domingo, 9 de marzo de 2014


Tres de la mañana


César Alain Cajero Sánchez


Llevaba varias horas sin dormir. Desde hacía un mes no lo conseguía hasta mucho después de haberse acostado. Más de un mes; desde que empezaron los dolores de cabeza, y luego la tos, y luego la náusea que nunca desaparecía completamente. Y luego la fiebre; a veces en la noche, la fiebre.

A esa hora, las luces de los autos sólo iluminaban su cama cada hora. Uno o dos cada hora. Las tres de la mañana.

Su cuarto: el viejo calendario con la imagen de una mujer que creyó ver en un sueño y que nunca se molestó en quitar; el saco que dejó sobre una silla al llegar del trabajo. En alguna parte, una computadora apagada y el teléfono vacío.

Las tres de la mañana. El vaso de agua contra la luz pálida de la noche. La fiebre que no lo dejaba dormir. Y esa hora. La maldita, puta hora.

Primero apenas consiguió escucharlo. Era la puerta. Alguien abría la puerta.

Un ladrón acaso, o el viejo casero que venía a echarlo. Pero no: el ladrón encontraría el lugar con un aspecto tan muerto que quizá no lo vería; en cuanto al casero, nunca le quedaba a deber ni un solo centavo. A menos que los vecinos se quejasen de sus cigarrillos o el ruido o de las rigurosas dieciocho latas de cerveza cada domingo, frente al monitor de la computadora.

Otro sonido, esta vez más cercano y la sombra de la puerta alargándose.

No lo reconoció al principio. Lo más natural, después de tantos años.

Pero era igual: el cabello ondulado, los ojos asiáticos, el pantalón roto después de caer cuando jugaban a la guerra en el patio de la escuela. Era él, su amigo Andrés Cisneros. La misma cara mofletuda y la sonrisa burlona. Igual que varios años atrás, al salir de la primaria.

Casi iba a hablarle cuando otro entró detrás.

Casi de cinco años, con una sonrisa abierta y los dientes más blancos que hubiera visto. El peinado de gel y en el bolsillo de la camisa los más inesperados juguetes. Era él, Ciro, de primero. Cómo habían pasado los años.

Pero entonces descubrió a un lado a su viejo maestro. Aquel que todos tomaban por un chiflado. El que, luego descubrió, era un homosexual confeso cuya poca habilidad hacía se le confundiera con un demente senil. Daba el taller de Investigación en el bachillerato. Nunca se fijó mucho en él. Quién diría que ahora vendría a verlo, después de tantos años. Y él seguía igual, qué pensaría ahora de este alumno despierto a las tres de la madrugada.
Atrás ya estaba abriéndose paso Norma, aquella niña de sexto que, recuerda ahora, esperaba ver salir todas las tardes. Se sentaba a su lado en ese entonces. Y nunca le dijo nada. Sólo la esperaba y rogaba encontrársela en la cola de las tortillas, en el mercado, en las escaleras durante el recreo. Donde fuese.

También estaba ahí aquella amiga que pensó nunca volver a ver. La creía ya casada, y ahí, con tan sólo diecisiete años, estaba. Ella y sus eternas charlas de chicle y matemáticas. Nunca pudo dividir como era correcto. Y así, pasaban horas, él enseñándole cómo contar los números que faltan para llegar a la cifra siguiente; ella, con uno de plátano, menta o cereza.

Y ahí entra también el primo que a los doce sorprendieron aspirando una sustancia amarilla y pegajosa en bolsas de plástico transparente. Su madre se lo llevó con ella a algún lugar del norte y desde entonces se acabaron los domingos en el parque y los baños de tierra y los goles. Desde entonces, con su cabello a rape y sus 15 años no lo había visto ni oído sino lo que se decía al calor de las copas y con lágrimas en los ojos. Nunca prestó mucha atención.

Detrás, el viejo Manuel, el de la casa de al lado; con la rosa de castilla y los enormes muros de tabique rojo. El de la casa clausurada para todos menos para él, que desde niño entraba a pedir dulces y lo recibían como a un hijo. Estaba ahí. Y junto, su esposa, esa señora de ojos tan cerrados que cualquiera diría que era ciega. La que vendía dulces frente a la escuela y que bajo aquella ancha mesa con palanquetas, ollitas de tamarindo, chicharrones con crema y chile, escondía un garrafón de agua que nunca negó a ninguno de los niños que le pedían al salir de la escuela.

No se sorprendió ya de ver a Santos, el conserje de la escuela, con su enorme cinturón de cuero y su nariz bulbosa. Con la sonrisa de sus treinta años. Ahora parecía menor que él, aunque seguía usando ese peinado seboso y su cuerpo parecía tan desmedrado y contrahecho como entonces, cuando le cambiaba canicas por sus tortas de jamón con crema, que despreciaba.

Y Ricardo, que era el mejor alumno en la secundaria, pero que entró a trabajar cuando una huelga se prolongó demasiado. A veces, después de eso, se veían cuando él pasaba frente a su casa, con la misma voz chillona de sus doce años, pero ya con bigote espeso y un cuello de bisonte por acarrear mezcla. Entonces él decía querer entrar de nuevo a la preparatoria y pensaba si llevar una mochila de Bob Esponja. Y de eso hace veinte años porque nunca supo qué había sido de él. Y de eso hace veinte años.

Estaba ya entonces Sofía, con sus gafas que no usaba la última vez que la vio. Y estaba ahí con su largo cabello negro y sus olvidos y sus veintitantos años. Siempre un par más que él, insistía. Hoy ya tan joven. La misma entonces, cuando las preocupaciones y los destinos no los habían encontrado. Como aquel miércoles, viendo oscurecer en las calles contiguas a la Universidad, tomando unas cervezas y prometiendo el futuro.

Estaban sus amigos de primaria y secundaria. Juan Daniel, que entró al ejército; Raúl, que, gigante de doce años, los hacía saltar a ellos, niños de tercero de primaria. Estaba el equipo de basquetbol del que fue echado, según dijo el maestro, porque era un autista. Y tal vez tenía razón, pero quizá no.

Y allá entonces reconoció a Eduardo, el joven que llegaba todas las tardes a ver a una de sus tías a la casa de abuelita. El que tenía una moto y un auto Barracuda y que tomaba cervezas y escuchaba a los Doors.

Entonces recordó que Eduardo murió en un accidente de motocicleta cuando él tenía ya quince años. Después de que su tía lo dejara y se casara. Entonces, una noche que regresaba de tomar con un amigo, fue a la casa de abuelita. Una vuelta mala, una piedra que no debía estar donde estaba. Y el pecho roto, los vidrios. Todo lo que ya recordaba.

No sólo era él; no tardó en ver a abuelita, ya de ochenta años entonces y el cabello blanco. La mirada dulce. Al tío Alfredo, cirroso que murió pidiendo agua. A Gerardo, que un día fue a Michoacán, tomó un camino donde no debía y nunca supieron nada más.

Entonces lo supo.

Entonces supo qué estaba pasando.

Entonces, tres de la mañana, se dio cuenta por fin de lo que le estaba pasando.


Sonrío y ya no se sintió nunca más solo.




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