Ser yo mismo
El
pasillo que va del metro Copilco hasta la Biblioteca central está poblado de
numerosos atractivos visuales y vigorosas experiencias para tocar los límites
de la realidad. Hombres cagando a mitad de las avenidas al atardecer; jóvenes con gorras llenas de diamantes y mechones de tinte rosa; parejas en las jardineras que, con la luz
nocturna, recuerdan a dos sapos en actividad primaveral.
De
todos esos personajes, tuve la delicia de alguna vez ponerme a platicar con un
cuate que tenía chorromil piercings en su rostro, cara, jeta o como se le diga.
Incluso por mi dipsomanía terminé en su casa, en una fiesta con otros
personajes más o menos del estilo.
Uno
llevaba cabello amarrado en una como liana. Una muchacha se había rapado la
mitad del cráneo y la otra mitad estaba pintada de azul. Por otro lado, una
güera parecía salida de una fiesta de disfraces donde había elegido ser
Pocahontas. En fin, eran lo que se diría, raza
chida.
Después
de variados licores y algunos toques de
la buena, me quedé dormido.
Al
despertar, varios de los presentes seguían ahí. Era ya de mañana y no tenía
café (de ninguno de los dos tipos; aunque yo prefería el líquido). Chin.
Todo
iba bien hasta que vi a uno de los cuates con el cabello amarrado en varias lianas, observarse constantemente en un espejo. Me acerqué, preocupado porque tal vez algo
le pasaba. Me informó que no, que sólo arreglaba su cabello para salir.
Creí
que era una broma, pero no. De hecho varios de los que andaban ahí se veían en
espejos de mano. Una de las muchachas por ejemplo, llevaba una bolsa llena de
cosméticos. Uno para mantener sus pelos (parados) en contra de las leyes de la
gravedad; otro para limpiarse el maquillaje y otros para ponérselo en capas
bastante gruesas.
Intrigado,
se me ocurrió preguntarle de dónde sacaba todo eso. No entendí la respuesta en
parte porque ella no podía mover mucho la cara en esas operaciones; en parte
porque creo que me dijo el nombre de varias marcas que temo desconocer.
En
fin, que les comenté que nunca pensé ver ese tipo de ejercicios en la bandota. Supongo no les cayó muy en
gracia el comentario, pero un par de ellos me dijeron que era parte de una
estética transgresora.
Todavía
sin entender, me ilustraron en los precios, lugares y eminencias dedicadas a la
transformación del individuo pasivo que sólo se limita a seguir a la masa y
aquellos que nunca se entregarán al sistema: a lo que digan de ellos las otras
personas.
Como
la verdad me interesó el tema (me gusta chingar) indagué cuánto cuesta no
entregarse al sistema. La cantidad variaba entre unos cuantos
cientos de pesos (los que se pintaban el pelo) hasta una inversión de miles
(eso de los piercings y tatuajes es buen negocio, veo).
Lo
que más me llamó la atención fue escuchar que decían que no les interesaba lo
que otros dijesen de ellos. A uno le pregunte que si no vestirse de esa manera
es precisamente pensar mucho en lo que de ellos dice la gente. No entendió mi
pregunta así que le dije que si vestirse así no es en cierta manera querer dar un mensaje
a la sociedad.
Eso
sí lo entendió y una de las chicas (vestida de negro y con uñotas) me dijo que
sí; que era un mensaje para dejarle en claro a la sociedad lo que piensan de
ella. Ah, dije. Ah, dijo ella. Ah, bueno.
Quiero
suponer que la sociedad no comprende a quienes la proveen de harta lana.
Pregunté
que si se vestían para expresarse individualmente, entonces por qué veía que
adoptan una especie de uniforme que los identifica. Me dijeron que porque son
diferentes tribus y que cada una de ellas es un núcleo que expresa intereses
compartidos y defiende una postura. ¿Y eso no es sociedad? No, dijeron. Ah,
dije de nuevo. ¿Y debo suponer que eso es seguir la voz propia y a la vez ir en
contra de lo podrido de este mundo? Sí, me dijeron.
Ah,
dije.
Salimos
a la calle. Al doblar una calle, una de las chavas de la banda que no se había
podido peinar para no deberle nada a nadie se quedó parada y se regresó con
cara de susto. La seguí, pensando que algo se le había perdido (a mí se me
pierden muchas cosas, entre ellas la vergüenza). Pero dio la vuelta hacia otro lado. Le dije que se había equivocado. Dijo que no. Al ver mi cara de
idiota me comentó que no podía ir por donde siempre porque estaba su ex y que
no quería que la viese así. ¿Cómo?, pregunté. Pues sin peinar.
Tampoco esta vez dije “ah”.
Años
después, una fiesta sabrosona en la que me encontré por seguir a viejo amigo
que sólo llamaré Chori (guiño) todo
iba rete bien. Tal vez un poco de frío. Luego, las tres de la mañana y la chaviza alivianada nos
lanza a la calle.
Una
chaparrita de no malos bigotes que durante la velada había comentado mucho
acerca del amor revolucionario y la fraternidad, tiene auto. Uno de sus amigos —afro
y camisa con imagen del Ché— le pide que lo deje en el metrobús. Ella niega
porque tendría que dar una vueltesota de 500 metros. Y porque no le da la gana.
Como
llevo al dichoso Chori dormido, abordo
al vehículo. Toman rumbo a Ciudad universitaria. A las 3:30 me dicen que donde
me paso a bajar porque la neta no pueden confiar en alguien que no conocen y
que qué va a decir la gente. Está bien ser echado a las 3:30 de la madrugada por qué va a decir la gente. Buena cosa. Pregunto por mi amigo y me dicen que a él sí lo
aceptan porque es de la banda. Muy bien, les digo.
Por
alguna razón no llevo más que 10 pesos en la bolsa, les pido un boleto del
metro, pero dicen que nel y que ya me pele. Obedezco, no sin antes desahogar
mis enojos diciéndoles que nunca más me junto con burgueses que se sienten
rebeldes.
Duermo
en el metro y etcétera.
No, tampoco dije "ah".
No, tampoco dije "ah".
César Alain Cajero Sánchez
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