Un lenguaje de muros
Digo
“noche” y cada uno de nosotros habremos imaginado una sombra distinta.
El
hombre tolera la idea de claridad y precisión en el lenguaje. El mar es el mar;
el cielo, cielo. Con facilidad entendemos o creemos entender que el universo
puede resumirse en unos cuantos signos y combinaciones de esos signos.
Sin
embargo, cada palabra evoca a otra y a otra; cada imagen es siempre otra. Digo
“árbol” y ahora pienso en el ficus frente a mi casa de la ciudad, con su
follaje bajo y de un verde oscuro, plagado, ay, de moscas blancas. Mañana diré
“árbol” y pensaré en el viejo pirú en el que verdean ramas a pesar de un
incendio; en su nuboso aroma de brujas.
No
hay un lenguaje humano que sea preciso, claro y unívoco en tanto no tendría objeto
a cuál nombrar.
Olvidemos
la fonética de cada frase, olvidemos la memoria —esa pintura que nos dice
quienes creemos ser—; hagamos a un lado a la poesía. La creación de un lenguaje
sin espacio para sombras lo haría indecible, si no más: imposible.
Varios
han sido los intentos de crear este idioma que evite la subjetividad y el
equívoco.
Desde
hace varios años en las escuelas de Humanidades se ha usado un lenguaje que
remite al de las ciencias puras como antes se usó uno plagado de
neologismos, herencia del siglo XX alemán. Cuando se crea un neologismo es
necesario explicarlo previamente, por lo que nunca escapamos del lenguaje.
Cuando el neologismo es tan transparente que no necesita explicación es porque
remite directamente a las palabras que lo componen. Además de multiplicar el
número de bostezos y de pedantes, poco se ha logrado con la tentativa más
reciente, pues disfrazar a la mona de seda no la convierte en ciencia. Y ya que
la misma ciencia usa el lenguaje de la changa para hacerse entender (toda
palabra científica remite a otras en el profano), no más puede hacerse.
La
jerga matemática, donde cada signo remite a un significado, es ese lenguaje
buscado por filósofos y científicos por igual.
Esto
no es sorprendente. No descubro nada nuevo aquí. Las relaciones matemáticas
poseen una lógica interna y una precisión que hicieron imaginar a Pitágoras que
en ellas se encontraba la idea pura; a Platón lo remitieron al topus uranus; a los cabalistas, a la
cifra que diría el nombre de nombres; a los físicos, a la llave del universo.
La proporción al fin descubierta desvela a biólogos, físicos, teólogos,
filósofos y artistas plásticos.
Es
posible que las matemáticas en verdad sean un atisbo del lenguaje que hablan
los ángeles, sin embargo, como seres humanos que somos, es lo más que podemos soportar: un vislumbre.
El
hombre tolera la idea de claridad y precisión en el lenguaje. Sin embargo, no
podría vivir en un universo donde tal cosa fuese posible: todo lenguaje implica
un orden y todo orden, un plan. ¿Cuál es el plan que preexiste al orden
matemático? De nuevo entramos a las pesadillas de la simetría. Si existe ese
orden que nos sobrepasa, su nombre sería destino. Pero como es un orden que nos
excede, no podemos entenderlo sino como caos.
El
destino es otro nombre del azar. Y nombrarlo de una forma u otra no cambia su
esencial extrañeza.
Ya
en esto podemos encontrar el por qué un universo expresable de forma univoca
sería imposible. Si las matemáticas resultan un sistema tan perfecto es precisamente
por abstraer en lugar de expresar.
A
saber, el “1” no remite a algo en nuestro universo. Es la forma en que se expresa
la abstracción que se refiere únicamente al número de cuerpos que por
convención y eficacia para determinados fines asumiremos de esa manera. De esta
manera, hay un árbol, una fruta, una nube, una estrella. Pero al abstraerla de
esta manera obviamos que ese árbol, fruta, nube y estrella no son unidades como
tales. Las operaciones básicas sirven también sólo si soslayamos que cada cosa
es única. Uno más uno es dos, pero un perro más un lápiz no son dos.
Inclusive
cuando hablamos de objetos del mismo tipo (o mejor: que nosotros en otra
abstracción hemos llamado de la misma manera), la realidad se niega a reducirse
a la abstracción. Una nube no es igual a otra; un hombre no es el mismo que
años después. Las relaciones matemáticas son ciertas si negamos esas
evidencias. Pero esas evidencias son las que construyen la realidad que
conocemos.
Es
posible que en las matemáticas esté el ser.
Sin embargo, lo que construye a la realidad son los accidentes del ser.
Un
lenguaje que fuese reflejo preciso del universo; que pudiese ser usado para
aludir no sólo a cada partícula del universo y a cada acción posible y cada
tiempo posible para cada uno de sus cambios sería el de las matemáticas, cuyas
cifras pueden corresponder con el infinito. Sin embargo, haría falta otro
Funes; un universo de Funes que tuvieran todo el tiempo sólo para hacer un
listado de dicho universo.
Como
la posibilidad de tal universo de dioses indolentes es remota e incomprensible
para los hombres, habremos de contentarnos con otro tipo de lenguaje. Para
nombrar, pues, esta noche sin estrellas que veo desde mi ventana y que es
habitada tan sólo por la luz reflejada de la computadora, usaré hoy la palabra
“noche”. Para aquella otra noche en que caminé por la Universidad planeando un
futuro que nunca quise planear y que tampoco vino, usaré la misma palabra. Así,
sé que quien me lea habrá de equivocarse cuando de nuevo use la palabra “noche”
y quiera decir…
Cuando
me equivoque y otro deba rehacer la noche para decirla. Sólo así somos capaces
de nombrarlo todo sin ser precisos. Cada vez hay que rehacer la palabra porque
cada vez es única. Ahí está el equívoco.
En
el equívoco está el mundo.
César Alain Cajero Sánchez