Arte,
forma y sentido
César Alain
Cajero Sánchez
Recientemente me llamó la
atención una polémica alrededor de la validez de alterar el texto de una obra
literaria y, de esta manera, reinterpretarla a la luz de una nueva perspectiva.
Muchos de los temas de la
citada polémica no me interesan —o no tanto—, sin embargo, un aspecto poco
atendido de ella me da pie para escribir sobre un tema que considero
fundamental en los estudios literarios y, más todavía, de toda creación
artística. Cuál es el sustento de la obra de arte; su forma o aquello que quiso decir: su contenido.
Sin entrar en detalles,
podemos decir que con la más reciente discusión algunos defendieron la libertad
del lector de reinterpretar la obra —reescribirla en este caso— en pos de otorgarle
nuevas significaciones mientras otros mantuvieron una actitud de respeto casi
sagrada ante el texto literario tal y
como fue escrito. En estas páginas quisiera acercarme a una dilucidación de
esta y otras cuestiones relacionadas.
Forma e interpretación
Toda
obra de arte ante todo es una forma física. La música se manifiesta como una
serie de vibraciones sonoras melódicamente reguladas —sonidos armónicos sin un
significado conceptual directo—; la danza, como los movimientos de un cuerpo
humano con un ritmo y flexiones característicos —que pueden o no estar acordes
a una pieza musical—. Por su parte, la arquitectura se aparece como el diseño
material de un espacio para hacerlo habitable y despertar ciertas sensaciones y
condiciones —al igual que la escultura, se trata de un arte que trabaja con la
materia.
La
literatura es el arte de la palabra, del lenguaje, entendiendo este último como
las vibraciones sonoras que los humanos armonizamos y que tienen un significado
conceptual, el cual puede ser representado —o no— mediante símbolos gráficos
que remiten directamente a su original hablado.
Por
otra parte, también es cierto que todo arte necesita ser interpretado, no
solamente por aquel que lo plasma en su forma definitiva, sino en muchas
ocasiones de manera manifiesta por un ejecutante y siempre —de manera por lo
general sobrentendida e inconsciente— por quien lo percibe como obra artística.
No olvidemos la etimología de la palabra interpres
interpretis: el mediador entre la obra y el hombre; entre la idea —la idea
platónica; no lo que hoy concebimos con ese nombre— y su realización física.
A
saber: existen algunos tipos de arte que una vez que se han plasmado por vez
primera, adquieren su forma física definitiva e inalterable. Es el caso de la
pintura, la escultura, la arquitectura o el cine. La forma en que el artista
—que en este caso es el mismo ejecutante— las ha concebido es aquella que los
demás la conocemos siempre y cuando la obra permanezca y seamos capaces de
percibirla. Esto es cierto y podemos convenir en ello con algunas distinciones
que se discutirán más adelante.
Por
otro lado, hay otros tipos de arte que se repiten en el tiempo, que se
construyen o pueden ser capaces de construirse de forma recurrente. Es el caso
de la música, la danza y el teatro.
Si
es cierto que estas artes ya han sido establecidas de una manera particular por
aquel que las concibió por vez primera, el creador, en forma de una partitura,
una coreografía o un texto dramático, también es cierto que es posible —y en su
forma más vívida, por así decirlo, es necesario— representarlas de manera
recurrente. Para esto necesitan de uno o varios intérpretes que re-presentan
aquella obra original. Le dan cuerpo y forma material a lo que no son más que
indicaciones en un papel. Por ellos el arte se recrea y toma forma.
En
el caso de estas artes —que por el momento podríamos llamar interpretativas en
contraposición con aquellas que podemos llamar por el momento contemplativas—, aquellos
que las representan se consideran asimismo artistas. No porque sean —o no
siempre— creadores, sino porque en la interpretación presentan matices que no
estaban como tal en el texto original. Al darle forma, le brindan tonos que
sólo ellos eran capaces de brindar.
Esta
ejecución es una traslación de los signos del papel al mundo físico que a la
vez que respeta y honra al original, lo reinterpreta.
Sin
embargo, esta distinción sólo es útil de manera esquemática. No es verdad
completamente que aquellas artes que hemos llamado contemplativas se mantengan
ajenas a la reinterpretación.
El
caso más visible es el de la arquitectura: para que la obra arquitectónica
exista es necesario que sea habitada.
Que el ser humano la ocupe y recorra. Ya la idea del creador ha tomado esto en
cuenta y sólo se concibe de esta manera. Cada vez que caminamos por una obra
arquitectónica, somos parte de ella y la estamos reinterpretando a la luz de
nuestra experiencia.
Dicha
experimentación de la obra y su subsecuente recreación sucede, asimismo, con la
pintura y la escultura: cada vez que la observamos revivimos sensorialmente,
reinterpretamos la obra (incluso de manera fisiológica, en nuestro cerebro) y
la recreamos según nuestro horizonte cultural. A pesar de que muchas veces
sobrentendemos este proceso, está presente siempre que contemplamos una obra
artística.
Si
considero posible la esquematización y división que antes esbocé es porque en
el caso de las artes interpretativas, la sociedad en su conjunto considera a
aquel que reinterpreta la obra un artista y en los otros casos, no —aunque
algunos teóricos los consideran participantes del objeto artístico.
Lo
anterior podemos atribuirlo a dos factores.
En
el caso de los intérpretes de la música, el teatro o la danza, adquieren una
disciplina, entrenan ciertas habilidades para desarrollar un lenguaje que no es
accesible desde el principio a todos. Algo análogo a aquello que dominan los
creadores. El músico no sólo conoce la notación de este arte, sino que es capaz
de traducirlo para los legos a su forma física final.
Por
otra parte, estos intérpretes representan ante un público (así éste sea tan
sólo ellos mismos). El papel de aquel que experimenta la obra de manera
sobrentendida —mejor que “pasiva”; y mejor la idea de experimentador que la de simple “receptor”— no desaparece en ningún
caso. Una obra de teatro, una pieza musical o una coreografía siempre se
interpretan ante un público que
participa de manera sensorial de la obra, que la
reinterpreta de forma subjetiva y más o menos sobrentendida.
Empero,
esta idea de “interpretación” no es la única que se maneja en las artes. Existe
también esa otra acepción que entiende esta palabra como “explicar o declarar
el sentido de algo”. Una idea de hacer
visible aquello que ha estado escondido al intelecto. Mismo origen del
sentido de la Ilustración y del Siglo de las luces. La antigua metáfora de la luz de
la razón.
Aunque
este concepto es posterior, tiene un mismo origen etimológico y un sentido
similar. El intérprete es aquel que funciona de mediador entre la forma física
(apariencia) y la idea (racional); entre forma y mensaje. Se trata de una
especie de inversión respecto a la concepción que antes hemos establecido.
Para
llegar a esta forma, fue necesario pasar de la idea que todavía aparece en
Platón —pero cuyo origen es anterior a él— a aquella que con él nace. Pasar de
una forma casi espiritual —y que prexiste al ser humano— a una racional —que es
formada por él. La primera se manifiesta a través de una epifanía; la segunda
se construye o descubre por una meditación razonada[i]. Es el paso del mundo
trágico al filosófico.
A
pesar de que con mucha frecuencia se confunda la interpretación racional con el
fondo o el sentido último de la obra de arte (al grado que hay quien afirma que,
de no hacerse la lectura interpretativa, no la hemos comprendido), me parece que no existe una verdadera oposición entre
ésta y la experimentación formal, vívida. La gran mayoría de los teóricos
coinciden, en diversos grados y sentidos, en que en el caso del arte la
experiencia ante la forma es ineludible: forma es fondo.
La
experiencia aludida se manifiesta directamente de una manera física, emocional.
No puede eludirse, como ya se dijo, la confrontación directa, corporal y
concreta. Es imposible aquilatar o siquiera acercarnos a ésta mediante una
paráfrasis o una descripción[ii]. Esto es tan evidente
como el imaginar que alguien pretenda describirnos una sinfonía o una pintura en
lugar de permitirnos escucharla o verla. El arte reside en ese momento en que el
individuo, se encuentra con la obra; la siente y recrea o vislumbra, por un
momento acaso, esa suspensión del ánimo, anamnesis, epifanía.
Ello,
sin embargo, no implica, como ya se mencionó que la interpretación racional se
contraponga con la anterior. Una no impide la otra, de la misma manera, por
ejemplo, en que conocer racionalmente el mecanismo científico de los procesos
naturales no evita que nos maravillemos ante un amanecer en esta tierra. La
lectura intelectual no es necesaria —aunque tampoco es del todo eludible, por
fortuna ni siquiera en el arte. Puede abrir nuevas formas de percibir el mundo
y el arte porque amplia nuestro horizonte, y el arte se integra a nuestra
visión, a aquello que conocemos, hemos sentido, vivimos. La apreciación será
sin duda diferente, quizá más rica o más sofisticada, pero no más intensa
porque la obra artística no elude a la razón: está antes y después de ella.
A
partir de este momento, a menos que así lo señale, siempre que esté hablando de
interpretación, me referiré al
encuentro físico con la obra de arte, a su padecimiento[iii] y cuando llegue a
referirme a la interpretación racional o intelectual, usaré los adjetivos
señalados.
[i]
Aunque en la palabra “descubrimiento” se mantiene el carácter de la revelación
epifánica, el sentido es distinto. Mientras en la epifanía aparece detrás del
velo un hecho sagrado, en el segundo se supone que se está descubriendo una razón que compagina con lo que los
humanos entendemos con este nombre.
[ii]
Por supuesto, no olvido la écfrasis, las recreaciones o las traducciones a
otros lenguajes artísticos, pero de darse una verdadera translación, se trata
de otra obra: nunca de la misma. Más
adelante explicaré el porqué de esta idea que ahora expongo.
[iii]
Nuevamente: padecimiento del original pathos. Incluso el sentido que
actualmente le damos me parece interesante, un padecimiento como un mal, una
enfermedad, en este caso, un mal sagrado.