Nosotros/Los
otros
El ser humano vive y
muere siempre bajo una mirada; siempre de frente a un rostro.
Ese rostro sin nombre
nos obsesiona; lo negamos, lo adulamos; lo buscamos y lo rehuimos. Al final es
él y no nosotros el que da forma a nuestra existencia. Creemos ser libres,
creemos actuar por nosotros mismos. No es verdad: todo lo que el ser humano
hace está en relación y condicionado por él.
Su nombre es Legión;
su nombre son los otros.
No nos engañemos, la
libertad sólo existe hasta el punto en el que los otros la permiten. Si la
sociedad establece que somos de una manera, eso es lo que seremos; si establece
que debemos de comportarnos de aquella otra, eso haremos. El rebelde ha sido
moldeado también por la sociedad y sus actos son espejos de ella.
Nunca dejaré de reír
de aquellos que aseguran no ser parte de la sociedad por sus rebeliones de fin
de semana; por no escuchar la música que escuchan todos; por leer libros que
otros no… Existen siempre en referencia a aquellos a quienes niegan. Y, tragedia
mayor, crean nuevas sociedades, pequeños cosmos donde encontrarán a sus
semejantes. Una nueva sociedad y
unas nuevas reglas.
La sociedad de los
rebeldes, la de los magistrados, la de los intelectuales; la de los jefes y la
de los cerdos. Todos están modelados por quienes los miran.
No, no es en la
rebeldía donde existe la libertad, sino en la locura… y en la santidad.
Sólo ellos están más
allá de los otros. Pero mientras el loco se ha separado de todo el resto de la
humanidad, el santo regresa a ella. Los otros ya no lo modelan; los ha
conciliado en sí. Es todos y es nadie. Es el sol que canta de frente; es el
niño que juega con la pluma acerada que vuela en el viento.
¿Qué sociedad puede
nacer de esta experiencia? Aquella que no tiene reglas. ¿Pero es posible una realidad sin reglas?
La respuesta es un
rotundo no. Como hombres y más aún, como seres existentes, nos definimos por
reglas: somos la suma de todo aquello que nunca seremos. Cada instante tiene su
juego; su manera de ser, sus inevitables normas y leyes. Así hay un juego de
ser hombre; otro de ser ave; otro de ser nube. Y dentro de esos juegos hay
otros innumerables.
Lo que muestra el
santo es que ese juego no es único: cada hombre es mujer, es tigre, es venado,
es pez en la boca del río; es nube. El juego y sus reglas son sagrados durante
el tiempo en que los jugamos, pero podemos de un momento a otro recrearnos. Ser otros en otros juegos.
Vida es cambio; el santo es aquel que puede serlo todo y todo lo conoce.
Infinitas reglas;
infinitos modos de ser. Pero, atención, ello no significa destrucción de las
leyes de cada juego, sino atenta obediencia a ella mientras y sólo mientras
dura esa recreación.
¿Quién es el que pone
las reglas de ese juego? Como en la poesía, cada juego engendra sus leyes. El
árbol no sabe lo que hace y por eso siempre es el mismo. El poema alcanza su
forma en las sombras de la razón; creciendo sus cauces en silencio. Es el
exceso de pensamiento el que convierte al juego en moral; a la libertad en
servidumbre.
No, no es el hombre
el que da esas reglas; el espíritu “rebelde” que cree que su pensamiento es el
verdadero y que por tanto todo está permitido para mayor diversión es
precisamente aquel que amenaza con crear una nueva institución. La de los
esclavos de sí mismos; los que son incapaces de jugar a ser otros porque no
conocen sino sus propios gemidos, sus propios placeres.
Las reglas, ¿quién
las da? Los dioses hablan en el momento en que el corazón los llama. En
silencio vienen ellos; en la gota de agua al amanecer; en la muerte en los ojos
del águila. El ritmo del mar nació antes que los hombres; la armonía de esta
canción no la hemos creado nosotros. El juego existe al jugarlo; los dioses
vienen cuando los escuchamos; a cada instante.
César Alain Cajero Sánchez
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