. Encantado por la palabra, por la forma, su visión del hombre es la de una palabra que dice otra que dice otra y que no tiene más significado que significar. No hay más verdad que la belleza pues todo es un juego de espejos.

Como Calderón, insinúa que La Vida es sueño. ¿Qué hay detrás de ese sueño? Calderón no nos lo dice pero Góngora apunta: hay otro sueño.

Empero, veo en la modernidad al menos dos autores con los que, por diversos motivos, Góngora coincide.

Tal parecido no estriba en su estilo. Hay influjo de Góngora en gran parte de los poetas de la Generación del 27 y en numerosos poetas latinoamericanos. La huella estilística de Góngora es fecunda y admirable.

No, el parecido que encuentro y que casi seguramente al menos en uno de los casos es inconsciente, es en la visión a la que lleva su poesía.

Uno de estos casos es el de Vicente Huidobro.

Probablemente algunos pensarán que me refiero a un más que obvio influjo o parecido estilístico. Como dije: superficialmente hay varias semejanzas entre los modos barrocos y los de la poesía moderna que, al analizarlos más detenidamente, se desdibujan o hasta se revelan como contrastes.

No. Creo que el parecido está en otra parte. El creacionismo al mismo tiempo que sigue la corriente romántica, preludia una nueva época.

Mientras el surrealismo o dadá eran plenamente románticos en tanto pretendían hacer un juicio al mundo moderno y a partir de ahí instaurar un nuevo comienzo que libere a la realidad de los límites impuestos por el mundo moderno, el creacionismo sólo toma de ese lenguaje el furor y la confianza en los poderes de la inspiración poética.

Empero lo que empieza con los románticos y prosigue con Rimbaud como un llamado por revelar la verdad de este mundo ha dado un vuelco. Huidobro llama a la creación de un nuevo universo: uno puramente verbal, sin referente alguno.

Tal creación resulta imposible en la poesía pues toda palabra tiene un referente. Para hacer lo que pide Huidobro habría que crear un lenguaje nuevo que, a la vez, ya no guardará sentido para nadie. O desnaturalizar de tal manera el lenguaje que sea imposible asociar a las palabras con sus referentes.

He de decir que la estética creacionista con todo lo emocionante de la retórica de Huidobro, que sigue a las mejores vanguardias, tiene muy poco en común con la obra surrealista o de dadá. Las mejores frases de los autores de vanguardia, a diferencia de lo que se pregona, en realidad sí tienen un referente: la sensación. No son un lenguaje inteligible, sino sensible. Buscan expresar la realidad de una manera más directa que el lenguaje abstracto de la ciencia del siglo o aquel otro, desgastado por el uso, ajado, que es el de todos los días.

Dar algo al mundo significa descubrirlo.

Para buscar a un verdadero autor que no tenga como referente sino otra palabra Huidobro no debió recurrir a Tzara ni a Picabia; ni siquiera a sus propios poemas porque el único que logró esa hazaña imposible es Góngora.

Empero, Huidobro, todavía empapado por el furor de las vanguardias no ve que su propuesta no va dirigida, como pensaba, a un amanecer. Poiesis en efecto en Grecia significa creación, pero creación es a la vez, revelación. No parte de la nada, sino de lo informe.

Cuando el hombre, en cambio, duda de la realidad que se presenta a sus sentidos y queda sólo entre palabras, entonces ocurre otra cosa. ¿Qué es entonces la poesía sino la cumbre del no-significado de las palabras; de la imposibilidad del universo? ¿Qué sino un juego de dados?

Precisamente Mallarmé me parece coincidir en cierto momento con Góngora. En Un golpe de dados el francés al preguntarse por el significado final del poema, se pregunta por el de las palabras. Al no encontrar asidero, concluye en que no hay nada detrás sino un juego de significados y que todo pensamiento no es sino resultado del azar. De la nada surge y se dirige a la nada. El juego de las palabras, el mundo, es lo que queda detrás.

A diferencia de Góngora, Mallarmé es manifiestamente consciente de a lo que dirige este pensamiento. A diferencia del español, empero, el creador de la Siesta de un fauno, nacido en la modernidad, cree ver en este lenguaje de lenguajes los signos que llevan al Libro. Al lugar donde las ilusiones se disipan y el universo se muestra como lo que es: un texto infinito y móvil que comprende en sí todos los significados.

Esto llevaría, empero, a la siguiente cuestión. Si la realidad es un texto formado por palabras. ¿Qué dicen esas palabras?

Mallarmé apunta con consciencia: dicen otras palabras. Y esas a su vez, forman un juego, el juego de significar, de crear. ¿A partir de qué? Mallarmé no lo dice directamente.

Una respuesta es que no crea a partir de nada porque nada es. Todo parece ser y no hay realidad cognoscible. Sólo hay algo que dice y que al decir, se dice. Un juego de espejos.

Una respuesta es Góngora.

La soledad de un mundo donde ya no hay certeza de nada ni nada a lo que oponerse.



César Alain Cajero Sánchez

viernes, 25 de julio de 2014

Redes


Desde que tengo uso de razón he venido escuchando que las tecnologías informáticas han revolucionado para siempre la vida humana. Un cambio que no pocos comparan con la Revolución neolítica, que hizo que nuestros antepasados pasasen de la vida nómada a la sedentaria; que trajo la división de trabajo y la formación de las sociedades tal como las concebimos actualmente.

Aseguran, pues, que con la aparición de estos aparatos, primero se logró dejar de depender de los formatos físicos de información con lo que la accesibilidad a ésta se multiplicó exponencialmente. Asimismo, que las posibilidades de cálculo, almacenamiento y flexibilidad sufrieron una multiplicación acaso más dramática.

Ya a partir del fin del pasado siglo se aseguraba que frente a las posibilidades que ofrecía internet, las anteriores tecnologías y formas de comunicación quedaban obsoletas. Hoy, se repite insistentemente, nos encontramos más comunicados que nunca. Las generaciones que no hayan nacido antes difícilmente entenderán el mundo anterior al que viven.

Realmente a mí no me cuesta trabajo imaginarme un mundo diferente. Probablemente se deba a que en casa no tuvimos internet sino hasta hace siete años. Además, no contamos con teléfono sino hasta hace diez.

He de admitir que, en efecto, me parecía abrumadora la cantidad de información disponible en los primeros años que tuve computadora e internet. También fue una enorme sorpresa descubrir herramientas y sitios como el —hablo de hace varios años— messenger, encarta, los correos electrónicos, google earth,  napster o, años después, las redes sociales, wikipedia y demás aspectos que ahora me cuesta trabajo enumerar. Me ha resultado invaluable la posibilidad de consultar diversas revistas en línea y participar en un diálogo que alguna vez creí apropiado.

Sin embargo, si lo pienso bien, en realidad no me siento más “cerca” de las personas que cuando sólo tenía teléfono. Tampoco recuerdo que me sintiese especialmente aislado cuando no tenía más medio de encontrar a mis amigos y familiares que buscarlos en la escuela o ir a su casa.

Al meditar en el asunto, me doy cuenta de que tampoco me ha resultado el internet más provechoso que el hecho de tener —hace años— a mi disposición los libros de la Biblioteca central, donde pasé muchas horas de mi vida descansando sólo para echarme un coyotito y continuar con la lectura.

Será que no sé cómo usar las ilimitadas posibilidades de la red o que soy uno de esos amantes a la antigua. Lo cierto es que no le veo lo maravilloso al internet.

No entiendan con esto que soy uno de esos que huyen de la tecnología informática (si lo pretendiese, sería uno muy malo, como este escrito atestigua; infracción bajo palabra). No es así: uso casi todo lo que aparece y que tengo a mi alcance. Simplemente no me emociono mucho. O, mejor dicho, que creo que no son más que herramientas. Tan útiles o inútiles como las veamos.

La primera vez que me caí de la nube en que andaba sucedió cuando, aficionado como soy a la música, buscaba piezas muy específicas en el “mundo de internet”. Para entonces, creía, inocente de mí, que podía encontrarse todo en internet con un poco de tiempo. Estaba el furor de los programas para compartir archivos, hijos de Napster. Y sí, resultaba fácil encontrar piezas y discos completos inclusive de grupos que antes me costaba mucho encontrar. Con youtube, limewire, ares y varios otros programas y sitios que ya ni recuerdo, se acabaron las noches frente a la televisión añorando un video de Throwing muses después de chutarme a la Britney y a algún rapero de moda todo el día; las peregrinaciones al Chopo para encontrar el White light/White heat o la espera a las doce de la noche para que el “Reverendo” pusiese “My name is Larry” en Radioactivo.

Sí, tuve (y tengo) una buena colección de música de concierto, así como popular, que le debo a internet. Ahora mismo escucho a la Sonora Maracaibo con “Amor de pobre” y antes a los Trashmen con “Surfin’ bird” en la computadora.

El problema vino cuando se me ocurrió buscar un hermoso canto ainu del cual escuché un fragmento en una ya desaparecida enciclopedia para computadora.

Llevo al menos siete años buscándola y aparte de averiguar el nombre de un oscuro álbum donde aparecía dicha pieza, no he avanzado mucho más. Ni siquiera sirve buscar en dicha enciclopedia pues la última versión lanzada —hace muchos años ya— perdió mucha información, incluyendo la mentada pieza.

En realidad, amante como soy de la música no-occidental (simplona forma de referirme a ella, pero no me voy a poner a enumerar), me ha sido difícil conseguir incluso corridos revolucionarios. Pruebe alguien a encontrar, por ejemplo, algo como “El niño Zapata” o “Vino el remolino y nos alevantó” a ver si lo consigue.

No quiero decir que las piezas ya citadas no se encuentren, probablemente, en internet. No puedo asegurarlo. Hace mucho que no tengo acceso cotidiano a la red. Lo que sí me parece incontrovertible es que cuesta mitad del otro y uno (transposición se llama esta figura) encontrarlas. Más localizarlas para descargar. Y más que el sitio donde se encuentren sea gratuito.

Para tanto desmadre, mejor las pido a una tienda de discos. Me ahorro mucho tiempo, desgaste mental, y, en ciertos casos, hasta dinero.

Cuando mi acceso a la Biblioteca central acabó porque el tiempo es canijo y a todo cerdo le llega su San Martín (lo que es parecido a recibirse), me puse a buscar libros en internet. Todos me aseguraban que en eso, la red era una joya por la cantidad de textos en ella. Que contribuía a la “democratización de la cultura” y demás palabrejas del agrado del “mundo informático”.

Pruebe quien quiera a buscar algo tan sencillo como “Ven, caballo gris” de José de la Colina. Si le va bien (todo puede pasar en cuatro meses sin asomarme a internet) estará en Google books un fragmento mutilado. Me dicen que en plataformas cerradas hay más libros y textos, pero ni tengo lectores electrónicos ni tarjeta de crédito para pagar cinco dólares por descarga y demás. Por otra parte, cuando pensé en comprarme un lector, me puse a curiosear, ansioso, en los catálogos de varias de estas plataformas y de veinte libros impresos que busqué, estaba disponible menos de la mitad. De los demás, había un interactivo “pide al distribuidor una versión compatible”.

Además, los libros que tengo descargados nomás no puedo leerlos porque mis oclayos no aguantan mucho frente a las plataformas a mi disposición. Me dice un cuate que con los lectores electrónicos no existe este problema. No lo dudo. Fueron hechos para parecer papel físico. Me alegra.

No puedo, de cualquier manera, entender cómo esto (que es una gran noticia, sin duda) lleve a la “democratización de la cultura” cuando sólo una minoría tiene acceso a internet de forma cotidiana. Y menos todavía a lectores electrónicos.

He pensado en lo que pasaría si en lugar de los libros de texto se repartiesen masivamente lectores electrónicos y se formase una extensa biblioteca virtual gratuita. Cuando estoy de buenas me imagino —Vasconcelos a pan, jabón y alfabeto— a muchos millones de lectores; cuando llevo dos horas sin poder dormir pienso en que la mayoría vendería sus lectores, los usaría como “cuernos de chivo” en sus juegos o los pondría en un nicho para que no se descompongan.

No quiero decir con esto que no considere buena la existencia de libros electrónicos y de aparatos para leerlos. Sin duda creo que tienen muchas posibilidades, bien utilizados. Simplemente no veo cómo cambiarán la “estructura mental de la humanidad”, como diría uno de los discípulos exaltados de McLuhan en versión computacional.

Relacionado con esto, he escuchado desde hace años que las computadoras e internet son la salvación de la escritura, de la literatura y de la lectura, antes sentenciadas debido a la emergencia de la radio y tv por el ya mentado McLuhan.

Supongo que actualmente las generaciones con acceso a internet leen más (no tengo forma de comprobarlo, de cualquier manera) que las educadas alrededor de la televisión. Empero, me permito dudar que esto los convierta en mejores lectores, así como que, siquiera, la exposición a tanto texto los dote de una mejor memoria visual y perfeccionen su ortografía.

Explicar lo primero es sencillo: la inmensa mayoría de personas que entran a internet no buscan literatura. Tampoco son especialmente buscados los sitios que se especializan en ciencia, política, filosofía o demás. Bueno, a lo mejor política, sí.

Lo que busca la gente es escándalo. Pelos, insultos, gritos y fluidos. Los estudios señalan que más del 50% de las búsquedas de internet son de pornografía. Si a eso le sumamos los chismes de las “estrellas”, los lavaderos políticos y demás, poco les queda a otras opciones. Inclusive cuando lo que se busca es información, la mayoría de las búsquedas quedan en wikipedia y demás.

Acabemos: que hoy los intelectuales se fusilen sus “creaciones” ya no de libros inconseguibles, sino de wikipedia, indica que la cosa se pone grave.

Lo de la memoria visual es intrigante, pero basta ver la mayor parte de los sitios con gran demanda para comprenderlo. De hecho, un ejercicio favorito mío es meterme en algunos sitios para divertirme un rato. Fuera de las faltas de ortografía, dedazos y errores de concordancia causados por la inmediatez del medio, hay un consciente y hasta orgulloso desdén por la escritura. Por otra parte, los “idiomas computacionales” (o como les digan ahora) que resultan formidables para gran cantidad de “especialistas” :), a mí me provocan la mayor de las flojeras :(. No me molestan mucho. Es sólo que no les veo lo emocionante. Al menos, no más que cuando un poeta “rebelde” escribe “quiero 1 trago de mezcal para mis amigos & compañeros” o algo por el estilo.

Viendo el asunto desde otro lado, me parece cierto y feliz que varias herramientas de internet funcionan para permanecer en contacto con los amigos. Por las redes sociales sé mucho de personas que me sería difícil encontrar.

Todo esto es cierto. Sin embargo, estar en contacto no significa que me encuentre en comunicación cercana. Sé cómo se encuentran; a veces “platico” con ellos y poco más. Ciertamente las más de las ocasiones, una llamada por teléfono de 5 minutos me dice más de su vida que dos o tres horas en internet. Y una tarde comiendo sushi (yo, temeroso del maestro de Kill bill) me dice más que dos años en “contacto” informático, lo que no impide que me parezca bueno aquel ligero contacto que mantenemos. Con otros cuates, aunque se supone que estemos “siguiéndonos”, ni siquiera ese contacto logro. La verdad, con muchos me sentía más cercano cuando les escribía correos y me los contestaban (ahora ni eso) sin tener que atenerse a no sé qué madres de caracteres. La distancia es canija y me permito reírme a carcajadas de los profetas que hablan de la “ubicuidad” y de la cancelación de las leyes del espacio-tiempo: otra vez, expresiones del gusto de estos personajes.

Uno de las verdades a medias que se repiten con insistencia es que gracias a internet las barreras nacionales se han borrado. Que podemos comunicarnos con una persona que no conocemos al otro lado del planeta inclusive.

Esto es verdad. Lo que nunca se nos ha explicado es para qué voy a querer hablarle a alguien a quien nunca he conocido y con quien no comparto nada.

No dudo que en ocasiones sea posible establecer una relación de camaradería cuando coincidimos en algún foro con alguna persona. Empero, ésta difícilmente pasará a un mayor grado de intimidad si no se usan canales de comunicación “tradicionales”. De nuevo: internet es una herramienta útil, pero notablemente más superficial de lo que parece.

No pretendo con esto sumarme a esa otra tribu que quiere ver en todo lo que pasa ante su mirada, el final de los tiempos. La superficialidad de internet no es nueva. El teléfono, la televisión y hasta las cartas son o pueden ser notablemente triviales. Tampoco en eso encuentro una “revolución”. El medio es una herramienta: modela, en efecto, el mensaje (pues es una extensión del cuerpo y por tanto, de la consciencia), pero siempre existe un grado de indeterminación: la libertad; el individuo. El teléfono implica una amputación respecto a la plática viva donde los silencios son tan importantes como lo que se dice, empero la calidad del mensaje y su significación no depende del medio, sino del oyente y del hablante.

Al respecto añadiré que a pesar de que el internet parece ofrecer una forma de penetración mucho más profunda y libre, en realidad es necesario señalar que resulta mucho más acotada de lo que parece.

Es verdad: los blogs, páginas, sitios y grupos en redes sociales están disponibles a lo largo del mundo a todo aquel que cuente con una terminal conectada a internet. Potencialmente, un proyecto cuenta con millones de lectores y gente dispuesta a apoyarlo. La red ofrece un universo de información y de propuestas imposible de encontrar en otra forma (a menos que sea una biblioteca, pero eso no suelen decirlo). Además de ello, permite interactuar en tiempo relativamente real con quienes generan esta información y quienes la leen.

Los blogs, los comentarios en red, un simple “me gusta” en Facebook o la opción de retweetear, son formas sencillas y relativamente eficaces desde cierto punto de vista de manifestarnos ante millones.

Dije “desde cierto punto de vista”, ¿cuál es éste? Generalmente, sólo el nuestro.

Que hoy el activismo se reduzca a dar “me gusta” o a pegar memes “rebeldes” no es más que un síntoma, muy superficial realmente, de algo que va mucho más allá. El síndrome del zapping que no permite la lectura profunda o la concentración en algo por más de unos minutos es inherente a internet más todavía que a la televisión.

Las revistas electrónicas, las páginas de proyectos en red o los blogs en efecto están disponibles todo el tiempo. Empero, sólo una pequeña fracción son visitados con regularidad. Inclusive aquellas que cuentan con un gran público son revisadas sólo de forma esporádica.

Para muestra, un cuestionamiento: ¿cuándo fue la última vez que leímos completa una revista en su versión electrónica? Sitios con tradición y prestigio bien cimentados son abiertos sólo para consultar un artículo específico. Más de la mitad de la publicación rara vez se lee en versión digital.

¿Cuáles son los temas favoritos o al menos más leídos en revistas culturales en línea? Política y escándalos del momento. Pero ante un cuento o poema; ante un análisis o un ensayo, se hará el silencio más grande.

Es lamentable comprobar que en sitios como el de Letras libres, la más pequeña entrada que mencione algún tema político o “provocador” (una variante que veo hoy goza de gran aceptación: ensayos en internet sobre el internet y sus posibilidades; metaficción en pleno) habrá de gozar de comentarios, perjurios, lecturas y recomendaciones. En cambio, un cuento, poema, comentario o ensayo que carezca de escándalo gozará sólo del silencio.

¿Esta es una característica del internet o de los lectores de hoy? Me parece que ambas cosas.

La mayor parte de los lectores modernos, prefieren los textos ligeros, poco profundos y breves sobre aquellos que exijan un mayor involucramiento personal. No se trata, empero, sólo de un problema de complejidad intelectual (un texto extenso o prolijo no necesariamente entraña mayor profundidad), sino de la necesidad de una escritura sencilla, predigerida, por decirlo de esta manera. Asimismo, aquel escrito que exija la participación intelectual en lugar del simple asentimiento o negación será poco valorado. La comedia se ha volatilizado y se ha sustituido por el consentimiento burdo de la ocurrencia; la tragedia ha desaparecido en favor del melodrama. El ensayo se ha convertido en el escrito de divulgación o, tal vez peor, en la diatriba más primaria.

Hay prisa por opinar de todo, por sentirlo todo, por “analizar” —no meditar— todo. Por vivirlo todo. O de fingir que se vive.

Internet ofrece un escaparate perfecto para este tipo de lectores (que, aclaro, no son todos ni internet es monopolizada por ellos). La cantidad de focos de atención disponibles, la variedad aparentemente infinita de temas, así como la posibilidad de acoplar cada lectura a las necesidades de cada lector permiten que la cultura del zapping se encuentre en su máxima expresión.

Y como en el caso del zapping, es inevitable el momento que, entre tal cantidad de “información” disponible, el lector se incline por no escoger nada. Por ese instante en blanco en que se pasa de una página a otra sin detenerse en nada; que ante la página del buscador no se sepa qué hacer.

Imagen perfecta de esto: el muchacho que deja abierta su red social en espera de que algo suceda.

La llamada “virtualidad”, por otra parte, ha fomentado la proliferación de un tipo especial de intrascendencia. Aquella que generaliza que todas las cosas valen lo mismo porque en realidad nada vale.

Para una gran parte de las personas educadas por internet, la libertad de escribir, opinar, criticar y apoyar cualquier cosa en tiempo real va unida a otra: este acto apenas si tiene repercusiones visibles en la vida real. Se vive una época de intangibilidad donde cualquier acción, decisión o palabra no existe porque en realidad el mundo se ha convertido en una figura del lenguaje. La realidad literalmente se ha adelgazado.

Imagino ahora una época de amores a distancia; de emociones que no se distinguen en nada de haber pasado un nivel del videojuego favorito; de sutiles bálsamos que nos dicen que ante cualquier error que cometamos, no existe responsabilidad pues nuestros actos no existen.

Ante esta volatilización de la realidad, ante esta era de la no-significación, la respuesta ha sido tan sólo la trivialidad. El juego, base de toda acción humana, ha perdido densidad y se ha convertido en una opción entre muchas. La locura más temida es la gravedad y la responsabilidad de nuestros actos. Cuando el juego pierde la posibilidad de perder, se convierte en entretenimiento trivial; cuando la vida pierde la posibilidad de ser juzgada por sí misma, llegamos a nuestra época.

Una época donde, huérfanos y temerosos, hemos olvidado cómo soñar con la seriedad de los niños.

Así, frenéticos, los hombres nos desvivimos por decirlo todo, por mostrarlo todo, por opinar de todo. No es necesario el rigor ni el juego complejo del intelecto. No es necesaria la pasión pues nada importa y al día siguiente es posible apoyar lo contrario sin consecuencias reales.

Otra verdad a medias es la relativa a la posibilidad de confrontar diversos puntos de vista y dialogar con ellos.

En la práctica, la gran mayoría de los usuarios de internet ha creado pequeños grupos de interés de los que no sale nunca. Evita aquellas opiniones, comentarios o sitios que puedan ir en contra de su opinión o donde no encuentren aplausos a sus ideas. Más que a conocer otros puntos de vista (algo que sucede más en, por ejemplo, una revista en formato físico) el internet brinda la posibilidad de formar una comunidad de intereses compartidos de donde nunca se saldrá. La libertad de expandir los límites del pequeño mundo que nos hemos construido… sin tomar nunca responsabilidad de lo que digamos.

Tal libertad es la verdadera condena: una libertad sin límites es una libertad sin riesgos. Un mundo donde vale todo es uno donde nada vale. Tal es el aspecto del gris desierto en que nos encontramos.


El activista de escritorio; el muchacho que hace de su alma un anuncio; aquellos que siguen cada vericueto de su vida como si de una telenovela se tratase; el que grita e insulta sólo para ver que algo suceda. ¿Será esa la revolución que tanto se pregona? No fue creada por internet, empero, pues su amanecer principió con la modernidad misma. De cualquier manera, las nuevas tecnologías han creado hoy el ambiente perfecto para este tipo de lecturas. Nuevo mundo: valiente nuevo mundo.


César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...