domingo, 10 de abril de 2016

Me gusta el Metro


César Alain Cajero Sánchez


Me gusta el tren metropolitano; me encanta el “metro”, como lo llamamos los amigos de siempre.

Me gusta desde que, a los cinco o seis años, lo utilizaba con toda mi familia para ir a Chapultepec y de ahí a casa.
 
Ya al salir de la preparatoria ocupé el metro para ir a Ciudad universitaria: los murales de Copilco; la terminal en Universidad; las multitudes en Centro médico.

No recuerdo qué es lo que me gustaba del metro cuando era niño, pero no era el apretujamiento ni la cantidad de retrasos cuando hay muchos usuarios. He sufrido como cualquiera que pasen 10 minutos en una sola estación en los horarios más concurridos mientras lucho por no ser aplastado.

A pesar de ello, no concuerdo con quienes hablan del miedo al constante crimen dentro de sus instalaciones. En mis más de veinte años de usuario (más de la mitad de ellos en solitario) nunca me han asaltado ni he presenciado un robo dentro del vagón ni en sus pasillos.

No dudo de la presencia de carteristas dentro del metro que, aprovechándose de las multitudes, saquen el dinero a las personas. Es que no me ha tocado sufrirlos (lo que quizá se deba a mi aspecto andrajoso). En los paraderos de las estaciones del metro tampoco he sufrido asaltos (como sí, frecuentemente, en algunas líneas de autobuses suburbanos y citadinos).

Pero mi gusto por el metro no viene de su (relativa: cada quien habla de la feria por cómo le va en los caballitos) seguridad ni mucho menos de su confiabilidad (aunque nunca se detiene, sí que he vivido esas mañanas en la línea 9 en que resulta imposible llegar menos de una hora a destiempo a un lugar). Me gusta el metro porque, como no hay nada que hacer, resulta una maravillosa sala de lectura si uno cuenta con un asiento.

Mientras fui a la Universidad leía cuatro o cinco libros a la semana (hoy apenas si llego a uno o dos). Esto no sólo se debía a la disponibilidad de las obras, sino a las dos y pico horas diarias que pasaba en el metro.

He intentado hacer lo mismo en camiones y autobuses, pero aunque también puede leerse en ellos, no hay nada como el metro para estar a solas y concentrarse en la lectura.

Hablar de soledad en el metro puede parecer paradójico, pero en realidad en medio de tantas personas es cuando más solos nos encontramos. Es muy difícil concentrarse en una sola persona cuando viajamos en el metro; observar el paisaje (de lámparas blancas y azules en la oscuridad y de anuncios y multitudes en las estaciones) resulta absurdo… En el metro se vive un paradójico silencio retumbante que favorece la lectura.

Amo el metro porque, como no le interesas a nadie (salvo a los vendedores de golosinas e ideologías que son fáciles de ignorar en general) es perfecto para leer a gusto.

Cada tanto los gritos del promotor del Machetearte o el estruendo de los vendedores de discos con bocina integrada interrumpen la lectura, pero pueden ser conjurados mediante unos audífonos.

Otra del metro es que, si vas acompañado, las pláticas en él suelen ser mucho más dinámicas que en el auto u otros transportes. El ya mentado silencio del metro así como la soledad que en él se vive se llevan bien con los trayectos en compañía.

En el caso de no llevar libro ni compañía, siempre queda escuchar música (desafortunadamente, por obvias razones, no radio)… o echarse una pestaña.

¿Quién no se ha quedado dormido en el metro y quién no ha pensado en las mañanas en esos trayectos de veinte minutos que pueden añadirse a las horas de sueño?

Si nos toca la mala suerte de ir de pie, definitivamente la posibilidad del sueño queda cancelada y la plática resulta un tanto menos disfrutable.

Muchos me dicen que tampoco es ya posible leer; sin embargo, más de cinco años en la Universidad atestiguan que, acomodándose correctamente, sí que es posible leer. Por supuesto, no faltarán las bestias que se pitorreen de quien va leyendo en semejantes apretujones, pero siempre será preferible ello a verles las caras a personajes que, por mirarlos, se enojan. Recomiendo para esas ocasiones una revista: son más manejables y la brevedad de sus textos hacen posible una lectura fragmentaria que se lleva más con las inevitables distracciones de la gente saliendo y entrando en estampida al vagón (estampidas que son poco importantes cuando vas sentado, pero que te llevan de un lado a otro cuando te toca en suerte ir de pie).


Me gusta el metro porque mientras que en un auto hay que poner atención al camino, en el metro se puede platicar a todo dar; me encanta el metro porque si encuentras una de sus estaciones, así estés en la zona más ajena de la ciudad, puedes llegar a salvo a casa… Amo el metro porque aun si vas muy lejos, en mitad de ese laberinto de paradojas (silencioso a mitad del ruido de las máquinas; solitario a pesar de los miles de usuarios) se puede leer a gusto, cosa que cada vez es más difícil en esta ciudad. Y en este mundo.

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