El
estado perfecto
Y cuando ya seamos hormigas –el estado perfecto–
discurriremos por las avenidas hechas de conos de briznas
y de tamo, orgullosos de acumular los tristes residuos y
pelusas;
incapaces de la unidad, sumandos huérfanos de la suma;
incapaces del individuo, incapaces de arte y de espíritu
–que sólo se dieron entre las repúblicas más insolentes,
cuya voz ya apenas se escucha, que la gloria
es una fatiga tejida de polvo y de sol–.
Alfonso Reyes, “Palinodia
del polvo”
Palabras favoritas de
muchos, fuera del círculo de los estudiosos, poco se ha escrito acerca de lo
que significaron el fascismo y el nazismo.
Después de algunos años en
que me había rondado la inquietud, empiezo este ensayo acerca de todo lo que he
deliberado a través del tiempo de éste, uno de los fenómenos más conocidos,
pero poco reflexionados, de nuestra época.
Digo que ha sido poco
reflexionado no porque no exista abundante literatura al respecto. Sobre el
fascismo se han escrito libros historiográficos, biografías de sus líderes; o
aproximaciones desde el liberalismo, el marxismo o el psicoanálisis. En verdad
la sombra de los totalitarismos atraviesa toda la labor intelectual del siglo
XX y de lo que va de éste.
Sin embargo, poca de esta actividad
ha trascendido fuera de los círculos de estudio. El fascismo inevitablemente es
parte ya del imaginario popular. Hitler, la suástica, las quemas de libros, los
desfiles militaristas; el Holocacausto…
En el vocabulario popular
se emite continuamente el epíteto “fascista” para referirse a una persona,
actitud o gobierno que establece algún tipo de control o que, simplemente, nos
desagrada.
Sin embargo, pocos de
quienes usan este epíteto leen a los especialistas y a decir verdad, pocas de
esas investigaciones están pensadas para trascender su área de estudio.
Quisiera con este ensayo dar pie para una discusión al respecto.
Para empezar, creo que
sería importante hacer una distinción
entre el fascismo histórico y lo que pretendo describir como el ideario común
al fascismo. El primero se refiere a las características del fascismo tal y
como se dio en Italia, Alemania y algunos otros países (con sus muchas
diferencias internas) en la primera mitad del siglo XX. Con lo segundo me
refiero a un modelo de organización política, militar y cultural —en suma, una
cultura y más; una visión de mundo— que, a mi parecer late desde el inicio de
las civilizaciones y que hasta ahora ha cristalizado con mayor fuerza en ese
fascismo histórico (pero no exclusivamente).
Sobre el fascismo
histórico hay múltiples libros (es a este tipo de fascismo al que más se han
abocado los historiadores y filósofos). No ahondaré en éste, aunque vale
recomendar el muy legible libro monográfico de Stanley G. Payne del cual
resumiré los principales puntos.
El fascismo histórico se
dio en varios países de Europa en el periodo entre guerras. En cada uno de
estos países tuvo características más o menos distintas que hacen difícil hacer
un listado de lo que lo define. En Italia, donde primero se presentó, tuvo un
marcado tinte nacionalista, entendiendo como nación una construcción de la
voluntad que no tiene otro fundamento que la energía y la voluntad misma. En
Alemania, el nacionalsocialismo establece su política sobre el racismo y el darwinismo.
El fascismo rumano es un movimiento mesiánico de tintes cristianos...
Sin embargo, hay una serie
específica de elementos que hacen posible englobar a todos estos movimientos
con la etiqueta de "fascismo".
El antimarxismo es el
primero de estos elementos.
Es verdad; los regímenes
fascistas se declararon desde el principio enemigos del llamado materialismo
dialéctico y de las doctrinas del socialismo científico. Las razones se deben
entre muchas otras a que el socialismo es por principio una vía de organización
revolucionaria distinta al fascismo. Entre ambas hay algunos puntos en común
que analizaré con posterioridad, pero en una mirada inicial, advertiremos sus
incompatibilidades. El marxismo habla de una clase (el proletariado) que, por
la lucha de clases, habrá de establecer una dictadura de carácter social; el
fascismo, de un pueblo o nación pluriclasista que, uniendo sus voluntades en
torno a un líder, es capaz de afrontar cualquier vicisitud que se le presente.
El marxismo se presenta como una doctrina racional, "científica"; el
fascismo como un triunfo de la voluntad sobre el mundo humano; el triunfo de la
verdadera naturaleza. El marxismo habla en nombre de la Historia y sus
pretensiones abarcan al mundo todo; en el fascismo es el hombre y su voluntad las
que modelan a la Historia y la perfecta cristalización de esa voluntad es el
Estado nacional.
Al mismo tiempo que el
fascismo rechaza al socialismo científico, se opone al liberalismo.
Los fascistas consideran
que la libertad es una ilusión que debe ser sometida por el bien público; por
el espíritu del pueblo. La libertad lleva a la anarquía, al desorden, a la
pérdida de identidad. La democracia es una ficción que unos cuantos establecen
para aprovecharse de muchos. Esos muchos, engañados por una ilusión, se
convierten en instrumentos. El liberalismo, máscara del capitalismo, se concibe
como un instrumento a través del cual el gran capital ofrece migajas a una
multitud de desheredados.
Con este último punto se
puede advertir que, a diferencia de lo que piensa la mayoría de personas, el
fascismo no es conservador. Al contrario: los fascistas se consideraban los
verdaderos revolucionarios. Aquellos que terminarían con las degeneraciones del
Estado ideal. Uno donde el hombre, liberado de miedos y de opresiones reinaría
sobre sí mismo y sobre la Historia. Triunfo de la voluntad sobre el Mundo. El
fascismo es anticonservador: pretende destruir el viejo orden para descubrir
otro; el de la naturaleza visto a través de la técnica y el del espíritu a
través de la nación.
Esta voluntad indomable se
supone en posesión de un líder. Un Iluminado que habrá de encaminar al pueblo
hacia su liberación. Es el principio de caudillaje que da sentido al antiliberalismo
(y antintelectualismo). La libertad es una mentira pues pregona dejar al pueblo
puro en manos de sus depredadores. Es necesaria la existencia de un líder
bueno, poderoso y sabio que pondrá las cosas en su lugar. Sólo con el apoyo de
su pueblo, con su subordinación voluntaria a través de la alegría es posible la
realización del ideario fascista.
Precisamente la
subordinación voluntaria del pueblo permite la formación de un partido único al
que todo individuo debe vincularse; una politización de las masas a través del
órgano principal fascista. Un órgano, por supuesto, vinculado directamente al
líder. Esto exige la creación de una milicia popular (o que con el paso del
tiempo, habrá de hacerse popular). El fascismo plantea derribar las barreras entre
la milicia (órgano del estado burgués que está al servicio de los capitalistas)
y el pueblo. Con la militarización y politización del pueblo a través del
partido se da el paso decisivo para la revolución fascista.
Finalmente, el ideario
fascista tiende a controlar, a empapar, la vida completa de los individuos.
Como las antiguas religiones, el fascismo ofrece una dirección integral sobre
el sentido de la vida, sobre el Mundo en su totalidad. Una suerte de religión
de la política[1].
Una estética y una ontología basada en el Estado.
Con esto se pueden hacer
las diferencias entre el fascismo histórico y las dictaduras militares de
distinto tipo, así como de los totalitarismos comunistas, de las plutocracias
en que devienen muchas democracias o de los conservadurismos de distintas tendencias.
Las dictaduras militares
tienen en común el principio de caudillaje y el antiliberalismo, pero nunca son
populares ni forman milicias del pueblo. El fascismo pretende ser la voz del
pueblo y estar siempre en sus manos.
Los regímenes
conservadores, como el de Franco en España (que efectivamente, tuvo apoyo de
los fascistas de la Falange, pero su ideario se desdibujó) observan el
caudillaje en ocasiones, son antiliberales y antimarxistas. También en
ocasiones forman un partido corporativista al que el pueblo debe estar sometido.
Sin embargo no se pretenden revolucionarios ni ostentan un discurso de combate
radical a la burguesía.
Las plutocracias no sólo
nunca se apoyan en el pueblo ni en un partido, sino que juegan con la idea de
democracia y liberalismo. No forman partidos de estado ni milicias populares.
Lo cierto es que con el fascismo comparten, además del antimarxismo (y
consiguiente antianarquismo), la creación de una cultura y de una visión de
mundo que envuelve todo en la vida de los individuos.
Finalmente, los
totalitarismos comunistas (si me es posible llamarlos de esta manera) tienen
muchos elementos en común con el fascismo, pero además de las diferencias
señaladas previamente, hay que señalar que el partido nunca o casi nunca formó
un ejército paramilitar del pueblo. Dado que se supone en estos regímenes que
el ejército es del pueblo en sí, no hay necesidad de tales mecanismos. En
cambio, en ellos se forma una burocracia estatal que puede estudiarse como una
clase aparte; una clase que no es propiamente popular ni es parte del poder
detrás del estado, pero que se encarga de vigilar el buen funcionamiento del
régimen[2].
Estas características me
parecen esenciales para separar del fascismo histórico a los regímenes de otro
tipo. Sin embargo, me gustaría ahora pensar en una forma de explicar el
fascismo dentro de la Historia no como un evento aislado y con fronteras
claramente delimitables, sino como una parte esencial de la forma de
organización humana.
En otras palabras, aunque
el fascismo histórico fue un fenómeno bien delimitado, me parece que hay en el
ser humano mismo una propensión innata a la ideología fascista. Más todavía: me
parece que es el fascismo el Estado perfecto; la más perfecta forma de organización
social.
Estas ideas pueden
incomodar a muchos, pero me parecen exactas.
Me explicaré.
El ser humano es un ser
social por naturaleza. Más todavía: la conciencia lo compele a buscar la
compañía de sus semejantes. A re-conocerse en ellos. Necesitamos reconocernos
en un grupo.
Esto tiene, claro, un
origen biológico, pero asimismo, uno psicológico (¿habrá que decir
ontológico?). Resumiré lo que he escrito en otros ensayos al respecto[3].
El ser humano al ser
consciente de su existencia, se sabe (o cree) único. Ello deriva en la soledad. Hemos
sido arrojados al mundo y al saber que somos, es inevitable saber que todo
aquello que nos rodea es lo que no-somos. La consciencia crea al ser, pero también
lo encierra en sí mismo. Incapaces de encontrarnos con los otros, nuestra
respuesta es el miedo y el desamparo; el odio o la cobardía.
Hemos creado mecanismos
que permiten un acercamiento más o menos efectivo con el mundo y con nuestros
semejantes. El lenguaje nos permite adueñarnos del mundo y comunicarnos con los
otros hombres a un nivel si se quiere esquemático pero efectivo para muchos
fines. El trabajo y la técnica nos permiten someter a la realidad física
mientras que las instituciones culturales dan un orden a las relaciones
interpersonales.
Dichos mecanismos son
funcionales, pero distan de ser perfectos. En numerosos momentos de nuestra vida
descubrimos de nuevo que estamos solos. Que todo lo que nos rodea es ajeno a
nuestra vida. Miramos de nuevo el abismo que dice: ¿quién eres?
Una de las formas en que
el ser humano ha pretendido escapar a esa realidad que se le presenta es
socializando al mundo, humanizándolo.
La civilización es un
orden humano que se sobrepone al mundo natural para hacerlo habitable. Es una
serie de reglas, definiciones y prácticas en las que el individuo se reconoce
en una comunidad. Así, el hombre crea una segunda naturaleza artificial, un
espacio en el cual podrá vivir sin angustia pues todo ha sido organizado de
manera integral. No hay espacio en la civilización para la duda pues toda duda
ha sido ya resuelta por un sistema total que absorbe a la vida completa del ser
humano.
Hay, entonces, una razón
de ser, una explicación y un rito para cada momento de la vida. Hay, entonces,
la salvación.
La civilización perfecta
es aquella que permite, pues, la perfecta identificación del ser con el grupo;
que acalla la angustia frente a la realidad, al tiempo, a la soledad. Hegel
habló del Estado como de la realización total del Espíritu donde la escisión es
imposible. No se equivocó: el Estado es una de las creaciones más perfectas del
Espíritu: una que absorbe en su interior no sólo al hombre, sino a todos los
hombres y más: al universo en su totalidad.
El ser humano necesita
mitos que le permitan vivir. Quizá el más perfecto sea el de la civilización.
También el más brutal.
Bien, si atendemos a los
modelos de la naturaleza, advertiremos inmediatamente que las sociedades
animales establecen también una jerarquía y una serie de reglas muy bien
determinadas e inamovibles. La más compleja y perfecta de estas sociedades, la
de las hormigas, crea lo que los biólogos llaman un “superorganismo” donde no
existe la noción de individualidad. Cada una de las hormigas actúa como una
célula de un organismo. Cada una de ellas ejerce una función determinada por
una jerarquía inalterable sin necesidad siquiera de mecanismos de control. Es
parte ya de su instinto. Es esta la sociedad más perfecta si medimos perfección
por eficacia. En ella no hay espacio para la disidencia: actúa como un solo organismo
en pos de un fin, la supervivencia. Y en eso es sumamente eficiente. No hay
espacio tampoco para la duda o la alienación.
La nación perfecta, la
nación más eficaz, no hay que pensarlo mucho, es un reflejo del mundo natural.
No es casual, pues, la admiración de muchos líderes fascistas por los estudios
de etología (con todo que esos estudios
eran sacados de contexto y como es natural en el ser humano, se interpretaban
de manera esquemática).
El fascismo es la sociedad
perfecta porque en ella lo esencial estriba en la eficacia; en la posibilidad
del fin de la alienación.
Este punto no es ajeno a
ningún orden político aparecido hasta este momento. Todos ellos, por sus mismos
principios, pretenden una visión totalizante del mundo. Algo que dé orden y
principios a la existencia del ser humano y que comprenda cada instante de su
vida. Una visión del mundo.
Todas las civilizaciones
establecen una serie de reglas y lineamientos que por más artificiales que nos
parezcan, para el que vive dentro de estas culturas son totalmente naturales. Es el orden del mundo: como el mundo debe de ser.
En este punto, el de
establecer una totalidad coherente del mundo, no es el fascismo histórico el único
que lo ha intentado o logrado. Toda nación, toda forma política; toda
socialización ha pretendido reducir al universo a una serie de principios
artificiales que se pretenden universales. Las sociedades democráticas siguen
presentándose como las “naturales”; el socialismo científico se apoya en la ley
“natural” del materialismo dialéctico; los imperios teocráticos invocaban o invocan
el nombre del orden “superior”. Un orden que se pretende incuestionado y auténtico…
y que para los que viven en esas culturas, lo es.
Aquel que nace en una
cultura no la cuestiona: la vive. Lo mismo el cristiano que aboga por el “camino,
verdad y vida” como el norcoreano que jura por la filosofía juche viven en ese
mundo que abarca al cosmos entero. En toda organización social está ya el
fascismo en tanto se subordina a la realidad a un orden que es el del hombre,
pero que se pretende como el único y el verdadero.
A diferencia de las
dictaduras militares o de los regímenes conservadores, en el fascismo es vital
que sea el propio individuo el que blasfeme de su libertad en pos del grupo,
estado o nación. Es decir, en el fascismo se espera que sea el individuo mismo
el que se subordine voluntariamente y a través de la alegría al proyecto de
nación, cultura o civilización. Que no haya discusión, sino obediencia; que no
haya pensamiento, sino acción.
Un régimen de este tipo no
puede sino ser eficaz.
Sin embargo, esto último
es quizá lo más complicado (no imposible). Eso lo saben bien los regímenes
autoritarios de izquierda o derecha, que organizan una policía interna eficaz encargada
de someter a los ciudadanos a los intereses de los líderes.
El sueño fascista consiste
en la sumisión voluntaria que en los regímenes históricos aunque no de manera
integral, sí se dio de manera relativamente exitosa. Por mucho que se quiera paliar
el hecho, lo cierto es que tanto el fascismo italiano como sobre todo el
nazismo tuvieron después de algunos años en el poder, un ascendente popular más
que amplio. Los proyectos hitlerianos se realizaron con mucha menos presión sobre
la población que los de Pol Pot, por decir algo.
La victoria sobre el
individuo a través de la voluntad y la fuerza trae consigo, además, el fin
definitivo de la alienación. El hombre ya no es sino instrumento de algo más
grande: la verdad, la nación, la raza o la especie. Es parte de una comunidad
que lo excede y que tiene una dirección y un propósito definidos: la
supervivencia, el triunfo, la dominación de la voluntad.
No es distinto lo que
pretende cualquier Estado nacional, cualquier Imperio o cualquier Iglesia
institucionalizada, si bien pocas veces[4]
se ha llegado a un dominio semejante al establecido por los fascismos
históricos.
En el estado fascista ya
no existe la alienación porque no hay individuos: hay instrumentos. No existe
la angustia pues hay una razón de ser única e incuestionada. Hay una
abundancia, pues el fascismo (y he ahí una diferencia con las teocracias y con
las culturas tradicionales) concibe al hombre como el fin último de la creación
y por tanto, señor del mundo. El fascismo no cree en la razón, pero sí en la
técnica. Su barbarie es irracionalista, pero cientificista. Busca el dominio
del mundo a través de una voluntad que se concibe como fuerza. Fuerza sobre el
individuo: política. Fuerza sobre el mundo: técnica. Fuerza sobre el espíritu: culto.
Una sociedad perfecta si
no fuese porque hay un vacío que no contempla.
Quiere curar la escisión
del ser humano. Pero para lograr tal habría que eliminarlo previamente, pues ese
vacío es el ser humano mismo.
Nunca se ha logrado
someter del todo a la libertad pues este impulso es inherente al ser humano. La
angustia no es consciente: es un sentimiento que brota de forma espontánea. Y
con un momento tan solo basta para encontrarnos de cara al abismo que nos
interroga. En ese momento ya no bastan ni las palabras ni las ideologías.
Estamos de nuevo solos.
Basta una persona, basta
un momento.
Que el sueño fascista, a
pesar del nacionalismo de los fascismos históricos, buscase la dominación del
mundo todo no es de extrañar[5].
La existencia de otras culturas y otros modelos de vida desde el momento en que
una cultura se encontró con otra ha sido un obstáculo para la integración de
una cultura total. Ante el otro
podemos reaccionar con ira, miedo o desdén. De cualquier manera su presencia
nos obsesiona. Nos lanza de nuevo a la incertidumbre. Es la posibilidad de ser
otro. Y el universo único que nos había salvado, se desmorona.
La solución: devorar la
otredad; asimilarla para negarla. Destruir la existencia del otro.
La formación de un Imperio
único es el fin natural de toda sociedad humana. Es el triste y único desenlace
a toda civilización. El Estado es eterno.
Un estado perfecto,
empero, debería ser capaz de contener estos malestares. De condenar a la libertad,
pero dejando un resto que dé la ilusión de seguir siendo libres, de seguir
siendo hombres.
El Estado perfecto no es
el fascismo histórico, pues éste nunca pudo logar del todo la sumisión
voluntaria. No lo es porque sus mecanismos nunca tuvieron la sutileza de
permitir un cierto rango de libertad: eran demasiado obvios y groseros. No lo
es porque aunque formó una visión de mundo; su método no fue la subordinación
del otro, sino su destrucción.
Un estado perfecto humano
no puede basarse del todo en el ejemplo de la sociedad de las hormigas porque
lamentable (o afortunadamente, según yo) pensamos. Un estado perfecto debería
dar la ilusión de libertad; permitir la crítica sabiendo que nadie pondrá en
duda los cimientos de su visión de mundo; deberá asimilar las diferencias (no
aceptarlas, pues constituyen una posibilidad y con ello, llevan a la
incertidumbre por el mundo propio). Deberá de establecer una cultura universal
que como se ha dicho sea capaz de asimilar y contener a todas las diferencias
culturales que se presenten. Deberá dar un motivo de vida, una dirección a la
que el individuo gustoso se pueda subordinar: ya sea la búsqueda de la Verdad,
ya el poder económico, ya simplemente el acaparamiento de objetos y novedades.
Debe reducirlo todo a un mismo patrón de valores…
El estado perfecto… ¿somos
nosotros?
Espero que no. Espero que
alguien se atreva a cuestionarnos.
César Alain Cajero Sánchez
[1] Lo
que explica las tensas relaciones también entre las Iglesias como religiones
establecidas y los distintos regímenes fascistas.
[2]
Tal vez sea ocioso señalar que con “totalitarismos comunistas” me refiero al
tipo de regímenes basados en el modelo del “socialismo real” soviético y que
hoy día tiene su mejor ejemplo en Corea del norte. No me refiero al marxismo en
el que —lejanamente— estos países se inspiran. Tal tipo de gobierno nunca se ha
realizado.
[3]
Más al respecto puede leerse los ensayos que se encuentran en: http://larosapublica.blogspot.mx/2014/02/pura-bukanitas-delsellito-rojo-enlos.html
[4] En
ese sentido, el estado perfecto no es el fascismo histórico, sino las
teocracias del mundo antiguo.
[5]
Pueden ahora notarse las semejanzas entre fascismo y los totalitarismos de
izquierda. Estos parecidos no se refieren a los fascismos históricos, sino al
fondo inherente a todo sistema político: la sumisión del individuo al grupo; la
pérdida voluntaria de su libertad; la necesidad de establecer su sistema como
un todo tanto en el plano temporal como espacial.