Me gusta el Metro
César Alain Cajero Sánchez
Me gusta el tren
metropolitano; me encanta el “metro”, como lo llamamos los amigos de siempre.
Me gusta desde que, a
los cinco o seis años, lo utilizaba con toda mi familia para ir a Chapultepec y
de ahí a casa.
Ya al salir de la
preparatoria ocupé el metro para ir a Ciudad universitaria: los murales de
Copilco; la terminal en Universidad; las multitudes en Centro médico.
No recuerdo qué es lo
que me gustaba del metro cuando era niño, pero no era el apretujamiento ni la
cantidad de retrasos cuando hay muchos usuarios. He sufrido como cualquiera que
pasen 10 minutos en una sola estación en los horarios más concurridos mientras
lucho por no ser aplastado.
A pesar de ello, no
concuerdo con quienes hablan del miedo al constante crimen dentro de sus instalaciones. En mis más de veinte años de usuario (más de la mitad de ellos en solitario) nunca me han asaltado ni he presenciado un robo dentro del vagón ni en sus pasillos.
No dudo de la
presencia de carteristas dentro del metro que, aprovechándose de las
multitudes, saquen el dinero a las personas. Es que no me ha tocado sufrirlos
(lo que quizá se deba a mi aspecto andrajoso). En los paraderos de las
estaciones del metro tampoco he sufrido asaltos (como sí, frecuentemente, en
algunas líneas de autobuses suburbanos y citadinos).
Pero mi gusto por el
metro no viene de su (relativa: cada quien habla de la feria por cómo le va en
los caballitos) seguridad ni mucho menos de su confiabilidad (aunque nunca se
detiene, sí que he vivido esas mañanas en la línea 9 en que resulta imposible
llegar menos de una hora a destiempo a un lugar). Me gusta el metro porque,
como no hay nada que hacer, resulta una maravillosa sala de lectura si uno
cuenta con un asiento.
He intentado hacer lo
mismo en camiones y autobuses, pero aunque también puede leerse en ellos, no
hay nada como el metro para estar a solas y concentrarse en la lectura.
Hablar de soledad en
el metro puede parecer paradójico, pero en realidad en medio de tantas personas
es cuando más solos nos encontramos. Es muy difícil concentrarse en una sola
persona cuando viajamos en el metro; observar el paisaje (de lámparas blancas y
azules en la oscuridad y de anuncios y multitudes en las estaciones) resulta
absurdo… En el metro se vive un paradójico silencio retumbante que favorece la
lectura.
Amo el metro porque,
como no le interesas a nadie (salvo a los vendedores de golosinas e ideologías
que son fáciles de ignorar en general) es perfecto para leer a gusto.
Cada tanto los gritos
del promotor del Machetearte o el
estruendo de los vendedores de discos con bocina integrada interrumpen la
lectura, pero pueden ser conjurados mediante unos audífonos.
Otra del metro es
que, si vas acompañado, las pláticas en él suelen ser mucho más dinámicas que
en el auto u otros transportes. El ya mentado silencio del metro así como la
soledad que en él se vive se llevan bien con los trayectos en compañía.
En el caso de no
llevar libro ni compañía, siempre queda escuchar música (desafortunadamente,
por obvias razones, no radio)… o echarse una pestaña.
¿Quién no se ha
quedado dormido en el metro y quién no ha pensado en las mañanas en esos trayectos
de veinte minutos que pueden añadirse a las horas de sueño?
Si nos toca la mala
suerte de ir de pie, definitivamente la posibilidad del sueño queda cancelada y
la plática resulta un tanto menos disfrutable.
Me gusta el metro
porque mientras que en un auto hay que poner atención al camino, en el metro se
puede platicar a todo dar; me encanta el metro porque si encuentras una de sus
estaciones, así estés en la zona más ajena de la ciudad, puedes llegar a salvo
a casa… Amo el metro porque aun si vas muy lejos, en mitad de ese
laberinto de paradojas (silencioso a mitad del ruido de las máquinas; solitario
a pesar de los miles de usuarios) se puede leer a gusto, cosa que cada vez es
más difícil en esta ciudad. Y en este mundo.
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