Tres de la mañana
César Alain Cajero Sánchez
Llevaba
varias horas sin dormir. Desde hacía un mes no lo conseguía hasta mucho después
de haberse acostado. Más de un mes; desde que empezaron los dolores de cabeza,
y luego la tos, y luego la náusea que nunca desaparecía completamente. Y luego
la fiebre; a veces en la noche, la fiebre.
A
esa hora, las luces de los autos sólo iluminaban su cama cada hora. Uno o dos
cada hora. Las tres de la mañana.
Su
cuarto: el viejo calendario con la imagen de una mujer que creyó ver en un
sueño y que nunca se molestó en quitar; el saco que dejó sobre una silla al
llegar del trabajo. En alguna parte, una computadora apagada y el teléfono
vacío.
Las
tres de la mañana. El vaso de agua contra la luz pálida de la noche. La fiebre
que no lo dejaba dormir. Y esa hora. La maldita, puta hora.
Primero
apenas consiguió escucharlo. Era la puerta. Alguien abría la puerta.
Un
ladrón acaso, o el viejo casero que venía a echarlo. Pero no: el ladrón
encontraría el lugar con un aspecto tan muerto que quizá no lo vería; en cuanto
al casero, nunca le quedaba a deber ni un solo centavo. A menos que los vecinos
se quejasen de sus cigarrillos o el ruido o de las rigurosas dieciocho latas de
cerveza cada domingo, frente al monitor de la computadora.
Otro
sonido, esta vez más cercano y la sombra de la puerta alargándose.
No
lo reconoció al principio. Lo más natural, después de tantos años.
Pero
era igual: el cabello ondulado, los ojos asiáticos, el pantalón roto después de
caer cuando jugaban a la guerra en el patio de la escuela. Era él, su amigo
Andrés Cisneros. La misma cara mofletuda y la sonrisa burlona. Igual que varios
años atrás, al salir de la primaria.
Casi
iba a hablarle cuando otro entró detrás.
Casi
de cinco años, con una sonrisa abierta y los dientes más blancos que hubiera
visto. El peinado de gel y en el bolsillo de la camisa los más inesperados
juguetes. Era él, Ciro, de primero. Cómo habían pasado los años.
Pero
entonces descubrió a un lado a su viejo maestro. Aquel que todos tomaban por un
chiflado. El que, luego descubrió, era un homosexual confeso cuya poca habilidad
hacía se le confundiera con un demente senil. Daba el taller de Investigación
en el bachillerato. Nunca se fijó mucho en él. Quién diría que ahora vendría a
verlo, después de tantos años. Y él seguía igual, qué pensaría ahora de este
alumno despierto a las tres de la madrugada.
Atrás
ya estaba abriéndose paso Norma, aquella niña de sexto que, recuerda ahora,
esperaba ver salir todas las tardes. Se sentaba a su lado en ese entonces. Y
nunca le dijo nada. Sólo la esperaba y rogaba encontrársela en la cola de las
tortillas, en el mercado, en las escaleras durante el recreo. Donde fuese.
También
estaba ahí aquella amiga que pensó nunca volver a ver. La creía ya casada, y
ahí, con tan sólo diecisiete años, estaba. Ella y sus eternas charlas de chicle
y matemáticas. Nunca pudo dividir como era correcto. Y así, pasaban horas, él
enseñándole cómo contar los números que faltan para llegar a la cifra
siguiente; ella, con uno de plátano, menta o cereza.
Y
ahí entra también el primo que a los doce sorprendieron aspirando una sustancia
amarilla y pegajosa en bolsas de plástico transparente. Su madre se lo llevó
con ella a algún lugar del norte y desde entonces se acabaron los domingos en
el parque y los baños de tierra y los goles. Desde entonces, con su cabello a
rape y sus 15 años no lo había visto ni oído sino lo que se decía al calor de
las copas y con lágrimas en los ojos. Nunca prestó mucha atención.
Detrás,
el viejo Manuel, el de la casa de al lado; con la rosa de castilla y los
enormes muros de tabique rojo. El de la casa clausurada para todos menos para
él, que desde niño entraba a pedir dulces y lo recibían como a un hijo. Estaba
ahí. Y junto, su esposa, esa señora de ojos tan cerrados que cualquiera diría que
era ciega. La que vendía dulces frente a la escuela y que bajo aquella ancha
mesa con palanquetas, ollitas de tamarindo, chicharrones con crema y chile,
escondía un garrafón de agua que nunca negó a ninguno de los niños que le
pedían al salir de la escuela.
No
se sorprendió ya de ver a Santos, el conserje de la escuela, con su enorme
cinturón de cuero y su nariz bulbosa. Con la sonrisa de sus treinta años. Ahora
parecía menor que él, aunque seguía usando ese peinado seboso y su cuerpo
parecía tan desmedrado y contrahecho como entonces, cuando le cambiaba canicas
por sus tortas de jamón con crema, que despreciaba.
Y
Ricardo, que era el mejor alumno en la secundaria, pero que entró a trabajar
cuando una huelga se prolongó demasiado. A veces, después de eso, se veían
cuando él pasaba frente a su casa, con la misma voz chillona de sus doce años,
pero ya con bigote espeso y un cuello de bisonte por acarrear mezcla. Entonces
él decía querer entrar de nuevo a la preparatoria y pensaba si llevar una
mochila de Bob Esponja. Y de eso hace veinte años porque nunca supo qué había
sido de él. Y de eso hace veinte años.
Estaba
ya entonces Sofía, con sus gafas que no usaba la última vez que la vio. Y
estaba ahí con su largo cabello negro y sus olvidos y sus veintitantos años.
Siempre un par más que él, insistía. Hoy ya tan joven. La misma entonces,
cuando las preocupaciones y los destinos no los habían encontrado. Como aquel
miércoles, viendo oscurecer en las calles contiguas a la Universidad, tomando
unas cervezas y prometiendo el futuro.
Estaban
sus amigos de primaria y secundaria. Juan Daniel, que entró al ejército; Raúl,
que, gigante de doce años, los hacía saltar a ellos, niños de tercero de
primaria. Estaba el equipo de basquetbol del que fue echado, según dijo el maestro,
porque era un autista. Y tal vez tenía razón, pero quizá no.
Y
allá entonces reconoció a Eduardo, el joven que llegaba todas las tardes a ver
a una de sus tías a la casa de abuelita. El que tenía una moto y un auto
Barracuda y que tomaba cervezas y escuchaba a los Doors.
Entonces
recordó que Eduardo murió en un accidente de motocicleta cuando él tenía ya
quince años. Después de que su tía lo dejara y se casara. Entonces, una noche
que regresaba de tomar con un amigo, fue a la casa de abuelita. Una vuelta
mala, una piedra que no debía estar donde estaba. Y el pecho roto, los vidrios.
Todo lo que ya recordaba.
No
sólo era él; no tardó en ver a abuelita, ya de ochenta años entonces y el
cabello blanco. La mirada dulce. Al tío Alfredo, cirroso que murió pidiendo
agua. A Gerardo, que un día fue a Michoacán, tomó un camino donde no debía y
nunca supieron nada más.
Entonces
lo supo.
Entonces
supo qué estaba pasando.
Entonces,
tres de la mañana, se dio cuenta por fin de lo que le estaba pasando.
Sonrío
y ya no se sintió nunca más solo.
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